En el número que hace poco más de un año1 dedicó la revista Tierra Adentro al ensayo literario, el crítico Christopher Domínguez Michael deploraba la carencia de espacios (en términos de dimensiones, entiendo) para los practicantes del género en México. «Me preocupan mucho los ensayistas más jóvenes», le respondía a Luis Vicente de Aguinaga en la entrevista que abría dicho número, «pues carecen de la escuela donde nosotros nos educamos, es decir, esa revista o suplemento literario donde uno podía y debía, dos o tres veces al año, escribir un ensayo de hasta veinte páginas, una verdadera prueba de fuerza, un texto que se comentaría en un consejo de redacción encabezado por Paz o Monsiváis, o en grupos literarios donde confluían varias generaciones. Eso ya no existe; ninguna revista publica textos de más de cinco cuartillas…». Curiosamente, la misma revista donde constaba esa preocupación estaba ya poniéndole remedio, pues había admitido ensayos de algo más que cinco cuartillas: a mí me publicaron uno de nueve, por ejemplo, y al verlo compartiendo páginas con la lamentación de Domínguez pensé que, por una parte, sólo excepcionalmente la longitud de mis ensayos me ha impedido el acceso a revistas o suplementos, y que como editor he sido más bien flexible en cuanto a la extensión que pueden tener las colaboraciones solicitadas o recibidas.
Haciendo, entonces, una recordación veloz de las publicaciones que en años recientes han dado cabida a algo más que «brevedades» (pues luego el crítico se explicaba: «No me extraña, pues, que entre los nuevos ensayistas destaquen quienes, como Luigi Amara, cultivan las brevedades (…) Pero quedan pendientes los espacios y las condiciones para la escritura de grandes ensayos críticos, averiguaciones sobre los tiempos, los lugares y los textos de nuestra literatura»), creo que no sólo no son escasas, sino que, en su agradecible diversidad, han funcionado además como miradores para, al menos, echar vistazos a trabajos de largo aliento —que naturalmente no podrían albergar enteros. DosFilos, Tierra Adentro, Luvina, Crítica, Biblioteca de México, La Tempestad, Picnic, Replicante, El Polemista, y las desaparecidas Ensayo, El Zahir y (paréntesis), entre otras, sin contar los suplementos que van y vienen, han sostenido un comercio habitual con el género, y con esto quiero decir que los retos (si hay tal cosa) para los ensayistas de ahora no pueden consistir en la escasez de espacios para publicar —aunque si tal fuera el caso cabría considerar las exigencias de la precariedad y las virtudes selectivas de la adversidad, pues la proliferación de oportunidades suele ser inversamente proporcional a la calidad o a la pertinencia de quienes las aprovechen. Hablo, en este punto, como editor: creo que no hay mayor dificultad, tampoco, en que las publicaciones encuentren a quienes pueden o deben figurar en ellas, y que para ellas y para los autores funcionan con relativa sencillez las vías de encuentro naturales. Ahora bien: volviendo a la nostálgica observación de Domínguez, no sé en qué medida los ensayistas de hoy tengamos que echar de menos esa «escuela» de la que habla, o cuánto rigor estemos dejando de tener por carecer de ella: haciendo a un lado el hecho de que el trabajo del ensayista es trabajo de solista, es posible que ahora el encuentro y la discusión con los pares y los maestros estén teniendo lugar en condiciones y espacios enteramente distintos, y que los resultados estén por verse: lo que sucede en los blogs, por ejemplo. O en los talleres, experiencia que me propongo abordar más adelante.
Aquella entrevista servía también como un económico repaso de los nombres gracias a los cuales puede afirmarse cómo el ensayo, cualesquiera que sean las intenciones o las preocupaciones de sus autores, sostiene con firmeza el edificio de la literatura mexicana en el siglo XX. Aunque faltaría ver cómo los novelistas o los poetas contravendrían esta afirmación —y entonces ver qué matices habría que hacer, cómo componerla para que no sonara a consigna gremial—, creo que entre los ensayistas de hoy está clara la noción según la cual el género juega un papel indispensable en la producción literaria de estos tiempos, a despecho de las tendencias de mercado, las veleidades de la crítica, los arcanos impenetrables de la academia y los resultados fantásticos que comúnmente arrojan las encuestas sobre las preferencias de los lectores. Por otra parte, si bien la confección de libros supone enfrentar inevitablemente las reticencias de las editoriales a la hora de averiguar qué diablos hacer con ellos (aunque otro tanto pasa con los novelistas y los poetas, y a los libros de ensayo tampoco es imposible encontrarles un buen destino, como lo demuestran numerosos ejemplos recientes: títulos como los de Luigi Amara, José Luis Zárate, Alberto Chimal, Gabriel Bernal Granados, Héctor J. Ayala, etcétera, que han aparecido en los últimos dos años), la práctica del ensayo suele ser la base desde la cual es posible realizar incursiones frecuentes en los géneros que sirven a la prensa cultural (artículos, reseñas, etcétera), de modo que no cabe hablar de heroísmos en el sentido en que, a mi modo de ver, no hay amenazas ni siquiera imaginarias para que la tradición del ensayo en México continúe con lo que sea que nos corresponda hacer.
