¡Un iPod, ya!

¿Por qué fue imperativo decidirse? Y, además, tan súbitamente, tan irresistiblemente. Habiendo cosas más importantes, caray. (Es un decir, desde luego: en distinguir qué puede ser lo importante se nos puede ir la vida, y además a quién le va a importar las pobres distinciones que podamos hacer). ¿Por qué, entonces? Es difícil decirlo: el caso es que, antes de haber razonado sobre la conveniencia (improbable) del asunto al menos durante cinco años —el tiempo desde que el aparato apareció—, hubo que ceder al impulso y desembolsar lo que costaba el de tamaño medio. Porque la decisión fue tan rápida que pareció lo más prudente optar por éste: el más barato parecía demasiado poca cosa, y el más vistoso y con mayores virtudes tenía un precio alarmante. (O no, tampoco: a los pocos minutos de salir de la tienda, las matemáticas que el vendedor no dejó hacer revelaron que la diferencia entre el mediano y el grande no era tan grande, y a eso siguió el cálculo de lo que se habría perdido por no echar, como se dice y se dice bien, toda la carne al asador: total, ya entrados en gastos... Es triste cuando la incertidumbre nos orilla a la tacañería. Y eso por no hablar del hecho inapelable de que el aparato empezó a ser obsoleto cuando todavía no acababa de imprimirse la factura).
Pues bien: la tablita famosa, de color chillón (que no se ve porque, el vendedor fue enfático, había que comprarle también fundita: por lo visto su primera función es rayarse), es capaz de albergar de ochocientas a mil canciones. (De nuevo las dudas: ¿son muchas, son suficientes, habría sido más sabio comprar el que puede retacarse con varias decenas de miles?). Dos punto dos días, según la suma misteriosa que según eso hacen los minutos de 887 piezas que ahora mismo tiene dentro. «Piezas», hay que aclarar, aunque el aparato entienda que son «canciones» cada uno de los movimientos de un trío de Shostakovich o un largo monólogo de Jerry Seinfeld en vivo. También pueden metérsele fotos, aunque quién sabe para qué, pero no video: eso estaba reservado para el tamaño king-size. Quedémonos, pues, con que sirve para oír música y, en general, cualquier cosa audible: un curso de idiomas, por ejemplo, o las tenebrosas grabaciones de poemas de Gerardo Deniz en voz del autor: ¡ay! Música, mucha música: y ahí empezó la perplejidad: ¿cuál?
Se dice que el Papa, en el suyo, tiene a Mozart y a Stravinsky, y que Bush tiene a los Beach Boys —que qué culpa van a tener. El problema es que las elecciones que se hagan pueden conformar una imagen fidedigna de nuestra identidad (o no es problema: a menos que uno sea Paris Hilton y le roben el aparatito dichoso; y tampoco: mientras no deje de enseñar los calzones, a quién le importa la identidad de Paris Hilton). ¿Qué pasa por hacer convivir al Piporro con Johnny Cash, a Keb’ Mo’ con Louis Prima, a Natalia Lafourcade con George Harrison? Nada. O sólo esto: ¡cómo se pierde el tiempo! Tanto que luego ni tiempo hay para oír nada de lo que uno trae.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 26 de enero de 2007.

Imprimir esto

0 comentarios: