No pero sí

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Lo puede creer fácilmente todo universitario que constate, en la vivencia de lo cotidiano, la precariedad por la que la existencia de la institución es más bien supervivencia, penosa muchas veces e indignante siempre: en la Universidad de Guadalajara nunca hay dinero. Pero también, y lo descubre fácilmente todo universitario que compruebe, llegado el momento —y siempre llega— de presenciar milagros, en la Universidad de Guadalajara siempre hay dinero —otra cosa es que no sea tan sencillo conseguir que aparezca, ni saber dónde puede estar en tanto no se manifieste y fluya para lo que sea que haga falta.
        Es como el gato famoso de Scrhödinger (resumen grosero, ya sé que el experimento implica ciertas sutilezas, pero a lo que vamos: se toma un gato, se encierra en una caja con un dispositivo que puede matarlo; mientras no se abra la caja, y por ende se ignore si el dispositivo asesino se ha activado o no, el minino está al mismo tiempo vivo y muerto): mientras su destino se decida en la impenetrable tiniebla de la negociación política —que no hay por qué esperar que no sea así, si siempre ha sido así—, la UdeG está tan muerta como viva: en los últimos días, por ejemplo, no tenía los cientos de millones de pesos que «reclamaban» sus autoridades al Gobierno federal, pero de algún modo que ignoramos e ignoraremos ya los tenía, igual que hace unos meses, cuando el «reclamo» iba enderezado al Gobierno de Jalisco: no había pero sí hubo, y dentro de algunos meses será igual: no habrá pero sí acabará habiendo. Esta circunstancia paradójica explica que la Universidad viva hambreada y en la opulencia, o bien que la Universidad siempre tenga dinero, aunque no siempre parezca disponer de él (y al final siempre dispone). Simultáneamente peligran elementos que se supondrían cardinales de su existencia (profesores e investigadores, por ejemplo, a quienes se les pichatea el salario y los estímulos y se les orilla a condiciones de trabajo vergonzosas) y están plenamente garantizados otros, quién sabe si fundamentales, pero sí inevitables, como el agitado y festivo turismo de los funcionarios más suertudos, la edificación de teatros o auditorios, la manutención de ferias y festivales y kermeses, festines, agasajos, un equipo de futbol, hoteles y todo género de derroches, y desde luego los emolumentos chonchos y rechonchos de los estratos privilegiados de la burocracia universitaria, así como los gastos (vehículos, choferes, escoltas, asesores y gatos incontables) que parecen indispensables para que los funcionarios funcionen.
        En vísperas de la marcha que dizque iba a hacerse en la Ciudad de México —la «crisis» en turno, voceada con la alarma habitual— empezaron a menudear los recortes, los ajustes, los pujidos de administradores universitarios que tapan hoyos escarbando más hondo (como en Cultura UdeG: ver la nota «Se ponen austeros», publicada en Mural el 14 de julio). ¿Y ahora que ya se recuperó esa lana perdida? Pues a desperdiciarla cuanto antes, que sólo no habiendo es como hay. Y viceversa.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 28 de julio de 2011.

