Derek

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Juan José Arreola solía mostrarse angustiado por constatar, al cabo de su vida como lector, que muchos de los mayores alcances de la imaginación artística a lo largo de la historia tuvieran como tema las peores posibilidades de la condición humana: el dolor y la pena y el resentimiento, la desesperación y el miedo, las flaquezas de la voluntad y cómo éstas conducen a la deslealtad o a la traición, a la ambición desmedida, a la crueldad. El odio y el mal: la caída, para ponerlo en términos de moral judeocristiana. Seguidor de Papini, y, por esto, poseído por el drama incesante de esta poderosa proclividad, Arreola, que también era un supremo moralista, supo hacer lo que pudo por dirigir su propia imaginación en el sentido contrario, y de ese afán resultaron piezas hermosas y enigmáticas como «Hizo el bien mientras vivió» y «Pablo», cuyo encantamiento, en parte, radica en su carácter de redenciones. Pero es un hecho que, como él mismo señalaba, el atractivo irresistible de la Divina Comedia está en el Infiernoantes que en el Paraíso: ¿qué quiere decir eso de nosotros?
       He venido pensado en esa angustia del maestro a raíz del hallazgo de una obra que, contra la querencia generalizada y aparentemente natural por la caída, se ocupa meramente del bien, lo que es de suyo insólito. Se trata de la serie televisiva Derek, escrita y dirigida por Ricky Gervais, y cuya primera temporada se estrenó hace poco (y está disponible en Netflix). Transcurre en un asilo de ancianos llamado Broadhill, en algún punto del Reino Unido, en la actualidad; ahí trabaja el protagonista, un cuarentón cuya singularidad está dada por lo que parece una condición de desventaja: solitario, torpe y más bien infantil (su gran gusto es ver videos chistosos de animales en YouTube), es lo que se diría un inocente o un simple. Lo acompañan la directora del asilo, Hannah (una mujer entregada con auténtica abnegación a las agotadoras tareas de atender a los residentes), el conserje del lugar, Dougie (un magnífico pesimista, encarnación insuperable de la desolación tras su facha desastrosa y la resignación que lo mantiene ahí), y el inexplicable Kev, un amigo que no trabaja y se la pasa hablando procacidades. El resto son ancianos silenciosos, casi inmóviles, desvalidos, a veces sonrientes (una vez bailan en una fiesta), solos, a la espera de que la vida termine de escapárseles —como en efecto ocurre de cuando en cuando, para el desconsuelo renovado de Derek, que los quiere a todos.
       Uno de los grandes satíricos de este tiempo, Gervais alcanzó una cima inesperada con esta serie: mientras, por hablar sólo de la televisión, lo que nos tiene absortos es la maldad extrema o el terror (asesinos carismáticos, corruptores encantadores, paisajes apocalípticos infestados de muertos vivientes, sociedades envilecidas, etcétera), lo que hay en Derek es, a salvo de todo cinismo, una profundísima y muy conmovedora exaltación de la bondad. Nada menos. 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de octubre de 2013. 

Cuanto antes

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Ya antes de que terminara agosto comenzaban a aparecer por las calles los vendedores de banderitas, banderotas, silbatos, cornetas y rehiletes tricolores que es perfectamente natural ver en septiembre como los distintivos más perdurables de lo que a estas alturas pueda significar la idea de «fiestas patrias» —ritual que, si bien siempre tuvo un carácter excéntrico y un significado difuso, temo que haya quedado irreparablemente estropeado para la emoción y la ilusión de los mexicanos luego de la catástrofe que fue su supuesta celebración en 2010, aquellos lamentables fastos en que el gobierno de Felipe Calderón lució su extremosidad inconcebible de corrupción (ahí sigue la Estela de Luz), ridiculez (la exhumación y el paseo de los huesos que no resultaron ser de próceres, sino de animalitos), falta de imaginación y tontería. No es tan grave, quiero creer, que los vendedores de la utilería septembrina se adelanten un poco. Pero sí da qué pensar la anticipación, algo espantosa, de otras señales de que el año va más deprisa que nosotros, y que así como las aparentes veleidades del clima son indicadores de su descomposición (empiezan a destiempo o se retrasan o se prolongan los temporales más de lo que estábamos acostumbrados a ver, qué tanto hace que estábamos con el calorón y esta mañana de verano parece decididamente invernal: señal de que el tiempo se ha desentendido de nuestros ingenuos pronósticos, acaso vengándose de cómo hemos obrado para su desquiciamiento), los ritmos de lo habitual se dislocan por lo que quizás sea síntoma de nuestras ansias neuróticas de que todo vaya más rápido y ya termine.
       Ejemplo uno: una cadena de supermercados ya estaba vendiendo pan de muerto el penúltimo fin de semana de agosto. Qué bueno, dirán algunos —yo incluido—, porque sabe quedarles rico, en especial el relleno de cajeta y el de Nutella. Pero el primer bocado deja el regusto incómodo de la infracción, más que por el quebrantamiento de una tradición —tampoco es que las tradiciones hayan de importar mucho nomás porque son tradiciones—, por cuanto esa premura dice de nosotros, que no supimos aguardar al final de octubre y el comienzo de noviembre: ¿sigue siendo pan de muerto si se come dos meses y medio antes, o es mero pan impostor y avorazado? Ejemplo dos, más alarmante: al menos en una tienda departamental ya luce, orondo y codicioso, el Santaclós de plástico que vigila los anaqueles con esferas, lucecitas, monos de nieve, arbolitos y demás decoraciones navideñas, un basural que con su aparición ya urge a empezar a comprarlo, cuanto antes, y también a ir gastando de una vez en los regalos de esas fechas (sonaba también la musiquita insidiosa de la ocasión: villancicos de Pandora desde septiembre).
       Claro: la irrupción prematura de banderitas, pan de muertos y santacloses podrá explicarse por las dinámicas malévolas del consumismo. Pero ¿no querrá decir también que tenemos una prisa histérica por llegar más pronto quién sabe a dónde?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 5 de septiembre de 2013.

¡Contesta!

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Por la neurótica —e ilusoria— disponibilidad a que nos orilla la conexión constante a los omnipresentes medios de comunicación, estamos continuamente expuestos (o nos figuramos estarlo) a las interpelaciones que de modo ininterrumpido y por demasiadas vías nos hacen cuantos prójimos se lo proponen: contestando el teléfono (o los varios teléfonos) o respondiendo los correos electrónicos que se nos dirigen, pero además, para quienes perseveramos en la insensatez de mantener abierto el acceso a nuestra impaciencia vía Twitter, Facebook y demás, atendiendo los mensajes que, nos incumban o no, creamos de todos modos que nos incumben —ya decidir si aprobamos o repudiamos la foto del gatito roñosito y tierno que alguieninstagrameó es una forma de reaccionar, sea o no que la sancionemos con un «Me gusta»: ¿y quién va a devolvernos los segundos desperdiciados en ese juicio? Agréguese cómo la publicidad, la propaganda, las noticias y los chismes se incautan de nuestra atención: no es de extrañarse que cuando alguien de carne y hueso a nuestro lado nos pregunte cualquier cosa sólo atinemos a balbucir, vaciados y borroneados.
       El escritor Enrique Vila-Matas contó en un artículo reciente cómo dio con una solución a esta demanda incesante de atención, por lo pronto en lo que respecta al correo electrónico. (Durante la escritura del párrafo anterior fui notificado del arribo de cuatro mensajes, dos de los cuales exigían inmediatez de mi parte; tomé una llamada, le di curso a un tuit que no podía esperar, en réplica a otro que me mencionaba, y para escribir este paréntesis vengo llegando de la enésima vez que me he asomado a Facebook en los últimos minutos). Siguiendo el ejemplo del compositor Erik Satie, a cuya muerte se descubrió que jamás había abierto las abundantes cartas que recibía, no obstante lo cual rara vez había dejado de contestarlas (se limitaba a leer los remitentes), Vila-Matas, enfrascado en terminar una novela y agobiado por los requerimientos del correo electrónico, optó por hacer lo mismo: responder e-mails sin haberlos leído. En el artículo da algunos ejemplos: «Al e-mail 5 le he confiado que en Marsella soñé todo el rato que encontraba en la calle balas sin detonar»; «Al e-mail 8 (remitente de naturaleza envidiosa) le he contado que no iba a tardar nada yo en untar de mantequilla una tostada»; «Al e-mail 17 le he confirmado que Norma Jean Baker se mató».
       Aunque estas réplicas puedan carecer de sentido —y quién lo sabe: el azar puede generar sus propios sentidos—, cumplen con lo que parece más importante en las nuevas (y neuróticas) modalidades de correspondencia: satisfacen la ansiedad de responder, y quien las reciba, por perplejo que quede, quizás vea atemperada su necesidad de ser atendido tan urgentemente. Desde luego, hay otra solución, pero de tan drástica acaso sea impensable: radicalmente y de una vez, sin concesiones, desconectarse.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de agosto de 2013.

¡Prohibido!

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Recientemente se informó que el gobierno chino ha prohibido los viajes en el tiempo. En todas las versiones que he encontrado de la noticia, y en las reacciones que he conocido, hay un ingrediente de sorna: cómo va a ser. Admito que, por lo general, es saludable recelar cuando se estatuye una prohibición, y más si ésta viene por cuenta de un gobierno como el chino, que tan pésima fama tiene —y tan bien ganada— de autoritario e intransigente con las pretensiones de libertad de sus gobernados (aunque, por lo visto, parece bastar que éstos hagan mucho dinero para soltarles la rienda: hace poco vi un reportaje sobre los clubes de millonarios en motocicleta que rugen por las calles de Shanghái). Sin embargo, a poco de pensarlo, fui persuadiéndome de que la medida puede no ser objetable, al contrario: ¡ya era hora de que alguien tomara previsiones!
       Los viajes en el tiempo, como lo ha demostrado incontables veces la imaginación de los hombres, no pueden sino tener consecuencias desasosegantes —en el mejor de los casos; en el peor, catastróficas, como está a punto de ocurrir siempre que algún nuevo viajero se lanza hacia el pasado o hacia el futuro y, por ello, peligra horriblemente el presente. Es sabido que, al dirigirse hacia un punto cualquiera de lo ya ocurrido, existe siempre el riesgo de introducir una serie incontrolable de cambios por cuyos efectos el instante actual queda automáticamente cancelado; pero también al moverse hacia adelante hay peligro incalculable, como lo demuestra un cuento atroz (y maravilloso) de Stanisław Lem, donde un viajero interestelar, al sufrir un desperfecto en su nave, y al pasar por cierta zona de remolinos gravitacionales que afectan el fluir del tiempo, llega a multiplicar su presente en numerosas ocasiones, por lo cual se encuentra con el que será él mismo un día después, y dos días, y tres, y muchos días: futuros que se rezagan y chocan con el día de hoy, que es a la vez el mañana y el ayer («Viaje séptimo», en Diarios de las estrellas I).
       «Negados el espíritu y la materia, que son continuidades, negado también el espacio, no se qué derecho tenemos a esa continuidad que es el tiempo», protestó Borges, creo que con razón, en el primero de los dos ensayos que dan forma a su «Nueva refutación del tiempo». «Ni la venganza ni el perdón ni las cárceles ni siquiera el olvido pueden modificar el invulnerable pasado. No menos vanos me parecen la esperanza y el miedo, que siempre se refieren a hechos futuros; es decir, a hechos que no nos ocurrirán a nosotros, que somos el minucioso presente». ¿Por qué habríamos de pretender, entonces, movernos de donde estamos?
       (Malamente, cuando estoy a punto de felicitar a la República Popular China por su sabia determinación, leo con más cuidado y veo que se trata de una prohibición concerniente sólo a los viajes en el tiempo que ocurran ¡en las series de televisión! Pura maldita censura, entonces. Qué decepción).

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de agosto de 2013.

Ingleses

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Cuando de disparates se trata, los súbditos de Isabel II nunca defraudan: ayer, The Times daba cuenta de la consternación del reino por la silueta abultadilla que lucía la duquesa de Cambridge al mostrar al mundo al nuevo heredero del trono. Ya que se consultó a expertos para verificar que esa pancita fuera normal, ahora el pendiente es saber cuánto tardará en irse. Hay que admitirlo: por mucho que en principio toda monarquía sea odiosa, el nacimiento del nuevo vividorcito no deja de tener su encanto, en concreto por cuanto toda la parafernalia alrededor puede entenderse como la afirmación en el absurdo de un pueblo al que debemos una de las más ricas tradiciones humorísticas. Hubo que ver al anciano de tricornio emplumado y casaca roja que desplegó un pergamino e hizo sonar un cencerro delante de la multitud de lunáticos para terminar de entender por qué los británicos pueden ser tan inestimablemente graciosos: de una nación que así da forma a sus ocasiones solemnes (y que tiene por ocasión solemne el nacimiento de un nuevo inútil) cabe esperar la mayor y más risible irreverencia. Felizmente.
       Lo recordábamos con los amigos, hace unos días: aquel sketch en que Mr. Bean espera en una fila para saludar a la reina, y cómo se embrolla al percatarse de que trae la bragueta abierta, de tal modo que cuando llega su turno acaba dándole un cabezazo a la vieja y derribándola. Bueno, pues Rowan Atkinson (o sea Mr. Bean) ha sido un tenaz defensor de la libertad de expresión y en más de una ocasión ha encarado al Parlamento para oponerse a legislaciones que pretendan coartarla, una vez al lado del novelista Ian McEwan y del actor Stephen Fry. No será de extrañarse que algún día sea nombrado caballero. 
       La destreza en la ironía y el sarcasmo como rasgo idiosincrásico de los ingleses es un lugar común cuyos antecedentes pueden rastrearse a lo largo de los siglos —pienso en elDiario que llevó Samuel Pepys en la segunda mitad del XVII: un burócrata metido a cronista involuntario de su tiempo, que observaba con agudeza inimitable la conducta excéntrica de sus conciudadanos (hay una cuenta de Twitter que dispara fragmentos de esa maravilla: @samuelpepys)—, y sus efectos, para nuestra suerte, abundan, particularmente en la televisión: de Monty Python para acá, pasando por Fawlty Towers(con John Cleese), Benny Hill (cuyo show asombrosamente llegó a verse en México hace algunos lustros), las parejas de David Walliams y Matt Lucas (las series Little Britain yCome Fly With Me) y David Mitchell y Robert Webb (Peep Show), o las de Julian Barratt y Noel Fielding (The Mighty Boosh), Chris O’Dowd y Richard Ayoade (The IT Crowd) y Stephen Merchant y Ricky Gervais (The OfficeExtrasLife’s Too Short), hasta llegar a la fabulosa Miranda Hart (Miranda), que es de risa loca, como todos los demás. Buena recomendación para las vacaciones, ahora que lo pienso: proponerse buscar el trabajo de todos éstos —que para eso existe internet, y también para ver cómo nacen bebés reales.


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de julio de 2013.

El SNCA

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Circula una carta, firmada hasta ahora por casi centenar y medio de integrantes del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA), de inconformidad con los cambios en las reglas de operación de éste (en particular el que cancela la posibilidad de pertenencia ininterrumpida) y contra la eliminación de la mitad de los apoyos que venía ofreciendo. Tales medidas fueron tomadas por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes sin haber ni siquiera pretendido consultar a la comunidad que afectan directamente, y lo que la carta pide es en principio eso: que se revisen tomándonos en cuenta. No seré hipócrita al desentenderme del hecho de que firmé viendo por mi propia suerte como integrante del SNCA, al que entré en 2010 y en el que, claro, me interesa seguir (cosa que tendré más difícil ahora, como todos los demás). Pero lo hice también porque encuentro arbitrario el modo en que se decidieron las nuevas disposiciones, y porque entiendo que la pertenencia al SNCA implica la responsabilidad de ver por su buen curso y defenderlo de los caprichos de sus responsables. (Dicho sea de paso, estoy harto de las acusaciones que suelen hacérsenos a los creadores que nos beneficiamos de éste o cualquier otro programa del Estado, en especial de la acusación de parasitismo, de tufo estalinista: los estímulos que recibimos hemos de desquitarlos no sólo con nuestro trabajo —que hay mecanismos para evaluar regularmente—, sino además participando en un programa de retribución social mediante actividades al servicio del aparato cultural estatal en todo el país: a mí me enorgullece haber ido a dar talleres, por ejemplo, en municipios donde hay poco más que hambre y balaceras).

​ Malentendidos como apoyos de carácter asistencial, los que otorga el SNCA parecen más discutibles, e incluso más fácilmente descartables, que los que se dan a la investigación científica, quizás en razón de una noción borrosa de productividad económica. Y, sin embargo, hay mucho cinismo en hacer ver unos y otros como sacrificio del erario en un Estado tan dado al derroche e inveteradamente incapaz de políticas al menos decorosas de distribución de los recursos públicos: sí, en México hay carencias descomunales y urgencias impostergables, pero también, por ejemplo, una dilapidación siempre escandalosa en el aparato electoral o en la propaganda que el gobierno se hace a sí mismo. Y ya está bien de que los recortes automáticos sean en el sector cultural —que eso hay de fondo: la nueva administración busca arreglar con ocurrencias el desastre financiero que dejaron las ocurrencias de la administración pasada: demagogia y autoritarismo en perjuicio de lo que menos suele importar.

​Hasta donde va el asunto, las autoridades (el presidente del Conaculta, el secretario de Educación Pública) están haciéndose sordas. El primero ya ha anunciado que revisará: qué querrá decir eso, él sabrá. Por su actuación se verá cómo piensa este gobierno de los creadores, un sector reducidísimo, sí, pero que da vida a la imaginación de este país.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de julio de 2012.

 

 

Sacks

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Ya en una etapa de su vida en que había alcanzado el reconocimiento internacional como escritor, y en la cúspide de su carrera como investigador, y como divulgador y crítico del quehacer científico, el neurólgo Oliver Sacks un día halló en su camino algo que le llamó poderosamente la atención. Uno pensaría que alguien como él tiene muchas cosas de qué ocuparse, en qué pensar, que no le resulta tan fácil consentirse distracciones. Pero se detuvo: era un grupo de personas, en un local, sosteniendo su reunión periódica en torno a un tema extrañísimo —por lo pronto para el propio Sacks, en ese momento, como también debe de serlo para cuantos jamás nos habríamos imaginado que existe gente interesada por algo así—: los helechos. Sin dudarlo se coló a la reunión, decidido a enterarse de qué estarían hablando, y pronto se afilió a la asociación y se entusiasmó tanto que poco después estaba viajando en una excursión a Oaxaca cuyo fin único era, sencillamente, ver helechos. Fruto del azar, pero sobre todo de una curiosidad agudísima que exigía ser satisfecha hasta las últimas consecuencias, aquel hallazgo dio como resultado un hermoso libro de viajes, Diario de Oaxaca, que es también una esmerada introducción al mundo de estas plantas y una lúcida reflexión sobre su importancia suprema en el desarrollo de la vida sobre la Tierra y sobre lo mucho que tenemos que aprender sobre ellas: la obra de un súbito naturalista apasionado y de un ensayista seductor que consigue contagiar su fascinación de modo absolutamente memorable, y también un ejemplo óptimo de cómo la curiosidad —y nuestra disposición a atenderla— puede abrir accesos al conocimiento más insospechado.    
       Felizmente animado aún por esa curiosidad inagotable, Sacks cumplió 80 años el martes pasado, y los celebró escribiendo un artículo titulado «La alegría de la vejez (en serio)». Famoso en buena medida gracias a la adaptación cinematográfica que se hizo de su novela autobiográfica Despertares, entre los temas que lo han ocupado están la demencia, la memoria, W. H. Auden, el autismo, la ceguera, Darwin, la sordera y el lenguaje, la depresión, los sueños, las alucinaciones, la locura, la música, los fantasmas, las alienaciones, la propiocepción (la capacidad de percibir el propio cuerpo), la fotografía, el olfato, la natación, la sinestesia, la sífilis, los viajes, entre los muchos que constan en un listado disponible en su sitio web. Y en la docena de libros que ha escrito, que por lo general consisten en indagaciones a partir de casos clínicos que ha atendido o presenciado, prevalece no sólo una voluntad tenaz de esclarecimiento racional de los modos en que percibimos el mundo, sino también un alto sentido de la compasión a través del afán de comprender a quienes no ven las cosas como nosotros. Ya por eso debe contárselo como uno de los humanistas centrales de nuestro tiempo. Encima, es un autor amenísimo y entrañable. O sea: un indispensable.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de julio de 2013.

De prisa

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Es posible que el relativo apogeo de las redes sociales (relativo porque aún es minoritaria la población que las utiliza) haya de verse como un fenómeno cultural que caracterizará el tiempo que nos ha tocado vivir, así como en su momento ocurrió con el advenimiento de otras tecnologías que facilitaron formas de comunicación antes insospechables. Aunque también es posible, y quizás deseable, que a tal apogeo no tarde en seguirlo un colapso, en razón de que esos espacios aparentemente incontenibles van saturándose con un barullo ensordecedor que, lejos de propiciar la comunicación y el entendimiento recíproco entre los usuarios, orilla al embotamiento y al desencuentro, así como a un conocimiento muy precario y muy superficial de los asuntos que cobran auge y luego se canjean por otros que reclaman urgentemente nuestra atención. En la ilusión de que por ahí pasa toda la información, pero además de que toda nos concierne y, encima, de que cada quien tiene algo que decir al respecto, lo que en realidad hay es una atomización incesante de individualidades incapaces de atenderse entre sí, cancelada prácticamente toda ocasión de reflexionar con detenimiento a causa de la inmediatez que priva cuando se recorre a toda prisa el timeline de Twitter o las actualizaciones de Facebook.

En días pasados ha habido varias oportunidades de corroborarlo. El martes, por ejemplo, cuando se dio a conocer la horrenda noticia del hallazgo de los jóvenes asesinados en La Primavera: la consternación y la indignación, en el sinfín de comentarios que el hecho suscitó en las redes sociales, parecían competir con la profusión de sandeces que incontables usuarios tuvieron a bien soltar, fruto de sus juicios instantáneos, pero también de la ignorancia y la maldad a cuya propagación sirven también estos medios: imbéciles sentenciando que se lo merecían, o justificando que los muchachos se hubieran metido «con quien no debían». Claro: a esto ayudaron también la pésima actuación de las autoridades y sus erráticos modos de informar, que indujeron a identificar a las víctimas como criminales. Pero el hecho es que el griterío justiciero y cruel de quienes escupen su odio y su embrutecimiento al ponerse a dar su opinión del caso dice mucho acerca de la desasosegante imposiblidad de entendimiento que prevalece en esta sociedad y que ahí está mostrándose.

De mucha menor importancia, pero también significativa, fue la confrontación que el director del Sistema Jalisciense de Radio y Televisión sostuvo, la semana pasada, con varios tuiteros, a raíz de que colocó unas calcomanías espantosas en el edificio que ocupa ese organismo. A muchos no nos pareció, y lo dijimos, pero el funcionario reaccionó con una socarronería injustificable y muy poco institucional que luego algunos tomaron por agresividad. ¿Qué necesidad había? Y es que lo primero que brota al meterse en esos tumultos son las ganas de pleito, de escándalo, como se vio, también, cuando la presidente de Argentina se puso a tuitear desaforada para reunir a su pandilla («Rafa», «Pepe», «Ollanta») a fin de resarcir al presidente de Bolivia, varado en un aeropuerto al que no iba.

