Contra el pecado del tedio


No parece improbable que uno de los escritores cuyos libros aterrizan con más frecuencia en las mesas de novedades —y desaparecen igual de rápido—, uno de los que más se habla y se escribe en revistas y suplementos literarios cada que aparece un título suyo y, en fin, uno de los más pertinentes observadores y críticos del mundo contemporáneo, sea nada menos que uno que lleva 70 años de muerto. Un caudal de novelas policiacas, volúmenes de cuentos, compilaciones de artículos, ensayos, biografías, estudios literarios de vigorosa actualidad: la obra de Gilbert Keith Chesterton parece inagotable, y al menos en el orbe español mantiene una presencia constante en los catálogos de varias editoriales que apuestan con toda certeza a su firma, a las legiones de lectores que le son fieles y a las nuevas generaciones que su encanto y su poder de persuasión seguramente reclutarán.
El hecho de que Chesterton siga siendo uno de los escritores más activos de nuestros días, pese a llevar tanto tiempo muerto, es muestra de la eficacia infalible del recurso supremo de su estilo: la paradoja. Nacido en la fe anglicana en 1874, desde muy joven adoptó la disposición constante a la polémica como una forma de ir por la vida, y luego de fracasar —según admite en su Autobiografía— en los estudios de dibujo y pintura, comenzó a escribir y a publicar hasta rondar un centenar de libros (más los que se harían con su participación asidua en la prensa) cuyo talante común está determinado por una sostenida perplejidad ante los absurdos del mundo y de la condición humana. A partir de esa perplejidad, y con una escritura siempre ágil y a menudo acrobática, Chesterton da curso a su inteligencia y a sus imaginaciones lo mismo en relatos detectivescos de lógica exacta e incontrovertible que en acusaciones o defensas encendidas, en novelas cuya consistencia puede ser la de la pesadilla o la de la ensoñación, en la hondura espiritual de ciertos poemas e incluso en alguna pieza teatral: en todo caso con pasión y con inigualable sinceridad.

Es posible que el acceso más atractivo a la obra de Chesterton lo constituyan sus ficciones de misterio: la serie del Padre Brown, por ejemplo, un peculiar sacerdote-detective cuyo aparente candor encubre la astucia formidable con que encuentra la solución a los enigmas criminales que le toca presenciar. En esta misma línea, otros personajes como Horne Fisher, en las historias de El hombre que sabía demasiado, son las pruebas vivientes de que la razón y el buen sentido, esas dos virtudes tan escasas, son los únicos recursos de que disponemos para hacer frente al caos. Aunque, a falta de tales armas, puede ser que también nos sirvan —también inmejorablemente— la falta de sentido y la sinrazón: en Manalive, la que quizás sea la novela más entrañable de Chesterton, un hombre descubre la alegría de estar vivo, pero el problema es que para ello ha de ser tenido por asesino, mentiroso, ladrón, adúltero y prevaricador.

Conservador furibundo, Chesterton es un extremista radical que se convirtió al catolicismo a los 48 años, acaso porque le pareció la manera óptima de ser protestante en una nación protestante. En un ensayo llegó a postular la necesidad inaplazable de la revolución: una transformación absoluta del orden social y de las relaciones económicas con tal de que una niña que jugaba en el parque, cerca de donde él se encontraba escribiendo, no tuviera que ir despeinada a causa de la penuria que obligaba a su madre a descuidarla. También hizo estupendos y prolijos comentarios de la obra de Stevenson o la de Dickens, compuso una Breve historia de Inglaterra («desde el punto de vista de la gente corriente», como advirtió en la introducción) y contó de modo memorable las vidas de Santo Tomás de Aquino o de San Francisco de Asís.

«La obra de Chesterton es vastísima y no encierra una sola página que no ofrezca una felicidad», escribió Jorge Luis Borges, uno de los discípulos más aventajados del inglés. Provocador, exuberante, entusiasta de lo aparentemente insignificante (un libro de ensayos lo tituló Enormes minucias), vehemente sin solemnidad y fascinante en todo momento, Chesterton afirmó alguna vez: «Lo que es un pecado imperdonable es aburrirse». Felizmente, él sigue vivo para salvarnos de caer en esa tentación.


Publicado en Magis.
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