Lo que la ciudad desee

A la memoria de Luis Miguel Suro

La fórmula básica de los cuentos o los chistes protagonizados por un genio todopoderoso contempla siempre que éste se aparezca a alguien que no sabe qué desear: o pide con pudor y se queda corto, desaprovechando tontamente la oportunidad, o pide su ruina sin saberlo. De otra manera el chiste o el cuento no funcionarían: si el afortunado, pongamos, solicitara ser inmensamente rico, invulnerable e inmortal, el genio mismo bostezaría y se largaría a otro cuento o a otro chiste para ver a quién más fregar. O mejor: la expresión más breve de la fórmula sería la siguiente: «Pide un deseo y te lo concederé», diría el genio. «Quiero ser un genio como tú». Fin. Eso es saber desear.
Pero sin deseos imperfectos no hay sueños ni cuentos (ni chistes), así que, metidos al juego de proponer qué podría desear Guadalajara, las siguientes ideas eluden la tentación obvia de ambicionarlo todo de una vez (pues lo más fácil sería desear que Guadalajara fuera París o Curitiba) y van saliendo como las desconcertadas peticiones que cabría hacer una vez que quedara claro que Santa Claus (o alguno de sus pares) existe y tiene ganas de lucirse en este Valle de Atemajac.
Primer deseo: que Guadalajara se eleve por los aires, gire 180 grados sobre su eje y deje de darle la espalda a la Barranca. ¿Por qué la ciudad creció así? ¿Qué tenían en la cabeza las generaciones de tapatíos que fueron desentendiéndose de ese paisaje para agarrar mejor rumbo hacia el poniente? Se ve difícil que ni siquiera un museo de prestigio internacional (y mucho menos la presa que amenazan con construir ahí, por más que en ella, según dicen, vaya a poderse hasta esquiar) remedie los siglos de desdén, pero si un buen día amaneciéramos con la Barranca por delante ya veríamos cómo a la ciudad le surgía una razón para el futuro que ahora estamos lejos de poder imaginar.
Segundo deseo: que no quedara rastro de los estropicios causados, en cuanto a obra pública se refiere, durante varios periodos bien específicos de la existencia de la ciudad, por ejemplo el que estuvo en el gobierno de Jalisco Jesús González Gallo, remozador implacable, con sus cirujanos atroces, del rostro de Guadalajara. Pero ya entrados en gastos, sería deseable también que todo lo que se ha hecho y deshecho después de la instalación del primer alumbrado público fuera revisado a fondo por una corte celestial de arquitectos, urbanistas, ingenieros, sociólogos, economistas, artistas y ciudadanos sensatos a fin de levantar, en el menor tiempo posible, tantos edificios derribados a lo imbécil y borrar las cicatrices que ha dejado por lo menos un siglo de incuria, agandalle, patanería y pésima imaginación. Hace poco, el escritor italiano Alessandro Baricco reflexionaba que la reconstrucción del teatro de La Fenice, en Venecia, destruido por un incendio, había sido una absoluta locura, pero una locura ineludible e impostergable para los venecianos que, tras el desastre, se dijeron que reharían todo «donde estaba, como estaba». Eso es lo que habría que desear para Guadalajara, bien que sea una locura total: desde el río San Juan de Dios hasta la Plaza de Toros El Progreso, pasando por el Palacio de Medrano, el Templo de la Soledad y el viejo edificio de la Escuela de Música: donde estaban, como estaban.
Luego, habría que pedir también que el transporte público en efecto sea público (y no concesionado, ¡por favor!), suficiente, eficiente, silencioso y no contaminante. Que haya metro. Que los camiones no maten gente. Que la cantidad de automóviles particulares se reduzca al mínimo y que los ciudadanos entendamos que tener que desplazarse en coche propio es la más odiosa e indeseable de las soluciones y que debemos recurrir a ella sólo en caso de insalvable necesidad.
Otro deseo (el chiste o el cuento también se echarían a perder si el pedigüeño pensara rápido y dijera: «¡Deseo que se me concedan todos los deseos que se me ocurran!») sería que los servicios de mantenimiento urbano funcionen impecablemente y sin propiciar el fastidio cotidiano que por lo general propician: dicho de otra manera, que los trabajos de tramoya no se vean ni estorben, porque de lo contrario, sencillamente, arruinan la función. Como en las democracias nórdicas, el mejor gobierno es el que trabaja calladito y sin estar recordándole a sus gobernados las maravillas que hace por ellos. Y muy deseable sería, especialmente, que nuestros gobernantes abandonen la costumbre cretina de emporcar la ciudad con pendones que nos mandan que «miremos» sus dudosas hazañas y sus linduras.
Lo malo de tanto desear es que la lista va volviéndose más irrisoria conforme crece, así que por último habría que desear para Guadalajara que al menos pueda evitarse el desastre en que está convirtiéndose; que no la envilezca todavía más nuestra indiferencia; que la discordia, que según eso nunca iba a llegar, se largue definitivamente, y que el miedo y el horror y el crimen sean apenas la pesadilla (y por eso se disuelvan apenas despertemos) que hemos ganado con nuestra voracidad y nuestra glotonería abusiva de ese mal deseo que ha sido el «progreso» cueste lo que cueste.

Publicado en Mural.
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