Lejos de aventurar ninguna especulación sobre los asuntos de que podría ocuparse el ensayo dada nuestra circunstancia, ni sobre los huecos que debería llenar, pues no es la hora de las complacencias y mis ilusiones como lector ya tendría que estar cumpliéndolas como escritor, me parece sin embargo necesario apuntar una consideración sobre el espíritu crítico de la escritura ensayística y, en consecuencia, sobre las discusiones que debería esperarse que proponga toda buena pieza: en la observancia de ese espíritu radica la garantía de pertinencia que posea, virtud cuya ausencia suele traer aparejada la falta de rigor (si bien pienso que también es deseable la impertinencia como un antídoto contra el adocenamiento y la corrección de los que sólo cabe esperar bostezos).
Por otra parte, creo que nunca está de más la promoción del género, en el sentido de esclarecer sus ámbitos de acción y a fin de regresar una y otra vez a sus mejores exponentes. Hace algo más de año y medio le propuse al poeta Jorge Esquinca la apertura de un taller de ensayo literario en la librería José Luis Martínez del Fondo de Cultura Económica, cuyas actividades culturales dirige. Generoso y entusiasta, Esquinca a su vez me invitó a dar una plática ahí mismo, a fin de anunciar el taller pero también para hacernos una idea realista de la cantidad de interesados que podría haber. Para nuestra sorpresa, al final de la plática y en los días siguientes se inscribieron dieciocho personas, y actualmente, en su cuarta edición (cada una dura cuatro meses), el taller continúa trabajando con quince integrantes. Ya en aquella introducción yo había planeado que el primer ciclo funcionara como una revisión retrospectiva del género, comenzando con la lectura de autores jóvenes y próximos como Vivian Abenshushan, Pablo Fernández Christlieb o los mencionados Zárate y Amara, para pasar luego a Fabio Morábito, a Francisco González Crussí, a Hugo Hiriart, a Alfonso Reyes o a Julio Torri, y luego dábamos saltos hasta Chesterton, Wilde, Ruskin, Lamb, Lichtenberg, Michelet y muchos otros, hasta Montaigne y su ocurrencia fundadora. Luego de aquella primera edición del taller prescindí de la didáctica histórica, digamos, y preferí que las lecturas que fueran haciéndose mejor ilustraran los temas de discusión propuestos para cada sesión: particularidades del ensayo relacionadas con las preocupaciones cardinales de los autores y sus astucias: el estilo, pero también las operaciones del juicio. Las lecturas han ido incluyendo a autores tan distintos como Forster o Brecht, Perec o Alatorre, Calvino o Emerson, Arreola o Deniz, al tiempo que los participantes van presentando ensayos propios sobre asuntos más o menos arbitrarios que pongo a su disposición: «Las diez cosas que menos me importan», «Lo inesperado», «Cuándo debe evitarse la verdad», «El ridículo», «La impaciencia», «La mejor canción del mundo» o «Dios». A principios de este año tuve la oportunidad de abrir otro taller similar en la Casa ITESO-Clavigero de Guadalajara, donde lleva ya dos ciclos y está por arrancar el tercero. A lo largo de esta experiencia he ido confirmando que, por una parte, el abordaje del ensayo literario requiere esclarecer, una y otra vez, lo que no es: despejar los malentendidos que suele haber en torno a él y procurar en todo momento que no se lo confunda con otras cosas. Pero también que en la exploración de sus posibilidades ha de prevalecer una noción rectora de libertad creadora, de manera que quienes van teniendo los primeros contactos con él lo entiendan como la averiguación que tiene lugar mediante una sucesión de interrogaciones cuyas respuestas generan nuevas preguntas, es decir, como una vía de conocimiento, sin restricciones formales ni otros imperativos que la legibilidad y la búsqueda de originalidad y profundidad. Es precisamente por esa noción de libertad que el ensayo, a mi modo de ver, resulta un buen punto de partida para quienes tienen la misteriosa necesidad de ponerse a escribir (si bien, para ello, ha de ponerse entre signos de interrogación la idea de que se trata de un género para escritores maduros), a la vez que abre accesos gozosos a la lectura, cosa en la que creo que podrían reparar las empresas institucionales dedicadas a ese fin (un buen ejemplo es la agradecible edición de la colección Pequeños Grandes Ensayos, de la UNAM).
