Jardín

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Foto: Mural

El libro y la lectura, qué remedio, nos ha tocado presenciar cómo se convierten en algo distinto, y en el proceso —también: qué remedio— quizás se corra el riesgo de que los entusiasmos o las inercias borren y nos vuelvan perdedizos los recuerdos de un mundo ya lejano, seguramente irrecuperable y en el que ha quedado buena parte de las explicaciones de que hayamos llegado hasta aquí. Algo así he venido pensando, no sin emoción, desde que hace algunos días supe de la muerte, la semana pasada, de Silvestre Macías. Por esto: sin el empeño admirable de este librero en sostener su librería, sin la buena fortuna de que tal librería (Jardín de Senderos) me admitiera con mis ignorancias, mis perplejidades, con las búsquedas que ni siquiera era capaz de formular, y sin los felices hallazgos a que me condujeron esas búsquedas, mi historia como lector habría sido otra —o, más probablemente, no habría sido.
    Hubo otras librerías, claro: Casarrubias y Font, y las de viejo en el centro (dónde más), la Librería de Cristal en Vallarta, las Gonvill (la de la Rotonda, principalmente). Luego llegaron las que hay ahora, muchas de aquéllas se esfumaron, y supongo que me pasó como a todo mundo: cambié de hábitos sin pensar demasiado en lo que significaría tal cambio. Pero Jardín de Senderos siempre estaba ahí, como un punto de partida, una base a la que podía volver para ver dónde había empezado todo, y siempre podía confiar en que me reencontraría sin falta en ese espacio presidido por las fotos de escritores que al paso de los años iría identificando mejor: una tranquilizadora costumbre que luego sería una peregrinación cada vez más esporádica: me mudé a otros rumbos. Aunque sí me tocó ir al local del Pasaje Variedades, el que mejor conocí fue el de Galeana, y al que hay todavía, el de Enrique González Martínez, sólo he ido una vez, la última ocasión que tuve de saludar a Silvestre. No sé: aunque nunca conversamos gran cosa, me gustaba imaginar que nos contábamos mutuamente como amigos, y también en las ferias municipales del libro era reconfortante dar con su presencia: siempre llevaba lo mejor. (Además tenía razones para profesarle una gratitud particular: cuando, con los amigos, incurrimos en la insensatez, por lo visto inevitable, de editar una revista literaria, Silvestre no sólo aceptó tener ejemplares a la venta, sino que además nos patrocinó comprándonos una inserción publicitaria).
    Ir a una librería, para decirlo con la grosera nostalgia del caso, ya no es lo que era. Lo que era, quiero decir, cuando esa librería era Jardín de Senderos, en la calle de Galeana de los años noventa: cuando tuve la suerte de encontrarme con las mercancías elegidas por un librero como Silvestre, por su estupendo gusto, por su experiencia, y gracias a su inverosímil obstinación en que ese espacio de nombre insuperable existiera y resistiera, como seguirá resistiendo en el recuerdo conmovido, estoy seguro, de cuantos pasamos por ahí.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 27 de enero de 2011.

