Ver a ciegas


Cierta vez que un periodista lo conminó a ofrecer una explicación de su método para escribir, el portugués António Lobo Antunes salió del paso con este símil: es como cuando uno busca a ciegas un objeto en lo alto de un mueble, y tentalea hasta que los dedos lo encuentran. «Los libros ya están escritos y tú sólo los has descubierto porque has extendido la mano». En su caso, cada uno de tales hallazgos («frases extraídas como piedras de un pozo que no veo», ha dicho en otro lugar) constituye un acontecimiento de gran magnitud en la bóveda celeste de la literatura mundial: el estallido de una supernova, la súbita aparición de una galaxia inadvertida, la sobrecogedora irrupción de un agujero negro a cuyo paso nada podrá ser igual. Y son libros, nada más que eso (el propio Lobo Antunes se resiste a llamarlos de otro modo, novelas o poemas), y nada menos: una obra que desde 1979 ha venido afirmando tenazmente que sólo buscando en lo más alto se puede llegar a las profundidades más remotas del alma.
Nacido en Lisboa en 1942, Lobo Antunes estudió medicina y se especializó en psiquiatría; en las solapas de sus libros, invariablemente, se repite que abandonó la profesión, para dedicarse de lleno a la literatura, al regresar a su país luego de haber servido en el ejército portugués en Angola. Esa afirmación está por verse: no sólo porque hasta la fecha continúe acudiendo dos veces por semana a su consultorio en un hospital de monjas (para escribir, se dice), sino porque cabe sospechar que ha encontrado en la literatura una forma más fructífera y perdurable de la práctica clínica. Su primer libro, Memoria de elefante, relata la historia de un psiquiatra que, en la más desoladora crisis de su vida —la soledad, la constatación de lo inútil que resulta todo entusiasmo, la imposibilidad de ser otro que no sea él mismo—, avanza dolorosamente por un día y por una noche sostenido apenas por la poesía que resuena en su memoria. Y sucede que ese psiquiatra tiene la misma edad que Lobo Antunes cuando escribe ese libro, que como él acaba de regresar de Angola, que como él está por recomenzar la vida.
En ese título, como en Tratado de las pasiones del alma o en ¿Qué haré cuando todo arde?, una y dos décadas y media más tarde (tiempo en el que Lobo Antunes no ha dejado de publicar —al menos una docena—, mientras sostiene una presencia constante en la prensa europea, donde regularmente aparecen sus crónicas), la escritura consiste en una ardua empresa estética por la que cada línea y cada frase aspiran a una reformulación radical del mundo, y constituye a la vez un registro implacable de las evoluciones de la conciencia y de sus mecanismos más recónditos, y el arte y la elaboración poética son la única vía para consignar lealmente los resultados de esa minuciosa observación: el libro Yo he de amar una piedra, por ejemplo, donde se cuenta la historia de una enferma que padece de insomnio y de melancolía incurable, el autor lo ha definido como «un delirio estructurado». ¿Y qué obtiene nuestra lectura de conocer ese delirio? Que la soledad, la muerte, el amor, las aspiraciones de felicidad o la felicidad, incluso, por precaria que pueda ser, adquieran significados enteramente nuevos cuando presenciamos lo que representan en la imaginación, en la memoria o en los sueños de los personajes de Lobo Antunes: en la descripción de sus pasos, sus voces y sus actos, de los objetos y los seres que los rodean, el autor va imponiéndonos —hermosamente, hipnóticamente— la obligación de mirarlo todo otra vez: la realidad siempre tendrá algo absolutamente sorprendente que revelar.
Elias Canetti afirmó que «lo que un escritor no ve, no ha acontecido», una sentencia cuya demostración infalible persigue el trabajo del autor portugués: en la sala de espera de un dentista, «la muchacha pelirroja sacó del bolso un libro [...], cruzó las piernas como las hojas de una tijera sobreponiéndose, y la curva de su empeine se asemejaba al de las bailarinas de Degas suspendidas en gestos a un tiempo instantáneos y eternos, envueltos en el vapor de algodón de la ternura del pintor: siempre hay quien se extasía cuando las personas vuelan». Para nuestra fortuna, António Lobo Antunes ha visto a esa muchacha volar. Y nos ha hecho verla.

Publicado en Magis.
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