He querido relatar esto no sólo para aprovechar la ocasión de presumir, sin el menor pudor, que de mis talleres han salido ensayos verdaderamente muy buenos y que sus integrantes han frecuentado lecturas por las que, de otro modo, quizás habrían pasado de largo, sino también para enfatizar el hecho de que hay mucho por hacer en lo que concierne a la promoción de la lectura de los mejores ensayistas. Esto, que podrá parecer una obviedad, quizás no lo sea tanto en tiempos en que proliferan perversamente la imbecilidad y los prestigios infundados, aunque creo, por lo demás, que para nosotros las condiciones están dadas.
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Haciendo, entonces, una recordación veloz de las publicaciones que en años recientes han dado cabida a algo más que «brevedades» (pues luego el crítico se explicaba: «No me extraña, pues, que entre los nuevos ensayistas destaquen quienes, como Luigi Amara, cultivan las brevedades (…) Pero quedan pendientes los espacios y las condiciones para la escritura de grandes ensayos críticos, averiguaciones sobre los tiempos, los lugares y los textos de nuestra literatura»), creo que no sólo no son escasas, sino que, en su agradecible diversidad, han funcionado además como miradores para, al menos, echar vistazos a trabajos de largo aliento —que naturalmente no podrían albergar enteros. DosFilos, Tierra Adentro, Luvina, Crítica, Biblioteca de México, La Tempestad, Picnic, Replicante, El Polemista, y las desaparecidas Ensayo, El Zahir y (paréntesis), entre otras, sin contar los suplementos que van y vienen, han sostenido un comercio habitual con el género, y con esto quiero decir que los retos (si hay tal cosa) para los ensayistas de ahora no pueden consistir en la escasez de espacios para publicar —aunque si tal fuera el caso cabría considerar las exigencias de la precariedad y las virtudes selectivas de la adversidad, pues la proliferación de oportunidades suele ser inversamente proporcional a la calidad o a la pertinencia de quienes las aprovechen. Hablo, en este punto, como editor: creo que no hay mayor dificultad, tampoco, en que las publicaciones encuentren a quienes pueden o deben figurar en ellas, y que para ellas y para los autores funcionan con relativa sencillez las vías de encuentro naturales. Ahora bien: volviendo a la nostálgica observación de Domínguez, no sé en qué medida los ensayistas de hoy tengamos que echar de menos esa «escuela» de la que habla, o cuánto rigor estemos dejando de tener por carecer de ella: haciendo a un lado el hecho de que el trabajo del ensayista es trabajo de solista, es posible que ahora el encuentro y la discusión con los pares y los maestros estén teniendo lugar en condiciones y espacios enteramente distintos, y que los resultados estén por verse: lo que sucede en los blogs, por ejemplo. O en los talleres, experiencia que me propongo abordar más adelante.
Aquella entrevista servía también como un económico repaso de los nombres gracias a los cuales puede afirmarse cómo el ensayo, cualesquiera que sean las intenciones o las preocupaciones de sus autores, sostiene con firmeza el edificio de la literatura mexicana en el siglo XX. Aunque faltaría ver cómo los novelistas o los poetas contravendrían esta afirmación —y entonces ver qué matices habría que hacer, cómo componerla para que no sonara a consigna gremial—, creo que entre los ensayistas de hoy está clara la noción según la cual el género juega un papel indispensable en la producción literaria de estos tiempos, a despecho de las tendencias de mercado, las veleidades de la crítica, los arcanos impenetrables de la academia y los resultados fantásticos que comúnmente arrojan las encuestas sobre las preferencias de los lectores. Por otra parte, si bien la confección de libros supone enfrentar inevitablemente las reticencias de las editoriales a la hora de averiguar qué diablos hacer con ellos (aunque otro tanto pasa con los novelistas y los poetas, y a los libros de ensayo tampoco es imposible encontrarles un buen destino, como lo demuestran numerosos ejemplos recientes: títulos como los de Luigi Amara, José Luis Zárate, Alberto Chimal, Gabriel Bernal Granados, Héctor J. Ayala, etcétera, que han aparecido en los últimos dos años), la práctica del ensayo suele ser la base desde la cual es posible realizar incursiones frecuentes en los géneros que sirven a la prensa cultural (artículos, reseñas, etcétera), de modo que no cabe hablar de heroísmos en el sentido en que, a mi modo de ver, no hay amenazas ni siquiera imaginarias para que la tradición del ensayo en México continúe con lo que sea que nos corresponda hacer.
Lejos de aventurar ninguna especulación sobre los asuntos de que podría ocuparse el ensayo dada nuestra circunstancia, ni sobre los huecos que debería llenar, pues no es la hora de las complacencias y mis ilusiones como lector ya tendría que estar cumpliéndolas como escritor, me parece sin embargo necesario apuntar una consideración sobre el espíritu crítico de la escritura ensayística y, en consecuencia, sobre las discusiones que debería esperarse que proponga toda buena pieza: en la observancia de ese espíritu radica la garantía de pertinencia que posea, virtud cuya ausencia suele traer aparejada la falta de rigor (si bien pienso que también es deseable la impertinencia como un antídoto contra el adocenamiento y la corrección de los que sólo cabe esperar bostezos).