Héroes

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No creo que haya fundamento estadístico para afirmarlo, apenas conjeturas suministradas por la vivencia de lo cotidiano —el trato con el prójimo, lo que se oye al pasar, las conversaciones con los amigos o los colegas, el tuiteo o el feisbuqueo, etcétera—: seguramente no habrá mexicano que ignore quién es el Jota Jota, el tipito nauseabundo cuya jeta nos ha sido puesta enfrente noche y día, por todos lados, desde que lo capturaron y tuvo lugar su presentación correspondiente (esas aparatosas puestas en escena cuyo decorado incluye helicóptero estacionado, miles de encapuchados con metralleta, algún funcionariete balbuceante y el loguito de la flor multicolor), aunque en realidad lo hemos tenido presente desde hace prácticamente un año, cuando el balazo que lo lanzó a la fama. (¡Y las preguntas que nos vemos obligados a hacernos!: ¿sí disparó éste, o fue su gato? ¿Y cómo lo agarraron? ¿Y cómo no lo habían agarrado antes? ¿Y cómo estuvo, entonces, que en el baño del bar aquel...? ¿Y qué con la novia colombiana? Etcétera). De Kalimba pasamos a esto, y enseguida brotará alguna nueva atracción, intensificada por la entrevista de rigor a cargo de ese otro sujetito repelente, el reportero televisivo erigido en Fiscal de la Nación, a cuyo guión de preguntas estúpidas ha de someterse todo indiciado antes incluso que a ningún Ministerio Público...
    Viene siendo con estos impresentables personajes como está configurándose el reparto de la historia patria, de modo que sus efigies, sus hazañas y sus destinos serán las claves para que el futuro se haga una idea de lo que pasó con este país. En la primera de las conferencias que serían agrupadas en el volumen De los héroes (1840), Thomas Carlyle clamaba por que la modernidad regresara al culto de las figuras excepcionales que, según su  exaltada y a menudo fanática comprensión de la historia, trazan el curso de la civilización. «Todos amamos a los grandes hombres; los amamos y nos prosternamos humildemente ante ellos, porque es lo que más dignamente nos humilla», escribió. (Borges, que vio en el nazismo «una reedición de las iras del escocés Carlyle», advirtió sobre el peligro que hay en postular «la misión divina del héroe», pues ello lleva a liberarlo de «las obligaciones humanas»). Ubicuos, inagotables, indispensables para un país que cuando no entiende qué pasa va a preguntárselo a Carmen Salinas, los héroes a los que sucesivamente se va profesando veneración —bebemos sus palabras, quisiéramos tocar sus vestiduras, juzgamos milagrosos sus hechos, nos atarea y nos desvela su suerte, nada nos concierne más que el examen de sus explicaciones—, del otro Salinas (Carlos) a la mamá de Paulette, pasando por el incontable censo que cada quien prefiera recordar, y desde luego por el tal Kalimba y el tal Jota Jota, hacen temer que Carlyle tenía razón: el rumbo de la historia depende de este elenco inaudito. Si no, por qué estamos arrodillados ante su presencia divina.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de enero de 2011.

Para quitarse el mal sabor de boca, pueden picarle aquí para encontrarse con este otro Jota Jota, inmensamente preferible: 

Apremio

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Sólo borrosamente puedo recordar, o imaginar que recuerdo, haberme servido alguna vez del correo postal para sostener contacto con alguien: los amigos viajaban o se habían establecido en lugares suficientemente distantes como para que operara la añoranza, y la única forma de que la comunicación no quedara interrumpida consistía en confiar la conversación a los envíos en que viajaban las deficientes actualizaciones con que buscábamos seguir al corriente unos de otros: tarjetas postales, preferiblemente (pues quizás las imágenes impresas en ellas, más que conferirles el carácter de meros souvenirs, servían para certificar que nos hallábamos en lugares apartados y así constatábamos cómo el mundo se nos iba amplificando), pero también sobres con misivas —hace cuánto que nadie usará esta palabra— por lo general escritas a mano, debidamente fechadas y firmadas, y en ocasiones acompañadas por fotografías, recortes, dibujos... Entre una carta y su respuesta podían pasar semanas o meses: un tiempo que hoy juzgaríamos excesivo en todo caso, pero que entonces parecía natural y justo —seguramente porque se pensaba, o ni siquiera había necesidad de pensarlo, en las distancias que en efecto recorrían esos envíos, en lo accidentado que podían ser sus recorridos, en la consistencia material que tenían.
    Luego, claro, llegó el correo electrónico, y con su velocidad insospechable aquello pronto quedó relegado, pues lo despacioso de la comunicación postal se volvió automáticamente inaceptable. Aunque es comprensible el entusiasmo inicial de quienes presenciamos el cambio, pues cómo íbamos a desdeñar tal inmediatez —y me incluyo en ese plural que abarca los catorce años que tengo de usar el e-mail porque supongo que habrá quienes juzguen impensables las esperas dilatadas de antaño, pues no tuvieron jamás ni tendrán ya oportunidad de experimentarlas—, el hecho es que no podía preverse lo que supondría: no sólo el encogimiento del mundo, y la dificultad extrema de volver a concebir las nociones de distancia con las que nos manejábamos, sino además, y para peor, la imposición de premuras y ansiedades que han hecho de la correspondencia una práctica sobre todo utilitaria y agobiante, indeseable muchas veces y fuente inagotable de desazón y neurosis.
    Claro: muy despistado estaría si a estas alturas comenzara a quejarme de la existencia del correo electrónico, o de sus derivaciones o suplementos que nos ha deparado la sofisticación tecnológica (mensajería instantánea, redes sociales, etcétera). Pero no deja de extrañarse —o a mí me ha dado por extrañar— un tiempo ya inencontrable en el que la correspondencia era, ante todo, una sosegada modalidad de las mejores conversaciones, sin las exigencias de prontitud y sin el barullo odioso (la cantidad de porquerías que uno recibe todos los días) que ensordecen a cualquiera apenas se asoma al buzón electrónico, ese rincón vertiginoso donde lo que no apremia no importa, y por el que lo que importa (la vida, pongamos) va dejándose irremediablemente para después.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de enero de 2011.

