Paradójicos

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Qué le voy a hacer: alguna vez, naturalmente, habré tenido que leer a Carlos Monsiváis. Por tentador que suene, debo rehusarme a creer que eso, la recepción de ese «mensaje», cualquiera que fuera (digo «mensaje» por seguir en su terminología mesiánica a la oficiante más prominente en las exequias del escritor), me haya «ennoblecido». Tampoco encuentro que haber pasado, pongamos, por las páginas de Amor perdido, me haya hecho «creer en mí mismo» —y, ahora que lo pienso, de seguro es el único libro de Monsiváis que me chuté completo, y eso por culpa de un cretino profesor de prepa que obligaba a leerlo. Quién sabe: si me quedo más bien frío ante el hiperbólico moqueo con que ha estado salpicado el duelo por el deceso de este escritor, a lo mejor es porque yo no «soy una señora de 78 años, con 10 nietos tras de mí», como se pintó a sí misma la oficiante supradicha, comisionada sentimental en el homenaje —bueno, en uno de los homenajes, porque hubo dos, y si resulta de mal gusto sugerir que uno fue legítimo y el otro espurio, quizás baste con pensar en lo conveniente que resulta prenderle una vela a Dios y otra al Diablo...
    Antes de seguir: cuando alguien se muere, quien lo llore que lo llore como quiera. Pero es razonable desear que haya también espacio para quien guste abstenerse, hacerse a un ladito y ver pasar el cortejo para luego seguir con lo que siga, que el mundo no se acaba (ni para los llorones ni para los resecos): cosa que parece difícil, sin embargo, en vista de los caudalosos torrentes de lamentaciones y declaraciones de orfandad que han corrido estos días, tanto por el deceso de José Saramago como, enseguidita, por el de Carlos Monsiváis —aunque, con figuras como éstas, tampoco hace falta que se mueran para cuidarse de que esos ríos de adoración no nos arrastren y nos revuelquen.

En la obra de Saramago, creo, hay piezas muy valiosas y otras que no se pierde mucho con soslayarlas. Como, supongo, pasará con cualquier escritor: que Historia del cerco de Lisboa o El año de la muerte de Ricardo Reis, por ejemplo, sean novelas memorables no obliga a que lo sea también el resto de cuanto escribió... Pero lo malo es que, en buena medida por sus actuaciones como celebridad intelectual —por su talante de «provocador», que tan rentable pudo ser para quienes lo atrajeron a suscribir sus causas, lo mismo que para sus editores, desde luego—, el portugués haya dejado de ser meramente un novelista para convertirse en una conciencia, una autoridad moral, santificada y objeto de veneración. Más o menos en los mismos términos en que pasó con Carlos Monsiváis: intelectuales paradójicos que, por aquello que cuestionan, malamente terminan arribando, y sobre todo por razones emocionales, a la categoría de Incuestionables —y ello por no hablar del poder fáctico que llegan a detentar, de lo cómodos que resultan para aquellos a quienes pretenden incomodar, de los malentendidos que alimentan y de cómo sus estelas opacan o acallan otras voces. A lo que sigue, entonces.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 24 de junio de 2010.

Paisaje

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Foto: Mural / Emilio de la Cruz

