¡Serios!

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David Huerta, en el Salón de la Poesía. Él sí es gente seria.
 Foto:  © Cortesía FIL Guadalajara / Michel Amado Carpio

El sábado en la nochecita, en la inauguración del Salón de la Poesía (yo nunca había entrado, y qué error: se está bien concha ahí, en sillones sabrosos y tequileando), David Huerta y su presentador, Luis Vicente de Aguinaga, sugirieron algo en lo que estoy de acuerdísimo: a cambio de las frivolidades, las superficialidades, la chabacanería y la mensada en general que prevalecen en nombre de un supuesto afán de acercar la cultura a todo mundo, conviene regresar a la seriedad e incluso a la solemnidad. Que de algo sirvan el tiempo y los tumultos a los que nos metemos. Por ejemplo ayer, con Pamuk: mucho jijijí y jajajá con Rosa Montero, pero a ver, ¿por qué mejor no dio una conferencia en forma? Y en su lengua natal, con traducción simultánea, porque además, con el inglés cascabeleado de los dos...
    Ojo al pabellón angelino: regalan ahí unos folletos que se llaman Guía del Lector, fruto del proyecto The Big Read. Están de lo más bien: son presentaciones de escritores que, éstas sí —y sin chabacanería ni gansadas—, buscan poner al alcance de muchos las razones de que un autor o una obra sean interesantes. Yo agarré los de Mark Twain, John Steinbeck, Harper Lee, Jack London y así; también regalan discos compactos. Un ejemplo para las instituciones que dicen querer promover la lectura en México.
    Hoy lunes —cerrado en la mañana, porque es día de profesionales—, lo primero es ver a Ray Bradbury en la tarde, aunque sea vía satélite (José Emilio Pacheco: seguiré pasando de largo). También hay dos mesas que me interesan en particular: «Los nuevos surrealistas de Los Ángeles», por un lado, y una reunión de nuevos narradores venezolanos por otro; lo malo es que los horarios se enciman. Ni modo, a echar un volado. Y aprovechar, ahora que no hay tanta gente, para empezar a inspeccionar los stands, a ver cómo vienen los libros. Me temo que carísimos, pero ya veremos el viernes, cuando sea la venta nocturna y lleguen los descuentos.


Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, en Mural, el lunes  30 de noviembre de 2009.

En plena forma

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Foto: © Cortesía FIL Guadalajara / Diego Zavala Scherer

La Feria Internacional del Libro de Guadalajara inaugura su vigésima tercera edición gozando de estupenda salud. Tan buena condición tiene que no parecen amenazarla ni la crisis económica, ni las epidemias —en Jalisco, además de la influenza, se ha recrudecido notablemente el dengue—, ni el conflicto intestino por el que venía atravesando la Universidad de Guadalajara desde alrededor hace año y medio, y que terminó apenas hace diez días con el suicidio del ex rector, depuesto en agosto de 2008...

Para seguir leyendo, pásenle por acá: Letras Libres. Blog de la redacción

Santa paz

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Carlos Fuentes, azorado: «¿Ya vieron qué choncha se puso la Colchero?»
Foto: Mural / Roberto Antillón (Dios te bendiga, Róber, por esta foto)

La ceremonia inaugural de la FIL transcurrió sin sobresaltos. Misteriosamente. Cosa rara: primera vez en mucho rato que no había un Nobel entre los funcionariotes, y ni siquiera a Fuentes lo sentaron ahí —a lo mejor estaba maquillándose para salir con Ana Colchero y Gonzalo Vega un rato después. A todo mundo le aplaudieron mucho (a Cravioto y al Alcalde interino tantito menos), hasta al representante de la Suprema Corte de Justicia (que ¿qué hacía ahí?). El secretario de Educación Pública, zalamero, se colgó de la recomendación del poeta Cadenas para hablar linduras de la democracia, el Alcalde angelino hizo dos o tres gracejadas («Va a hablar el pochito», dijo) y, total, todo fueron ovaciones y buena onda. Ni abucheos ni exabruptos ni manifestaciones siniestras del más allá. Misteriosamente.
       El acto fue más bien soporífero —yo llegué a cabecear mientras oía a Adolfo Castañón en su semblanza de Cadenas: soñé que al rector lo había diseñado Pixar—, pero finalmente la feria abrió el paso para ir a revisarla. Más sorpresas: está de lo más bien. Mucho mejor distribuida, con espacios más amplios y hasta con echaderos para sentarse un rato y que no salgan várices. El área internacional, sobre todo, es muy disfrutable. Y luego hay unos coches que me fascinaron: ya voy entendiendo cómo lo más naco puede rozar lo sublime. Hasta donde vamos, la presencia de Los Ángeles está luciendo muy bien, empezando por su pabellón.
       Para hoy, lo importante es ir con Orhan Pamuk —recomendación: aparte de sus novelas, claro, conviene leer su libro La maleta de mi padre, publicado en Alfaguara, para saber qué trae entre manos—, y luego a la entrega del Premio de Ensayo Isabel Polanco (que me intriga: según yo, el libro que lo ganó no es de ensayo). Mientras, a seguir viendo cómo los libros están carísimos —espero, de veras espero, que el viernes de la venta nocturna haya descuentos razonables—, y a eludir el enésimo homenaje a Pacheco, que ¿para qué?

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el domingo 29 de noviembre de 2009.

Órale, ése

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Coche que se exhibe como parte de la presencia de Los Ángeles en la FIL. Naquísimo y, por eso mismo, fabuloso. De sueño.
Foto: © Cortesía FIL Guadalajara / Ana Karen Reyes

Mis expectativas para la FIL este año son elevadas. Tienen que ver, sobre todo, con la participación del invitado de honor, Los Ángeles, en varias actividades y presencias que encuentro interesantes, y en ciertos casos hasta emocionantes: de Ray Bradbury a Los Lobos, pasando por otros integrantes de la delegación angelina que acaso no sean tan espectaculares, pero que podrán dar cuenta de la dinámica cultural de una ciudad fascinante desde varios puntos de vista. Los espectáculos escénicos, las expos, algunos escritores (Larry Niven, por ejemplo, que casi está al nivel de Bradbury, o el homenaje a Thomas Pynchon)... Además, los gringos son ricos, ¿no?, de manera que —espero— no se verán miserias.
    También estoy puesto para ir a ver a Pamuk, el Nobel turco, o a Vargas Llosa. A Rafael Cadenas también, si bien no me tiene demasiado feliz que le hayan dado el Premio FIL —qué le voy a hacer: luego de Lobo Antunes, el año pasado, creo que el listón está muy alto—; con todo, como Cadenas es anti Chávez, capaz que por ahí se arma algo de jaleo. Pienso meterme a presentaciones de naturaleza necesariamente más discreta, pero también más felices: las de David Huerta, Marcelo Birmajer, Alberto Chimal, Marcelino Cereijido... Desde luego: lo que hagan Carlos Fuentes o José Emilio Pacheco y similares, en especial el primero, iré a verlo más por curiosidad malévola: movido por el mismo morbo que acaso me haga buscar a Paty Chapoy o a Chavela Vargas. Y porque no hay remedio: la reiteración de presencias como éstas, la celebración monótona de los mismos de siempre, demuestra cómo la FIL refleja una realidad deprimente: la sonoridad comercial determina la prevalencia de unos pocos, y la cultura nacional está hecha con un puñado de malentendidos que siguen repitiéndose porque al repetirlos se queda bien y todo mundo conforme.
    Lo bueno de las crisis es que fuerzan la creatividad, y confío en que esta FIL se las ingenie para ser una verdadera fiesta de los lectores. Aquí vamos a andar, entonces.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el sábado 28 de noviembre de 2009.

