Warum?

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Con varias semanas de anticipación respecto a lo acostumbrado en años anteriores, el lunes tuvo lugar la presentación de lo que será la vigésima quinta edición de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. ¿Por qué tan temprano? Me imagino que, como están por comenzar los Panamericanos, se habrá buscado evitar el barullo que habrá esos días, y es que el hecho es que la FIL (y la UdeG toda) no quiere tener nada que ver con los Juegos (o fue una posibilidad que nunca le interesó realmente a nadie), lo que a todas luces parece un mutuo desperdicio: por ignorarse recíprocamente, el evento cultural y el deportivo desaprovechan la ocasión de servir como cajas de resonancia uno de otro —y, claro, las explicaciones son evidentes si se echa un vistazo a los rebozazos que han venido dándose el Ejecutivo estatal y las autoridades universitarias en su tediosa farsa inacabable.
        Sorprendió, en esa presentación, que la representante del Invitado de Honor de la FIL dijera que la delegación alemana consistirá apenas en 30 creadores. Ojalá que estén escogidos muy bien, porque, por mucho que la barrera del idioma sea cosa peliaguda, uno piensa en aquella cultura como algo imponente, ciertamente difícil de resumir con suficiencia durante los nueve días que dura la feria, pero, justo por esa vastedad, digna de un gran lucimiento. No tiene sentido adelantarse, desde luego, ni juzgar hasta no ver, pero ¿cuánto puede interesarle a Alemania, donde se celebra la que tiene fama de ser la feria del libro más importante del mundo, venir a Guadalajara? ¿Qué tanto está apostando en realidad al responder a la invitación a de la FIL? Porque una cosa es que vaya a traer a una orquesta formada con talentos emergentes, la Filarmónica Joven Alemana —que seguro tendrá lo suyo, cómo no—, y otra que se hubiera aventado con la Filarmónica de Berlín. La estrella del programa literario será la Nobel Herta Müller, eso sí.
        Por lo demás, aparte de la previsible comparecencia de Carlos Fuentes y otras figuras que son como las edecanes del stand de Océano, puestas para que nunca falten pelotones de curiosos, la FIL sí da la impresión de haberse propuesto una variedad agradecible en el programa literario, por lo pronto: ciclos de letras chilenas, argentinas, colombianas, ecuatorianas, centroamericanas, brasileñas, francesas, galesas, coreanas, árabes, vascuences, quebequenses, una recordación de Juan José Arreola, los 25 «secretos mejor guardados» de los que hablábamos la semana pasada... Y algo que en lo particular me da mucho gusto: ayer se anunció que el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez se lo harán este año a Guillermo Sheridan, un estupendo lector de la realidad nacional, y, a la vez que uno de los estudiosos más serios y atendibles de la literatura mexicana, también un escritor divertidísimo en los artículos, crónicas y ensayos en que se ha ocupado como nadie del inagotable disparate que es México.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de septiembre de 2011.

