Parecerá una indiscreción, pero, si lo es ¿qué remedio? El caso es que el día en que Daniel Sada recibió el primer ejemplar de su nueva novela, Ritmo Delta, cuando supo también que acababa de salir a la circulación un libro suyo de poemas (motivos ambos para ponerlo alegre), la noticia que más exaltado lo tenía era el nombre elegido por Joseph Ratzinger para ser cantado al salir el humo blanco de la chimenea del cónclave vaticano: «¡Además el Papa se llama Benedicto!», festejaba en la conversación telefónica que tuvo lugar en esa ocasión. Para quien conozca la obra de Sada, la razón de este alborozo se explica claramente por el deleite con que el oído del escritor de Mexicali sabe encontrar para sus personajes nombres improbables pero siempre magnéticos, contundentes, únicos: Ramiro Cinco, Liborio, Constitución Gamal, Papías, Celedonio, Miroslava, Dagoberto… A quien no se haya acercado aún a la copiosa producción sadiana (que no sádica, aunque eso está por verse), habrá que advertirle de entrada que está perdiéndose a uno de los autores mexicanos más fascinantes del pasado siglo y del presente. Y uno de los más terribles.
Volvamos antes a la cuestión del oído. Lo primero que llama la atención al abrir, en cualquier página, cualquier libro de Sada, es descubrir cómo suena. El sentido que quieran ofrecer las palabras, las frases y los párrafos, podrá quedar en suspenso por un buen rato, al menos hasta que nos propongamos corroborar que estamos ante una historia (una novela o un cuento) y, entonces sí, nos apliquemos a desentrañar, con no pocos trabajos, lo que los sonidos van mostrando: la vida de un hombre insoportablemente feo, por ejemplo, conminado por su padre a largarse del pueblo previo otorgamiento de la herencia que le corresponde, con tal de que se practique una cirugía estética y rehaga su vida (la novela Luces artificiales). O las peripecias de Chuyito, un niño desamparado que se une a un grupo esperpéntico de húngaros (la novela Albedrío). Pero para llegar a eso habrá hecho falta aceptar que la lectura tendrá que olvidar todos sus hábitos, y que deberá ponerse más cuidado en lo que los oídos encuentren antes que los ojos. Hágase el experimento de leer en voz alta lo siguiente: «Una línea, cualquier forma, un destello o un mohín, quedan fijas ¿para siempre?, o a lo mejor se propagan en alguna superficie: deshaciéndose en lo oscuro, creando sesgos en la luz, un hallazgo que transcurre, un enfoque traicionero. Por eso mismo un espejo puede cansarse algún día de repetir lo inmediato, pues quisiera que su alcance rebasara dimensiones». Catorce octosílabos impecablemente medidos para explicar por qué un espejo dejará de conducirse como se suele esperar que lo haga. Pues bien, Sada practica artificios como éste (y con complicaciones de métrica y ritmo que habrían retado al más acrobático de los poetas del Siglo de Oro) lo mismo a lo largo de tres páginas que durante más de 600, como ocurrió en el que acaso sea el más célebre de sus títulos, la novela Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, donde la imaginación es el vehículo de una dilatada y sobrecogedora reflexión sobre los vericuetos de la democracia y del poder.
Pero además, y quizás sea lo más sorprendente, esta prosa torrencial, escrupulosamente calculada y a la vez indómita, está puesta siempre al servicio de una ingeniería narrativa que busca —y consigue— contar historias de la mejor manera: organizándolas de modo que el interés sea incesante, y con personajes hechos de ideas, emociones y actos tan nítidos como las preocupaciones de su creador (por más que deban invertirse esfuerzo y paciencia para descubrir esa nitidez, aunque es sabido que los placeres difíciles son los que deparan las mejores recompensas). Sucede, para no ir más lejos, en Ritmo Delta, una alucinante recreación del tema del escritor ciego, en este caso un viejo más bien detestable que, por saberlo todo acerca de los sueños (y por la codicia/admiración de su nieto), asciende al infierno de la fama mientras transcurre una de las fantasías más desconcertantes de la literatura de nuestros días.
La escritura de Daniel Sada es exigente. Pero una vez que la lectura se aviene a participar de manera activa y creativa en la obra, sólo queda esperar lo inesperado —que es, por lo general, sencillamente espectacular.
Publicado en Magis, agosto de 2005
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