El pájaro, la fuente y la jaula: cada que paso por la avenida Arcos, sea a la altura de la Caja del Agua (en el cruce con Circunvalación Agustín Yáñez), sea viniendo en sentido contrario, desde Mariano Otero, o dando vuelta a la glorieta de Niños Héroes, me lo repito: el pájaro, la fuente y la jaula. No recuerdo bien dónde lo leí o a quién se lo oí; en todo caso, ignoro por qué me he obstinado en creer que tal ocurrencia habría de tener un fundamento de verdad —pero ha de ser porque uno, inevitablemente, va fincando convicciones al vuelo, y termina por creer que el mundo ha de ajustarse a ellas, como por ejemplo este paisaje urbano, que tendría que corresponder a esa composición que por algún motivo se fijó en mi imaginación. Consiste en esto: apostándose en el cruce de Arcos y Agustín Yáñez, y orientándose hacia el sur por la primera avenida (dada las torceduras de los trazos viales en Guadalajara a veces resulta difícil inferir los puntos cardinales, así que pongamos: como quien se dirige hacia el Mercado de Abastos), se vería, en primer término, la escultura de Mathias Goeritz conocida como «El Pájaro», ubicada pasandito la vía del tren, en la avenida Inglaterra. Tres calles más adelante, en la glorieta de Niños Héroes (actualmente en obras, dice un letrero, de restauración: por las rasgaduras del plástico negro con que la han envuelto se alcanza a ver que han entrado en serio con picos y marros), la fuente, cuyo chorro se alzaría hasta alcanzar el pico del pájaro; al fondo, finalmente, los Arcos del Milenio (seis, pongamos, como originalmente se suponía), encerrando a la vez al pájaro y la fuente. O sea: una perspectiva mediante la cual se obtendría la imagen de un ave (amarilla) que bebe de una fuente incesante, dentro de una jaula (amarilla también) cuya estructura correspondería a la de los arcos famosos —claro: si estuvieran completos.
        Creo —pero ya se vio que no se puede creer muy bien en lo que uno cree— que alguna vez habré buscado verificar esa perspectiva, y con ella la posibilidad del pájaro enjaulado pero bien provisto de agua. Echando un vistazo a Google Earth, encuentro que para alcanzar el efecto el ángulo tendría que estar despejado de algunos árboles, pero igual: no parece imposible. Quiero pensar que la implantación de la escultura de Goeritz en ese sitio la decidió el juego que haría con la fuente de la glorieta, e incluso que Sebastián, muchos años después, buscó que su pieza estuviera en función del juego dicho.
        Pero una cosa es lo que queremos que sea el paisaje urbano, y otra muy distinta lo que terminan dictando los funcionarios en turno: esa clase rapaz de sujetos sin imaginación, ciegos y sordos en su pésima comprensión del «progreso». La famosa vía exprés, esa barbaridad que están a punto de lanzar sobre la ciudad, a despecho de lo que ésta realmente necesita (y que a todos nos queda clarísimo, menos a esos tipitos), será, entre otras calamidades, una degradación más del paisaje. Por si hiciera falta.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 17 de junio de 2010.

Tea for Two

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Foto: Abraham Pérez
 
Cerrada e inaccesible como luce, precisados sus contornos por la luz del día, esta casa finge atarearse sólo en la ensimismada y casi imperceptible progresión de su ruina. Se desentiende de la calle, que, a su vez, le saca la vuelta sin querer ocuparse de ella. Los árboles que la escoltan permanecen quietos en sus proposiciones inconsecuentes: las sombras que de cualquier modo riegan en torno de los dos bloques principales, y también sobre la acera, un poco más allá del perímetro enfatizado por una barda enana que camina lentamente, lleva un alambrado alrededor de toda la manzana, se alza de hombros en las esquinas y, llegado el momento, crece sobre sí misma para describir las dos suaves curvas que enmarcan el cancel principal: una trama de rombos y la plancha de la puerta. Un automóvil, solo, a medias bajo la lona empolvada que se ha fastidiado de guardarlo, aguarda: magnífico todavía en la reciedumbre de su carrocería negra, en sus molduras en las que aún destella el cromo, en los faros dobles que parecen ojos entornándose en la remembranza de una autopista sobre la que habrán volado en technicolor, la capota bajada, hacia un mar cuyos azules quedaron impresos en los brillos del parabrisas cuando lo reflejó la última vez. Los ángulos rectos de la construcción y los volúmenes que establecen o desmienten están también a la espera: a costa, está dicho, de algún mínimo deterioro, de cierto desarreglo con que importuna la vista algo de maleza, algunas ramas secas que han quedado sobre los senderos casi indistinguibles del jardín.
       El día ha de pasar, desde luego. Toda noción de tiempo presente, aquí, es poco menos que una vulgaridad, y conforme la tarde va extinguiéndose es posible —pero ello no quiere decir que nadie pueda constatarlo— reconocer siluetas, leves formas a contraluz tras las cortinas en los ventanales (¿había cortinas en la mañana?). Si, desde la glorieta vecina, se adopta el ángulo idóneo (y también si se consigue algo de silencio: la hora mejor es pasada la medianoche), se llegará a conocer una breve risa, el aliento de una cabellera rubia, el humo de un habano o el fulgor de una mancuernilla, tal vez una música («Tea for Two», en la versión chachachá de Tommy Dorsey) y quizás hasta el tintineo de unas copas. Que a nadie le conste no obsta para que sea así, ni para que, al acercarse la madrugada, el cancel se abra y deje salir uno, dos, tres, hasta catorce coches que se disuelven unas calles después, magníficos todos, como el negro que ya esperaba ahí, y que ahí amanecerá, mal cubierto por la lona de siempre. Pero ya no es el único: a su lado —y nadie que pase frente a esta casa durante el día va a darse cuenta—, el sol está por dar de lleno en el rojo apagado y polvoriento de otro coche, también con las llantas reventadas, también con telarañas en el tablero, también con los asientos destripados. Quién sabe si mañana siga ahí.

