Visita

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Ya lo decía un personaje de Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia: «¿Sabes a dónde nos conducirían unas elecciones libres? Al triunfo del señor Obispo». En la historia de México no se han visto ni se verán actos multitudinarios tan desmesurados como los que se han celebrado en ocasión de las visitas que los romanos pontífices han hecho desde hace 33 años... como no sea que el Papa actual vuelva alguna vez o los que le sigan hagan sus correspondientes peregrinaciones —que no faltarán, con lo redituable que ha demostrado ser la excursión a una tierra tan ansiosa de su presencia, tan alborozada cuando la tiene y tan perpleja cuando el Papa por fin se tiene que ir: en algún lado, ya no sé dónde lo vi, alguno de los incontables medios que dieron cobertura (también desmesurada) a la visita papal reportó que había un grupo de chamacas chillando desconsoladas porque Benedicto XVI no pudiera quedarse para siempre a vivir aquí.
            De la vez que Juan Pablo II estuvo en Guadalajara, en 1979, tengo un recuerdo felizmente borroso, de televisión en blanco y negro, apenas condimentado por los sarcasmos que mi muy juarista papá soltaba mientras veíamos la transmisión a salvo de las insolaciones, los apretujones y las alucinaciones colectivas que tenían lugar en el centro de la ciudad. El contagio de la exultación que experimentaban las muy católicas señoritas profesoras de mi colegio quedaba, en mi caso, neutralizado por el escepticismo y las ironías que mi papá tuvo a bien imponer en casa como filtro de lectura de lo que presenciábamos, y así llegué a hacerme una idea de que a López Portillo había que levantarle cargos de traición a la patria (se decía entonces que trajo al Papa para cumplirle el gusto a su madrecita) y, más adelante, en 1990, con Salinas y el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con El Vaticano, me quedó claro (mi papá ya había pasado de los sarcasmos a la franca invectiva) que ya la cosa se había echado a perder irremediablemente.
            Pero esta vez, en un país que revienta de miseria, ignorancia, violencia, miedo, odio y cinismo, y con una Iglesia católica que nunca había estado de tal modo en entredicho, la cosa fue quizás demasiado lejos. Dejando aparte los «sentimientos religiosos» (esa entelequia peligrosa a la que se alude cuando se pretenden justificar excesos como los que vimos), ¿la visita del Papa qué vino a demostrar? Entre otras cosas, la facilidad con que es posible fabricar versiones del país a modo de quien mande, a cargo de una maquinaria mediática todopoderosa, inapelable y convenientemente genuflexa, y a cuenta del erario (que para eso está). No ignoro que abundaron las voces discordantes, pero ¿quién las habría de oír? México es ese candor pasmoso que enronqueció y se desmayó y cantó y echó porras y gimió al paso del papamóvil, in situ o por la tele, y que quedó encantado, agradecido, bendecido y en las mismas. O no en las mismas: tantito peor.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de marzo de 2012.

Unción

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¿Por qué Mario Vargas Llosa necesita que la candidata de su preferencia gane la elección por la presidencia de la República en México? Es el verbo que usó: «necesitamos», dijo —si bien el plural en el que el escritor se incluye, quién sabe junto a quiénes en su cabecita loca, le sirve para hacerse pasar por portavoz de una supuesta necesidad colectiva, pero también para difuminar en cierta medida la necesidad (o el deseo) que cabría admitir como exclusivamente suya: muy bien que está al tanto —para eso es escritor— de que la primera persona del singular conduce más rápido a la revelación del despropósito. Bueno, adujo algunas razones (que «la lucha contra la violencia, la corrupción y el narcotráfico que ha dado con tanto coraje el Presidente Calderón no ceda el paso, no retroceda y continúe»), a las que debe sumarse su animadversión tácita a las alternativas, especialmente la que supondría el retorno a la que hace más de veinte años calificó como «dictadura perfecta» —una ocurrencia que hizo fama y que desde entonces y hasta la fecha no ha dejado de utilizarse con irresponsabilidad y ligereza. Encomió, además, a «su» candidata, y ésta y sus partidarios por lo visto quedaron encantados con la unción —y los adversarios, trinando de rabia, procedieron a descalificar la admiración y la adhesión del Nobel. A nadie pareció extrañarle el hecho de que el señor no sólo no figura en el padrón electoral (que se sepa, nomás tiene las nacionalidades peruana y española), sino que ni siquiera vive en este país.
            Meramente anecdótico y ya olvidable, el episodio contará tan poco en la contienda electoral como las burradas que otro candidato tuvo a bien proferir cuando fue interrogado por los libros «que lo han marcado». Y como cualesquiera otras instantáneas de las precampañas, las entrecampañas, las campañas y las postcampañas en las que se vea a sus protagonistas principales en las inmediaciones de la cultura y sus figuras estelares: en concreto, siempre que alguno de los candidatos esté en los rumbos de los libros y los escritores, la cosa cuando mucho da para presenciar un puñado de disparates y pasar de inmediato a otro asunto.
            Pero es un malentendido que se replica incesantemente: políticos y escritores creen necesitarse mutuamente, y así los primeros procuran la foto con los segundos para granjearse lo que quizás entiendan como una suerte de aval (intelectual, moral, sabrá Dios), en tanto que los segundos van y mueven la cola delante de los primeros bien por motivos puramente convenencieros o laborales (cada quien sabrá cómo hace su luchita) o, lo que es peor, porque realmente les prestan atención —una atención jamás correspondida— y creen que se puede razonar con ellos. Y cómo va a ser: en general, y sobre todo en México, los actores de la política no son en absoluto atendibles, como no sea en clave de ironía. Obstinarse en tomarlos en serio es propio sólo de ingenuos. O de farsantes.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 22 de marzo de 2012.