Veinticinco

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No hay forma de negar la posibilidad de que en estos mismos momentos, en algún lugar del universo, el Kafka del siglo 21 esté dando a luz la obra insospechada y revolucionaria que habría de llenar de asombro a las generaciones venideras. Esas cosas pasan (pasó, por ejemplo, con Kafka: quién iba a imaginarse las consecuencias cuando puso el punto final a El proceso). Ahora bien: tal acontecimiento tiene más probabilidades de ocurrir (a cuánta gente no le da por la escritura, y cómo saber cuántos genios podrán hallarse en esa multitud) que las que tenemos de enterarnos: aun si esa obra suprema llega a cobrar la forma de un libro, debidamente editado y puesto en circulación, en qué mar desmesurado de títulos nuevos se lanzará a perderse, y eso si su firmante consigue alguna vez que se publique —y eso si se lo propone en serio, como Kafka, quien fue lo suficientemente astuto para dejarle el encargo a su amigo Max Brod y luego morirse: de haber querido en verdad que lo suyo fuera al fuego, ¿por qué no le prendió un cerillazo él mismo?
    La Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que está por cumplir el cuarto de siglo, ha anunciado un programa mediante el cual se dará la proyección que garantiza la resonancia mediática de la misma Feria a un grupo de escritores reunidos bajo la etiqueta de «Los 25 secretos mejor guardados de América Latina». Seleccionados, explica el anuncio, mediante «un proceso que involucró la lectura de decenas de libros y un amplio proceso [sic: fue un proceso muy procesado] en el que se consultó a otros escritores, editores, libreros, periodistas y críticos literarios de América Latina», los autores proceden de quince países y son más bien jovenazos (las cartas mexicanas son Daniela Tarazona, Emiliano Monge y Pablo Soler Frost, más que solventes los tres). Todos narradores, y todos con más de un libro publicado. La idea, entiendo, es apostar por ellos, en el sentido en que fuera de sus lugares de origen no son, en términos generales, muy conocidos, y facilitar que se los conozca más, no sólo organizándoles presentaciones públicas (es decir, encuentros directos con los lectores), sino poniéndolos a circular, dice también el anuncio, para que «sean descubiertos por los agentes, scouts, editores y traductores que acuden a la Feria».
    No está mal, aunque puede pensarse que el nombre del programa pudo elegirse mejor (si son «secretos» y están «guardados», ¿no será por algo?). Las intrincadas lógicas del mundo editorial mandan que, por mucho que alguien sea Kafka y el mundo deba conocerlo, cuente no sólo con una buena obra, sino también con mucha paciencia, terquedad, concha para aguantar los rechazos, olfato para las relaciones útiles y sentido de la oportunidad, además de disposición para aguantar el ninguneo y resignación para admitir que jamás se acercará a las cifras de ventas de Yordi Rosado o bichos similares. Y mucha suerte, también. Y, al final de todo, está el parecer de los lectores. Así que habrá que ver.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 22 de septiembre de 2011.

¿Todos?

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Según la crónica publicada por un diario de la ciudad el domingo, y que ha tenido algún eco en otros medios y en las redes sociales, el jueves 8 de septiembre un grupo de ciclistas que iban por la avenida Federalismo tundió a golpes a Gabriel Gutiérrez, director e incansable promotor de teatro y maestro entrañable para muchos (entre los que me cuento: fue mi profesor en la secundaria). Sucedió cuando Gutiérrez pretendía cruzar la avenida, atento al semáforo en rojo pero no al hecho de que venía en su dirección un contingente de ciclistas al que los semáforos, por lo visto, tienen sin cuidado. Una bici chocó con el maestro, luego éste alcanzó el camellón, luego lo montonearon otros ciclistas, un puñetazo le rompió los anteojos, otro le despedazó dos dientes, lo patearon, lo golpearon más, y finalmente los estúpidos agresores volvieron a montar en sus bicis y se largaron, como los cobardes que son. Gutiérrez tiene 73 años. El grupo de miserables fue identificado en esa crónica —y no ha sido desmentido suficientemente— como integrante del «Paseo de Todos», que varias asociaciones ciudadanas organizan cada primer jueves de mes: los recorridos siempre numerosos que, como una iniciativa que en principio tiene mucho de encomiable, se efectúan por varias calles de la ciudad a fin de afirmar las ventajas que para la vida de ésta supondría incentivar el uso de la bicicleta y facilitarle las condiciones necesarias a quienes se mueven así.
        Bueno, pues ya estuvo bien. La agresión a este peatón tiene que ser entendida como el colmo intolerable al que ha llegado una acumulación de malentendidos entre los entusiastas de las bicicletas (así, generalizando, si bien son indispensables los deslindes), la autoridad negligente y el resto de la sociedad que no puede, o no sabe, o no quiere andar en bici. Tales malentendidos han conducido a un soterrado ánimo de confrontación, e incluso de odio, entre automovilistas, conductores de transporte colectivo, peatones y ciclistas (e incluso quienes no entran dentro de ninguna de esas categorías: vecinos que, guardados en sus casas, han de soportar las músicas aborrecibles con que algunas de esas multitudes rodantes saben andar a medianoche, y el desmadre que van echando): el supuesto espíritu incluyente de los movimientos ciclistas deja de ser tal cuando se saltan el Reglamento de Tránsito, cuando van insultando o fastidiando a los demás, cuando los «todos» que pasean se convierten en los poquitos que se creen disculpables por una presumible causa en favor del bien común —muy relativo, y si me equivoco corríjanme: ¿se hacen paseos así en La Federacha, en la Colonia Morelos, en el Cerro del Cuatro, o de cuál ciudad hablamos cuando se trata de esa «Guadalajara» por la que se interesan estos movimientos?
        Seré ingenuo, pero yo espero un esclarecimiento de la agresión al maestro Gutiérrez, una disculpa en forma para él, un castigo a los imbéciles que lo golpearon y una comunicación pública de estas organizaciones en la que se garantice que no volverá a ocurrir algo semejante.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 15 de septiembre de 2011.


Post scriptum: Aquí, el link al comunicado de GDL en Bici sobre los hechos, en donde se esclarece que la agresión no habría sido durante el «Paseo de Todos»:
«Sobre el comportamiento de los ciclistas»

        Y aquí un post de Pedro Ortega Gudiño (@p3dr00) en el que constan algunas puntualizaciones del reportero Jorge Gómez Naredo, autor de la crónica original:
«Hablando de "Movilidad peligrosa: quiso cruzar una calle"»

¿Alguien tiene una idea, entonces, de la organización a la que habrán pertenecido —o a la que se habrán sumado— los montoneros? 

Evidente

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Tomo un taxi de la central camionera a eso de las once de la noche. Me toca un loco: un vejete que sube el volumen de su música inmunda (aunque me pregunta: «¿Ponemos musiquita»?) a un nivel ensordecedor, para enseguida acelerar como si su Tsuru destartalado fuera un Lamborghini, y como si en lugar de la avenida González Gallo fuéramos surcando una carretera desértica de Australia. A esa hora, como a cualquier otra hora, hay tráfico, y el vejete maniobra con temeridad demencial. Imagino que se propone hacer un tiempo récord para alcanzar a echar la mayor cantidad de viajes esa noche, suposición elemental que refuerzan otros taxis que increíblemente nos rebasan, se pasan altos y no sé si rujan como el Tsuru infecto porque no me deja oírlos el Potrillo, que aúlla porque algo trae dentro que lo está matando. No solamente los taxis: esa avenida es un tobogán vertiginoso en el que evidentemente no hay límites de velocidad para nadie —cuando, también evidentemente, los coches así disparados son misiles asesinos e incontrolables. En medio del terror (ya me veo sintonizando el noticiero matutino desde el más allá, para ver cómo el Tsuru maldito quedó hecho jalea) alcanzo a cavilar en la paradójica consistencia de lo evidente: tan cierto y patente es que los coches no deberían correr así, porque así se mata la gente, como cierto y patente es que en esa avenida de Guadalajara (y en la totalidad de sus calles) hay incalculables imbéciles, o locos, como el vejete salvaje que me conduce, en una competencia frenética por ver quién se da primero en la madre.
        Evidentemente, en esta ciudad el transporte colectivo, además de ser insuficiente y de operar en condiciones denigrantes para sus usuarios, es criminal, y sus conductores enfurecidos ven sólo obstáculos que pueden suprimir en los vehículos, los ciclistas y los peatones que osen atravesárseles; evidentemente, son incontable mayoría los automovilistas y los motociclistas que hacen lo que les viene en gana: la señora estúpida que maneja con el bebé en las piernas, el cretino pasmoso que se atranca en la avenida, el otro que se cierra y bufa nomás para llegar más rápido al semáforo, las ráfagas de idiotas sin casco que hacen retumbar sus máquinas. Evidentemente, también hay peatones y ciclistas muy brutos, que terminan volando por los aires cuando no se fijaron por dónde iban (o quizás sí se fijaron, pero les dio igual: los puentes peatonales los ponen para que nomás los muy gallinas pasemos por ellos). Evidentemente, la autoridad es inepta y corrupta, cuando no inexistente e inservible. Evidentemente, nada de esto debería ser así.
        La realidad visible de la movilidad en una ciudad como ésta es la animadversión generalizada que nos tenemos entre todos cuando andamos en la calle: la consigna es «Yo voy primero». El vejete descerebrado del taxi no conoce otra posibilidad, y no imagino cómo la podría conocer.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 8 de septiembre de 2011.