Publicado en la columna «Excipiente», en la revista KY de junio. Para descargar el número completo, click por acá, por favor.

Thomas Pynchon: El genio elusivo

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Foto: Lalis Jiménez

Una mañana del verano de 1760, el agrimensor inglés Jeremiah Dixon escribió una comedida carta dirigida «Al señor Charles Mason, ayudante del Astrónomo Real», quien desempeñaba sus funciones en el observatorio de Greenwich. «Si bien es cierto que en mi trabajo recurro con mucha más frecuencia a la aguja magnética que a las estrellas», decía Dixon luego de presentarse, «espero contrarrestar mi falta de experiencia en los asuntos del firmamento con diligencia y una rápida comprensión, virtudes que me caracterizan». La respuesta no fue menos atenta: «Deseándole un viaje al sur tan bueno como lo permitan los extraordinarios caminos del Señor, aguardo su llegada con un ánimo felizmente rescatado —por la fama de usted, en todas partes conocida— de los duendes del recelo, una excepción que no podría ser más grata en la vida por lo común desasosegada de su seguro servidor: Charles Mason». Los dos personajes comenzaban a anudar así, con una cortesía que pronto quedaría dinamitada por el trato cotidiano, el lazo que los ataría en la vivencia de un sinfín de aventuras insólitas, pero también en la posteridad que ha seguido recordando sus nombres indisolublemente unidos: Mason y Dixon, los científicos que al servicio de Su Majestad trazaron la línea que terminaría dividiendo al Norte del Sur en lo que sería Estados Unidos —un deslinde que se hizo, originalmente, para resolver un conflicto fronterizo entre las colonias de Maryland y Pensilvania...
       Pero eso es historia, y las reconstrucciones de la historia, por escrupulosas que pretendan ser, jamás pueden jurar fidelidad a los hechos mismos que relatan, siempre infinitamente más complejos que los precarios vestigios (fechas, nombres, piedras) que podemos ir reconociendo. Por ello, acaso convenga confiarse más bien a la literatura, que facilita las precisiones indispensables para una comprensión mejor. Porque en el trato de los señores Mason y Dixon, por ejemplo, prevaleció desde el principio una suspicacia que apenas disimulaban tantas caravanas y tantos respetos: Mason confesaría que, al recibir la comunicación de Dixon, estuvo a punto de romperla, aunque se apiadó de «aquella honrada alma rústica que me creía un sabio. ¡Aaah! Amarga decepción». Y Dixon, por su parte, revelaría que había podido escribir su carta sólo gracias a que no estaba borracho... El caso es que, forzados por la burocracia, tenían que avenirse a trabajar juntos, y la empresa que los aguardaba (antes del deslinde fronterizo, que tendría lugar tres años después) no iba a ser fácil: tenían que desplazarse hasta Sumatra con tal de consignar el tránsito de Venus por el Sol (el 6 de junio de 1761), un fenómeno astronómico para cuya observación se movilizó una gran cantidad de expediciones científicas por varios rincones del planeta...
       Pero esto sigue siendo historia, y en la colaboración de Mason y Dixon hay mucho más que las hazañas y las desventuras de una pareja de investigadores zarandeados por las procelosas aguas de su tiempo: hay, digámoslo de una vez, la materia de una novela formidable, colosal no sólo por sus dimensiones, sino también por los incontables relatos que van ramificándose en sus páginas, obra de ingeniería fantástica e imposible cuyo autor, también, es uno de los escritores más fascinantes del último medio siglo en la literatura mundial. Nadie sabe quién es, para empezar. Se sabe que se llama Thomas Pynchon, y que tal nombre firma otras seis novelas y un libro de cuentos; hay un puñado de fotos suyas —nada asegura que sean auténticas: en una está vestido de marino—, y, cuando en 1974 le fue concedido el National Book Award (uno de los galardones literarios más prestigiosos en Estados Unidos), envió a un payaso para que lo recogiera: «Quiero agradecer a Breznev, a Kissinger —el verdadero presidente de Estados Unidos— y a Truman Capote», rezaba su mensaje de aceptación. La revista Time dio una vez con él, en los inicios de su carrera: había sido elogiosamente reseñada su primera novela, V., y Pynchon, que vivía en la Ciudad de México, brincó por la ventana de su apartamento y se largó corriendo.
       Encima, sus libros tienen fama de ser dificilísimos. Y puede que lo sean: son laberínticos, están sobrecargados de información, nunca se sabe a ciencia cierta quién está hablando ni qué es lo que sucede. Aunque tales obstáculos poco importan: son novelas que exigen, sí, leer muy de cerca —y es que están urdidas con una aleación insospechable de realidad y ficción—, pero al cabo el milagro ocurre y sobreviene el deslumbramiento. Como ha de suceder con los autores verdaderamente geniales. El propio Pynchon —quien no resultará extraño a los lectores de Jorge Luis Borges, de Italo Calvino o de Georges Perec— lo dijo alguna vez: «¿Por qué las cosas tendrían que ser fáciles de entender?».

