Agarrón

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Por muy salpicado de desfiguros que esté el agarrón entre la Universidad de Guadalajara y el Ejecutivo jalisciense, por mucho que el pleito haya dado ocasión a ridiculeces como el lloriqueo con que el Gobernador González («Emilio» que le diga Chayanne) reafirmó su ignorancia y su visceralidad —su falta de astucia es otra cosa, que por esta ocasión no cuenta: astucia habría que pedirle si en verdad quisiera arreglar el problema, cosa que poco le interesa: él lo que busca es la discordia y se la procura a fuerza de bravuconadas, muy gallito—; por anecdótico, en fin, que termine siendo el episodio, no deja de ser deplorable, y en buena medida precisamente por eso: porque, como sea que se resuelvan las cosas —y se van a resolver—, habrá pasado como una mala comedia que ni quisimos presenciar ni tenía razón de ser, y al cabo de la cual todo quedará más o menos como estaba antes. O más bien exactamente igual.
        (Y deplorable todo, también, por cuanto se refrendan los peores modos de la discrepancia en México: las acusaciones de un lado y otro sobrevuelan nuestro pasmo y nuestra ignorancia, vemos cómo pujan unos y otros, se llega finalmente al momento de sacar el gentío —sin que haga falta que entienda— a fastidiarle la vida a la ciudad, y en tanto va haciéndose incalculable la cuenta de las horas perdidas y el dineral desperdiciado en campañas de recíproco descrédito, y todo porque sólo a gritos y a manotazos fingen entender unos, y los otros sólo así fingen hacerse entender).
       La Universidad de Guadalajara no es la institución que muchos quisiéramos: una casa de estudios y un baluarte cultural a salvo de precariedades, retrasos, insuficiencias y frivolidades. Pero es la universidad pública que tenemos. Quienes nos formamos o trabajamos en ella —a mí me han tocado ambas suertes— podremos estar en desacuerdo con incontables desarreglos en su conducción y nos avergonzaremos de las condiciones en que subsiste, de muchos personajes impresentables que medran en ella o de varios tramos de su historia —el que corre, por ejemplo—, e incluso quien no sienta ni tantita pena sí tendría que estar al tanto de lo indefendible que puede ser. Lo malo es que muy difícilmente una gran institución así puede ser autocrítica: lo impiden las inercias de su funcionamiento y la concha de sus integrantes, y mientras no se vuelva un desastre se consiente y hasta se desea que nada cambie demasiado. Por otro lado, si el Gobernador González («Emilio» que le diga Belinda) es tan obtuso —y sí lo es— como para creer que puede disponer del erario como si fuera su billetera, es porque así se lo han permitido los legisladores, incapaces de ponerle freno o bozal —porque además no quieren—; también los empresarios y merolicos y curas que nomás alargan la manita para que les dé; pero además se lo hemos permitido sus gobernados todos, tolerando sus ocurrencias y su incompetencia evidente. ¿Ni a cuál irle? No, por lo dicho: la UdeG es lo que hay, y es con lo que hay que trabajar. Por lo que hay que trabajar.
 Foto: Milenio / Iván García

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 30 de octubre de 2010.