Britannica

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Hasta antier, quedaban a la venta alrededor de 4 mil ejemplares de la que ya es la última edición impresa de la Encyclopædia Brittanica: 32 volúmenes, a un precio de mil 400 dólares, que, una vez hecho el anuncio de que en adelante dicha obra sólo existirá en formatos digitales, adquirieron automáticamente un carácter de talismanes mediante los cuales será posible convocar a un pasado definitivo y ya cancelado: aunque la Britannica siga existiendo, actualizándose y creciendo, esa edición postrera es en cierto sentido la materialización de un final, la señal inamovible a la que habremos de referirnos cuando sea necesario saber en qué punto nuestra comprensión de la difusión del conocimiento se transformó irremediablemente —señal inamovible e inalterable: ahora mismo, la Britannica que puede consultarse en línea contiene más entradas que la impresa, y éstas están modificándose y creciendo mientras en aquellas bonitas colecciones que circularon a lo largo de los últimos 244 años lo único que podrá multiplicarse será el polvo que acumulen antes de volverse polvo ellas mismas.
            Me habría gustado tener una edición, pero seguramente nunca me lo propuse en serio: siempre pensé que era más cara, y por eso, cuando alguna vez tuve más ganas —y modo— de comprarla, mejor me hice de un vocho, al que le estaré eternamente agradecido por lo que me sirvió. Ahora veo que ya no tendría ni para qué abrirla: es mucho más práctico consultarla en línea o mediante una aplicación del telefonito (claro, pagando una suscripción de dos dólares al mes), y eso por no hablar de la infinidad de recursos con las que uno puede mucho más que arreglárselas, empezando por Wikipedia, que sin duda es una de las empresas culturales de más vastos alcances en la historia de la humanidad —y aquí aprovecho para insistir en que la que se suele pensar que es la debilidad de Wikipedia, su apertura a cuantos colaboradores deseen participar en ella, es al mismo tiempo su mayor fortaleza: aunque nunca falten quienes falseen o distorsionen, serán siempre menos que los que los tengan a raya. Vería, en fin, a la Britannica que nunca llegué a tener con algo de incomprensión y rencor.
            Y claro, si la hubiera comprado habría sido por culpa de Borges, que la veneraba: en más de una ocasión le dio pie para historias (si bien en la más recordada, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», alude a una «reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopædia Brittanica de 1902», una supuesta Anglo-American Cyclopædia), y cuando obtuvo un premio modesto con su Cuaderno San Martín, en 1929, corrió a comprarse una. ¿Qué pensaría hoy? En un poema dedicado a la adquisición de una enciclopedia (otra, la Brockhaus, pero da lo mismo) habla del «misterioso amor de las cosas / que nos ignoran y se ignoran». Seguro que ese amor puede prevalecer, esté encuadernado y en los libreros o esté cifrado en bits. Y no tiene por qué dejar de ser fascinante.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 15 de marzo de 2012.

iGuau

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Desde que empezó a percatarse de la existencia de los perros (por la calle, pero también —lo que es más grave— al ver a Flora, una bonachona pastor inglés en el jardín de su abuela), he ido repitiéndole a mi hijita que se trata de seres imaginarios. Tiene poco más de un año, y mi admonición se debilita conforme ella prefiere cerciorarse por su cuenta —y así Flora ha perdido ya varios mechones muy poco imaginarios. Casi temo tanto la confrontación que nos aguarda como temo a los perros: cuando presente formalmente su demanda, ya no dispondré de patrañas que me libren de admitir una fiera en la casa.
            Pero me queda una esperanza: que ahora mismo —y no tenemos mucho tiempo: un año más, o dos—, en un luminoso laboratorio de Cupertino, California, haya un cónclave de desarrolladores afinando la app que vendrá incorporada en el iOS 6 (o 7, u 8, me da igual: acabo de comprar un iPhone 4S y espero que al menos me entretenga hasta que termine de pagarlo), y cuya función será la de hacer del aparatejo precisamente eso que le entregaré a mi hijita: un «perrito» (pasas el dedo por la pantalla y te saluda un ladrido; tap, y lo pones en el suelo: da saltitos; tap otra vez, y te lame —puedes elegir si quieres el lametazo salivoso o no, o qué tanto—; tap-tap, y hace cabriolas; tap-tap y se mea).
            Habrá quien encuentre reprensible esta imaginación ociosa: vengo de ver (en el iPhone) el reportaje que hace unas semanas presentó la cadena ABC sobre las condiciones en que trabajan los obreros de las fábricas chinas de donde salen los aparatos —como mi iPhone y como mi MacBook (en la que escribo esto), y como el nuevo iPad que se presentó apenas ayer— con cuya concepción Steve Jobs fundó el culto disparatado, cuando no siniestro, que le rinden los incondicionales de la manzanita. Creo que yo me he visto a salvo de tal devoción gracias a la tacañería: por mucho que me encante lo que estos gadgets hacen (tampoco tanto: ya me asombraré cuando pueda cortarme el pelo con el telefonito, o usarlo para echarle salsa Tabasco al plato), sus facturas me disuaden de prenderle una veladora al santón de los jeans y las sudaderas negras, y más bien voy orillándome al rencor. Pero decía del reportaje sobre los obreros chinos: pobres, claro. En la fábrica hay tendidas, al nivel del primer piso, redes gigantescas para cacharlos cada que se levantan de las líneas de producción, van hasta una ventana y se arrojan para matarse. Además del reconcomio a que lleva enterarse de esto (se necesitan 325 chinos malpagados y hacinados, trabajando cinco días, para que uno haga magia con el dedo sobre la pantalla del dispositivo), está el problema de que la cosa no parece tener fin: el éxito de Apple radica no tanto en el desarrollo de nuevas posibilidades como en la implantación de deseos inútiles en sus usuarios —que irán, ¿iremos?, corriendo a pagar de nuevo cada vez que esos deseos parezca que serán satisfechos. ¿Un iPad nuevo? No, gracias: al menos no hasta que sirva para poder llamarlo Fido.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 8 de marzo de 2012.

Cafés

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Desde que me dio por leer y escribir —en los tiempos de la prepa, o sea hace ya más de un cuarto de siglo—, he vivido convencido de que es en los cafés donde mejor funciono (quiero decir: leyendo y escribiendo, que ya es algo). Por tal convicción de seguro me he visto impedido de fabricar otras, igual de infundadas, como la que consistiría en preferir el sosiego que facilitan la iluminación y el silencio de una buena biblioteca, o el mero ámbito hogareño, o un jardín o cualquier otro espacio, incluidos los de los diversos empleos que he tenido y a los que he sido más bien inepto parta robarles horas para tal efecto (¿es cierto que Faulkner escribió Mientras agonizo cuando trabajaba en una mina, apoyado sobre un vagón volcado en sus escasos ratos de resuello? Bueno, pero era Faulkner). Y la memoria me ofrece algunas pruebas de que, en efecto, los cafés me han bastado muy bien.
            Pero vengo a darme cuenta de que los cafés donde mejor me he hallado existen ya únicamente en un pasado irrecuperable, que es el mismo de una ciudad que en sus transformaciones incesantes va desentendiéndose de ella misma: el San Remo, a espaldas del templo de La Merced, donde la lealtad era correspondida con un jarro exclusivo, rotulado con el nombre de cada parroquiano; el Colón, en el primer piso del edificio Emisa, con un mirador espléndido sobre la calle del mismo nombre; el Málaga, de españoles, insólitamente decorado con cuadros de emperadores aztecas y presidentes de la República, y donde un tarotista recibía a una clientela interminable; y el Madoka, claro, y el Madrid (uno de los meseros de éste dijo una vez a una revista que lo entrevistó que él quería ser Batman para subirse a las torres de Catedral), y el Treve... sin contar el Denny’s que había en la esquina de Juárez y 16 de Septiembre, y que luego sería el primero de los Sanborn’s en que era posible dejar transcurrir impunemente el desvelo, hasta el alba si uno quería, y al que seguirían los de Vallarta y General San Martín y el de Vallarta y Tepic (o sea Fco. Javier Gamboa), o el Vip’s de la Glorieta de Colón, en Américas: el más alejado del centro y, por eso mismo, una forma de salir de la ciudad sin necesidad de largarse (y la lista seguiría con los incontables cafés que me han acogido en otras ciudades, igualmente memorables).
            Desde luego: el problema (mi problema) empezó con la prohibición de fumar, por la que fui desterrándome de los que no desaparecieron. Pero no nada más ha sido eso. Aunque aún recalo habitualmente en dos (el Café del Fondo, en la Joseluisa, y, ¡ay!, el Starbucks de Chapultepec, siempre atestado y ruidosísimo), en general tengo cada vez más difícil encontrar lo que encontraba antes, y que ni siquiera estoy seguro de qué pueda ser —y bueno, me olvidaba de lo que no olvido, que son los amigos con los que tenía tanto sentido pasar las horas en aquellos cafés, aunque no hubiera modo ni de escribir ni de leer.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de marzo de 2012.