Publicado en Magis

Inspirado en la novela de Pynchon, Mason & Dixon, Mark Knopfler compuso esta bellísima canción, «Sailing to Philadelphia»:

Offside

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Como todo lo que en la vida supone la presencia de la muchedumbre, del tumulto vociferante que la euforia o la rabia pueden convertir en una bestia temible (o, por lo menos, bastante deprimente), el futbol podría ser una felicidad mucho menos indefendible si careciera de aficionados. Lo malo es que para todo hay gente, e incluso habrá estadios que se atesten con las competencias de curling (el insólito deporte consistente en lanzar, por una pista helada, una como tetera gigantesca de piedra, para que luego los participantes vayan barriendo el hielo delante de ella para que se deslice mejor: una especie de rayuela tediosísima); pero con el futbol resulta prácticamente imposible sustraerse a la existencia de la afición y de cuanto la rodea para quedarse sólo con el gozo elemental de presenciar lo que ocurre en un partido —y ello por no hablar de las interferencias siempre aborrecibles y casi del todo ineludibles (porque, finalmente, la tele se puede ver sin volumen) de cronistas y comentaristas y, lo peor, de los propios futbolistas, a quienes por lo general debería estar prohibido ponerles un micrófono enfrente.
       De esta aversión quizás proceda mi negligencia para ser poco más que un aficionado marginal, capaz únicamente de entusiasmarme en verdad cada cuatro años, y eso sólo batallando para dejar a un lado las pulsiones más desagradables que conlleva integrarse a la muchedumbre global que desde mañana pondrá en suspenso la vida real para ingresar, con menos o más histeria, al territorio supremo de ilusión que será Sudáfrica a lo largo de todo un mes. Por ejemplo: las pulsiones patrioteras. Aunque la historia y el mismo estado presente de las cosas deberían bastar para tener claro qué poco sentido tiene albergar ninguna esperanza respecto al papel que podrá jugar la selección mexicana, el hecho es que el Mundial sólo se podrá verlo a gusto cuando ya nos hayan sacado y cesen los delirios y los lloriqueos teñidos de verde. (Además: con lo gordo que me cae Javier Aguirre, y encima tener que verlo abanderando no nomás al puñado de mentecatos que van a ir a hacerle al guandajo, sino además la famosa campañita engañabobos que lanzaron las televisoras hace unos días...).
       Pero habrá modo de disfrutar, cómo no. Y de dejar en suspenso, siquiera por este mes, toda perniciosa ansia de comprensión de los tiempos que corren —que igual no vamos a comprender. En cierta ocasión, el escritor Alessandro Baricco pronunció una conferencia en la que afirmaba que, cuando se le acercan jóvenes pidiéndole consejos sobre la lectura, él piensa en responderles: «Váyanse a jugar con el balón, tiren los libros, paseen». A mí siempre me ha encantado esa recomendación, y me dispongo a seguirla, si no jugando, sí por lo menos poniendo la emoción a rodar —que es otra forma de obtener eso que Javier Marías ha llamado la recuperación de la infancia que siempre hay en ver algún buen partido de futbol. Así, sin más.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de junio de 2010.