Todo

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El olvido es una región de nosotros mismos a la que cada vez más difícilmente se tiene acceso: un espacio menguante de nuestra historia que podemos abandonar con más prontitud que nunca, pues todos los caminos que conducen a él son inmediatamente vías de escape, y cada puerta que abrimos para ingresar nos devuelve casi en automático a la intempere bulliciosa en la que está todo: todo lo que sabemos o recordamos, y también todas las pistas para que demos, más temprano que tarde, incluso con lo que apenas creemos recordar, por borroso que sea o por mucho que nos enterquemos en suponer que lo hemos perdido. De la nostalgia, que hasta hace relativamente poco era la última estación en el viaje al olvido, queda apenas un cascarón desierto y polvoriento en el que tiene muy poco sentido detenerse, porque además es sencillísimo largarse cuanto antes: ahora sólo se puede tener nostalgia de la nostalgia misma, y seguramente también esta posibilidad quedará clausurada pronto.
    Es lo que me da por pensar con respecto a la música, y en concreto acerca de los modos en que la tecnología actual la pone a nuestra disposición. Recuerdos que se alejan aceleradamente, y que adquieren un carácter entre arqueológico y fantástico, aunque el tiempo que los contiene no abarque más que apenas un cuarto de siglo: el primer disco que compré, por mi gusto y por mi cuenta, a los 13 años (Brothers in Arms, de Dire Straits), en el Gigante de Plaza del Sol, y lo que significó abrir con una uña el celofán, sacar el LP de la bolsita interior, ponerlo en el tocadiscos, colocar la aguja en la espiral diminuta y empezar a escuchar... No fue, en rigor, mi primer tesoro: mucho antes me había adueñado —ni sé si me lo habían regalado, pero no me importó: estaba en la casa— del álbum de Cri-Crí que distribuía Reader’s Digest, con el librito adjunto, y además estaban los casets en los que recolectaba de la radio lo que fuera que me pareciera digno de ser conservado. Ignoro cuánto pasó y cuánto acumulé, en elepés y casets, hasta la llegada del primer disco compacto (The Traveling Wilburys), y luego cómo todo fue acelerándose hasta lo que presencio hoy, cuando no sólo poseo un almacén (el disco duro de la computadora) de capacidad inconcebible, y la sucursal portátil de ese almacén (el iPod que traigo: una semana de música continua), sino además los medios (la conexión a internet) para encontrar lo que me venga en gana, en cualquier momento y al instante, e incluso aunque no sepa lo que quiera hallar: por si no fueran suficientemente abrumadores los catálogos infinitos en línea a los que basta con solicitarles cualquier pieza para que empiece a sonar, hay también sitios en los puedes tararear una tonada para dar con ella de inmediato.
    El estupor que experimento al caer en la cuenta de que está a mi alcance toda la música del mundo es, evidentemente, pueril (¿o senil?). Pero mayor es el de constatar cómo esto apenas es el principio: de qué, quién lo sabe: eso es lo que asusta.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de enero de 2011.

Jericho Road

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Un conmovedor viaje preparado por Luis Vicente de Aguinaga, en colaboración con el gran Steve Earle: