La pura necedad

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El único encanto que antaño tenía el Informe presidencial, ¡oh, nostalgia!, radicaba en el hecho de que gracias a su celebración había asueto. El comienzo de las clases, incluso, parecía esperar a que terminara la semana en que caía el día de ver al Presidente saliendo del Congreso rumbo a Palacio, entre vítores y confeti, luego de la soporífera alocución que, sin embargo, podía tener momentos memorables: en lo consabido anida siempre la posibilidad de la sorpresa, y ahí están las lágrimas de López Portillo, indelebles en la memoria de todos los que las vimos brotar. La prolongada farsa, en cadena nacional —lo que era una lata: resultaba imposible prender la tele o el radio sin escuchar aplausos de Diputados—, empezaba con imágenes de la familia del Presidente en la cochera de Los Pinos, muy peinados todos y listos para salir, y se redondeaba con el versallesco besamanos de rigor —aunque éste no se transmitía completo, pues la fila invariablemente era demasiado numerosa—, y menudeaban las banderitas y los locutores inspirados y los detalles triviales, y todo era felicidad. Insulsa, pero felicidad al fin.
En un calendario, como el mexicano, salpicado de ocasiones generalmente injustificables para el descanso «obligatorio» (las oficiales, que son muchas y variopintas, más las semioficiales, sobre todo de índole religiosa, y las que cualquier ocurrente quiera agregar), el día del Informe era sólo un pretexto perfectamente admisible para hacer cualquier cosa que no fuera ir al colegio o trabajar, y únicamente hasta que comenzaron los sobresaltos (las primeras interpelaciones desde las curules) la ceremonia comenzó a suscitar el interés morboso que no ha dejado de tener hasta hoy. Si era preciso aguantarse, aunque fuera un ratito, las ganas de irse de picnic o de apagar la tele de una patada, era por la expectativa de ver a qué horas recibiría el Presidente el primer pastelazo, y así fue que aprendimos a esperar el Informe como se espera un partido de futbol o la lucha libre, si bien éstos siempre han tenido más chiste. ¿Servía de algo el Informe en los tiempos lejanos, cuando la transmisión de RTC nos contaba hasta la historia de la viejita que había bordado la banda presidencial, y luego el titular del Ejecutivo efectivamente se extendía por horas en la lectura, y sólo lo interrumpían las ovaciones? ¿Sirve de algo hoy, cuando lo más interesante podrá ser que Felipe Calderón vuelva a hacer magia, como hizo el 1 de diciembre pasado, en su toma de posesión, y aparezca de la nada en la tribuna, entre un coro de guaruras, para entregarle a la presidenta del Congreso su bonche de cuartillas y salir pitando? Que un ritual así de inútil e insensato se haya perpetuado es señal de que la cosa pública en México se rige por la pura necedad. Porque, además, en vísperas de su celebración, la cantilena de cada año es la misma: todo el mundo lo deplora, y los legisladores nada hacen por suprimirlo y pasar a otro asunto. Lo bueno es que ahora cae en sábado.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 31 de agosto de 2007.

