¿Un cafecito?

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Será fácil porque parece fácil: ante la descomposición creciente de la famosa realidad —lo que significa vivir en este país descabellado, pongamos—, lo más sencillo es reducirse uno mismo a la objeción de casi todo, entrar en un «modo» de decepción automática (o, mejor, cancelar toda posibilidad de decepcionarse, lo que se consigue rehusándose a cultivar ninguna ilusión), confiarse al pesimismo como una forma sensata de ir por la vida. Y es que una consecuencia casi irreparable —casi— de la estupidez, la perversidad y el miedo imperantes es que casi no quede espacio —casi— para imaginar nada distinto de la certeza horrenda de que las cosas están muy mal y cada vez van a estar peor.
       Nada más fácil, pues, que abrumarse. Pero resulta, por insólito que suene, que todavía hay modos de abrirle paso (así sea a codazos) a la lucidez, al ánimo fértil de hacerse las preguntas que valen la pena, a la imaginación de nuestras mejores posibilidades. Por ejemplo: en el Café Scientifique. Quienes al menos alguna vez lo han disfrutado, saben de lo que hablo; quienes no, ¡ya estarían animándose a conocerlo! Yo mismo me reprocho no haber asistido tanto como me habría gustado, pero es lo que pasa luego: que por andar enfrascados en tantas ocupaciones, necesarias y de las otras, acabamos perdiéndonos ocasiones así de valiosas para lo que tanta falta nos hace, como procurarse tantita reflexión serena y algún buen rato en una actividad provechosa e inteligente... El caso es que esta celebración, que tiene lugar los primeros martes de cada mes en el marco estupendo de la Casa ITESO-Clavigero, propicia una inmejorable ocasión para precaverse contra el acoso del pesimismo y para generar anticuerpos que nos defiendan del tedio, de la desesperación o de la amargura que sobrevuelan por doquier. El principio operativo es muy sencillo, y acaso por eso mismo emocionante: un grupo de gente, reunida por el puro gusto y por una sincera necesidad de saber, escucha la exposición de un científico, primero —¡y qué científicos han desfilado por ahí!—, para luego hacerle preguntas y conversar (y tomarse un cafecito, desde luego). Vale la pena echarle un vistazo al sitio web www.cafescientifique.org, para darse una idea de lo que ha sido este movimiento a nivel mundial desde sus orígenes, en 1992.
       En Guadalajara, el Café Scientifique viene organizándose desde septiembre de 2004 por iniciativa del ITESO, y en su siguiente fecha (el próximo martes 1 de junio) se presentará ahí el libro La curiosidad formulada. 60 preguntas a científicos mexicanos, que compila una muestra de lo que se ha conversado en ese espacio. Anota el doctor Ruy Pérez Tamayo en el prólogo: «La lectura de este libro me pareció fascinante porque surgen mezclados, en forma no sólo armónica sino elegante, el contenido de distintos fragmentos de diferentes ciencias, y el espíritu de la ciencia en general, como consecuencia de la curiosidad». De acuerdísimo: habrá que ir.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 27 de mayo de 2010.