Sombrillas

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Foto: Mural

Somos lo que recordamos, y tenemos nuestro fundamento en los espacios que hemos habitado y sin la figuración de los cuales, en la memoria, es imposible reencontrarnos y formular las explicaciones —justas o ilusorias, da lo mismo— indispensables para saber cómo hemos llegado hasta aquí. Seguramente una de esas explicaciones, en mi caso, será afín a la de los muchos tapatíos capaces de reconocerse en el espacio que hace unos días fue renombrado como Plaza de la Universidad de Las Sombrillas —nombre que me encanta pero que, sospecho, abreviaremos para que se mantenga como hemos venido usándolo por generaciones, Plaza de Las Sombrillas y nada más. Mi memoria de ese espacio cubrirá aproximadamente unos veinte años: de mediados de los 70 a mediados de los 90 del siglo pasado, o sea desde que tuve uso de razón —es un decir: eso siempre es un decir— hasta que cambié de rumbos y ya sólo he visitado ése muy ocasionalmente, y más bien cuando ha sido inevitable y nada más.
    Es posible que haya hecho de Las Sombrillas, en mis evocaciones más remotas, un particular locus amœnus justificable por la perspectiva de la infancia: un territorio privilegiado de dicha, definido por la suave sombra de los árboles en la tarde, el sencillo espectáculo de los transeúntes que cruzaban la plaza y de la clientela instalada en la fuente de sodas cuya terraza delimitaba el amplio rectángulo de macetones al lado de Telégrafos. (Eso era entonces el edificio que hoy ocupa la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz, y el dato opera como una dificultad para la verosimilitud del recuerdo: ¿Telégrafos? Pues sí, era un tiempo lejanísimo en que el telegrama parecía la forma más inaudita del futuro, y de ahí el respeto que inspiraba ese recinto, su prestigio y su misterio). Mis papás me llevaban una o dos veces en la semana —vivíamos cerca—, creo que siempre a la vuelta de las serenatas en la Plaza de Armas, y por eso me familiaricé tan naturalmente con las señas de identidad del lugar: la zapatería Las Tres B, la juguetería que había al lado (¿La Ciudad de Bruselas, se llamaba?), los pasadizos subterráneos de Juárez y sus escamochas, el estudio fotográfico París en Pedro Loza y Pedro Moreno, Franco (¿alguien más que haya ido a ver cuando se incendió?), el Nuevo París, los edificios Barreto y Castalia, el puesto de periódicos del profesor Limón... Niño ideático, siempre pedía unas «tres Marías», pero pedía que les quitaran la mermelada y las galletas, que me repugnaban.
    Años después me tocó hacer el servicio social en la Biblioteca, y los muchos sábados que estuve yendo pude apropiarme de ese espacio, también felizmente. Es «mi biblioteca», me digo, y me alegra que ahora, a sus veinte años, la Universidad de Guadalajara la festeje y se afirme en preservarla (entre tantas estupideces que envilecen la vida universitaria). Las nuevas sombrillas que ha puesto el Ayuntamiento en la plaza, tan dada al abandono y a servir de tianguis, ¿a la memoria de quién llegarán a darle forma?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 21 de julio de 2011.

Orgullo

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Lo pensé concienzudamente, a fondo, con la voluntad de dar una respuesta razonada y sincera, y luego de meditarlo por cinco segundos llegué a la conclusión de que no me siento orgulloso del Chicharito. Nada hice para que estuviera donde está; si acaso le he festejado alguna gracia, lo he hecho con el entusiasmo fugaz que pongo en celebrar que haya una coca en el refri, esperándome en el momento oportuno. Ni mi amigo es, ni mi pariente, ni nada. Lo mismo con Ximena Navarrete, con quien tampoco (otros dos segundos de reflexión) hallo motivos para sentir míos sus triunfos. Los Panamericanos —ni siquiera necesito pensarlo— me caen gordísimos, por mí que se vayan a hacerlos en las Islas Revillagigedo, o donde sea que no estorben. Por la suma de mi indiferencia y mis antipatías, veo que debo contarme entre la minoría de tapatíos que se sienten poco o nada orgullosos del Chicharito, de la miss y de los juegos cebitos, tapatíos también los tres, razón por la cual se preguntó acerca de ellos en la Encuesta de Percepción Ciudadana de Calidad de Vida, levantada por el Observatorio Ciudadano de Calidad de Vida y cuyos resultados se dieron a conocer el lunes pasado. A la pregunta de qué tan orgulloso se siente uno de vivir en Guadalajara, el 77 por ciento respondió «muy» o «algo», y de nuevo: yo me acomodaría en la franja de los que contestarían que nada —e incluso, de existir, marcaría la casilla que dijera: «Más bien me da penita».
     Abundan los datos sorprendentes en esta encuesta, y las ocasiones para la perplejidad más inesperada. «¿Cree que esta ciudad es propicia para que usted sea feliz?». ¡El 81 por ciento respondió que sí cree! Pero más adelante encontramos que, entre quienes se sienten «algo» y «muy» inseguros en la ciudad, suman un 45 por ciento; 21 por ciento de los encuestados fueron víctimas de algún delito en el último año, y 56 de cada cien juzgan como «grave» la violencia callejera en la colonia donde viven. ¿De dónde aquel optimismo, entonces? Los tapatíos no nomás percibimos que las autoridades hacen poco o nada por resolver problemas como la inseguridad y el narcotráfico, el desempleo, la pobreza y la desigualdad social y la corrupción y la ineficiencia del gobierno, sino que además nos tenemos mucha desconfianza entre todos: el 64 por ciento recela de los transeúntes con los que comparte la calle, y el 71 por ciento de los «jóvenes reunidos».
        Por lo que respecta al rubro de «Cultura y recreación», las cifras son poco dignas de ningún orgullo: lo que más se nos da es ver la tele, y no hacemos mucho más (ir a museos, al teatro, a conciertos) por falta de tiempo, principalmente. Con todo, entre quienes se dicen «algo» y «muy» felices, suman un pasmoso 90 por ciento. Pero más de la mitad aprecia que, en general, Guadalajara va «por mal camino». ¿Entonces? Pues que así somos, una sociedad esquizofrénica: mientras no nos falten motivos para esa cosa absolutamente inservible que es el orgullo tapatío...

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 14 de julio de 2011.

El gran mal

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El doctor Marcelino Cereijido se dedica a la fisiología celular y es divulgador de la ciencia —carácter que puede adjudicársele en virtud de su querencia por la redacción de artículos periodísticos y la composición de libros de ensayos en los que busca comunicar problemas de ese ámbito con la vida cotidiana, facilitando a los lectores no especializados, pero también a sus colegas, que saben ser incomprensibles entre ellos mismos, el entendimiento del quehacer científico y sus implicaciones. Por lo que puede inferirse de la lectura de sus textos, es un tipo tan divertido como seria es su materia: «la ciencia es muy importante como para hacerla aburrida», ha afirmado más de una vez, y esa convicción determina tanto su labor de escritor (uno de sus libros se titula El doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas, pues así llama al género que ha inventado para arreglárselas con los vericuetos del trabajo científico) como su desempeño en la investigación, alerta siempre ante la tentación del dogma, el principio de autoridad y otras supersticiones: la ciencia, para él, es apenas una forma de interpretación de la realidad —la más eficaz, eso sí.
       Uno de los temas que han ocupado últimamente a Cereijido es la posibilidad teórica de una explicación de la ruindad. O, para decirlo con el término resuelto, suficiente y sonoro que él utiliza, de la «hijoputez». Está facilísimo imaginar a qué se refiere: basta con asomarse a la calle y detectar al primer prójimo que deje el coche estorbando en la banqueta, agarrar el periódico para ver la carota cretina y sonriente del político en turno en la portada, asomarse tantito a la memoria para reencontrar a la profesora de la primaria, sañuda con su amargura traducida en venganza. (También serviría revisar los pasajes de la propia conducta en que uno ha podido ser abusivo, cruel, desleal: un mal bicho, en suma... pero quizás reconocer eso no esté tan fácil). Según Cereijido, no hay preguntas para las que la ciencia no pueda llegar a tener una respuesta, y este asunto, la hijoputez, merece —de acuerdísimo— un abordaje multidisciplinario para conocer sus causas; así, desde la genética y la fisiología, pero también desde la historia y la filosofía, su libro Hacia una teoría general de los hijos de puta (recién publicado por Tusquets; no lo he leído todavía, pero ya me anda: seguro que estará buenísimo) se aproxima a la tesis de que en el hecho de que alguien nazca o se vuelva hijo de puta —admite ambas posibilidades— hay determinantes biológicas sólidas, y no se trata de un tema meramente sociocultural: en todos los rincones del planeta hay, ha habido y habrá siempre incontables hijos de puta.
       Es, quién lo duda, un mal omnipresente y de consecuencias insoslayables, pero hacía falta precisarlo: al violador, al patrón hambreador, al chismoso, al torturador, a la víbora, al gobernador alcohólico, a la rata, al mentiroso, a la lideresa magisterial, al machito, al prepotente o al asesino, más vale conocerlos mejor. Y cuanto antes.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de julio de 2011.