Así como al ir en coche somos buenos para pitar, manotear y echarle malo a todo mundo —cosa que no hacemos al ir a pie, o no tan fácilmente—, nuestro comportamiento en las redes sociales en buena medida está determinado por la irresponsabilidad derivada de ir tan rápido, sin querer detenernos ni que nada se nos atraviese. Y porque todo se queda pronto atrás.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de julio de 2013.

 

 

Rayuela

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Está cumpliéndose medio siglo de la aparición de Rayuela, la célebre novela de Julio Cortázar. Es de esperarse que de aquí a 2014, cuando se festeje el centenario del autor y se conmemoren los treinta años de su muerte, estemos encontrándonoslo continuamente en toda suerte de recordaciones, homenajes, relecturas y reediciones —en concreto, está lanzándose ahora mismo una edición conmemorativa de esta novela, aderezada por un apéndice donde Cortázar cuenta cómo la escribió y por un mapa del París que se recorre a través de ella, y dentro de unos meses aparecerá el volumen Clases de literatura, con las lecciones que el escritor dio en Berkeley en 1980. Lo cierto es que las efemérides no hacen falta para garantizar la perdurabilidad de la presencia de Cortázar entre sus lectores de siempre ni su descubrimiento por parte de los nuevos lectores: su obra, y en particular esta novela, es afín a la de otros autores que, por las posibilidades inauditas que revelan, tienen cierto carácter iniciático por el cual se refrendan incesantemente en la atención de las nuevas generaciones (Herman Hesse, se me ocurre, o Edgar Allan Poe, a quien el argentino veneraba; o, más cerca de estos tiempos, David Foster Wallace o Roberto Bolaño… aunque en este caso yo encuentro mucho más de ingenuidad y de malentendidos: ya en cincuenta años se podrá ver).
Creo que debí leer Rayuela en la prepa porque me habrá parecido inevitable: en los comienzos de la vida de un lector, por lo general, queda aún lejos el principio de suspicacia por el que más tarde se puede llegar a eludir sistemáticamente (o a considerarlo con reservas) cuanto viene anunciado por su propia fama. Retengo, sí, la figuración borrosa de mi acceso a una forma de narrar inesperada, distanciada de las más convencionales —y todavía escasas— que había conocido, y ya por eso atractiva, aunque no pueda decir que fascinante: quizás tanto París y tanto amor desventurado y tanto jazz y tanta gente de conductas disparatadas y arrebatos y escepticismos y tanto fervor artístico, por alguna razón, no llegaron a convertirme en un partidario irrestricto (como creo que ocurre con muchos lectores de Cortázar, que se vuelven devotos por motivos predominantemente sentimentales). Luego di con los cuentos, y Bestiario sí se me volvió indispensable, lo mismo que Final del juego —mucho más tarde, por fin, llegué a la que para mí es la sección más rica de la obra cortazariana, la de los libros misceláneos en los que predomina el ensayo: los dos volúmenes de Último round y La vuelta al día en ochenta mundos.
¿Rayuela necesariamente tiene que ser una lectura de juventud, y, al haber dejado ésta atrás, uno se ha perdido irremisiblemente de un acontecimiento decisivo de proponerse releerla? Confío en que no sea así; también confío en que la memoria desfigura la experiencia, para mal o para bien, y por ello seguramente valdrá la pena aprovechar esta ocasión de relectura —ahora que ya no es inevitable.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 27 de junio de 2013.


Nueva tele

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La anécdota no deja de tener su encanto: en una entrevista con la revista Variety, el actor Kevin Spacey contó cómo recientemente cayó en la cuenta de que nunca ha salido en una película de Woody Allen, por lo cual decidió escribirle una carta para presentarse —«como un actor del que acaso haya oído, o quizás no»— y también para obsequiarle una suscripción a Netflix, a fin de que pudiera ver la serie House of Cards, protagonizada y producida por él. Allen respondió amablemente, pero Spacey ya no dijo si irá a darle chamba o no; tampoco si habrá visto ya la serie. En todo caso, el episodio me deja pensando en los nuevos modos que el cine y la televisión tienen de llegar hasta nosotros, concretamente en lo que se refiere a Netflix, servicio de difusión en línea al que hay que suscribirse y que con la serie mencionada comenzó a generar contenidos exclusivos que sólo pueden verse así.
Estos cambios son más impresionantes cuando se aprecian desde la perspectiva de la propia edad: al recordar, por ejemplo, cómo hace unas dos décadas y media aún había que ir al cine para ver películas, prácticamente no había distinciones entre televisión abierta y televisión por cable (porque esta última era privilegio de unos cuantos, y además existía sólo en el Valle de México; también había parabólicas, pero nomás en las azoteas de los muy ricos), estábamos lejos de figurarnos nada parecido a internet y el mundo, en suma, era infinitamente más pequeño. Las series había que esperar a que las dieran, semana a semana, invariablemente dobladas al español, y lo más asombroso, en mi experiencia, es haber podido seguir así muchas —desde la infancia, en tiempos que me ingeniaba para robarle a las telenovelas de mi mamá, a los noticieros de mi papá o a mis propios dibujos animados. Y muchas películas mexicanas, que sólo en la tele había modo de verlas.
La noche del día que se «liberó» House of Cards, en Neflix, vi de un jalón cuatro episodios de una hora cada uno. La despaché completa en dos noches más: una estupenda trama de intriga política en Washington, de ribetes shakespereanos (aunque ¿qué no es shakespereano a estas alturas?) y cuya continuación ya está filmándose. Pero lo mejor estaba por llegar con la cuarta temporada de Arrested Development, estrenada, entera también, el 26 de mayo pasado. Tras haberse transmitido, a la manera convencional, entre 2003 y 2006, esta serie de narrativa vertiginosa y delirante resultó óptima para relanzarse de este nuevo modo, pues ya ni siquiera importa el orden en que se vean los capítulos. Sí, hay una historia que progresa (las peripecias de una familia de lunáticos en torno a las fechorías financieras del papá y la mamá, básicamente), pero a la vez es la crónica polifónica y poliédrica de un instante culminante, y por tanto propicia un espectro inagotable de lecturas y revisiones, razón por la cual es una forma absolutamente inédita de hacer televisión (o cine, o lo que sea). Ni Woody Allen ni nadie debería perdérselo.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de junio de 2013.

La entrega

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Si por lo general es perentoria la atención que prestamos a los hechos que dan forma a la actualidad noticiosa, esa realidad suplementaria y poderosamente engañosa, tales hechos se disuelven más rápidamente y se olvidan cuando entran en la centrifugadora vertiginosa y ensordecedora de las redes sociales, ese espacio donde aparentemente es tan fácil enterarse de todo al instante como endiabladamente difícil es disponer de la calma y la serenidad para formarse juicios, pues antes de intentarlo ya habrá sucedido algo más que nos requerirá de inmediato. El revuelo de la semana lo surtió la alcaldesa de Monterrey, con el desfiguro que ya todos sabemos y que rápidamente fue combustible para la crítica y la sorna (y alguno que otro refunfuño y torzón de tripas en serio, por cuenta de quien no está al tanto de que la conducta de los políticos siempre es, por principio, grotesca y proclive al disparate).

De acuerdo: la señora es una ridícula y una cursi y una ignorante. Pero ello no quiere decir necesariamente que sea una política tonta, pues con su acto seguramente calculó que se granjearía el aprecio y el reconocimiento de los simpatizantes de Jesucristo —que en México jamás han escaseado. Como pudo verse enseguida, no fue la primera en manifestar sus fervores «entregando» su jurisdicción a la divinidad, y como podemos recordar los jaliscienses, que padecimos a uno de los gobernantes más públicamente devotos que se recuerden (y no nomás se conformaba con actos simbólicos: tan beato era que entregaba millones de pesos salidos de nuestros bolsillos), estos alardes de fe ya no deberían extrañarnos: desde que López Portillo trajo al Papa para que lo viera su mamá, y se percató de lo feliz que hacía así a sus gobernados (y no nomás a su mamacita), ya debió quedarnos claro con qué soltura los políticos de cualquier signo se desentienden, en su provecho, de la borrosa entelequia del Estado laico. Sin embargo, pareció que todos soltábamos la risa al unísono al ver cómo Monterrey cambiaba de dueño. Pareció: yo pienso que, en realidad, esta «entrega» recaudó el aplauso conmovido de la mayoría de los mexicanos que supieron de ella (por la tele, principalmente), una mayoría que está lejos de las redes sociales y de la prensa escrita, y sobre la cual, quienes si nos asomamos a éstas, no tenemos la menor idea. Y creo también que la mayoría absoluta de los mexicanos ni se enteró del asunto (ni por la tele), y que, de enterarse, lo aprobaría sin problemas. ¿De qué nos reímos? (También creo lo que dice el danzón, no vaya a malinterpretárseme: si Juárez no hubiera muerto la patria se salvaría).

Tal vez pueda ser una lección desprendible del pío arrebato de la alcaldesa regia: estos hechos, falsamente noticiosos, nos tienen más entretenidos de lo que deberían. Y, como concitan tan naturalmente nuestra burla, nos inducen a confiar en que lo que está mal nos parece mal a todos. No es así; además, pronto se nos olvidan.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de juniio de 2013.

 

El Cabañas

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¿Para qué sirve el Cabañas? Sospecho que en la dificultad de responder a esta pregunta, por ingenua que parezca, se encuentran las razones de que la manutención y la administración de este espacio constituyan por lo general un problema para las administraciones públicas, y también las razones de que los ciudadanos, por lo común, lo veamos quizás como un edificio imponente y venerable en el que, sin embargo, nunca nos queda muy claro qué tendría que pasar. (Automáticamente pienso en el Centro de las Artes de San Luis Potosí, fruto del inteligente aprovechamiento de lo que fuera una cárcel y cuyas funciones principales obedecen a la vocación de una institución educativa por cuya operación el recinto posee una vitalidad notable, aparte de que sirve a la celebración de actividades de índole cultural diversa —exposiciones, conciertos, conferencias, etc.—que atraen naturalmente a un público numeroso por cuya afluencia, además, sumada a la de los estudiantes, el barrio en que está inserto, antes depauperado, ha cobrado también vida, cosa que nunca ha sucedido con San Juan de Dios). A la vista de las evidencias, el Cabañas sirve, por principio de cuentas, como un aparato burocrático en cuyo sostenimiento se gasta mucho del siempre escaso dinero que el Estado destina a la cosa cultural, y es por eso que siempre está buscándose cómo hacer para que dé dinero (y se ayude a sí mismo para sobrevivir): si, como lo señalaba la nota publicada ayer aquí a raíz de la presentación de su nueva directora, ese aparato tiene un presupuesto de 17 millones de pesos y sólo la nómina sale en 19 millones, es un pésimo negocio —que luego se quiere mitigar rentándolo como salón de fiestas, por ejemplo, o como pasarela.

Sirve también a la demagogia, en el sentido en que continuamente se recuerda su categoría de «Patrimonio de la Humanidad» como aval de «un recinto emblemático del que nos sentimos orgullosos los jaliscienses y los mexicanos» (palabras de la nueva directora, en entrevista publicada también ayer en un diario local). De ahí que uno de sus usos más conspicuos haya sido el de escenario para fastos oficiales (recuerdo aquella primera Cumbre Iberoamericana, cuando en el Patio de los Naranjos se vio reunidos a Fidel, el Rey de España, Menem, Fujimori y otros bichos igual de impresentables, haciendo las delicias de Salinas). Museo a fuerzas y nunca cabalmente, y también espacio escolar —y con penurias injustificables, consecuencia de malhechuras y ocurrencias—, ese edificio que tan bien sale en las postales y que en vivo puede ser tan decepcionante (por lo vacío, por lo desperdiciado, por lo muerto) a mí me ha servido para admirar su arquitectura, sí, para escuchar al menos dos conciertos memorables, para un encuentro decisivo con Orozco cuando estuvo ahí su gran exposición, y poco más. ¿Llegará un día en que pueda saberse de un modo más satisfactorio para qué podría servir?

 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de junio de 2013.

 

Vuelta al Parque

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¿En qué quedó la rehabilitación del Parque de la Revolución que el Ayuntamiento tapatío anunció que iba a emprender, y que de inmediato generó inconformidad entre los usuarios habituales de ese espacio ante la amenaza de que éste les fuera restringido? El domingo fuimos, en las horas de la Vía RecreActiva, y el panorama no parecía haber cambiado gran cosa. Como se ha vuelto costumbre, aquí y allá, en las dos secciones del parque, había gente reunida y desarrollando las actividades deportivas o lúdicas o culturales o políticas gracias a las cuales, de un tiempo para acá, ese lugar ha dejado de ser meramente un pasaje inerte por el cual atraviesa el trajín diario de miles de tapatíos, y ha adquirido incluso un carácter emblemático como concretización de lo que ha de significar la vivencia de la ciudad para lo que a la gente le dé la gana, que para eso es suya (o sea nuestra). Unas muchachas balanceándose y haciendo piruetas en las telas que cuelgan de los árboles, un grupo de boxeadores practicando en el templete del ala norte, tamborileros y bailarines en otro lado, niños jugando al ajedrez gigante, parejas fajando de lo lindo sobre el pasto, alguien leyendo, alguien tocando la guitarra, las Bordadoras por la Paz reunidas en la fortaleza impresionante y estremecedora y conmovedora y admirabilísima que han sabido construirse entre los pañuelos cuyas inscripciones resumen todo su dolor y su increíble esperanza, ciclistas, patinadores, practicantes del hula-hula, etcétera.
También había cambios en los prados: algunas áreas modificadas con plantas de ornato y tierra removida, y un triángulo, del lado de Pedro Moreno, con una vallita ridícula rodeándolo, se entiende que para que nadie pase: ¿lo único que alcanzó a poner el Ayuntamiento cuando se echó para atrás su iniciativa de darle al parque un uso preferentemente ornamental? Salvo algún retoque a la pintura de las bancas de cemento, nada más: las fuentes seguían inservibles, como laguitos de inmundicia estancada; banquetas reventadas, luminarias rotas, al menos dos fosas destapadas (de esos cajones que se practican en el suelo para tener acceso a las tuberías o al cableado: no sé cómo se llamen), listas para que uno se rompa una pata si se distrae, y una buena cantidad de vendedores ambulantes (chucherías, gusgueras, la omnipresente e impune piratería) en la zona que opera como terminal de minibuses. Sobre todo, mucha basura. Montones de bolsas negras arrojadas junto a una fuente, botes que seguramente tenían días atestados. Y bueno: no hace falta entender gran cosa de administración pública (para eso están los funcionarios a los que les pagamos) para imaginarse que eso, la basura acumulada, dice mucho de un gobierno incompetente para mantener unas condiciones mínimas de orden —o bien es que a propósito se ha desentendido: ¿no querían que nos metiéramos con el parque?, pues ahí tienen su mugrero.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 30 de mayo de 2013.

Estudiantes

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Como uno de esos atavismos que nunca hay ocasión de cuestionarse, yo tenía para mí que el Día del Estudiante había sido un invento de la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG) para suspender clases, pintar bardas, secuestrar autobuses, saquear camiones refresqueros y armar bailes y balaceras. No es justificación de mi ignorancia, pero es lo que recuerdo que pasaba los 23 de mayo a finales de los años ochenta y principios de los noventa, cuando la FEG daba sus penúltimos estertores como la poderosa organización que asolaba a la ciudad como una peculiar forma de vandalismo institucional (los últimos, quizás, vino a darlos cuando se descubrió hace poco cómo los terrenos aledaños a su sede operaban como fosa clandestina). Seguramente fui tan mal estudiante que jamás se me ocurrió investigar qué se conmemoraba ese día, cosa que ahora hago con una consulta rápida a internet: se trata de recordar a los alumnos de la Facultad de Derecho de la UNAM que fueron apaleados en su lucha por la autonomía universitaria, en 1928 o en 1929 (tan mal estudiante sigo siendo que me desanima ir más allá para precisar mejor el dato: si yo fuera mi profesor me reprobaría). O sea: la fecha honraba un martirio y una causa, y para ello a los estudiantes tapatíos de hace tres décadas se nos liberaba a toda suerte de aquelarres, o sencillamente faltábamos a la escuela: era nuestro día.
Mis investigaciones negligentes y apresuradas (ya imagino cómo me las habría arreglado con las tareas si en mis tiempos hubiera existido internet) me revelan que hay festejos previstos en Puebla, en Guanajuato, en Baja California, en Coahuila. Pero nada encuentro que vaya a hacerse aquí. Y, ciertamente, hace ya tiempo que el día 23 ha dejado de figurar como uno de los numerosos asuetos de mayo: al menos por la UdeG parece que ya no quedan polvos de aquellos lodos. Al margen de eso, la ocasión da para preguntarse en qué medida será distinto ser estudiante hoy —si bien la cursilería impele a suponer que uno nunca deja de serlo, el hecho es que califica como tal sólo quien está matriculado en una escuela, donde es posible incluso que estudie.
Como profesor, me han tocado los ejemplares más variados: desde el canallita cretino que plagió todas sus tareas hasta el talento natural y sobresaliente con quien el curso fue pura tersura y deleite, pasando por el picudo alevoso y sobradito, la haragana que tomaba la siesta en clase, el marrullero insensato (y el marrullero sensato) e, incluso, una inolvidable entusiasta (y chiflada) que se propuso reprobar con tal de repetir el curso y reforzar lo aprendido —no la dejé: le puse cien. Pero, en general, de la ya considerable multitud de estudiantes que me han sido confiados tengo más buenos recuerdos que malos: salud por ellos y con ellos. ¿Qué impresión guardarán nuestros profesores de los estudiantes que nos tocó ser? Yo no estoy seguro de querer saberlo.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 23 de mayo de 2013.

Obviedades

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«Le dijo su abuelita a Enrique: “¡Si no lees vas a dar pena, nieto!». Es lo que gritaba, ayudado de un cartón que enrolló como altavoz, el dependiente de un stand para llamar la atención sobre su mercancía: libros a 30 pesos, apilados delante del paso de la gente que se acercaba a la Presidencia Municipal por la esquina de Hidalgo y Pedro Loza. Si la conseja de la abuelita resultaba estimulante (se supone que nadie querría llegar a la Presidencia de la República y pasar vergüenzas por burro, como ya sabemos quién), también lo era la oferta: alteros de volúmenes de lo más variado (literatura, sobre todo), maltratadones quizás, empolvados o amarillentos, pero sobre todo baratos. Y sí, la gente se detenía a ver. Que es lo que naturalmente ocurre cuando los libros, de lo que sea y en las condiciones en que estén, salen al encuentro de sus lectores: cientos de éstos, que al cabo del día suman miles, llevados por la curiosidad, por la casualidad o porque sí a la Feria Municipal del Libro de Guadalajara, cuya cuadragésima quinta edición está celebrándose por estos días (y hasta el próximo domingo 19: no está de más echarle un vistazo a su programa de actividades, disponible en feriamunicipaldellibrogdl.com.mx.
Tal vez no parezca tan obvio como es, pero yo creo que, entre las numerosas razones de que en México no se lean libros, cuentan, en un lugar muy importante, las más sencillas de solucionar: como pasmosamente mostró la Encuesta Nacional de Hábitos, Prácticas y Consumo Culturales que el Conaculta dio a conocer en 2010, la mayoría de los mexicanos jamás han pisado una librería (el 57 por ciento; el 58 si sumamos a los que no recuerdan haberlo hecho). Los motivos son fáciles de conjeturar: la gente no sabe qué hay en ellas. Es decir: aunque intuya que hay libros, ignora qué son: para qué sirven, por qué deberían de interesarle. En rigor, dado el estado catastrófico de la educación básica en este país, difícilmente alguien puede llegar a figurarse, no digamos que le conviene leer, sino ni siquiera que puede hacerlo. Pero el caso es que el público en general sólo entrará en una librería porque no queda más remedio (para buscar un título exigido en la escuela, pongamos), o bien por accidente: hay, entonces, que propiciar el accidente, y como ocurre en esta feria municipal, facilitar el hallazgo sacando los libros a la calle.
Otra razón, evidente pero quizás no tanto, es que los libros son caros. Comoquiera que se explique —una industria editorial lastrada por su propia falta de imaginación, políticas gubernamentales erráticas o inexistentes, codicia insensata y perversa del mercado—, el hecho es que la gente o come o lee (y frecuentemente ninguna de las dos cosas). ¿Solución? Abaratarlos. Que se puede, está demostrado también en la feria. Y también que la mera curiosidad de los visitantes es el mejor recurso con que pueden contar editores y libreros: no falla. 


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 16 de mayo de 2013.

Parque vivo

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El Ayuntamiento tapatío anuncia que está por realizar trabajos de remozamiento en el Parque de la Revolución, y que dichos trabajos contemplan restringir el uso de las áreas verdes para evitar que sigan maltratándose. Los usuarios de inmediato se inconforman: ven que la medida pretende despojarlos de un territorio del que se han apropiado naturalmente. Se suscita, así, una confrontación entre dos comprensiones del uso del espacio público: la autoridad, por las primeras declaraciones de sus representantes, parece entender que la presencia de los ciudadanos y el uso que hacen del parque son una especie de plaga que debe ser controlada (la gente pisotea el pasto, maltrata la vegetación, ensucia, estorba para tenerlo todo bonito), y busca privilegiar una función ornamental y dispuesta para la contemplación; los ciudadanos, por su parte, entienden que el lugar está ahí para vivirlo como les dé la gana, en especial llevando a cabo actividades recreativas (culturales, deportivas, lúdicas) y también políticas (al haberse vuelto ése un punto de concentración para diversas manifestaciones), así eso suponga «invadir» las áreas verdes. Pronto, la polémica da cabida a la suspicacia: ¿tiene el gobierno alguna otra razón para inhibir las concentraciones ciudadanas en ese sitio? Y confirma la poca imaginación de los funcionarios, y cómo éstos suelen conducirse ignorantes de los intereses y las necesidades reales de la ciudad que administran: cercar praditos no arregla nada, y tampoco va a gustarle a nadie.
    Que de un tiempo acá la gente haya rebautizado este espacio como «Parque Rojo» —a mí me cae muy gordo el nombrecito, pero no me queda sino aguantarme— sugiere claramente cómo la auténtica potestad sobre éste, y en general sobre todos los espacios públicos, la detentan sus habitantes, a despecho de las pretensiones o las ocurrencias de la autoridad. Así que el problema no es de quién es el parque, sino a quién le toca hacer qué. El Ayuntamiento debe, sí, mantenerlo en buenas condiciones y vigilar que haya seguridad, pero nada más. Y, para lo primero, hay modos: ¿por qué no se le da mantenimiento en las noches? En cuanto a los usuarios, también deben reconocer que podrían poner de su parte: ¿qué tal si se organizaran para contribuir a dignificarlo? Que los domingos, por ejemplo, todos los que ahí han disfrutado de la mañana antes de irse se pusieran a recoger basura, a repintar el mobiliario, a asear las fuentes (que son un asco). 
    Vista la oposición a su proyecto de mandar sobre la vivencia de este espacio, el Alcalde Hernández ha ido reculando: asegura que se tomará en cuenta la opinión de la gente. Por lo pronto, tuiteó antier una encuesta bobalicona de Facebook, una de cuyas dos preguntas rezaba «¿Cómo te gustaría ver el Parque de la Revolución (Rojo)?». Las opciones eran: «Limpio y sin ambulantes», «Con más seguridad, mayor iluminación y sin basura» y «Con eventos culturales y deportivos». Bueno, pues las tres: ¿es tan difícil? Y además: vivo.