Autopsias patrias

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El domingo pasado, en una ceremonia revestida de impresionante solemnidad marcial, fueron retiradas de la columna del Ángel de la Independencia, en la Ciudad de México, las urnas en las que, se dice —pues las certidumbres históricas son borrosas, y más en este caso—, reposaban desde hacía alrededor de un siglo los restos de doce protagonistas máximos de la gesta independentista. Hasta ahora, cuando los fastos para la conmemoración de los dos centenarios patrios contemplaron esta remoción cuyo propósito consistirá en practicar ciertos análisis a lo que sea que quede de esos restos (polvo, supongo, quizás algunos trozos de hueso): se los trasladó al Castillo de Chapultepec, donde ha sido instalado un laboratorio en el que especialistas del Instituto Nacional de Antropología e Historia los estudiarán durante tres meses, al cabo de los cuales irán (los huesitos) a Palacio Nacional, donde supuestamente los mexicanos podremos pasar a presentarles nuestros respetos. Lo que los investigadores harán, se ha informado escuetamente, es un «análisis de antropología osteológica», cosa que, según entiendo, servirá para determinar qué estatura tenía Leona Vicario, cuál era la edad precisa del cura Hidalgo al momento de ser fusilado, los «caracteres etnogenéticos» de Vicente Guerrero o si hay rastros de alguna enfermedad que hubiera padecido don Andrés Quintana Roo (y lo mismo para los otros exhumados: Aldama, Allende, Matamoros, Mariano Jiménez, Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria, Morelos y Mina). También se buscará saber cuáles restos son de quién. Pero hay una circunstancia, de suyo temible, sobre la que han preferido no pronunciarse los promotores de estos «honores» forenses: ¿y si se descubre que estos despojos mortales no son de quienes hemos creído que eran?
       La respuesta obvia es que, de ser así, seguramente no nos vamos a enterar, porque si en México es posible distorsionar con toda soltura las evidencias del tiempo presente (y el desastre nacional, pongamos, es meramente un problema «de percepción»), cuantimás lo que haya sucedido con muertos de hace casi doscientos años. No es que haya por qué dudar del trabajo de los científicos comisionados a esta investigación: más bien, lo que parece indefendible es el sentido de la investigación misma, una ocurrencia que malamente ha perturbado el reposo de los personajes así devueltos a la vida pública: ¿para qué?
       En uno de los dos museos dedicados a su memoria en la capital michoacana se puede descubrir que, entre los efectos personales que el Padre Morelos traía consigo en la víspera de su muerte, había un diccionario francés-español que le regaló Hidalgo; en el otro museo (la casa que él mismo construyó), hay una vitrina que exhibe sus lentes oscuros —sí, Morelos los usaba, fuera por la migraña o por pura coquetería. Estos dos datos, a mi juicio conmovedores, son más emocionantes que los que vayan a arrojar los estudios en curso: ¿no hay mejores maneras de recordar a semejantes personajes que con estas autopsias aparatosas e inútiles?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 3 de junio de 2010.