Mariposa

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(De acuerdo: esta foto poco tiene que ver con el presente artículo. Pero a ver si así alguien pasa por aquí y se detiene tantito. Además: quién quiere ser literal en estos tiempos en que ya en nada —ni en la televisión suiza o austríaca— se puede confiar).

Por lo que parece —y uno, en su entendimiento silvestre de las materias abstrusas, generalmente ha de conformarse con lo que parece—, la llamada teoría del caos ni es teoría ni es del caos. Según ilustra Wikipedia (la fuente del saber para nosotros los silvestres), «no necesariamente es una teoría, sino que puede entenderse como un gran campo de investigación abierto», una rama de las matemáticas que se ocupa de lo que no se puede prever o lo «no lineal», y «caos» ha de tomarse «no como ausencia de orden, sino como cierto tipo de orden de características impredecibles, pero descriptibles en forma concreta y precisa». Entre las aplicaciones de este enfoque de observación de la realidad, que estudia los llamados sistemas dinámicos (que se clasifican en estables, inestables y caóticos: lo mismo que mucha gente, podría pensarse), están las que sirven a la medicina, la economía, la geología. Y, desde luego, a la meteorología, terreno del que proviene la adaptación de un viejo proverbio chino, que muchos hemos escuchado y que quizás incluso pueda llegar a sonarnos bonito... hasta que padecemos en carne propia las consecuencias de la fantástica verdad que encierra. Originalmente, dicho proverbio habría rezado de este modo: «El aleteo de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo»; una versión más moderna (el escritor Antonio Tabucchi la usó para titular un hermoso cuento), en cambio, dice así: «El aleteo de una mariposa en Nueva York puede provocar un tifón en Pekín», y en cualquier caso ha dado pie a lo que se conoce como el «efecto mariposa»: «una pequeña perturbación que, mediante un proceso de amplificación, podrá generar un efecto considerablemente grande» (Wikipedia otra vez).
El miércoles pasado llovió en Viena: un tormentón, por lo visto, que fue causa de que se interrumpiera, por dos prolongados períodos, la transmisión en vivo del primer partido semifinal de la Eurocopa, que las selecciones de Alemania y Turquía disputaban en Basilea. Qué cosa más desasosegante: primero se fue la señal cerca del minuto 10 del segundo tiempo (el partido iba empatado), y a los pocos instantes volvió, pero con imágenes de relleno: una alemanita guapa y en la baba, una pandilla de turcos panzones pintados de rojo, el típico niño emblemático y ñoño con las banderas de ambas escuadras en los cachetes... No tenía caso cambiarle: en Televisa, en TVAzteca y en ESPN seguían viéndose sólo esas imágenes, hasta que el desperfecto se solucionó, cinco eternos minutos después. ¡Pero volvió a suceder! Y no sólo eso, sino que fue justo cuando cayeron el gol del desempate (Alemania) y el que metió Turquía para empatar otra vez (minutos 78 y 85, respectivamente). Era un partidazo, pero nadie fuera del estadio en Suiza lo podía ver.
Y uno que se la pasa quejándose, caray: si a los vieneses también se les desconecta el enchufe con una lluviecita (la mariposa que provocó el desastre global, un cataclismo en el hogar de cada aficionado delante de la tele), ¿qué podemos esperar?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 27 de junio de 2008.

Páginas

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Sin esperanza
(Sale el espectro, de Philip Roth. Mondadori, 2008)

En una entrevista a propósito de la aparición de ésta, su penúltima novela, Roth advirtió al periodista que buscaba confirmar, por boca del autor, el dejo de esperanza que su lectura había detectado. «No diga eso. No quiero que nadie tenga ninguna esperanza», lo atajó Roth. No la hay, en efecto. A cambio, lo que sí hay es la certidumbre de la aniquilación que a todos nos aguarda. Nathan Zuckerman (un viejo conocido para los incondicionales del firmante de la obra novelística más importante de nuestro tiempo) regresa a Nueva York luego de haberse alejado por más de una década, y encuentra un mundo incomprensible, absurdo, hostil: un mundo peor, todavía, porque lo recibe con la ilusión del amor —ilusión que, desde luego, Zuckerman admitirá sólo para verla hacerse pedazos. Una de las mejores piezas del mejor novelista vivo en lengua inglesa.


En voz alta
(Saber hablar, VV. AA. Aguilar, 2008)

«No habla bien el que no dice nada o el que convierte su habla en un juego floral», se lee en el primer capítulo de este instrucivo del buen decir —un «arte de la retórica» adecuado a los usos y las necesidades de los tiempos que corren—: «Los malos hablantes, algunos de nuestros políticos lo son, suelen confundir a la gente con palabras grandilocuentes, con neologismos, con alargamientos innecesarios» (o, como el Gobernador de Jalisco, con improperios y procacidades de borracho, sencillamente). El libro, propiciado y avalado por el Instituto Cervantes, hace una considerable y razonada revisión de los principios que determinan la mejor expresión oral, y también funciona como un manual útil —y a menudo divertido— para hablar de los mejores modos, con los mejores resultados.


Más allá de la trama

(Partitura para mujer muerta, de Vicente Alfonso. Mondadori, 2008)

Evidentemente, en las historias policíacas la trama lo es todo: la pericia que el narrador posea para guiar a sus lectores por las mismas perplejidades que orientan o desorientan a los personajes, y rumbo al mismo inesperado desenlace que los aguarda. Pero Vicente Alfonso, en este estimable ejercicio del género, consigue que la lectura sea, además de la averiguación que debe ser (sí: hay un crimen, y quien lo investiga, y toda una historia detrás de la que se desprenderán las claves), una sucesión de hallazgos promovidos por una preocupación literaria que va más allá de la mera responsabilidad narrativa: el erotismo, la violencia, la música, la memoria y, al fondo de todo, la vulnerabilidad de las almas, hacen de esta pieza una historia memorable, más allá de lo que por sí sola habría conseguido la trama.


Cuando se ama
(Amores que matan, de Rosa Beltrán. Seix Barral, 2008)

«En el amor todo son frases prestadas y uno nunca está seguro de decir lo que se quiere cuando se ama». Esta verdad —que en efecto es un problema—, es también ocasión inmejorable para que la invención literaria indague en las razones del amor y sus historias, así el primero mate y las segundas siempre estén en la búsqueda de su final. Ésta es una colección de relatos breves e inapelables y, según su autora, «signados por una profunda soledad, por esa necesidad desesperada y casi enferma de encontrar al otro o a los otros». Se incluyen el amor conyugal, el amor por las letras, por las madres, el platónico, el amor en la postmodernidad, el amor por la familia, el filial, por el trabajo, por los viajes, por el ritual, por los ideales: un «catálogo» de lo más apreciable, y estupendamente bien confeccionado.


La desmesura
(Vida y destino, de Vasili Grossmann. Lumen, 2007)

Aunque es recomendable desconfiar de las citas que los editores usan para ensalzar sus mercancías, es difícil pasar de largo cuando el citado es George Steiner. «Novelas como Vida y destino», se nos dice que afirmó, «eclipsan todo lo tenido por ficción seria en el siglo XX». Tal juicio corresponde a una novela insólita por varias razones: por su desmesura (más de un millar de páginas), por sus alcances, por la cumbre que representa en la literatura rusa de todos los tiempos —en la misma cordillera de Tolstói o Dostoievsky— y por la historia de su supervivencia: Grossmann, el primer periodista que dio a conocer al mundo la existencia de los campos de exterminio nazis, no llegó a verla publicada, y sólo gracias al empeño de algunos disidentes, que la sacaron microfilmada de la URSS, donde estaba prohibida, ha llegado hasta nuestros días.


Desde el abismo
(Conocimiento del infierno, de António Lobo Antunes. Mondadori, 2008)

António Lobo Antunes ha estado en el infierno. O en varios infiernos. En la guerra de Angola, donde sobrevivió gracias a que un superior del ejército portugués les leía a Victor Hugo a él y a otros soldados. En la Lisboa que lo recibió de regreso. En los manicomios. Aún acude, se dice, dos veces por semana, al consultorio donde tuvo durante mucho tiempo su práctica como psiquiatra en un hospital de monjas de su ciudad. No es la primera vez que, en las páginas de un libro (él se refiere a los suyos como «libros», solamente: no «novelas», no «ficción»), promueve un descenso a las profundidades más recónditas del alma, a la soledad impensable que hay tras el delirio. Su prosa salvífica, de nuevo, insiste en las insospechadas posibilidades que hay para extraer la poesía más delicada de la materia más atroz.

Publicado en el suplemento Primera Fila, de Mural, los viernes 13, 20 y 27 de junio de 2008.