El Invitado

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Catorce años después de que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara comenzara a organizar una buena parte de sus actividades en torno a la presencia de un Invitado de Honor distinto cada año (en general países, aunque no siempre, y tampoco siempre los invitados son completamente distintos, pues España vino en 2000, pero luego regresó de algún modo en 2004 con «La Cultura Catalana» —lo que es ingeniarse para los eufemismos: uno había que hallar para referirse a la presencia en la FIL de la industria editorial de Barcelona—, y dos años después llegó Andalucía), Colombia, que fue el primero, repite y anuncia el amplio despliegue de estrellas que prevé esparcir por los nueve días que sonará el vallenato en la ciudad.
Como es de temerse, mucha de la atención al contingente literario colombiano recaerá en Gabriel García Márquez, esa especie de Frido viviente al que le basta aparecer delante de las multitudes para desatar el frenesí. Si bien no se contempla, en el programa preliminar dado a conocer el miércoles pasado, ninguna misa de canonización para celebrar la figura silente del Nobel de la guayabera, es claro que su comparecencia en cualquier acto público garantizará el tumulto y la cursilería habituales. Ahora bien: el hecho de que esté anotado, junto con los crackeros Volpi y Padilla, que también son taquilleros (además del siempre inexplicable Belisario Betancur, ex Presidente colombiano metido a figurín culturoso, amigote de García Márquez y Carlos Fuentes y gente así) en el homenaje a Álvaro Mutis, éste sí merecidísimo, por lo menos servirá para que el acto alcance la resonancia que debe. Mutis, quién lo duda, es uno de los autores más estimables de la literatura en español de nuestros tiempos, y ojalá que su influjo en el rumbo de la Feria consiga despejar el ambiente del basural de florecitas amarillas que los fans del otro saben regar por doquier.
Salvo algunos cuantos nombres reconocibles y estimables que el Invitado de Honor de cada año trae a la Feria, con Colombia esta vez pasará lo mismo que ha pasado desde 1993: en el torrente de presentaciones, lecturas, conferencias y demás que atestan el programa, habrá muchos autores interesantes y también estimables, aunque no tan reconocibles, que tendrán un público escasísimo delante. Es comprensible, pero en modo alguno es justificable: la gente no entra a ver a quién sabe quién. ¿No convendría que la Feria previera de algún modo ir remediando esta situación? Lo hace, es cierto, con el Club de Lectores que surte información pertinente a lo largo del año, y está muy bien, pero quizás no sea suficiente. Se sabe ya, desde hace algunos meses, que el invitado en 2008 será Italia: qué bien caería, para ir enterándonos, que desde este noviembre hubiera un anticipo, digamos: una idea, por general que fuera, de lo que podrá esperarse de los italianos que vendrán: para ir leyéndolos, por ejemplo, y así las editoriales que los publican podrían ir ganando terreno. Bueno: ojalá.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 24 de agosto de 2007.

Las cincuenta mil cosas

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Nuestros tiempos son difíciles para los entusiasmos duraderos. O quizás el mundo es así desde los días de la Revolución Francesa, cuando el gusto por guillotinar gente se les acabó pronto a quienes repentinamente se descubrieron camino del cadalso. O desde mucho antes, en la Edad Media, siempre que una nueva peste llegaba a barrer las alegrías de quienes bailaban y se felicitaban por no tener ninguna rata a la vista. O todavía más atrás, cuando aparecía un indignado familiar del tigre dientes de sable que una tribu estaba merendándose con gran contento, luego de la exitosa cacería... Será más bien eso: en algún recodo de la evolución perdimos, como especie, la capacidad de mantener el gusto por ninguna cosa, pues siempre ha bastado un simple guiño de la adversidad o del tedio para que cambiemos de opinión y hallemos infinitamente aburrido o cargoso lo que al principio nos pareció una buena idea.
Desilusiones parecidas se experimentan cada que un adelanto tecnológico, original y vistoso cuando dimos con él, súbitamente deja de serlo y se vuelve inútil y ocioso, o de plano una monserga. Pongamos por caso: el servicio de Google Reader, donde con sólo disponer de una conexión a internet y un mínimo de pericia para pulsar las teclas y hacer los clicks que se indican con toda sencillez, uno tiene el mundo a su alcance: la posibilidad de enterarse absolutamente de todo cuanto quiera, por ejemplo de las noticias que publican periódicos y sitios informativos del mundo entero, en el momento mismo en que están pasando las cosas y etcétera. Además, y sin abandonar la misma pantallita, también hay modo de ir recibiendo notificaciones instantáneas de cuanta ocurrencia se le antoje «colgar» a quienes, en el momento de la obnubilación inicial (cuando todavía pensábamos que serviría de algo), decidimos incluir en el catálogo de blogs y sitios personales que supusimos (la misma obnubilación) que nos iban a interesar. Por instantes, uno se siente en el ombligo del universo, capaz de saber inmediatamente qué acaba de pasarle por la cabeza al colega que va redactando su bitácora desconsolada desde Campeche, qué ha dicho el Primer Ministro de Israel en los últimos quince minutos, qué trae entre manos la NASA, en qué imaginaciones anda la amiga que vive a unas cuadras, cómo está yéndole al Atlante en Cancún, qué nueva pataleta ha hecho Guillermo Sheridan en su «Minutario», si siguen las inundaciones y el desastre en Oxford o qué nueva barbaridad habrá soltado el Gobernador Casto y Fiel. Las novedades van acumulándose frenéticamente: diez, cien, miles en cosa de minutos. ¿Cuánto tiempo puede permanecer alguien al pendiente, en esa persecución interminable del presente? Con tal de preservar la salud mental, sólo el suficiente para asomarse muy de vez en cuando y ver cómo va acumulándose el rastro de lo inservible. Pronto el juguetito se convierte, como decían Los Polivoces, en «una de las cincuenta mil cosas que no nos importan». Hasta que salga uno nuevo y ahí estemos otra vez.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 17 de agosto de 2007.

Maximiliano, en cortito

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En el palacio de Miramar, Maximiliano de Habsburgo cavila sobre la perspectiva que quizás lo salve: «No sé si la solución será viajar a México. No sé... Hace tiempo que no puedo escribir». Carlota lo azuza: «¿No sabes, Max?... ¡Luis Napoleón nos dijo que será tu mecenas! ¿Dónde está el problema?». La decisión está tomada: así suponga asumir el rol de emperador espurio, así sean incontables los peligros y enorme la incertidumbre que enfrentarán él y su mujer en un país que los verá como intrusos, es la única solución a la vista para la parálisis inexplicable que ha sufrido la pluma del noble europeo. La beca imperial. («¡Cuánto tiempo llevaba pidiendo esta maldita beca!», se alegra: cómo no entenderlo).
Vivian Abenshushan y Luigi Amara —lo sabrán ya muchos a quienes les llegó el e-mail que promocionaba «la minitelenovela imperial de Maximiliano y Carlota en la región menos transparente»— han entendido que, debajo de las maquinaciones que acabaron por embarcar a la desconcertada pareja para depositarla en el trono inexistente del Imperio Mexicano, estaba el bloqueo creativo del malogrado monarca. Las razones de esta posibilidad están a la vista en el volumen Máximas mínimas, que recoge los aforismos del emperador, prácticamente desconocidos, y presentados por un prólogo de Fernando del Paso para su publicación en Tumbona Ediciones, a finales del año pasado. De modo, pues, que Abenshushan y Amara compusieron sobre esa idea el guión del corto que, al tiempo que publicita el libro dicho, propone una lectura, no por descabellada poco verosímil, de los verdaderos motivos de Max. El pobre Max: no sólo lo esperan la proscripción y la muerte y la condena de la historia: en México también habrá de descubrir en Juárez un rival imbatible en la práctica del género aforístico. Él, Max, podrá ir consiguiendo de cuando en cuando alguna gema («Cada hombre tiene su locura particular, y el que no la tuviera no sabría contribuir al movimiento general del mundo», lo vemos anotando, para enseguida felicitarse en voz baja: «¡Qué fino!»), pero Benito sencillamente es avasallador. La guerra está declarada, y el enemigo extranjero va quedando acorralado: sabe que Juárez ha estado leyendo a Victor Hugo, a Goethe, a Lichtenberg, y ni siquiera la ayuda del corrector Miramón le vale de nada; antes al contrario, Miramón corrige tanto que no deja sobrevivir una sola línea. Juárez recibe noticias del frente: «¡Benito, no publicará nada!», le avisan. Y el Benemérito festeja: «¡A huevo!».
El final en el Cerro de las Campanas ya lo conocemos, lo mismo que el de Carlota —aunque quizás ignorábamos que, en su delirio en Roma, imaginaba a su amado en la compañía de Montaigne. El corto, dirigido por Christian Cañibe y con la actuaciones formidables de Mario Iván Martínez (Maximiliano), Laura Flores (Carlota) y Ernesto Gómez Cruz (Juárez, quién más), disponible en YouTube y en el blog de Tumbona Ediciones, es una razón que contamos a nuestro favor quienes creemos que el mejor cine mexicano está lejos de las pantallas, los festivales, los cuarones y los iñárritus y los diegoslunas y demás.

Publicado en Replicante.

Los espejos de la eternidad

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Foto: Edna Ortiz

La biografía oficial de Elvis Presley establece que fue de mellizos el parto que lo depositó en Tupelo, Mississippi, el 8 de enero de 1935; otras versiones, sin embargo, afirman que los bebés fueron tres: Jessie Garon —del que más suele oírse, muerto al poco tiempo—, Norbert Faron —el misterioso— y Elvis Aaron, el que más tranquilizador resulta creer que está enterrado en Graceland. Como sea, el caso es que desde el principio la genética ya había decidido que el futuro ídolo no fuera irrepetible, y quizás entonces comenzó a tomar forma la peculiar posteridad que le correspondería: pocos astros deben tener tantas réplicas como él. ¿Por qué a muchos de sus devotos les resulta tan fascinante adoptar la estrafalaria apariencia que incluye los trajes blancos ajustadísimos y tachonados con pedrería estridente, los lentes de trailero, la capita (¡la capita!), el mechón bituminoso dejado caer con cuidadoso descuido y las patillas? Seguramente, en el torrente de misterios que mantienen lleno este océano, es uno de los que se resuelven con mayor facilidad: la gente se disfraza por la mera necesidad de perpetuar la presencia de su Rey, y eso explica también que exista —imposible que a nadie se le ocurriera— una organización que trabaja en la recaudación de donativos para presionar a la comunidad científica a fin de alcanzar el sencillo propósito de clonarlo de una buena vez: Americans for Cloning Elvis.
Lo que interesa más son las razones de que su voz haya podido modular la educación sentimental de una generación y resonar como un eco ineludible para las que vendrían después —y no sólo como un fenómeno de consumo nacional: aunque el conscripto encarnó como nadie al chico de ensueño, lo mismo para las jovencitas gringas arrebatadas por sus caderazos que para los padres de éstas, cálculos conservadores estiman que al menos el 40 por ciento de las millonarias ventas de sus discos han tenido lugar fuera de Estados Unidos. O, más que un eco, un estruendo: abruma asomarse a la vertiginosa cantidad de materiales discográficos, películas, sitios de internet y libros que hay en torno a la figura de Elvis (una consulta inocente a Amazon arroja 13 mil 843 títulos: ¿uno al azar? El Tao de Elvis, de David Rosen, en cuya portada aparece el cantante como un Buda copetón). Y tal barullo no ha hecho sino crecer desde que, pasada la etapa de los pañales para adulto, la dieta de pastillas y las lecturas esotéricas, el hombre se retirara a un baño de su mansión para retirarse para siempre, hace 30 años.
Tal vez, naturalmente, las claves del enigma estén en el lugar más evidente: en las canciones que, por lo visto, le ganaron la eternidad. Y eso, claro, de admitir que haya sido él quien murió, y no una de sus réplicas. Hace unos quince días, para no ir más lejos, se lo vio por última vez: llegaba en un Cadillac rosa a las puertas de un hotel, en Las Vegas. Bajó, diligente, a abrir la puerta para que subiera una pareja de ancianos que esa noche iba a tenerlo como chofer. ¿Cómo asegurar que no era él?

Publicado en Mural el jueves 16 de agosto de 2007.

El Góber deslenguado

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Lunes: la prensa da cuenta de la ignorancia y la majadería del Gobernador González en sendas declaraciones, una sobre sus «políticas de salud» y otra referida al Alcalde de El Salto, a quien despacha con un exabrupto soez. Ya no hace falta repetirlas una vez más. Hasta el jueves, las columnas de los colegas y las cartas de los lectores en los periódicos van ocupándose del tema, en grados variables de indignación y escándalo, y uno —el que esto escribe, columnista al que le toca el turno hasta el último día hábil de la semana— ve con aprensión que el viernes está tardándose muchísimo en llegar: ¿qué quedará por agregar entonces? Sin embargo, como ya es costumbre entre los gobernantes deslenguados y altaneros, que se crecen al castigo y en su cinismo pasmoso no sólo son incapaces de rectificar ni de ofrecer disculpas, sino que perseveran en su ofuscación y siempre están listos para redondear sus tonterías, el Gobernador González no iba a dejar que la semana acabara sin arrojar una nueva perla: ayer salió con que lo suyo es la promoción de la fidelidad y de la abstinencia. Nunca falla: siempre podremos confiar en que los sujetos de esta calaña, por el hecho de ser absolutamente invulnerables ante las críticas y los reclamos de sus gobernados —que, para desgracia de todos nosotros, suelen ser apenas oleajes mínimos e inofensivos, que cesan pronto: ahí está el Góber Precioso, tan feliz de la vida—, regresarán siempre con más.
Con sus conjeturas desencaminadas y silvestres respecto a la propagación del sida («El sida se da por la promiscuidad, no se da por no usar condones», afirmaba ayer en la nota publicada por Mural), el Gobernador González, que ya había demostrado además su entusiasmo por la segregación y la estigmatización de los que, en su pobre entendimiento, cree que son los grupos más expuestos al contagio, representa un peligro para la salud pública —pues, de hacerle caso los subalternos a su cargo, empezando por el insólito Alfonso Gutiérrez, son de temerse las consecuencias que tenga la postura oficial y ejecutiva. Pero, además, el hecho de que le gusten tanto sus opiniones (con qué tono condescendiente las expone, como si todos estuviéramos tontitos y él viniera a iluminarnos) supone el riesgo de que, en adelante, el capricho y el disparate sean las líneas centrales de su actuación. Si con tal facilidad ha asumido las funciones de epidemiólogo y ha decidido que la promiscuidad es el problema —¿qué entenderá por eso: se sonrojará si se lo preguntamos?—, o que «el alto riesgo se centra en la comunidad homosexual», como se publicó el lunes, el Gobernador González está ya en posición de mandar que la realidad se ajuste a lo que imagina su cabecita bíblica. Y cuidado con que alguien se lo señale, pues ya vimos también su preferencia por el improperio, que le sale tan espontáneo y hasta lo ha de hacer sentir chistoso. Lo peor, claro, no es que haga lo que haga o diga lo que diga. Lo peor es que le permitamos seguir.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 10 de agosto de 2007.

Sobre una nota difamatoria

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El lunes 30 de julio, el semanario Crítica, que circula en Guadalajara, publicó una nota difamatoria, firmada por Luis G. Abbadié, en la que el escritor Sergio-Jesús Rodríguez despliega sus suspicacias (sus excesos de imaginación e inquina, para decirlo con más precisión) respecto a lo que él entiende como un tráfico de influencias cuyos principales beneficiarios seríamos la poeta Françoise Roy y un servidor. En respuesta, envié al semanario tal una carta con aclaraciones para Rodríguez, pero sobre todo para los lectores de esa nota —que, por lo visto, son lo que menos le importa a Crítica, pues no publicaron ninguna rectificación ni, hasta la fecha, a mí me han respondido. Reproduzco a continuación la carta, y remito a los interesados al artículo de Luis Vicente de Aguinaga, en su columna de Mural (y disponible ya también en su blog), donde hace una lectura impecable de estas detestables prácticas «periodísticas».

Sr. Director:

Como principal aludido, le solicito atentamente que me permita hacer unas aclaraciones respecto a la nota «Premios entre amigos», firmada por Luis G. Abbadié y publicada en el número más reciente de su semanario, y que considere la pertinencia de destinarles un espacio para conocimiento de sus lectores:
Primera: habría sido deseable, en pro del mejor ejercicio periodístico, que el Sr. Abbadié hubiera procurado localizarme para darle mi parecer sobre las acusaciones que se vierten contra mi persona. No es difícil: trabajo en dos revistas (Luvina y Magis), publico una columna semanal en el periódico Mural, desde hace casi cuatro años coordino los talleres de ensayo literario en la librería José Luis Martínez del FCE y mantengo activos dos blogs (www.eltubodeensayo.blogspot.com y http://azotecarranza.blogspot.com). Así, tal vez, el Sr. Abbadié habría tomado con más reservas la información —equívoca— que le proporcionó el escritor Sergio-Jesús Rodríguez.
Segunda: lo que afirma Rodríguez tiene ya un tiempo circulando en un foro de internet. Finalmente ha decidido ventilar sus suspicacias más allá de ese medio, tan propicio para la confusión y los malentendidos —empezando porque sólo hasta hace muy poco los participantes de dicho foro (Rodríguez, diligente, el primero) han ido animándose a firmar sus mensajes, cosa que agradezco porque es ocioso alegar con sombras. Me sorprende la atención y el tiempo que Rodríguez ha dedicado a sus «investigaciones», y hasta me halagaría si no fuera porque sus propósitos son tan lamentables. Rápido lo desengaño: el premio que gané en Campeche, hace más de diez años, fue concedido a un libro titulado Antes que nada pase (que nunca se publicó, pero tengo conmigo el diploma); el libro con el que gané el año pasado en Ciudad Obregón, Sonora, se llama Si esa lluvia llega va a destruir la ciudad (y tampoco se ha publicado, aunque lo propuse ya a una editorial, a ver qué suerte corre; también tengo el diploma). Según parece, Rodríguez supone que, con previsión admirable, yo me encargué de hacer correr la especie, ¡con diez años de antelación!, de que en 2006 participaría en el concurso de Sonora, pues así lo deduce de un evidente error que consta en la antología Muestra de literatura contemporánea de Jalisco, publicada por la Universidad de Guadalajara en 1997 y preparada por César López Cuadras: «El problema es que abona las suspicacias», aduce Rodríguez. «Aunque con atribución errónea, este libro [Muestra...] documenta que él mismo se encargó de difundir la existencia de Si esa lluvia llega va a destruir la ciudad años antes de ser premiado». Qué más quisiera, pero no tengo el don de la clarividencia.
Tercera: Rodríguez —quien, por lo demás, demuestra espíritu cívico: me parecería muy bien que les escribiera a los diputados para que trabajen en legislar sobre premios, estímulos, becas y amistades: para eso están— hace ver que sus perplejidades tienen origen en lo que él entiende por la necesidad de «una normatividad orientada a una distribución equitativa de recursos, oportunidades y espacios para todos los autores del país», si bien lo que sugiere a continuación desmantela esa aspiración: «El parámetro ha de ser el talento y la propuesta». Pero, puesto que ni el talento ni las propuestas están distribuidos equitativamente entre «todos los autores del país», y los recursos, las oportunidades y los espacios son más bien escasos, ese reclamo es más bien peregrino (sería como querer que hubiera una especie de Seguro Popular que amparara a cuanto escribidor brote en cualquier lado). Así, y esto quedará claro a quien se tome la molestia de visitar el foro de internet arriba aludido, lo cierto es que la campaña de Rodríguez contra mi persona tiene origen en el hecho de que él no resultó beneficiado en la convocatoria del Programa de Estímulo a la Creación y el Desarrollo Artístico 2006-2007, de la Secretaría de Cultura de Jalisco, en el cual fui seleccionador. Ve con extrañeza que en dicha selección se hubiera resuelto apoyar el proyecto de la poeta Françoise Roy, y que ella, antes, hubiera formado parte del jurado que me premió en Sonora. ¿Qué le digo, a Rodríguez? Dos cosas: que ni a Roy, ni a Fernando de León, ni a Dante Medina (los tres integrantes del jurado del premio sonorense) tiene derecho a endilgarles ninguna acusación, pues a ese concurso yo me presenté —como se hace habitualmente en todo premio literario para libros inéditos— con pseudónimo y sin saber quién iba a decidir. Pero, claro: apenas lo veo así escrito, entiendo que no me lo va a creer. Rodríguez está encarrerado en imaginar complicidades y repartos del botín, y así insulta el prestigio de estos tres escritores, el del Instituto Sonorense de Cultura y el de la Secretaría de Cultura de Jalisco (¡ojo, Abbadié: tan bien que había comenzado la nota, con una reverencia profunda a las autoridades!). Le digo también que en la convocatoria que no lo favoreció a él, a Rodríguez, no decidí yo solo, ni en su caso ni en el de Roy, pues como bien sabe había otros dos seleccionadores, César Cano y Arturo Santana, de Querétaro ambos.
Cuarta: Rodríguez objeta, sin conocer ni el libro que ganó en Campeche ni el que ganó en Sonora, que este último premio se me haya dado por algo que hice con una beca, también diez años atrás. ¿Lo que se escribe con un estímulo no se puede meterlo a concurso? ¿Dónde dice eso? ¿Y qué tal si es algo completamente distinto? Lo dejo ahí para que continúe en sus especulaciones. Por mi parte, no tengo tiempo ni paciencia —ni mucho menos interés— para seguir dando explicaciones, y sólo le agradezco a Rodríguez que al final de sus declaraciones me perdone la vida y me permita seguir andando por la calle: «No queremos cárcel para autores», dice. Bueno. A otra cosa, entonces.

Nuestro Homero

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Los Simpson, quién va a ponerlo en duda, son patrimonio cultural de la humanidad. Dicho eso, evidentemente, habría que detenerse a pensar en qué se ha convertido la humanidad para que semejante familia, con la multitud de personajes que la rodea, sea su emblema inmejorable y uno de los hitos más significativos del tránsito de la civilización de un milenio a otro: del tiempo, en suma, en que nos ha tocado estar sobre la superficie del planeta, presenciando la caída del muro de Berlín, la Perestroika, la oveja Dolly, Al-Qaeda, el auge de internet, Paris Hilton, el tsunami y los Delicados con filtro, entre otros acontecimientos más o menos estremecedores que han tenido lugar desde 1989. No es sólo el éxito sostenido de la serie a lo largo de casi 18 años, por más que sea discutible su disparejo nivel de calidad —suele señalarse que la osadía característica de los primeros tiempos ha menguado en las temporadas más recientes, si bien cabría aducir que quizás se haya desarrollado, en los televidentes, una insensibilidad o una tolerancia que vuelven más difícil surtir, con cada episodio, dosis suficientes de incorrección política o desfachateces—; tampoco es que tan naturalmente, y tan asombrosamente, la vida de Springfield haya podido concernir a habitantes de las geografías más diversas en los cinco continentes —aunque con los ajustes indispensables donde hagan falta, y a criterio de las televisoras locales: en la versión árabe se suprime toda referencia al alcohol y al consumo de cerdo, mientras que en Chile no se ha transmitido un episodio en que Homero y Bart se convierten al catolicismo (de acuerdo con Wikipedia, que alberga una extensísima colección de datos respecto a Los Simpson como para que cualquier ciudadano invierta sus vacaciones completas enterándose de cosas inútiles, y ni así va a alcanzarle): lo que posiblemente impresione más de la serie es la unanimidad de sus millones de fieles y la escasez de detractores que tiene, y estos últimos, en cualquier caso rara vez mostrarán algo más que indiferencia —pues el argumento de los primeros contra quien se exprese con desdén sobre Los Simpson es incontestable: «Es que no le entiendes». Y es que no hay gran cosa que entender, por cierto: un gordo imbécil, su esposa neurótica y los hijos de ambos (el canallita, la budista y la bebé sagaz), más la numerosa población de personajes irrepetibles que los acompañan, necesariamente tienen que ser divertidos, aunque en el fondo tengan buen corazón y sus aventuras nunca terminen, como deberían, en desastre irreparable.
El estreno de la película, la expectativa mundial que la ha precedido y la recaudación en taquilla que seguramente tendrá (gracias a la notable estrategia comercial que hizo posible tal expectativa, desde luego) son pruebas de lo inevitable: Los Simpson nos definirán, en buena medida, en el juicio de la Historia. Los griegos tuvieron el suyo: Homero Simpson es el Homero que nos corresponde.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 3 de agosto de 2007.