Ah, Vallejo

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El anuncio de que Fernando Vallejo ganó este año el Premio FIL dejó, por lo visto, contentos a muchos, lo cual permite inferir que este escritor ha de tener muchos lectores (o admiradores, que no siempre son lo mismo), y también corroborar que las reacciones a noticias como ésta no tienen por qué ser diferentes de las que tienen lugar en competencias de otra naturaleza: cada quien tiene sus favoritos, y si éstos (la miss, el equipo de futbol, el cantante de La Academia) resultan triunfadores, sus porristas se llenan de alborozo, mientras sus detractores (que desde luego habrían preferido a una miss, a su juicio, menos guandaja, o ver chispeando de gloria los colores de la camiseta que han sudado desde chiquitos, o a su ruiseñor personal trinando para toda la eternidad) quedan con la boca aceda y comienzan a rumiar su disgusto y sus suspicacias. Y claro: los pareceres de quienes presenciamos estas cosas, fans de cualquier signo o meros espectadores sin razones para la congoja o el júbilo (es mi caso: la perseverancia en el desencanto), nada importan: total, Vallejo fue y Vallejo se queda. Y no tendría por qué ser de otra manera.
       Yo he de confesar que he leído poco a este autor (pero, ¿por qué confesar?, si tampoco es manda), y seguramente sin la atención necesaria para poder decir algo medianamente razonable sobre su obra. Creo que a lo sumo dispongo de algunas reticencias o prejuicios respecto a su prestigio de misántropo, o acerca de sus pirotecnias biliosas y la delectación de la violencia que, entiendo, sus admiradores le festejan y agradecen. En vista de lo mucho que se habla de él —y más que se va a hablar, luego de que esta distinción multiplique su visibilidad e hinche su fama—, ¿debería leerlo? Dudo que le haga falta un lector más, y sobre todo dudo que yo tenga que ser ese lector, por más que otros, cuya capacidad de juicio respeto y hasta admiro, pregonen las excelencias del colombiano: será que tiendo a recelar en automático de la notoriedad cuando evidentemente es nutrida por las conveniencias del mercado editorial, por la querencia mediática del argüende o por las manías y las complacencias de críticos más o menos oportunistas, o será nomás que aparte de desencantado soy ideático: en todo caso es mi elección —y sostengo que tendría que ser la de todo lector libre— postergar hasta donde me parezca necesario la cita con este escritor o con otro cualquiera, y no plegarme a los dictados de la circunstancia.
       Con Vallejo se tiene hasta cierto punto garantizado el revuelo, y ya se especula sobre lo que tendrá que decir cuando venga a recibir su galardón (y qué hará con el monto, a cuáles perros se lo donará esta vez). ¿Soltará espumarajos, urde ya alguna insolencia venenosa, querrá —ojalá— enderezarle algún insulto a las autoridades? Es poco probable: en ceremonias así suelen imperar el comedimiento y la corrección. En todo caso, si tal sucede, tampoco importará mucho. O será lo que más importe, que al fin la literatura puede quedar para otra ocasión.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de septiembre de 2011.