La ciudad incesante

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Foto: © Cortesía FIL Guadalajara / Pedro Andrés

Ciudad de desmesuras, Los Ángeles es un espacio óptimo para la amplificación interminable de la imaginación literaria: de las ensoñaciones que promueve su voluntad de utopía —en el lugar donde todo puede suceder, claro, se espera siempre que suceda lo mejor— hasta las pesadillas en que van resolviéndose sus contradicciones y sus excesos, pasando por las ocasiones incontables en que el futuro ha ido fabricándose en ella y por las evidencias que el presente devuelve en esa carrera vertiginosa, la vivencia de la metrópoli y sus representaciones han hecho de ella el epicentro de la mitología más irresistible del comienzo del siglo XXI —y no sólo porque el cine que más vemos se haga allí, aunque es una de las principales razones. Infame y fascinante a un tiempo, opulenta y mísera, cruel y deslumbrante, de Los Ángeles (la segunda ciudad más grande de México, dicho sea de paso) ha dado en decirse últimamente que es la capital que domina la cultura mundial. Y probablemente sea cierto.
       La presencia literaria que tendrá Los Ángeles en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara ha sido dispuesta en torno a algunas de las figuras centrales de lo que puede ya tenerse por una tradición: la de los autores que desde esa ciudad, u ocupándose de ella, han creado algunas de las historias más presentes en nuestra comprensión de lo que somos —y de lo que podemos llegar a ser. Así, alrededor de Ray Bradbury, John Fante, Charles Bukowski, Thomas Pynchon y Raymond Chandler, entre otros, la delegación angelina viene a dar muestra de la vitalidad y la insospechable riqueza de una literatura que tiene lo inusitado por consigna.
       Es cierto que muchos nombres pueden no sonar a la primera, y que se echarán de menos algunos otros, empezando por James Ellroy, seguramente el más visible de los escritores del panorama actual (y quien ya pasó por Guadalajara en 2004), o James Frey, autor de una polémica autobiografía (En mil pedazos), quien es —luego del escándalo: la autobiografía resultó un montón de mentiras— el firmante del más reciente y llamativo mural de la megaurbe: la novela Una mañana radiante. A cambio de ausencias como éstas, quienes llegarán representan un estimable sector de la literatura viva de Los Ángeles: narradoras jóvenes como Aimee Bender, Sarah Bynum o Nina Revoyr, y novelistas consagrados como Larry Niven, seguramente, al lado de Bradbury, el autor de ciencia ficción más importante de las letras estadounidenses; poetas que se cuentan entre los principales animadores de la escena literaria en California, como Suzanne Lummis o B.H. Fairchild; escritores cardinales para el entendimiento de la cultura chicana, como Luis Rodríguez, o autores que han hecho el viaje de ida y vuelta (y sobreviven para contarlo) entre la literatura y el cine, como Michael Tolkin, Bruce Wagner y Howard A. Rodman.
       Según el poeta y ensayista Bill Mohr, lo que sostiene en Los Ángeles a los incontables creadores que dan vida a una dinámica cultural tan incesante como la propia ciudad es lo mismo que llevó a la industria cinematográfica a esas tierras: la calidad de la luz: una luz de intensidad y tonos inigualables. Algo de esa luminosidad vibrante, poderosa y enigmática habrá de brillar en los días que hoy comienzan en Guadalajara.

(Los enlaces a los textos de autores angelinos pertenecen 
al número 57 de la revista Luvina, que acaba de entrar en circulación)

Publicado en el suplemento perFIL, en Mural, el sábado 28 de noviembre de 2009.

