Las órdenes de la vocación, se dice, son inapelables. O deberían serlo: quien desoye la inspiración congénita que le manda dar un preciso destino a sus días puede terminar con el alma roída por la insatisfacción vital más atroz, así haya hecho de su carrera equivocada una sucesión de triunfos. Suele repetirse, también, que nunca es demasiado tarde y que, si de verdad hay ilusión y empeño, cualquiera puede llevar a la realidad sus aspiraciones, por disparatadas que parezcan: tomar los hábitos aunque sea a edad avanzada, luego de una existencia plena en prevaricaciones y excesos, o apuntarse a un curso exprés de paracaidismo antes de que la osteoporosis lo desaconseje definitivamente. Por otro lado, las imaginaciones de la infancia suelen ser desbaratadas pronto y con crueldad (por la escuela y censores similares), y así no queda más que avenirse a las posibilidades más realistas que van saliendo en el camino: una vez que le preguntaron qué quería ser de grande, Bart Simpson se soñó convertido en el hombre más gordo del mundo: un destino extravagante, si se quiere, pero inobjetablemente espectacular, que sin embargo el pobre niño tendrá que ir postergando mientras se convierte en el malviviente que de seguro va a ser.
Lo malo, en todo caso, es tener una vocación en absoluto rentable, e incluso perniciosa a ojos de la sociedad —que se encargará de oponer todas las dificultades que haga falta. Yo, para entrar en materia de una vez, tengo la vocación innata de ser televidente. (Y basta apenas que lo pronuncie para ir emprendiendo ya una defensa, que siempre será insuficiente: tan duramente se juzga a quien por gusto se entrega a larguísimas sesiones ante el televisor, tan grande es el cúmulo de malentendidos y prejuicios que proscriben y estigmatizan a quien se abandona a esos placeres). De eso querría vivir y sólo para eso quisiera conservar la salud y el seso: para ver toda la televisión que pueda, no importa lo que sintonice día y noche. Que la vida llegue a permitírmelo es otra cosa: sencillamente digo que es lo que yo quisiera hacer.
El primer, consabido reproche con que todo mundo sale cada que declaro esto es aburrido de tan obvio: la abundancia de porquería. A lo que respondo dos cosas: que las excepciones hacen la miseria soportable, y que también fuera de la pantalla es insondable la vulgaridad y la estupidez. Luego dicen que la televisión aísla, que estropea el contacto con la naturaleza y atrofia la comprensión de los demás, pero yo entiendo mejor que, al menos en mi práctica, no se trata de una evasión irresponsable, sino más bien de una inmersión a fondo en lo humano y de un ejercicio constante de la perplejidad creativa —más seguro al menos que ir a escalar montañas o que malgastar las horas ante la barra de un bar deprimente (donde por lo general hay tele). Ahora bien, fuera de estos tediosos y fatuos argumentos, lo cierto es que pocas cosas me gustan tanto, y que dada mi experiencia no podría ser de otra manera: uno queda irremediablemente marcado si entre sus primeros recuerdos consta el de estar presenciando los episodios en blanco y negro de Mi hermana la Nena (telenovela de Rafael Banquells, con Saby Kamalich y Jorge Lavat, allá por 1976).
Admito, claro, que quizás esta vocación se explique por una necesidad determinada por la fatalidad: la de hacer algo con los caudales de información televisiva que se han ido alojando permanentemente en el disco duro de la memoria. De las épocas mejores de La Pantera Rosa al último reality show protagonizado por Erick Estrada, pasando por hitos como Cuna de lobos, Dallas, Mis huéspedes o El Show de Benny Hill —eso es fácil—, pero también por producciones absolutamente insólitas como la telenovela colombiana Pero sigo siendo el rey (que a nadie conozco que la haya visto en México), las primeras apariciones de Lourdes Ramos en Súper rock en concierto, los Cincomentarios de Agustín Barrios Gómez, los aeróbics de la mujer de Fito Girón, las autopsias repulsivas de Quincy, los escarceos entre el Comanche y Amparito Arozamena o las peripecias de Simon & Simon… Una riqueza de conocimientos triviales, si se quiere (quién era Trampero, quién el señor Rajuela, cuál fue el elenco de La Zulianita —Lupita Ferrer y José Bardina, of course—, qué deuda impagable tiene la nación con el libretista de Los Polivoces, Mauricio Kleiff), y de dudas irresolubles (qué fue de Iracheta, en qué acabó el payaso Caralimpia —que salía con Madaleno y Paco Stanley—, cuántas pelucas tenía Evelyn LaPuente, por qué nunca han vuelto a pasar Los tigres voladores, cómo se llamaba la maestra de inglés que salía con el Tío Carmelo), pero que no tengo problema en reconocer que me definen.