Eles

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Foto: Natalia Fregoso

Lo que hay, a uno y otro lado y al pasar a toda prisa (que es lo común), es la obstinación que las fachadas, los baldíos y las bocacalles oponen a toda imaginación que pretenda ir más allá de lo que muestran: una sórdida sucesión de grisuras, geometrías desganadas que apenas dan para distinguir las cortinas metálicas, las rampas, los despojos de jardín de que acaso alardee alguna reja, las superficies desiertas de los estacionamientos, las ventanas oscurecidas por las que jamás habría de asomarse nadie, los rótulos en que quizás consten los indicios de los misterios que allí tienen lugar. Bodegas, instalaciones fabriles, almacenes gigantescos especializados en mercancías insospechables, talleres, moles cúbicas por cuyos diminutos accesos nunca veremos entrar ni salir a nadie. Los árboles que recorren el camellón tendrán, claro, una perspectiva mejor: alcanzan a conocer, desde sus alturas, lo que hay detrás de esos muros y que nosotros ni siquiera tendríamos por qué preguntarnos. (Hay una funeraria, también: un edificio que recuerda una terminal de autobuses, cosa no del todo insólita si se repara en que el tema son los viajes y las despedidas y, por qué no, los regresos: los fantasmas, en esta ciudad, habría que ir a darles la bienvenida en ese lugar).
    Sin embargo: el paisaje admite también la ocurrencia de acontecimientos inestimables, de ésos de los que suelen privarnos la velocidad y nuestra negligencia —aunque, claro, esto no sólo pasa aquí: pasa en el exacto lugar donde estás, tu vista obstruida por la ominosa imposición de lo evidente—: había, por ejemplo, o hay (el pasado y el presente, en esta avenida, son nociones inservibles: lo que importa siempre es recorrerla cuanto antes, salir de ella para entrar en la ciudad, y por eso ir por aquí es siempre ir perseguido, buscando llegar y perderse), un platillo volador a punto de alzar el vuelo; un Volkswagen hecho con flores; una colección de tractores, trilladoras, tráileres y autobuses cuya escala en realidad distaba de ser lo monstruosa que normalmente es —sé que de niño los tuve en mis manos—; la súbita inmersión en un bosque, y en él un puente tendido sobre el laborioso silencio del despertar: la avenida era, o es, un sueño. Y lo mejor: antes, sobre la izquierda, la explanada en que se erigían, o se erigen, esos tres ángulos amarillos, de proporciones ciclópeas, que nada querían decir y tal vez nada digan, salvo aquello que sólo deteniéndose y yendo hasta ellos seamos capaces de entender otra vez —las afirmaciones de la infancia sólo entonces es posible comprenderlas, como que esas eles demasiado recostadas al sol tenían que ser las marcas inolvidables de una felicidad: claro: detrás de ellas estaba el parque más sorprendente que ha tenido esta ciudad, hoy un lóbrego territorio poblado de abandono y desconsuelo.
    Lo que sí es que, por ahí, por esa avenida, tras cuyos muros debe de haber cientos de miles de almas, nunca ha habido gente.

Publicado en el nuevo número, el 20, de la revista KY, que pueden ver completito aquí.

Colosal

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Ya puestos a erigir la efigie de un «coloso», mejor hubieran puesto al inolvidable Coloso Colosetti.  (¿Que no es inolvidable? Pues debería serlo).

De lo más memorable que dejan los festejos por el bicentenario de la Independencia de México: la erección, en vivo y en medio de la multitud, de la escultura horripilante, malhecha (¿no hasta se le rompió una bota?), que representa a alguen irreconocible y cuyos rasgos y postura sólo han servido como materia de chistes; un monigote esperpéntico, evidentemente inútil, que nadie ha sido capaz de explicar cabalmente qué diablos quisieron que significara quienes decidieron conferirle esa participación estelar la noche del 15 de septiembre, entre las flamas danzarinas, el júbilo perplejo del gentío, Kukulkán hecho globito, las musiquitas y las acrobacias y los carros alegóricos y demás basura que se vio esa noche, tan lamentable como el estado presente de las cosas y más bien olvidable... menos por el afamado «coloso», claro, del que sigue hablándose y que será emblema de lo sucedido —si bien no por las razones que habrían querido los organizadores de la magna kermés nacional.
       El secretario Lujambio, a quien no se le descompone el peinado por nada, y que sabe despachar con desdén aristocrático los reparos incontables que se le han puesto al festejo oneroso y huero a su cargo, ha dicho que le parece inútil la discusión en torno a la identidad del mono, y por una vez en la vida está en lo correcto: el «coloso» (que, para empezar, ¿quién le puso así?) no es discutible porque su razón de ser quedó clara y fue definitiva en el momento en que los mexicanos lo conocimos: alzado trabajosamente en medio del Zócalo, el adefesio simbolizó nada más que la incapacidad del Gobierno —y la de sus gobernados, en consecuencia— para saber qué había que celebrar, y cómo. Algún vivo le vendió la idea a Lujambio, o a sus gatos; impedidos para imaginar nada más, con el tiempo encima, la urgencia de armar números vistosos, megalómanos, «inéditos» y «artísticos» según ellos, y sin detenerse tantito a pensar qué se pensaría de sus decisiones, Lujambio y sus gatos dijeron que sí de inmediato, el escultor puso manos a la obra (y el feliz cheque en su cuenta) y el «coloso» allá fue, a elevarse por encima de la multitud que, sin saber tampoco qué pensar, lo único que atinó fue a encontrarle parecidos: el santo patrono narco Malverde, Benjamín Argumedo, Vicente Fernández (o el otro Vicente, el que no canta, nomás pela los ojos), Stalin, Geppetto, etcétera —yo le quise hallar un aire como de Manuel Ojeda en sus buenos tiempos, aunque de pronto se me figuraba al Tuca Ferretti.
       Y es lo que quedó: varias toneladas de chatarra y desperdicios, una cancioncita estúpida que nadie ha querido cantar, la escultura gigantesca y deleznable embodegada en tanto se decide qué hacer con ella —quizás, ojalá que no, una escultura de verdad, o sea que perdure, porque el material de ésta es desechable—, y que mientras el olvido no convierta en escombros, ha sido la marca más notable de la celebración. Además, claro, de la decepción, la vergüenza, y la satisfecha sonrisa de los organizadores, encantados con lo que hicieron.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 23 de septiembre de 2010.

¿Mexicanos? (y II)

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Algún guiso, alguna música, alguna costumbre, algún paisaje: una de las formas más sencillas de reconocerse como mexicano (y seguramente también será así para un holandés, un mozambiqueño o un australiano) es meramente cuestión de gustos y querencias, un saber infuso al que la vida va encimándole afectos —o terquedades— y en el que está la raíz de sinsentidos como el orgullo por haber nacido en esta tierra o el regocijo de creerse único al morder un chile, meter las patas en la agüita de Cancún, danzar en una procesión o hallarse tarareando las notas de «El mariachi loco». (Hay, claro, variantes más sofisticadas de este sentimentalismo, pero en el fondo es lo mismo: gozarse en el hecho de que sean tan mexicanos como uno Frida Kahlo, las pirámides de Teotihuacan, el mole poblano, las fiestas con piñatas o los tontitos estos que salen en películas, como Diego Luna. Etcétera). La nacencia o la vivencia en el territorio nacional surte incontables posibilidades de ser mexicano así, por la vía de una suerte de afectividad congénita que, en el fondo, no es otra cosa que viciosa fatalidad: ser como somos (con lo que nos gusta, nos caracteriza, nos puede o nos hermana) porque somos así —cosa que también contará para un holandés, un mozambiqueño, un australiano...
       La fe —o la superstición— que es creer que el gentilicio «mexicano» tiene sentido más allá de la cosa práctica (de algún país hay que ser para tener acta de nacimiento, o algún papel cualquiera que sirva para demostrar que existimos) está sostenida también por la mitología que, en el caso particular de la nación mexicana, ocupa el lugar de la historia —materia por lo general temible o lamentable, y en todo caso poco útil como no sea para tergiversarla y cimentar en ella los malentendidos con que a duras penas nos explicamos cómo hemos llegado hasta aquí (como puede verse en las celebraciones en curso, que en su vacuidad pasmosa hacen justicia a nuestra ignorancia y nuestras ganas de no entender). Y, al lado de esa mitología y el culto que impone, la infeliz insistencia en la afirmación de lo mexicano que pasamos la vida oyendo: desde las monsergas de los maestros no bien entramos al kínder, hasta los aullidos tricolores de un locutor si mete gol el Chicharito; del anuncio de cerveza al discurso del político cretino; de la perorata oracular del intelectual mesiánico (esa peste de vividores que simulan entender lo que dicen) al sermón que nos recuerda en qué modos especiales la Patria ha sido bendecida. Etceterísima.
        Más allá de la dificultad de definir qué, aparte de la casualidad geográfica, empareja a un yucateco y a un bajacaliforniano con un tlaxcalteca, un colimense y un tamaulipeco, está el problema de que ser un pésimo mexicano es, al mismo tiempo, ser un mexicano ejemplar: campeón del disparate, del estropicio, del exceso, de la trampa y del cinismo. Esto, claro, de aceptar que ser mexicano signifique algo más que el humo que deje tras de sí el coheterío.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 16 de septiembre de 2010.

Ambliope

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El oftalmólogo me dijo que tengo un ojo ambliope. Explicó: que es haragán, que deja que el otro se esfuerce en conseguir la nitidez indispensable para distinguir los contornos de las cosas; únicamente hasta que este ojo ha hecho su trabajo, enfocando correctamente, el ambliope completa la imagen, desganado e indolente...

Así empieza un breve cuento que acaba de aparecer en la revista Metrópolis. Para que acaben de leerlo, y —tanto mejor— lean los cuentos de Fernando de León, Antonio Ortuño, David Miklos, Édgar Velasco Barajas, Jaime Mesa y Mariño González (quien, además, dirigió este número), pasen por favor por acá.

¿Mexicanos? (I)

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Descreer de las celebraciones en curso supone arrejolarse en el corral de los aguafiestas que encuentran llena de pelos la sopa que ni siquiera se van a tomar —así sea sólo porque parezca ridículo someterse a la tiranía de los números redondos, como los doscientos y los cien que están por cumplirse. Por el contrario, participar del jolgorio, investirse de los colores patrios (llevando una banderita en la ventanilla del coche, por ejemplo) y dejarse zarandear el corazón con las músicas y los vivaméxicos que estarán retumbando en los días que vienen, tiene mucho de ingenuidad —y no hace falta ser del todo un aguafiestas para admitirlo: el tiempo presente ofrece poca o ninguna ocasión para el alborozo, y menos si se piensa que esta descomposición brutal corona dos siglos que nos hemos entercado en no corregir.
    Los miserables modos que el Estado mexicano ha sido capaz de imaginar para la celebración —pero no sólo el Estado: también cuantos, sintiéndose llamados a sumarse, han dispuesto lo propio, desde cadenas de supermercados hasta universidades— son puro reciclaje de la demagogia septembrina de toda la vida, nomás que a lo bestia y costando millonadas injustificables. Más allá de los fastos oficiales —precedidos por una prolongada y tediosa comedia de equívocos—, que seguramente rezumarán las predecibles grandilocuencias hipócritas de todo funcionario, del Presidente de la República para abajo; más allá de la obra pública rebautizada a las carreras por la ocasión, y de las toneladas de pólvora que reventarán en los cielos; de la oleada de resurrecciones y exhumaciones y revisiones y reinvenciones de los próceres, una marejada asfixiante que ha llenado las redes de los oportunistas, pero que al cabo sólo arrojará los mismos cadáveres irreconocibles a las playas de nuestra ignorancia, y volverá a tragarse a los que sólo ahora han asomado fugazmente (por ejemplo en las moneditas de cinco pesos); más allá de la infestación cursi, chantajista, esperpéntica y en todo caso aborrecible de recreaciones televisivas o cinematográficas o escénicas o pictóricas o lo que sea de los episodios históricos ineludibles (sólo que añadiéndoles morbito y carnita: ¿no sabíamos que el Cura Hidalgo era un cachondo?); más allá de todo eso, ¿qué va a quedarnos, sino los mismos desconsuelos, la misma desesperación, la misma perplejidad?
    Porque hay esta dificultad suprema: la imposibilidad de saber qué es lo que se celebra, y más allá de eso, quiénes venimos siendo, a fin de cuentas, y qué nos define —si la patria, la nación, la historia, la mera circunstancia de haber nacido o de vivir aquí. Menudo problema: ¿qué es ser mexicano? Borges anotó alguna vez que la patria es un acto de fe, y que ser argentino (y lo mismo vale para el mexicano) es sentir que se es argentino. Entre el escepticismo y el candor (el aguafiestas y el entusiasta, o bien el descreído y el ingenuo) veremos rutilar una palabra, México, que no tenemos idea de lo que quiere decir. (Continuará...).

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 9 de septiembre de 2010.

Ya qué

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 La concesión del Premio FIL 2010 a Margo Glantz es indiscutible. Es decir: ya anunciado el galardón, ya confirmado que la escritora lo acepta, y puesto que la convocatoria no contempla mecanismos de impugnación de los que puedan valerse quienes estén inconformes con la decisión del jurado (y si hubiera modo quién iba a meterse en ese berenjenal: total, ni que fuera qué), no tiene sentido discutir el asunto. Para eso son inapelables los fallos, además. Y para eso se confía en el trabajo de un jurado, en su capacidad de discernimiento al ponderar las candidaturas participantes (que pueden ser presentadas, dice la convocatoria, por «cualquier institución cultural o educativa, asociación o grupo de personas interesadas en la literatura», o bien promovidas por los propios integrantes del jurado), en las razones (de índole confidencial, necesariamente) que hayan marcado el rumbo de las deliberaciones, y, en fin, en la responsabilidad asumida por cada uno de los siete jueces (siete «destacados críticos literarios», dice también la covocatoria) al aceptar el encargo.
       No hay, pues, mucho que alegar, y lo que sigue es presenciar cómo la vigésima edición de este premio le traerá a su ganadora no sólo los oros, nada desdeñables, que vienen con el diploma, sino también la atención que supone obtener un reconocimiento de esta naturaleza: desde la ceremonia inaugural de la próxima Feria Internacional del Libro, cuando, como es costumbre, Glantz deba pronunciar un discurso, hasta la develación de su efigie en bronce en la galería para la que han posado los ganadores que la han precedido, y pasando —lo más importante— por la relectura y las reconsideraciones de su obra, que se reeditará, será tema de mesas redondas, homenajes y demás. Porque en eso radica en gran parte el sentido de que existan premios como éste: por la resonancia mediática que alcanzan, sus recipiendarios gozan de más notoriedad de la que tenían, y una consecuencia evidente es que llegan a tener así más lectores —porque habrá lectores que sepan de ellos gracias a la publicidad que da el premio, y que puedan por eso interesarse en conocerlos mejor.
       El Premio FIL tiene tiempo siendo un premio importante, qué duda cabe. Que sean disparejos los méritos de quienes lo han recibido es otra cosa, y claro que jamás va a dársele gusto a todo el mundo. Ahora bien: al decidir quién gana cada año, también se decide quién no gana. Y, dado el amplísimo ámbito que cubre la convocatoria (poetas, novelistas, dramaturgos, cuentistas o ensayistas que escriban en castellano, español, catalán, gallego, francés, italiano, rumano o portugués), puede ser asombroso —y ociosísimo, pero quizás no tanto— hacer la lista de los nombres que se eligió no premiar. En mi lista, perfectamente inútil, figuran Claudio Magris, Amparo Dávila, Eduardo Lizalde, Rubén Bonifaz Nuño, Angélica Gorodischer, Roberto Calasso, César Aira y Salvador Elizondo —aunque ya tenga rato muerto, qué le hace. ¿A quiénes más les ganó este año Margo Glantz?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 2 de septiembre de 2010.