Malditos libros

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Aparte de la Miscelánea Fiscal (que, por supuesto, jamás he leído), me resulta sumamente complicado decidir qué libros detesto. Es fácil, desde luego, hacer listas de los títulos preferidos, por las razones que sean: porque supusieron un acontecimiento decisivo para nuestras vidas, porque los disfrutamos montones, porque cada que los abrimos nos dicen algo, porque los asociamos a alguna felicidad que promovieron o acompañaron... Así esas listas sean siempre provisionales —pues a los cinco minutos de completarlas hay que hacer siempre añadidos, retiros, reacomodos, o porque cuando las revisamos es posible que ya hayan caducado los motivos que las ordenaron, o sencillamente porque la memoria lectora nos falla—, las querencias siempre están más a la mano que las aversiones o los rencores, y eso acaso signifique que el saldo de una vida lectora está garantizado que siempre será favorable: los libros que pudimos llegar a odiar van siendo automáticamente condenados al olvido.
    Es más: quizás, incluso, jamás haya ocasión de aborrecer verdaderamente un libro. Puede, sí, que algunos preferiríamos no haberlos leído... aunque quién sabe: algún tiempo creí que eso me pasó con El amor brujo, de Roberto Arlt: una novela que cuenta una historia de envilecimiento tan triste, tan desoladora, que daba miedo; pero también había en ella una lóbrega belleza que ahora no renunciaría a buscar otra vez. Un día, Ricardo Garibay dijo que él había leído las obras completas del Marqués de Sade y no le gustaron: ¿entonces para qué las terminó de leer? Los libros indigestos, repulsivos o, sencillamente, mal escritos; los que padecimos por obligación (pienso en ¿Qué es el materialismo dialéctico?, de O. Yajot, que algún maestro cretinazo me recetó en Belenes, aquel deficiente centro de adoctrinamiento marxista adonde acudimos generaciones de preparatorianos de la UdeG), los que nos decepcionaron o nos dejaron fríos, y también los que pudieron movernos a la rabia mientras los repasamos (bosques desperdiciados en materiales académicos o poemarios, por ejemplo, que es un crimen haber impreso)... todos, sin falta, van hallando su lugar en una bodega oscura en la que ignoramos qué hay. Felizmente.
    Claro: están los libros que es posible repudiar sin conocerlos. Pero en estos casos —mi lista sería enorme: porque a sus autores los encuentro repelentes, o por los lectores que son capaces de tener— me queda claro que se trata de meros prejuicios, y aunque sé que los prejuicios a uno le cuesta su trabajo cultivarlos, no tiene mucho sentido desperdiciarse en ellos. Últimamente, con todo, he experimentado una nueva variante de rencor: el que guardo hacia los libros inexplicablemente carísimos. Libros que quisiera leer —o tener, al menos: es una necedad creer que los libros se compran para leerse—, pero cuyas etiquetas traen una cifra insultante: que se queden en sus estantes, mirándome pasar de largo, los muy malditos.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 26 de noviembre de 2009.

Cultos dineros

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¿Algo así tendrán en mente los diputados al darle cuatro millones de pesos del rubro «cultura» a la Unión Ganadera? (El señor de la escultura es el poeta Carlos Drummond de Andrade, que en compañía de de la vaca se asolea en la playa de Ipanema).
 