Créditos

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No hay generalización que no sea abusiva. Dado que esta sentencia, desde luego, es una generalización (abusiva con las generalizaciones), el razonamiento a seguir tendría que llevar a procurarse alguna excepción con la que se evite incurrir en la grosería a la que suelen conducir los juicios sumarios: habría que encontrar una generalización que no sea abusiva, sino todo lo contrario: plenamente justificable por evidente e incontrovertible. No es difícil: aunque los dictámenes burdos, que todo lo emparejan, únicamente sirven para concluir una discusión tediosa —cuando alguien sale con que «El mexicano es flojo», por ejemplo, o transa o ingeniosísimo, ya carece de sentido seguir alegando, pues en lugar de argumentos lo que ha brotado son los prejuicios—, hay sin embargo manifestaciones de la realidad (de la realidad más odiosa, la que constatamos al concluir que las cosas son como son y ni modo) que sólo es posible despachar así, admitiendo que su explicación es una y tiene una sola cara. La fascinación mexicana por la burocracia, pongamos: aunque las intromisiones y las afirmaciones del Estado en todos los ámbitos de la vida nos revienten —o eso decimos—, la verdad es que nos encantan, y no sabríamos qué hacer sin ellas.
        Lo digo por esto: hace un par de semanas empezó a transmitirse el programa Ópera Prima, por Canal 22. Me puse a verlo con algo de escepticismo y algo de morbo —que acaso sean lo mismo: la televisión nacional termina volviéndolo a uno arisco, de manera que se acaba por regresar a ella casi nomás por ver qué desfiguros habrá cada vez—; pero al cabo de la primera emisión, en la que presentaron a los tutores y luego a los participantes seleccionados, mi parecer fue que, si bien hubo una que otra malhechura (cuando se anunció que el tenor Rolando Villazón dará una clase magistral le cambiaron el nombre a Fernando, ¡y dos veces!), y aunque acabé un poco mareado por tanto efectito y tanta preciosura técnica en la edición, el resultado era más que satisfactorio: hasta emocionante. Me quedaron ganas de seguir viéndolo, vamos. Sí creo que sobra algo de melcocha y de frivolidad, pero entiendo que un reality-show no puede hacerse sin eso, y éste por lo menos busca prosperar en un medio en el que la calidad interpretativa tendría que sobreponerse a cualquier otro criterio. Bueno.
         Lo malo fue al final, con los créditos, pues en primer término consignan las instituciones que organizan —lo que bastaría—, pero de tal modo que bajo el nombre de cada una figura el de su funcionario titular: «Ópera Prima», se lee antes que nada, «es un proyecto de la Secretaría de Educación Pública», y debajito «Alonso Lujambio». Siguen Consuelo Sáizar, Teresa Vicencio, Jorge Volpi, etcétera. ¿Para qué? Para que se note, claro. ¿Por qué? Porque los funcionarios viven de afirmar quiénes son, y porque, por desagradable que sea estar encontrando esas reiteraciones del culto a la personalidad burocrática, no sabemos hacer las cosas de otro modo. Y nos encanta, por lo visto.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de mayo de 2010.

Variedades

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Foto: Abraham Pérez

En el tránsito que ahora hace de una calle a otra (de Galeana a Ocampo: el pasaje está rotulado con el que fue también el nombre de un cine que ya no existe, y al lado había un Maxi, un supermercado que desapareció hace unos treinta años, pero nadie se ha percatado), un hombre descubre, repentinamente, que su presencia no es indispensable para que su vida continúe transcurriendo. Intuye que está en ella poco menos que por casualidad, y acaso porque no ha tenido la ocasión de apartarse a un lado; quizás, incluso, porque hasta este momento ni siquiera había pensado en esa posibilidad: omitirse, dar un paso fuera del cauce de los acontecimientos en que está inscrito. Tal como ahora ha hecho, procurándose ese atajo innecesario que le ha facilitado suprimirse de lo consabido: siempre va por Galeana hasta Juárez, luego da vuelta hacia el poniente, pero hoy ha entrado en el pasaje, no para abreviar el tiempo de su recorrido —jamás ha llevado prisa—, sino sólo porque quiso —porque malamente quiso—, y tendría que salir en Ocampo, pero eso está por verse.
        (Había, ahora lo recuerda súbitamente, una librería, una óptica, una tienda de discos, un local en el que reparaban cámaras fotográficas, un acuario; enfrente, por Galeana, una juguetería, una farmacia, y en la esquina de López Cotilla una dulcería; también enfrente, pero por Ocampo, una papelería donde forraban libros, y en la esquina de Juárez el cine, con su vestíbulo insólito y en la fachada, por las noches, una gigantesca cascada de luces que se derramaba a lo largo de toda la avenida. Nada de eso queda, y de nada sirven las palabras con que ahora les da forma el recuerdo: razón de más).
       Se detiene a la mitad del trayecto (una sastrería a un lado, del otro un grupo de mujeres absortas en sus labores de tejido, más allá el resplandor de los tragaluces, que esparcen un fingimiento de sol a todo lo largo del recinto), y piensa en eso: en lo que sería detenerse, simple y definitivamente, y limitarse a observar cómo los acontecimientos prosperan sin que él continúe obstinándose en intervenir con sus aparentes decisiones y con sus actos. No hay decisión que no sea aparente ni acto que conduzca a nada más que a la reiteración de las mismas incertidumbres. Y detenerse parece tan sencillo. No se trataría, desde luego, de una supresión dramática —por tentadora que resulte para intensificar lo radical del experimento—: es claro que, si se mata, no tendrá forma de verificar los resultados. Únicamente tendría que desaparecer. Como Wakefield, aunque con algunas sutiles diferencias: no haría falta que se marchara ni que dejara en su lugar ninguna ausencia. Sólo tendría que remover su voluntad del mundo que de algún modo ínfimo lo cuenta para seguir existiendo; para ser más precisos, el remedo de voluntad con que, hasta ahora, ha venido suponiendo que su vida lo necesita para hacerse e ir aumentando páginas a su biografía —un volumen escueto y de muy dudoso interés que, por lo demás, nadie tendría la paciencia de escribir. Tal remedo de voluntad consiste, precisamente, en las fórmulas económicas que van datando cada uno de nuestros actos: las palabras donde suponemos que quedan las claves gracias a las cuales perviven los espacios —como este pasaje— por donde atravesamos alguna vez (y nuestras sombras en ellos): las palabras: los conjuros deficientes con que buscamos dar sentido a esos espacios que nos ven pasar, y que son tan irrecuperables como inservible es nuestra presencia en ellos.
       El hombre, acaso, luego siga caminando y salga por fin a la calle: acaso siga yendo para donde iba. Pero no volverá a pronunciar palabra alguna en lo que le queda de vida. Que es una forma estupenda de desaparecer.

Publicado en KY núm. 16, que pueden conocer completa dando click aquí

Maestros

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Actor de un registro tan amplio que le permitía encarnar lo mismo a Pancho Villa que a Santa Claus, José Elías Moreno es recordado, sobre todo, por su interpretación de Don Cipriano, el profesor vejete, bonachón y ceguetas victimizado por sus alumnos en la película Simitrio (Emilio Gómez Muriel, 1960). La anécdota no puede ser más descarnada: los chamacos, que se la pasan haciéndole bajezas al profesor, endosan toda la responsabilidad a un tal Simitrio, un estudiante que nomás figura en la lista pero que jamás se ha aparecido en el salón. Don Cipriano, claro, que no distingue, se traga el cuento, hasta que el más pingo de todos (el que tuvo la idea original) termina rajando, compadecido al fin. Creo que Don Cipriano acaba muriéndose. La pasan en la tele cada 15 de mayo. Y claro: aunque es espeluznante, a todos los profes del mundo nos puede un montón.

Como repetía la maestra Baturoni en la secundaria —para que no le dijéramos, precisamente, «maestra»—: «Maestro hay uno y está en los cielos». Daba Inglés, pero ya no soy capaz de asegurar si prefería que usáramos el término «teacher»; lo que sí recuerdo es su horror al chicle, supongo que porque estar mascándolo en clase dificultaba la pronunciación correcta —o nomás porque no le parecía y ya. De otro profesor de Inglés, ya en la prepa, mi memoria únicamente conserva el apellido (cómo no: Zayas) y la miradita condescendiente con que reprobaba nuestros balbuceos al tratar de descifrar la letra de «Hotel California». Y así: conforme el olvido va volviéndonos borrosas las virtudes que pudieron distinguirlos en su momento, de muchos profesores que hemos tenido a lo largo de la vida van quedándonos apenas algunos de sus rasgos, sus gestos, sus manías o sus ratos peores, y sólo esas deficientes informaciones atinamos a recuperar cuando repasamos sus nombres o sus apodos. Alcaraz, por ejemplo (también en la prepa): daba Matemáticas, y se las ingeniaba para ir tapándonos, con su considerable masa corporal, la ecuación que iba despejando con la diestra en el pizarrón, al tiempo que la mano izquierda iba borrando sin darnos tiempo de tomar nota. O la seño María Luisa, en segundo de primaria, que tenía la maldita costumbre de reprender jalándonos las patillas: es, naturalmente, lo único que recuerdo de ella —y el aborrecimiento imborrable que le profeso. No sé qué materia daba La Marcianita, en la prepa, y de El Mamado (perdón, pero así le decíamos porque así estaba) nomás sé que una vez empezó a sacar del salón a todos los que se estaban riendo, y al final les dio la clase nomás a tres monos —éramos unos setenta—; Don Chebo, en la facultad, pretendía enseñarnos Latín con citas de Cantinflas; Arnoldo, en la secu, nos llamaba «idiotitas»; un imbécil apellidado Cabrera (daba Español, creo), era judicial y ponía la pistola en el escritorio. Etcétera. 
    Claro: cada quien tendrá su repertorio de anécdotas malas o pésimas con profesores, pero también —rascándole— otro bonche igual de impresiones entrañables. La seño Gloria Guerra Villanueva, pongamos, en cuarto de primaria, que llegado el momento de estudiar Historia nos permitía echarnos en el suelo para que nos contara de los aztecas: una maravilla. O el gran León Amadeo, que hacía prodigios de claridad y entusiasmo con una cosa como el Álgebra. O la querida maestra Guadalupe Ugalde, que cumplió heroica y felizmente con pastorearnos, a los secundarianos insoportables que éramos, por los prados extrañísimos de la Literatura Universal. Por accidentada que haya sido nuestra formación escolar, la gratitud acabará empatando con la perplejidad (¿cómo pudimos tener profesores tan insólitos y descabellados?). O eso quiero creer: ahora que me ha tocado ser profesor, sólo espero que no sean demasiado terribles los desfiguros por los que mis alumnos lleguen a recordarme —si me recuerdan alguna vez.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de mayo de 2010.

Maqueta

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Desde que tengo memoria —salvo un año o dos en que me ganaron el desgano y la certeza aceda de que nada iba a perderme—, siempre he procurado darme una vuelta cada que se ha celebrado la Feria Municipal del Libro («y la Cultura»: no sé desde cuándo le agregaron este apellido), en los portales de la Presidencia Municipal de Guadalajara. Es, se dice, la celebración de este tipo más antigua en el país, y, como sea, no es un mérito menor que haya llegado a su 42ª edición. De niño me encantaba que me llevaran, si bien no recuerdo haber participado jamás en ninguna actividad infantil, no sé si porque no existían o porque —lo que es probable—, roñoso desde chiquito, no me habrá hecho ilusión hacer ronda con otros niños para embarrarme con pinturitas ni para escuchar cuentacuentos. Ya más labregoncito, en la secundaria y en la prepa, me alegraba siempre asomarme para hacer hallazgos por mi cuenta —buena parte de los primeros libros de mi biblioteca salieron de ahí—, e incluso cuando ya existía la FIL, y la Municipal, en comparación, iba quedándose cada vez más pequeña y volviéndose más triste, la costumbre seguía llevándome a hacer la visita anual: nomás por no dejar, pero también por las mismas razones emotivas que nos hacen empecinarnos en constatar cómo buena o malamente se sostienen en pie los vestigios de lo que nos explica. Después me dio por ir nomás para rabiar: cómo es que se desperdicia de tal modo, y recurrentemente, tal ocasión —que debería ser preciosa— de facilitar el encuentro entre los libros y sus lectores (que se los encuentran al paso, en la vivencia del centro de la ciudad): cómo es que por negligencia, por desinterés o por mera incompetencia, se ha permitido que esta feria se arruine y haya terminado siendo tan lamentable como actualmente es.
         Pero hace ya varios años comprendí que la cosa no tiene remedio, y que la feria, con su pobreza y su escasísima imaginación, es como una maqueta del estado que guardan el mundo del libro y sus alrededores, y en general la comprensión de la cosa cultural a nivel nacional. Editores, libreros, funcionarios y demás no saben muy bien qué hacer, más que instalar sus puestos y, en ellos, una oferta en la que ni siquiera vale mucho la pena ir a curiosear (excepto para corrroborar que siguen existiendo los libros de Chris: Nacida inocente, con Linda Blair apretándose los pechos en la portada). El solo libro que me interesó no pude comprarlo porque no sabían el precio, y lo único que nos llevamos, luego de dar una vuelta rápida bajo los odiosos altavoces en que sonaba música de Frank Pourcel, fue la hojita que nos dio un señor con una «Carta a la pareja», de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Estantes desiertos, o atestados con esoterismo, pósters religiosos o rompecabezas, y poco más (eché de menos la presencia de la librería Jardín de Senderos, que otros años llevaba lo mejorcito). Bueno: quienes sí saben qué hacer son los lectores, que asombrosamente siguen yendo. Aunque no queda muy claro qué puedan ganar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de mayo de 2010.