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 9 de mayo de 2013.

llusiones

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Del sonado caso de la #LadyProfeco, la estupidita y prepotente hija de funcionario que mandó clausurar el restaurante donde se emberrinchó porque tardaban en darle mesa, se pueden desprender varias reflexiones acerca del efecto que, sobre la vida en sociedad, aparentemente tiene la creciente velocidad con que se difunde la información, pero también acerca de las construcciones culturales que van elaborándose al respecto. Entre los hechos y sus apariencias, como sabe cualquier ilusionista, hay un margen amplio para la incertidumbre y la desprevención, y de quedarse en ese margen se corre el riesgo de flotar cada vez más irremediablemente en el malentendido. 
    Por ejemplo, el episodio en cuestión sugiere que ahora, como nunca antes, es imposible que nada quede sin saberse: muy pronto se conoció el desfiguro de la cretinita y su venganza —ayudó que estuviera conectada e informando de su ubicación y de su disgusto, pero aunque ella no hubiera tuiteado alguien más lo habría hecho: iba a saberse de cualquier modo—, y también pronto el escándalo se viralizó, como se dice, y, por la repercusión que alcanzó, hasta el Presidente de la República se sintió llamado a mostrarse al tanto y a anunciar que tomaría medidas (dizque). La moraleja que tiende a desprenderse de la apariencia de los hechos está formulada en términos justicieros: no puedes cometer ninguna fechoría fuera del ojo vigilante que nos facilitan los nuevos medios, cada vez tendrás más difícil quedar impune, de todo nos vamos a enterar. En la serie House of Cards, lanzada hace poco como una innovadora forma de televisión y en cuya historia se desliza una interesante consideración sobre los alcances de los nuevos modos de informarse, hay un episodio en que despiden a una reportera de un poderoso (y muy tradicional) diario. El director la insulta. «¿Cómo me llamaste?», le pregunta ella, tecleando rápidamente en su telefonito, y cuando él repite el improperio la reportera lo alecciona: «Te olvidas de que lo que estás diciéndome se lo dices también a millones de personas en este mismo instante», y tuitea.
    La pataleta de la #LadyProfeco se volvió noticia, el papá hizo como que se disculpaba, ella también, se nos dijo que habría una averiguación, todos nos burlamos y la odiamos un ratito —como odiamos a la hija del líder petrolero Romero Deschamps cuando publicó en Facebook fotos con su perro idiota que viaja en jet privado, y como odiamos a la hija de Peña Nieto cuando se puso rabiosita y clasista. ¿Renunció el procurador Benítez Treviño (y ni hablar de los otros dos)? Claro que no: por qué habría de hacerlo. Que los hechos se sepan es bastante, ya para qué tendría que haber más consecuencias. Es decir: lo pernicioso de la ilusión que propician los flujos velocísimos de la información es que sirve, sobre todo, para que nos conformemos con ella, mientras prospera el ocultamiento de lo realmente importante. O bien: gracias a que hay cosas que se saben mucho, otras muchas seguiremos ignorándolas. Impunemente.


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 2 de mayo de 2013.

Un gusto por GDL

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La historia es muy sencilla, y por lo mismo asombrosa: a mediados del año pasado, un muchacho, entusiasmado por su ciudad, abrió una página en Facebook (facebook.com/yosoytapatioo: ojo, la doble es importante porque sin ella se llega a otro lado) y comenzó a publicar informaciones sobre Guadalajara: fotos antiguas y actuales, noticias, efemérides, historias, leyendas, etcétera. En unos cuantos meses se volvió un éxito: a la fecha sumamos casi 16 mil los que hemos dado «me gusta» en esa página, y cada nueva entrada acumula de inmediato hasta cientos de pulgares alzados y varias decenas de comentarios (una foto, publicada antier, de los puestos de pitayas y guamúchiles en las Nueve Esquinas, pronto llegó a gustarnos a más de mil 500, y casi 400 la compartimos en nuestros perfiles). Buena parte de los materiales que van difundiéndose ahí son aportados por los mismos seguidores, que los remiten al administrador para tal fin, y además éste realiza consistentemente un trabajo de investigación para alimentar la página con la historia de la ciudad y con las precisiones pertinentes (ubicaciones, fechas, nombres, datos) acerca de sus contenidos, de tal modo que todos los días resulta sorprendente y enriquecedor darse una vuelta para ver qué hay de nuevo.
El administrador se llama Luis Alberto Romo Herrera y tiene 17 años. Lo hace por gusto, evidentemente (estudia y trabaja, según ha relatado él mismo), y por gusto nos hemos ido sumando a su empeño los miles de entusiastas que encontramos ahí una forma tan natural de redescubrir nuestra ciudad. Trátese de fotos o noticias remotas o recientes, de la Guadalajara perdida e irrecuperable o de la Guadalajara presente y quizás todavía no del todo comprensible para nuestra vivencia, lo que hallamos ahí es ante todo una voluntad de reconocimiento de nosotros mismos. A mí me gustan, particularmente, las fotos antiguas que los seguidores envían y donde aparecen ellos mismos o sus padres o sus abuelos o sus tíos en lugares ya por eso significativos para su propia memoria, que en realidad es la de todos. Y, a diferencia de lo que me ocurre por lo común en Facebook, ese imperio de la boruca y de lo que no importa, puedo pasar buenos ratos leyendo los comentarios, en general dictados por un ánimo constructivo.
Pasa también que ahí se atestigua una singular simultaneidad del pasado y el presente de la ciudad: calles, edificios, plazas, comercios, comidas, tradiciones, fuentes, transportes, sucesos actuales o históricos (en días pasados, al recordar las explosiones del 22 de abril, la actividad de la página se incrementó notablemente por quienes pasaron a dejar sus testimonios o, sencillamente, a recordar), personajes notables y otros anónimos: un inestimable registro de la vida real de la ciudad, más allá de comprensiones oficiales o convenencieras, para saber mejor dónde estamos y qué nos toca hacer aquí. Y todo gracias a un gusto auténtico y simple, cuyos frutos ojalá sigan multiplicándose.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de abril de 2013.