Por otra parte, creo que nunca está de más la promoción del género, en el sentido de esclarecer sus ámbitos de acción y a fin de regresar una y otra vez a sus mejores exponentes. Hace algo más de año y medio le propuse al poeta Jorge Esquinca la apertura de un taller de ensayo literario en la librería José Luis Martínez del Fondo de Cultura Económica, cuyas actividades culturales dirige. Generoso y entusiasta, Esquinca a su vez me invitó a dar una plática ahí mismo, a fin de anunciar el taller pero también para hacernos una idea realista de la cantidad de interesados que podría haber. Para nuestra sorpresa, al final de la plática y en los días siguientes se inscribieron dieciocho personas, y actualmente, en su cuarta edición (cada una dura cuatro meses), el taller continúa trabajando con quince integrantes. Ya en aquella introducción yo había planeado que el primer ciclo funcionara como una revisión retrospectiva del género, comenzando con la lectura de autores jóvenes y próximos como Vivian Abenshushan, Pablo Fernández Christlieb o los mencionados Zárate y Amara, para pasar luego a Fabio Morábito, a Francisco González Crussí, a Hugo Hiriart, a Alfonso Reyes o a Julio Torri, y luego dábamos saltos hasta Chesterton, Wilde, Ruskin, Lamb, Lichtenberg, Michelet y muchos otros, hasta Montaigne y su ocurrencia fundadora. Luego de aquella primera edición del taller prescindí de la didáctica histórica, digamos, y preferí que las lecturas que fueran haciéndose mejor ilustraran los temas de discusión propuestos para cada sesión: particularidades del ensayo relacionadas con las preocupaciones cardinales de los autores y sus astucias: el estilo, pero también las operaciones del juicio. Las lecturas han ido incluyendo a autores tan distintos como Forster o Brecht, Perec o Alatorre, Calvino o Emerson, Arreola o Deniz, al tiempo que los participantes van presentando ensayos propios sobre asuntos más o menos arbitrarios que pongo a su disposición: «Las diez cosas que menos me importan», «Lo inesperado», «Cuándo debe evitarse la verdad», «El ridículo», «La impaciencia», «La mejor canción del mundo» o «Dios». A principios de este año tuve la oportunidad de abrir otro taller similar en la Casa ITESO-Clavigero de Guadalajara, donde lleva ya dos ciclos y está por arrancar el tercero. A lo largo de esta experiencia he ido confirmando que, por una parte, el abordaje del ensayo literario requiere esclarecer, una y otra vez, lo que no es: despejar los malentendidos que suele haber en torno a él y procurar en todo momento que no se lo confunda con otras cosas. Pero también que en la exploración de sus posibilidades ha de prevalecer una noción rectora de libertad creadora, de manera que quienes van teniendo los primeros contactos con él lo entiendan como la averiguación que tiene lugar mediante una sucesión de interrogaciones cuyas respuestas generan nuevas preguntas, es decir, como una vía de conocimiento, sin restricciones formales ni otros imperativos que la legibilidad y la búsqueda de originalidad y profundidad. Es precisamente por esa noción de libertad que el ensayo, a mi modo de ver, resulta un buen punto de partida para quienes tienen la misteriosa necesidad de ponerse a escribir (si bien, para ello, ha de ponerse entre signos de interrogación la idea de que se trata de un género para escritores maduros), a la vez que abre accesos gozosos a la lectura, cosa en la que creo que podrían reparar las empresas institucionales dedicadas a ese fin (un buen ejemplo es la agradecible edición de la colección Pequeños Grandes Ensayos, de la UNAM).
He querido relatar esto no sólo para aprovechar la ocasión de presumir, sin el menor pudor, que de mis talleres han salido ensayos verdaderamente muy buenos y que sus integrantes han frecuentado lecturas por las que, de otro modo, quizás habrían pasado de largo, sino también para enfatizar el hecho de que hay mucho por hacer en lo que concierne a la promoción de la lectura de los mejores ensayistas. Esto, que podrá parecer una obviedad, quizás no lo sea tanto en tiempos en que proliferan perversamente la imbecilidad y los prestigios infundados, aunque creo, por lo demás, que para nosotros las condiciones están dadas.
1.- Texto leído en el Primer Encuentro de Ensayistas de Tierra Adentro, organizado por el CONACULTA y la Secretaría de Cultura de Michoacán, del 9 al 11 de septiembre de 2005 en Morelia, Michoacán.
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