Wodehouse, señor

El color de las cubiertas que la editorial Anagrama ha destinado a los libros de Wodehouse es verde. Verde chillante. Las ilustraciones consisten en dibujos, firmados por Roger, que representan a curiosos personajes en más curiosas actitudes: un hombre de gabardina amarilla ante dos gallinas angustiadas, un mayordomo examinando con recelo las cuentas de un collar, o un joven vestido de boy scout delante de un auto convertible, un bobby inglés y una casa en llamas. En las contraportadas figuran la consabida sinopsis, una breve noticia del autor y dos o tres elogios hiperbólicos. Pero lo más llamativo es el color: un verde, ¿cómo decirlo?... Un verde feliz de ser tan verde.
¿Feliz? Será porque una vez que se ha identificado ese color con las iniciales y el apellido de Sir Pelham Greenville W. (también conocido como Plum o Plummie, pero más bien como P. G. Wodehouse), hay ciertamente un reverdecer de la felicidad al hallar cada nuevo título del humorista inglés de cuya muerte se cumplen 31 años este 14 de febrero. Autor de más de noventa novelas y libros de cuentos, de varios puñados de obras de teatro, guiones cinematográficos y radiofónicos, canciones y comedias musicales —buena parte de lo cual está en vías de publicarse en castellano gracias al empecinamiento personal del editor Jorge Herralde, de Anagrama, wodehousiano como pocos—, el escritor nacido en Surrey en 1881 pasó por el siglo XX como una auténtica máquina ambulante de escribir: desde sus inicios como periodista (y más tarde cajero de banco) hasta su triunfo absoluto como autor de Broadway y de Hollywood, no parece que nunca se haya permitido una pausa de más de algunos días en su prolífica disciplina; y sin embargo, una de las maravillas de sus creaciones es el efecto supremo de espontaneidad que invariablemente promueven: una lectura deleitable que, como en el trabajo de los mejores sastres, jamás va a revelar la ardua puntillosidad de sus costuras y sus dobleces.
En la introducción a ¡Pues vaya!, la antología publicada al cumplirse veinticinco años del deceso de Wodehouse, el escritor y actor Stephen Fry destacaba los que a su juicio son sus tres grandes logros: Trama, Personajes y Expresión. Dejando a un lado el problema que suponga leerlo en traducciones o en el inglés original, lo cierto es que no hay razones para sospechar que Wodehouse deje de funcionar si es trasvasado a otro idioma: este pasaje, de la novela Júbilo matinal, seguramente ayuda a demostrarlo (claro, habría que conocerlo en inglés, y meterse luego a hacer las comparaciones pertinentes —que, por más aburridas que sean, tampoco es probable que disminuyan su fulgor):

Le miré.
—¡Por mis entrañas, Stilton! —exclamé con un asombro irrefrenable—. ¿Qué disfraz es ése?
También él tenía una pregunta que hacer.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí, sangriento Wooster?
Levanté una mano. No era momento de evasivas.
—¿Por qué vas disfrazado de policía?
—Soy policía.
—¿Policía?
—Sí.
—Cuando dices «policía» —pregunté intrigado—, ¿quieres decir «policía»?
—Sí.
—¿Eres policía?
—¡Sí, caray! ¿Estás sordo? Soy policía.
Entonces lo comprendí. Era policía.


Wooster, es momento de decirlo, es Bertram Wilberforce Wooster, Bertie para sus numerosas tías y sus no pocos amigos (la mayoría de los cuales forma parte del reputado Club de los Zánganos), un joven rico que tira para solterón y que, en su vida de frivolidades y empresas desastrosas (sobre todo las que conciernen a la elección de sus calcetines o al arreglo de las vidas amorosas de sus allegados), tiene el mérito principal de ser nada menos que el empleador del inefable Jeeves, una de las más logradas creaturas de la literatura cómica de todos los tiempos. Jeeves, el mayordomo, es un prodigio de clarividencia, de penetración y de ingenio; a él se debe que el mundo idílico que habita una caterva de lores despilfarradores, actrices tan bellas como estúpidas, primas astutas y profesores tontos y enamorados siga siendo eso, un mundo idílico en el que lo más grave que puede ocurrir es que a Bingo Little, Tuppy Glossop o Boko Fittleworth se les agrie la cena porque alguna muchacha indecisa les rompió el corazón. Jeeves, en su inalterable circunspección (producto, diría Bertie Wooster, de su fiel observancia del «espíritu feudal»), está siempre a la mano para arreglar las cosas y conducirlas a un final sonriente e inesperado —siempre inesperado—, a despecho de las torpezas y los planes disparatados de su patrón (de quien Jeeves tiene el siguiente concepto: «Mentalmente, un cero a la izquierda»). Y si bien de cuando en cuando le da por responder con citas de Shakespeare, la verdad es que Jeeves no lleva su papel más allá de afirmar con toda cortesía «Sí, señor», o a lo sumo «Creo haber hallado una sencilla solución para su dificultad, señor». (El prestigio oracular de este mayordomo sin par lo mantiene respondiendo toda suerte de preguntas en el sitio de internet Ask Jeeves).
Los Personajes de Wodehouse se encuentran a salvo de toda odiosa interferencia de la realidad: cuando llega a faltarles el dinero les sobra el ingenio, cuando se ven a unos centímetros del peligro llegan antes a la carcajada, al beso o al abrazo desinteresado de la camaradería. Podrán ser sinvergüenzas, avaros, buscapleitos o tremendamente vanidosos, pero nunca hay en ellos un ápice de verdadera maldad. Y en este mundo idílico (por el que transcurren alocadamente Bertie Wooster y Jeeves, pero también otra larga lista de seres inolvidables como Lord Emsworth y su adoración, la Emperatriz de Blandings —una cerda colosal—, o Stanley Featherstonehaugh Ukridge, o Mike Jackson y Rupert Psmith) no hay lugar para las aflicciones, el dolor, la guerra o la muerte: cada libro es una parcela de un apacible locus amœnus donde la inocencia total es posible, como posible es regresar una y otra vez a ella en la risueña certeza de que siempre deparará una desopilante sucesión de historias absurdas en las que todo puede pasar. Y eso no obstante que por lo general haya ventanas por las que saltar en un apuro, chiquillos antipáticos urdiendo travesuras, controversias alrededor de una camisa demasiado llamativa o joyas extraviadas sin explicación. Ese triunfo que Wodehouse consigue en la Trama lo autoriza a presentarnos repentinamente alguna escena por la que ya creemos haber pasado, para demostrarnos enseguida que todo ocurrirá de manera completamente imprevista también esta vez.
¿Por qué Wodehouse no habrá podido ser un autor de éxito en el ámbito hispanoamericano? La pregunta es, evidentemente, ociosa, pero quizás valga arriesgar la siguiente explicación: que el castellano haya dado al adjetivo «simple» una utilidad frecuentemente peyorativa; que nuestra realidad busque todo el tiempo superarse en su abstruso barroquismo —y que, por tanto, la sencillez suela asociarse con una carencia de propósito—, y que en nuestra inveterada suspicacia tengamos a la inocencia por virtud propia de santos, niños (cada vez más raramente) o débiles mentales, son tal vez las causas de que se tienda a menospreciar a quien no esté ocupándose de las verdades tremendas de la vida y de nuestra circunstancia. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la supuesta «inocencia» de Wodehouse debió exigir una agudeza y una malicia creativa tan afinadas como hace falta para atrapar definitivamente el gusto del gran público y no dejarlo escapar jamás: Stephen Fry recuerda que, en 1931, el autor causó conmoción en Hollywood al revelar ingenuamente el salario exorbitante que percibía para escribir guiones: «Estoy sorprendido. Me pagaban 2 mil dólares a la semana... y no acabo de ver para qué me habían contratado. Fueron extremadamente amables conmigo, pero me da la sensación de que los he estafado», dijo en una entrevista. ¿Ingenuidad? Mejor, como habría dicho Joseph Conrad, «simplemente atendía su negocio»
En torno a Wodehouse se reúnen constantemente sociedades de lectores por todo el mundo para alegar, durante largas veladas, cuál de sus personajes ha sido el más resuelto o el más injustamente comprendido, a cuál otro pudo haberle ido mejor o en qué pasaje de qué historia se cuenta la anécdota más absurda, el disparate más sublime o la desgracia de amor más risiblemente desdichada de la literatura inglesa. Esta devoción de sus seguidores deja muy atrás la de los críticos, especialistas y colegas (que, por lo demás, tampoco se la regatean: George Orwell escribió una apasionada defensa de Wodehouse cuando se intentó involucrarlo en un escándalo de traición durante la Segunda Guerra Mundial, y para felicitarlo en sus ochenta años apareció un desplegado en el New York Times donde, entre ochenta firmantes, aparecían nombres como los de W. H. Auden, Aldous Huxley, Graham Greene y Evelyn Waugh), y se explica por el simple hecho de que leerlo es un placer incomparable: habrá quien se tome el trabajo de aislar las suaves ironías, las cuidadosas paradojas, los caracteres entrañables y, en suma, la elegancia de sus construcciones. Pero sin duda es mejor repetir (venga a cuento o no) una cita suya cada que haya oportunidad. Por ejemplo ésta, de Ukridge:

—Alf Todd —siguió Ukridge, abandonándose a un torrente de imágenes— tiene tantas posibilidades de ganarle como las que tendría un hombre ciego y manco en una habitación a oscuras de meterle dentro de la oreja izquierda a un gato salvaje medio kilo de mantequilla fundida, ayudándose de una aguja al rojo vivo.

Y mejor todavía seguir leyéndolo: quien lo haga, sin duda pronto se descubrirá tratando de dar cuanto antes con el verde chillante de sus volúmenes apenas entre a una librería.

Publicado en Luvina.
Imprimir esto

3 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
17 de junio de 2008, 23:20

Definitivo. Un tener que leerlo es indispensable.

Alejandro Murgia dijo...
13 de marzo de 2009, 5:17

Excelente artículo.
Y para revertir la situación de poco éxito de Wodehouse entre nosotros, llega...
¡ La Sociedad de Fomento Los Zánganos!
Somos un pequeño grupo de entusiastas de P.G. Wodehouse con un proyecto que puede interesarle: hemos preparado un sitio web para seguidores de lengua española del genial PGW, especialmente
enfocado en las siguientes actividades:

1. Traducir al español obras de Wodehouse aún no disponibles en esa lengua, y sobre las que no pese derecho de autor (Tenemos en este momento un puñado novelas a medio traducir, y algunos relatos). Compartir los problemas, hallazgos e investigaciones relacionadas con esta actividad traductoril. Publicarlas.
2. Crear y mantener actualizada una base de referencia sobre ediciones en español de la obra de Wodehouse, disponibilidad de libros nuevos y usados en diferentes países, ediciones online, bibliografías.
3. Promover y alojar estudios y escritos críticos en castellano sobre la obra de Wodehouse y creaciones originales inspiradas en ella.
4. Facilitar el contacto entre lectores de Wodehouse manteniendo un foro en torno a las actividades, y haciendo posible -por ejemplo- el intercambio de libros.
5. Dar a conocer la obra de autores afines (por ejemplo, B.Tarkington, J. K. Jerome).

Desde ya todas las incorporaciones a nuestro grupo son muy bienvenidas. Lo esperamos en http://www.wodehouse.com.ar, y le rogamos difundir esta noticia entre quienes usted considere puedan interesarse.
Muchas gracias.

Carles Guardiola dijo...
27 de diciembre de 2015, 14:24

Muchas gracias por este texto sobre Wodehouse. Desde que lo conocí no he dejado de repetir lo que dices, magnífica y emocionante observación: buscar el verde chillante al entrar en las librerías. Así es. Pocas cosas tan valiosas como el universo Wodehouse he tenido entre mis manos y han amueblando mi imaginación de tan mullido humor. ¡Y apenas me he leído tres o cuatro! La expectativa de empezar uno nuevo es siempre dicha, y el leerlo es siempre júbilo.

Insisto en mi agradecimiento. ¡A seguir disfrutando!

Carles