 
La repartición que los diputados jaliscienses hicieron de los recursos «extras» que «consiguieron» sacarle a la Federación es, por supuesto, disparatada. Como prácticamente cualquier actuación de los legisladores: tramados con decisiones indefendibles —pero defendidas, al fin, con todo el empeño de su escaso ingenio—, los repartos presupuestales suelen hacerse relegando lo verdaderamente importante en favor de los compromisos y las conveniencias, privilegiando la espectacularidad por encima de la atención a las necesidades que plantea esa cosa odiosa llamada realidad y favoreciendo siempre las necedades de quienes, por ahora (y siempre, pues), ocupan los cargos ejecutivos de la administración pública.
    En lo que toca al rubro cultural, como informaba Mural ayer, la distribución de esos dineros de la ampliación famosa contempla una asignación de 35 millones de pesos para el proyecto —impulsado desde la iniciativa privada— conocido como el Palacio de la Cultura y la Comunicación. ¿Qué es eso? Un complejo, por el rumbo del Trompo Mágico, que integrarán un auditorio para 2 mil personas donde habrá «espectáculos de ópera y teatro», otro espacio para música de cámara, un «museo de la radio y la televisión» (¿qué irán a exhibir ahí: la tejana del Tío Carmelo, el cadáver de Sixto, las cazuelas de la Señora Zárate?), un «media center» (whatever that means) y una especie de paseo de las estrellas. «El proyecto también incluye la Galería de la Fama de los Grandes Artistas», dijo José Pérez Ramírez, el presidente de la RATO, en una fascinante entrevista concedida a este periódico el 5 de febrero pasado. «Usted sabe que existe un premio internacional que se llama los Grammys, en el cual los homenajeados son el 80 por ciento de origen mexicano y no vemos porque en México nuestra industria —que es la promotora de estos artistas— esté comprometida a hacer eventos de esta naturaleza que van a beneficiar con turismo a la ciudad y al estado, o sea, van a ser eventos de clase mundial (sic)». Pero más adelantito, ahí mismo, viene lo más interesante: «Hay una oferta no resuelta», sigue diciendo Pérez Ramírez, «de que pudiera ser ahí la sede de lo que es el área de prensa de los Juegos Panamericanos, prensa y difusión de los Juegos Panamericanos».
    O sea: las decisiones de los diputados podrán parecer descabelladas, pero misteriosas no son. «Sí creo que la partida es un exceso», admitió, encantador, el diputado José Luis Íñiguez Gámez, integrante de la Comisión de Cultura, «pero se le da ese dinero porque consideramos que ese trabajo de la defensa de la libertad de expresión debe ser estimulado». Y es dinero que va sumándose al que ya antes ha obsequiado, para el futuro Palacio/centro de prensa de los JO, el Gobernador González («Emilio» que le digan Lagrimita y Costel). Muy cultural, ¿no? Ah, bueno: pero los diputados también asignaron cuatro millones de pesos, de los pesos «conseguidos» para la cultura en Jalisco, a la Unión Ganadera... Y así.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 19 de noviembre de 2009.

Imaginaciones

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Además: para qué tanto relajo, si desde hace años existe el Guggenheim tapatío. (Foto: Google Maps)

¿A Guadalajara le convendría tener un nuevo museo de arte contemporáneo? Probablemente. Uno grandote y vistoso, por el que circulen las corrientes que llevan lo más interesante de cuanto valga la pena ver en el mundo; un museo que sirva a la mejor comprensión de la actualidad artística de los tapatíos, que llegue a ser un atractivo turístico más presumible que los existentes —más que el Santuario de los Mártires, por ejemplo... ¡ah, no!, ése todavía no existe— y que, en resumidas cuentas, dé gusto tener aquí. Ahora: ¿un museo así es, como ha dicho el secretario de Cultura,  «necesario» e «indispensable»? Depende de lo que se quiera entender con términos como éstos: en vista del uso que suele dárseles siempre que con ellos se pretende justificar toda suerte de iniciativas —disparatadas o no—, «necesario» e «indispensable» son adjetivos ante los que más vale ponerse en guardia, pues en nombre de ellos la ciudad está como está: por las nociones que tienen unos cuantos (los funcionarios, pero también quienes, en su negocios, se benefician directamente de la actuación de éstos) de lo que hace falta, de espaldas al interés de los ciudadanos y de la verdaderas urgencias, que se relegan interminablemente.
    Ahora que se ha revelado —porque ya se sabía desde hace rato— que la Fundación Guggenheim prefirió descartar la construcción de su local tapatío para mejor largarse a Dubai (y cómo no: con las necedades y las trabas que se acostumbran aquí), los empresarios y los políticos enfrascados en la edificación de un museote dicen que perseverarán en su empeño. El proyecto de Enrique Norten, aquel como refrigerador que se levantaría a la orilla de la Barranca de Huentitán, hoy dicen que siempre fue caro e «inviable» —además de horroroso, añadiría yo. ¿Y dónde quedaron los entusiasmos de antaño? En su página de internet (caída, pero que puede consultarse en los basureros de Google), Guadalajara Capital Cultura A.C. festejaba en agosto de 2007: «El estudio de viabilidad realizado en el 2005 demostró que Guadalajara cuenta con un contexto económico, político, social y cultural favorable a la implantación de un Guggenheim». Ahora, sin embargo, resulta que se trató de un sueño excesivo («Iba a costar un millón 200 mil dólares al mes el mantenimiento, quién lo iba a pagar, son sueños», dijo Lorenza Dipp, de la dicha asociación civil). ¿Pero qué sigue? Pues quitarle el apellido al proyecto, y obstinarse en él: total, el terreno cedido está y cedido se va a quedar.
    Puestos a imaginar necesidades para Guadalajara, igual le serviría más tener playas. O, como en aquella película de Jaime Humberto Hermosillo, Clandestino Destino, ser la frontera con Estados Unidos. La ciudad está llena de proyectos cuyo supuesto carácter de necesidad es sólo la excusa maestra de sus hacedores. Lo bueno es que muchas veces (ojalá fuera siempre) esas imaginaciones quedan sólo en eso. Como el Guggenheim, que sencillamente no se supo hacer.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 12 de noviembre de 2009.

Argüende

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El argüende está garantizado con Caín, la nueva novela de José Saramago. Todavía no hay modo de leerla, pues apenas se ha publicado la traducción en España y, aunque vendrá ya volando —el argüende asegura, naturalmente, el éxito comercial—, aún no llega a estos rumbos. (Cosa por demás misteriosa, cómo se deciden las corrientes que llevan y traen los libros por los mares del mercado editorial, y cuántos naufragios hay en esas indiscernibles travesías: libros de los que sabemos que existen, y que jamás alcanzamos a ver que atraquen en las mesas de novedades de nuestras costas diezmadas y tan propicias al olvido). El portugués recuenta ahí, parece, la historia bíblica del primer homicida, y por lo visto lo redime o lo exonera, inculpando en cambio a Dios como autor intelectual; procede enseguida a exponer, siempre en clave novelesca —y, dicho sea de paso, un novelista es todo lo libre que quiera para reformular el mundo como le venga en gana—, su tesis de que Dios está hecho a imagen y semejanza de los hombres, y que como éstos es cruel, caprichoso y vengativo. «El rencor del Dios de la Biblia es el rencor que los humanos han inventado, ya que son los seres humanos los que han propuesto las distintas figuras divinas», resumió en un artículo la traductora y esposa de Saramago, Pilar del Río.
    Lo que siguió a la aparición de la novela ha sido perfectamente previsible. La Iglesia católica portuguesa objetó los pareceres del escritor, tomándolos por ofensas, e incluso un rabino lisboeta desdeñó el libro arguyendo que Saramago «hace lecturas superficiales de la Biblia». Ya algo parecido había ocurrido en 1990, cuando salió a la luz el otro libro «blasfemo», digamos, del Nobel: El Evangelio según Jesucristo. Ahora, mientras ya hay quien pide que se le retire la nacionalidad al autor, y mientras la alharaca crece —alentada por los periodistas, desde luego: ya veo cómo de un momento a otro se recogerán aquí las declaraciones de los jerarcas religiosos, que responderán en automático: hay que recordar lo que pasó con El crimen del Padre Amaro—, las ventas del libro crecen y prometen ponerse cada vez mejor.
     Acaso sea ingenuo preguntárselo, pero ¿hasta dónde esto que se ve es fruto de las maquinaciones mercadotécnicas de una industria editorial que se sirve de toda ocasión de escándalo para resarcirse así de sus ineptitudes y de su falta de creatividad? José Saramago, a veces tan buen novelista, tristemente se ha convertido en un escritor cuya carrera —próxima al fin, qué le vamos a hacer— se ha visto conducida, desde Estocolmo para acá, por las obligaciones del éxito: por el dudoso compromiso con la provocación («Yo no escribo para agradar ni para desagradar: yo escribo para desasosegar», ha dicho a propósito de Caín) y por una propensión al alarde disfrazada de «responsabilidad» que poco tiene que ver con la vigilancia de otra responsabilidad seguramente más alta: la literaria. Quizás ésta sea una buena novela. Pero, en medio del argüende, eso poco va a importar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 5 de noviembre de 2009.

Otra vez calaveritas

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Ilustración: Mural / Daniel Terán

Si el ingenio del mexicano en verdad fuera las maravillas que se dicen de él, los coches funcionarían con agua de lluvia, las calles que se inundan las navegaríamos en lanchas supersónicas, ya habríamos hallado cómo curar la influenza con tequila y el Doctor Carstens sería un héroe nacional. Y no es que tal cosa (el ingenio famoso) sea inexistente: lo malo es que no sirve para nada de provecho. Produce, sí, y en cantidades incalculables, las excusas, las tomaduras de pelo, las mentiras, los chistes crueles y las transas todas que dificultan —o acaso posibiliten— la vivencia de todos los días, y si bien la subistencia de muchos depende del ingenio que sean capaces de poner en práctica (piratas, rateros, diputados, revendedores, coyotes, etcétera: toda esa pelusa), la supuesta agudeza que da nacer aquí generalmente es causa de numerosos malentendidos. La tradición de las calaveritas que brotan por estos días, por ejemplo.
    Calaveritas: las composiciones en versos por lo común mal medidos, trabajosamente rimados y muy rara vez sorprendentes, que buscan caricaturizar a un famoso tratándolo como si ya hubiera muerto (incluidos los muertos). La costumbre manda que esas composiciones tienen o tendrían que ser: 1) chistosas, y 2) oportunas. Sepan hacerlas o no —la inminencia del Día de Muertos infunde inspiración a incontables versificadores espontáneos—, sus redactores buscan cumplir el segundo requisito dedicándolas a personajes señalados por la actualidad noticiosa. Los límites del periodo que se entienda por actualidad son flexibles, pero dejémoslos en un año: así, en este 2009 tendrían que entrar, con todo derecho, Michael Jackson, Juanito, Rigo Mora, el presidente hondureño defenestrado, Alejandra Guzmán, Javier Aguirre, Obama y Alfonso Gutiérrez Carranza —en cuya calaverita no se dejará de llamarlo «guapo» o «galán». Fox y Marthita, en cambio, que hace rato no salen con alguna gansada, no tienen gran chiste y conviene prescindir de ellos, lo mismo que de los consabidos que dan todo el tiempo razones para la sorna: el Gobernador González («Emilio» que le diga Vázquez Raña), Jorge Vergara, Elba Esther, y así —aunque las calaveritas lucen más cuando son muchas, y por lo regular entran todos, hasta los más desabridos. Luego, sin embargo, vienen varios problemas. Hay prioridades: los muertos más recientes —o sea los que sí se murieron, y no nomás en verso— van por delante (el «Negro» Guerrero, claro); enseguida los decesos más lejanos pero pegadores (Benedetti o el Kraeppelin), para continuar con los vivos: locales (el Cardenal) antes que foráneos (Berlusconi, Hugo Chávez), faranduleros (Susan Boyle, Mercedes Sosa) antes que maleantes u orates (el predicador/secuestrador Josmar, que, por cierto, ¿qué ha sido de él?).
    Lista la lista, lo que sigue es lo más difícil: que las calaveritas sean divertidas. Y aquí es donde, independientemente de las aptitudes de sus autores, la gran mayoría fracasa, sea porque han de ajustarse a las fórmulas (si pueden), por la reiteración de los lugares comunes a los que obliga el folclor (usar los términos «Pelona», «Huesuda», «Parca» y, el peor, «Catrina»), o sea porque en realidad eso de la familiaridad que el mexicano supuestamente tiene con la «Calaca» (éste faltaba) es —como el ingenio nacional— una falacia, de tal manera que los jugueteos verbales que se hacen con la muerte son más bien una especie de refrendo del temor y el respeto: no hay tradición que no imponga cierta solemnidad en su observancia, y así cómo van a funcionar de verdad la burla y la risotada. También: no hay tradición que no reclame ser abolida: por la ingente cantidad de calaveritas insulsas que se publican año con año, ¿no habría que sepultar ya esta costumbre, que tan poco favor le hace a ese ingenio del que tanto nos gusta alardear?

Publicado en Mural el lunes 2 de noviembre de 2009.