Pudor

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Qué tanto hace que José Luis Cuevas era todo un figurín: apuesto, seductor, con un aire de insolencia y arrogancia muy propio de quien se tiene por alguien favorecido por la fortuna y es celebrado por sus admiradores. Hace algunos años, ignoro si todavía, en el museo que lleva su nombre en el centro de la Ciudad de México, al ascender por una escalinata uno se encontraba con la fotografía silueteada en tamaño natural del pintor, en disfraz de vaquerito y posando como cuatrero que desenfunda las pistolas, puesta ahí para besarla: estaba llena de marcas de pintalabios. El penúltimo «niño terrible» del arte mexicano (siempre brotará alguno más), en buena medida gracias a su omnipresencia en los movimientos y en las inmediaciones de los personajes más conspicuos de la cultura nacional del último medio siglo, Cuevas era un artista cuya obra consistía, en buena medida, en la proliferación mediática y egotista de su propia persona. Ello, desde luego, no quiere decir nada en contra de la valía de su trabajo creativo, que debería juzgarse, de ser posible, desde perspectivas despreocupadas de los malentendidos de la fama. Pero el hecho es que quiso fama, mucha, la tuvo, la usufructuó durante mucho tiempo, y ahora está siendo su víctima de un modo absolutamente horrible.
Adicto a su propia imagen, Cuevas se tomaba una fotografía cada día. O casi: en el mismo museo, según su sitio web, se conserva un acervo de más de 12 mil, disponibles para la curiosidad de los interesados. (Es significativo que su debut haya sido el autorretrato, como «niño obrero», con que ganó un concurso de la Secretaría de Educación Pública a los seis o siete años de edad). Algo parecido sucedía con su «Cuevario», la columna periodística en la que desde 1985, primero en un diario, luego en otro, luego autopublicándola en internet, daba cuenta, sobre todo, de sí mismo: sus pareceres, pero además las incidencias de la vida íntima y del ámbito doméstico, los modos en que su celebridad se esparcía por el mundo (frecuentemente usaba la tercera persona para referir sus andanzas), sus recuerdos, sus amores.
El drama exhibido estos días, en horario estelar, es deplorable. Nos lo han mostrado desvalido y atrapado entre la mujer y las hijas, que para arrebatárselo no escatiman pormenores: sabemos, incluso, cómo éstas lo habrían hallado en el escusado, con los calzones en los tobillos y embarrado con sus deyecciones. Le hemos visto una pierna tumefacta; hemos conocido su mirada, otrora brillante por la mera alegría de ser José Luis Cuevas, arrinconada tras los tubos de oxígeno mientras se ve en la odiosa obligación de dar explicaciones y recontar su desventura como un viejo enfermo y aterrado. ¿Y alguien se acuerda de que existe algo llamado pudor? El diccionario de la RAE da dos acepciones para esta palabra: una es «honestidad, modestia, recato», o sea todo lo que ha faltado en este asunto, y otra, en desuso, que es «mal olor, hedor»: lo que lo infesta, para nuestro entretenimiento inclemente. 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de abril de 2013.


Derechos II

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Los lectores, en general, nos enfrentamos continuamente con lo que, no por ser una obviedad, deja de constituir un problema fundamental: sólo leyéndolo se puede saber si un libro es bueno. Claro, podemos confiarnos al criterio de alguien más para orientar nuestras elecciones: los amigos, los profesores, los críticos, la tradición. Y también a las intuiciones o a las certezas de nuestro propio criterio: si más de una vez algún autor nos ha complacido, es muy probable que vuelva a hacerlo; si llegamos a aborrecer a otro, será difícil que lleguemos a encontrarlo estimable en un nuevo título. Pero el único juicio valedero provendrá de la experiencia personal. ¿Qué es un buen libro? Cada quien tendrá sus nociones, y yo me atengo a la siguiente: aquél del que salimos siendo distintos porque durante la lectura tuvo lugar un cambio significativo en nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. Otros fines (querer pasar un buen rato, aprender algo, mejorarse, etcétera) me parecen borrosos y, en general, ajenos a la lectura de literatura —que de eso hablo: no es imposible que alguien se enfrasque en Cómo tener un vientre plano en diez días y le dé resultado.

​Al igual que los famosos «derechos del lector» de Daniel Pennac, que yo veo como subterfugios que distraen del ánimo crítico que debería alentar en una lectura que se quiera fértil y no como un mero pasatiempo, suele repetirse que no hay libro malo, que de cualquiera podrá obtenerse algún provecho. Y bueno: basta asomarse a las mesas de novedades para constatar cómo lo que más hay en el mundo son libros pésimos y, lo más grave, perniciosos al persuadir a tantos lectores de que son lo contrario. La dificultad para diferenciar unos de otros únicamente puede subsanarla el tiempo, las muchas lecturas al paso de las cuales vaya afinándose la atención. Pero esta vía, que también parecerá una obviedad, está constantemente amenazada no sólo por una deficiente educación (la carencia de fundamentos para saber hacer distingos desde las etapas tempranas en la vida de un lector), sino además por los influjos del mercado y de las concepciones imperantes de cultura, por lo general malentendidos que prosperan hasta que otros malentendidos vienen a reemplazarlos.

​Hace poco me pasó de nuevo, por ingenuo o por necio: compré la más reciente novela, muy festejada y ensalzada, de un autor famoso (y omnipresente además en la cultura del momento y en la discusión de la cosa pública). Cara, y además mal editada —ésa es otra: los editores mercenarios que entregan malhechuras, piezas en absoluto cuidadas, traducciones infames: timos, en suma, pero siempre lanzados, y recibidos, como si fueran las maravillas insuperables—, resultó una rotunda bobería. Las dos tardes que le dediqué me fue violentado descaradamente mi derecho a leer buenos libros. ¿Quién garantiza el respeto a este derecho? Nadie sino uno mismo, en la medida en que esté alerta.

 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de abril de 2013.

 

Derechos I

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Frecuentemente me he topado con los famosos «derechos del lector», urdidos por el francés Daniel Pennac y adoptados y difundidos ampliamente por muchos promotores de la lectura recelosos de que se vea a ésta como una obligación. Son diez, y aunque algunos me parecen obviedades pueriles (el «derecho» a releer, el «derecho» a hojear), me temo que otros puedan tener efectos perniciosos de ser tomados en serio. Mi desacuerdo procede de la suspicacia ante la comprensión de la lectura como una actividad ante todo recreativa, como un mero modo de pasar el tiempo y procurarse un disfrute sin muchas dificultades —una variante de la ociosidad, canjeable así por cualquier otra. Y es que, si bien es inadmisible leer por obligación (aunque a veces sea inevitable: todos pasamos por eso en la escuela, y quizás no siempre estuvo tan mal), esta actividad no conviene, creo yo, verla simplemente como un entretenimiento al que se pueda acceder o renunciar nomás porque nos da la gana. Si se va a leer —es decir, si se renuncia al primer «derecho» de Pennac, que es «el derecho a no leer»—, hay que hacerlo bien, y eso no tiene por qué ser sencillo. La facilidad es el atajo que toma la pereza para llegar más pronto a la ignorancia… de la que no se sale tan fácil.

Así, encuentro por lo menos objetables los «derechos» segundo y tercero, «a saltarnos las páginas» y «a no terminar un libro». Puesto que sólo la experiencia enseña a reconocer más pronto cuándo un libro es una porquería, únicamente tras haber acumulado un número suficiente de lecturas puede pensarse en tomar así, de súbito o inopinadamente, la decisión de abandonar. Es decir: de ser en realidad derechos, se ganan con el tiempo y en razón de un criterio madurado. El problema estriba en saber cuándo las lecturas son suficientes, y el peligro está en que esa decisión esté tomándola en realidad el prejuicio, antes que el criterio. Más inaceptable es el «derecho a leer cualquier cosa», por cuanto se presta a interpretaciones erróneas y contraproducentes. Por ejemplo: habrá quien diga que cancelar este «derecho» implica franquear el paso a la censura, y que vernos privados de él podría significar vernos impedidos de leer lo que se nos venga en gana (por una imposición autoritaria e incuestionable, y por tanto indeseable). Sin embargo, se debe reparar en que no es un derecho en realidad, y que hacerlo pasar por tal puede propiciar que el lector, amparado en él, pase la vida devorando sólo porquerías (gracias a esas creencias infundadas siguen y seguirán siendo éxitos los libros de Paulo Coelho o Carlos Fuentes), o bien que, pudiendo leer «cualquier cosa», nunca llegue a ocurrírsele internarse en Moby Dick o en Dostoievsky.

Los lectores únicamente tenemos un solo derecho: a leer buenos libros. Nos lo ganamos pagándolos, con el dinero que nos cuestan o al menos con el tiempo y la atención que dedicamos a leerlos. ¡Y qué lejos estamos, tan a menudo, de que ese derecho se nos respete! (Continuará…).

 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 28 de marzo de 2013.