Llegado a este punto, es claro que podría extender por folios y más folios esta exhibición de la memoria inútil, misma que no tengo intención de impedir que siga creciendo —aunque, ¿para qué? Mi vocación, viéndolo mejor, he venido cumpliéndola, aun cuando no viva de ella, y así lo que comprendo en este momento es que más vale administrar mejor los minutos y terminar cuanto antes estas líneas, porque ya va a comenzar Seinfeld.
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El primer, consabido reproche con que todo mundo sale cada que declaro esto es aburrido de tan obvio: la abundancia de porquería. A lo que respondo dos cosas: que las excepciones hacen la miseria soportable, y que también fuera de la pantalla es insondable la vulgaridad y la estupidez. Luego dicen que la televisión aísla, que estropea el contacto con la naturaleza y atrofia la comprensión de los demás, pero yo entiendo mejor que, al menos en mi práctica, no se trata de una evasión irresponsable, sino más bien de una inmersión a fondo en lo humano y de un ejercicio constante de la perplejidad creativa —más seguro al menos que ir a escalar montañas o que malgastar las horas ante la barra de un bar deprimente (donde por lo general hay tele). Ahora bien, fuera de estos tediosos y fatuos argumentos, lo cierto es que pocas cosas me gustan tanto, y que dada mi experiencia no podría ser de otra manera: uno queda irremediablemente marcado si entre sus primeros recuerdos consta el de estar presenciando los episodios en blanco y negro de Mi hermana la Nena (telenovela de Rafael Banquells, con Saby Kamalich y Jorge Lavat, allá por 1976).
Admito, claro, que quizás esta vocación se explique por una necesidad determinada por la fatalidad: la de hacer algo con los caudales de información televisiva que se han ido alojando permanentemente en el disco duro de la memoria. De las épocas mejores de La Pantera Rosa al último reality show protagonizado por Erick Estrada, pasando por hitos como Cuna de lobos, Dallas, Mis huéspedes o El Show de Benny Hill —eso es fácil—, pero también por producciones absolutamente insólitas como la telenovela colombiana Pero sigo siendo el rey (que a nadie conozco que la haya visto en México), las primeras apariciones de Lourdes Ramos en Súper rock en concierto, los Cincomentarios de Agustín Barrios Gómez, los aeróbics de la mujer de Fito Girón, las autopsias repulsivas de Quincy, los escarceos entre el Comanche y Amparito Arozamena o las peripecias de Simon & Simon… Una riqueza de conocimientos triviales, si se quiere (quién era Trampero, quién el señor Rajuela, cuál fue el elenco de La Zulianita —Lupita Ferrer y José Bardina, of course—, qué deuda impagable tiene la nación con el libretista de Los Polivoces, Mauricio Kleiff), y de dudas irresolubles (qué fue de Iracheta, en qué acabó el payaso Caralimpia —que salía con Madaleno y Paco Stanley—, cuántas pelucas tenía Evelyn LaPuente, por qué nunca han vuelto a pasar Los tigres voladores, cómo se llamaba la maestra de inglés que salía con el Tío Carmelo), pero que no tengo problema en reconocer que me definen.
Llegado a este punto, es claro que podría extender por folios y más folios esta exhibición de la memoria inútil, misma que no tengo intención de impedir que siga creciendo —aunque, ¿para qué? Mi vocación, viéndolo mejor, he venido cumpliéndola, aun cuando no viva de ella, y así lo que comprendo en este momento es que más vale administrar mejor los minutos y terminar cuanto antes estas líneas, porque ya va a comenzar Seinfeld.
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