Con su incesante proliferación y su fugacidad, con toda su agitación y su fatalidad y sus anhelos, con sus recuerdos y su desmemoria y sus aversiones y sus amores, la ciudad no existe: donde creemos encontrarla está apenas la ilusión de sus gestos y de las palabras que creemos escuchar. Pero ni siquiera nuestra voluntad hace falta para que persista en su fingimiento imparable, para que siga dejándonos ir y venir por ese vacío donde confiamos en hallar nuestros trayectos y nuestros rasgos, nuestros afanes y nuestros lugares: nuestra vida, en suma, que es también tan ilusoria y precaria como esa convención que resueltamente figura en los mapas y que aceptamos y nos acepta como si la realidad existiera y como si sirviera de algo, además.
Lo único permante en las ciudades (o en eso que creemos que son las ciudades) es su rechazo a la permanencia. Y, no obstante, ni ellas ni nosotros parecemos dispuestos a admitirlo: como si no fuera suficientemente absurdo el imperativo histórico que ha configurado la existencia humana en torno a la necia y continua ejecución de calles, edificios, foros, acueductos y cloacas, nos empeñamos en creer que la representación del sueño será cada vez la definitiva y olvidamos pronto que cada ciudad que presenciamos ha de desaparecer al instante siguiente y transformarse en otra distinta hasta que el tiempo y el espacio en que transcurren esas imaginaciones se cansen y sólo queden ruinas y otra ilusión, la del pasado, la de la certeza también infundada de que allí o aquí o allá hubo alguna vez una ciudad.
Sin embargo, ocurre que las destrucciones que le infligimos sabe cobrárnoslas infaliblemente en el recuerdo: cuando la memoria descubre lo que ya no está es porque la ciudad ya ha comenzado a borrarnos y no se detendrá hasta que de nosotros quede sólo el olvido y todo siga en paz. Esa forma del infierno que es la paz.
Pero convenimos (o ni siquiera eso es necesario) en que la ciudad existe, que está aquí y que estamos en ella, y ésa es quizás la única manera razonable o posible de arreglarnos con las interferencias constantes que los demás suponen en nuestra vida. La ciudad es la alternativa a encarar de una vez por todas la soledad que hay en nuestra condición mortal. Una ilusión preferible, en todo caso, y una invención en la que podremos estar buenamente atareados mientras tanto: mientras los demás y nosotros vamos muriendo. Y tal vez esa invención nos justificará.
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Lo único permante en las ciudades (o en eso que creemos que son las ciudades) es su rechazo a la permanencia. Y, no obstante, ni ellas ni nosotros parecemos dispuestos a admitirlo: como si no fuera suficientemente absurdo el imperativo histórico que ha configurado la existencia humana en torno a la necia y continua ejecución de calles, edificios, foros, acueductos y cloacas, nos empeñamos en creer que la representación del sueño será cada vez la definitiva y olvidamos pronto que cada ciudad que presenciamos ha de desaparecer al instante siguiente y transformarse en otra distinta hasta que el tiempo y el espacio en que transcurren esas imaginaciones se cansen y sólo queden ruinas y otra ilusión, la del pasado, la de la certeza también infundada de que allí o aquí o allá hubo alguna vez una ciudad.
Sin embargo, ocurre que las destrucciones que le infligimos sabe cobrárnoslas infaliblemente en el recuerdo: cuando la memoria descubre lo que ya no está es porque la ciudad ya ha comenzado a borrarnos y no se detendrá hasta que de nosotros quede sólo el olvido y todo siga en paz. Esa forma del infierno que es la paz.
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Pero convenimos (o ni siquiera eso es necesario) en que la ciudad existe, que está aquí y que estamos en ella, y ésa es quizás la única manera razonable o posible de arreglarnos con las interferencias constantes que los demás suponen en nuestra vida. La ciudad es la alternativa a encarar de una vez por todas la soledad que hay en nuestra condición mortal. Una ilusión preferible, en todo caso, y una invención en la que podremos estar buenamente atareados mientras tanto: mientras los demás y nosotros vamos muriendo. Y tal vez esa invención nos justificará.
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Al llegar a una ciudad desconocida la primera visita debería ser al cementerio principal o al más antiguo: la ciudad siempre comienza donde están sus muertos: “En medio del desasosegado errar del hombre del paleolítico, los muertos fueron los primeros en tener un alojamiento permanente: una caverna, un túmulo señalado con un montón de piedras, un montículo colectivo...”1. La ciudad empieza donde todo termina, entonces. Aunque, claro, sólo si es verdad que la ciudad empieza o termina alguna vez. (Cada hora hay sesenta habitantes nuevos en Manila y seis menos en Moscú2).
No hay imaginación que le dé alcance: la ciudad por una de cuyas calles puedes ir está a millones de kilómetros de la ciudad por una de cuyas calles yo voy, aunque dentro de un momento esas calles se crucen.
Un vidrio estrellado sobre un plano de Buenos Aires: las rajaduras marcaron ocho líneas por las cuales se fueron a andar Jorge Macchi, María Negroni y Edgardo Rudnitzky para encontrar la ciudad. El azar (las direcciones que marcó el vidrio) se alió con la mirada de Macchi, la voz de Negroni y el oído de Rudnitzky para que, como nunca antes, estuviéramos cerca de la demostración del prodigio: quizás no exista la ciudad, pero hay un puñado de fotos y de palabras y de sonidos que la afirman y valdrían como pruebas si el tiempo no pasara y hubiera quedado efectivamente detenido ahí, en el libro-objeto que terminó resultando y que se llamó Buenos Aires Tour3.
Encontraron, también, ciertas cosas cuyos sentidos dependen de las historias que cada quien decida asignarles: un cuaderno de traducción donde la obsesión y el escrúpulo constituyen la única manera de nombrar el mundo (páginas y más páginas de tinta azul vueltas una suave conflagración náutica por las manchas de humedad); un hilo caído en el pavimento que dibuja y da volumen a un corazón acabado de extirpar; un misal; puñados de direcciones anotadas y extraviadas, recados o pintas con destinatarios precisos y por siempre incognoscibles; la fotografía de nadie. Rastros de la vida, aunque también argumentos para probar que la destrucción definitiva está entre nosotros pero aún no sabe por dónde empezar.
Sus sombras y las ventanas por las que se asoma a mirarlas; los pasos cavilosos que da en la noche; sus alaridos lejanos de ambulancia; el rencor con que avanza al mediodía dando codazos y el séptimo piso de un estacionamiento desde donde los automóviles deberían suicidarse; el espejo de una fuente de la que sale todo el silencio disponible; las cortinas metálicas que son sus párpados y sus fauces; sus miasmas y su velocidad y la enemistad del cielo; las vías del tren y el viaje a la Luna que comienza al cruzarlas; las luces de la fábrica y la azotea de tu casa y el griterío y el cadáver; la particular lógica de cada árbol, las mesas sobre la acera, las bocinas cretinas que anuncian sus mercancías deleznables; sus torres y sus cavernas y mi mano que toca a la puerta y la rata y el perro que cierta mujer lleva por la calle. La ciudad, pues, no cesa de proponer sus alardes de realidad: innecesariamente. Sabemos que está por donde vamos, aunque no esté en ninguna parte.
1.- Lewis Mumford, The City in History, 1961.
2.- F. Moriconi-Ebrard: 2000, citado en Mutaciones, Actar, Barcelona, 2000.
3.- Jorge Macchi, María Negroni, Edgardo Rudnitzky, Turner, Barcelona, 2003.
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No hay imaginación que le dé alcance: la ciudad por una de cuyas calles puedes ir está a millones de kilómetros de la ciudad por una de cuyas calles yo voy, aunque dentro de un momento esas calles se crucen.
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Un vidrio estrellado sobre un plano de Buenos Aires: las rajaduras marcaron ocho líneas por las cuales se fueron a andar Jorge Macchi, María Negroni y Edgardo Rudnitzky para encontrar la ciudad. El azar (las direcciones que marcó el vidrio) se alió con la mirada de Macchi, la voz de Negroni y el oído de Rudnitzky para que, como nunca antes, estuviéramos cerca de la demostración del prodigio: quizás no exista la ciudad, pero hay un puñado de fotos y de palabras y de sonidos que la afirman y valdrían como pruebas si el tiempo no pasara y hubiera quedado efectivamente detenido ahí, en el libro-objeto que terminó resultando y que se llamó Buenos Aires Tour3.
Encontraron, también, ciertas cosas cuyos sentidos dependen de las historias que cada quien decida asignarles: un cuaderno de traducción donde la obsesión y el escrúpulo constituyen la única manera de nombrar el mundo (páginas y más páginas de tinta azul vueltas una suave conflagración náutica por las manchas de humedad); un hilo caído en el pavimento que dibuja y da volumen a un corazón acabado de extirpar; un misal; puñados de direcciones anotadas y extraviadas, recados o pintas con destinatarios precisos y por siempre incognoscibles; la fotografía de nadie. Rastros de la vida, aunque también argumentos para probar que la destrucción definitiva está entre nosotros pero aún no sabe por dónde empezar.
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Sus sombras y las ventanas por las que se asoma a mirarlas; los pasos cavilosos que da en la noche; sus alaridos lejanos de ambulancia; el rencor con que avanza al mediodía dando codazos y el séptimo piso de un estacionamiento desde donde los automóviles deberían suicidarse; el espejo de una fuente de la que sale todo el silencio disponible; las cortinas metálicas que son sus párpados y sus fauces; sus miasmas y su velocidad y la enemistad del cielo; las vías del tren y el viaje a la Luna que comienza al cruzarlas; las luces de la fábrica y la azotea de tu casa y el griterío y el cadáver; la particular lógica de cada árbol, las mesas sobre la acera, las bocinas cretinas que anuncian sus mercancías deleznables; sus torres y sus cavernas y mi mano que toca a la puerta y la rata y el perro que cierta mujer lleva por la calle. La ciudad, pues, no cesa de proponer sus alardes de realidad: innecesariamente. Sabemos que está por donde vamos, aunque no esté en ninguna parte.
1.- Lewis Mumford, The City in History, 1961.
2.- F. Moriconi-Ebrard: 2000, citado en Mutaciones, Actar, Barcelona, 2000.
3.- Jorge Macchi, María Negroni, Edgardo Rudnitzky, Turner, Barcelona, 2003.
Publicado en El hacha puesta en la raíz. Ensayistas mexicanos para el siglo XXI. Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2006.
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