La más bonita

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Buena parte de los mexicanos, entre los que aún resollamos y los que ya se nos adelantaron —y si no es que todos—, supimos alguna vez que en cierto concurso el Himno Nacional quedó en segundo lugar, después de «La Marsellesa». Dónde y cuándo se celebró dicho concurso, quién lo organizó y por qué son preguntas para las que no existen respuestas. Vaya: tal información, un artículo de fe del que era improcedente descreer, podía incluso prescindir de toda explicación: la composición de Bocanegra y Nunó era la segunda más linda del mundo, sólo por debajo del canto revolucionario francés. (Alguna vez Jorge Ibargüengoitia, tan dado a reparar en los modos en que la historia patria se inocula en el entendimiento de los mexicanos, a menudo tan arbitrariamente, declaraba su perplejidad ante esta noticia sobre nuestro himno que muchos supimos en la infancia, y recordaba otra que seguramente también muchos conocieron en su tiempo —y que, sin embargo, cabe suponer que ya no brincó de una generación a la siguiente—: que en otro concurso —igual: quién sabe dónde, quién sabe por qué—, los soldados mexicanos también habían participado, pero con mejores resultados, pues habrían vencido en pruebas de resistencia a los prusianos, los franceses, los gringos...).
En días pasados, el diario español 20 Minutos lanzó, ahora sí, un concurso, «La bandera más bonita del mundo». Hasta el mediodía del miércoles, ya en las etapas finales de eliminación, entre las 40 banderas que iban quedando como favoritas entre los votantes —cuyo parecer se ha recabado por internet—, la mexicana seguía en segundo lugar, luego de la peruana y con gran ventaja (más de 50 mil votos) por encima de las de Guatemala, Costa Rica y la República Dominicana, por mencionar sólo a las cinco primeras. El concurso, ideado por un usuario del sitio web del diario, concluirá el 7 de julio, de modo que hay todavía oportunidad de que los peruanos sigan votando por la bandera peruana, los nepaleses por la nepalesa y los etíopes por la de Etiopía (que está bien padre, dicho sea de paso). Aparte de lo enormísimamente ocioso que es esto, ¿no es de suponerse que así, en efecto, es como se vota? Porque si a uno, mexicano, le parece más bonita la bandera de Japón, pongamos, ¿cómo podrá favorecerla si creció con la creencia de que lo nuestro —el himno, o la comida, o la música, o el traje típico, o lo que sea— tendría que estar, pero no está, en primerísimo lugar? Si no fuera por Lupita Jones...
Brevemente, y para que no se vaya limpio: el Gobernador González («Emilio» que le diga Guzmán, el meteorólogo chafa) ha de estar haciendo chile con el rabo porque el Cardenal quiso que le regresaran el donativo, con todo y que, con su habitual displicencia, desestime la importancia del desaire y diga que lo vería «como una anécdota de Gobierno, una anécdota social» (sí, tú). Pero esa «anécdota», con sus consecuencias, sigue siendo una afrenta mayúscula que la sociedad —ojalá— no va a olvidar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 20 de junio de 2008.



¿Imposible?

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Que dice el Dr. Petersen que es imposible evitar esto. Quiera Diosito que un día, cuando ya no sea Alcalde y nadie lo pele (bueno: capaz que lo vamos a hacer Gobernador: ya cumple con el primer requisito, que es ser un inepto), vaya en su coche por el túnel de Las Rosas y lo sorprenda la tormenta ahí adentro, como a este pobre camarada (Foto: Mural/Carlos Ibarra).

«No saben qué hacer», constataba ayer —ya lo sospechábamos— la cabeza de la nota principal de Mural. Desde la medianoche del sábado, Guadalajara ha cumplido puntualmente con la tradición anual que la lleva a convertirse en una ciudad lacustre, y aunque se muestra siempre sorprendida por la llegada aparatosa de las primeras tormentas, lo cierto es que ya desde poco antes el desastre se anuncia también siempre con los primeros vientecillos que apagan semáforos, tumban árboles, se llevan la luz; pero, además, opera una suerte de amnesia colectiva que borra el recuerdo de las inundaciones y los estropicios del año anterior, de tal modo que sólo hasta que nos descubrimos en medio de los torrentes caemos en la cuenta de que el mismo horror —e intensificado— está esperándonos para que lo atravesemos otra vez. Un día no nos va a dejar salir más.
No hay rumbo, en todos los municipios que integran la Zona Metropolitana, por el que las lluvias muestren clemencia. Como una esponja gigantesca, la ciudad se hincha y rezuma agua y lodo y locura, y pobres y ricos chapotean en el desconcierto, la impaciencia, la desesperación y la inminencia de la desgracia. ¿Es normal esto? Desde luego que no, aunque la fuerza de la costumbre es poderosa, y cada año, ya entrado el temporal, uno acaba ingeniándoselas de cualquier modo para sobrevivir. Pero llegará el tiempo —la ciudad continúa creciendo imbécilmente, es decir, sin previsión y sin escarmentar— en que ni siquiera la costumbre ni la resignación servirán para nada, y por lo pronto las autoridades no saben, sencillamente qué hacer.
O bueno: lo más seguro no es que no sepan, sino que no les dé la gana trabajar para averiguarlo. O sí saben, pero prefieren mirar hacia otro lado (hacia el siguiente puesto que desean ocupar, apenas se vean libres de las responsabilidades actuales), y dejar el pendiente a quienes vengan detrás. «Es prácticamente imposible que algún día lleguemos a evitar las inundaciones en la zona metropolitana», declaró, asombrosamente, vergonzosamente, miserablemente, el Alcalde Petersen a la hora de repasar los daños que había ocasionado el diluvio del sábado y el domingo. ¿«Imposible», doctor? ¿Dónde está el diagnóstico que lo demuestra? ¿Cómo llegó a él? ¿Y qué espera que hagamos, entonces? ¿Ya vamos contratando la funeraria? Eso que dijo el Alcalde se publicó el martes; el miércoles, el gerente técnico del SIAPA, a propósito de las medidas provisionales que este organismo pone en práctica para que el mal no sea tan drástico, dijo esto: «El problema no tiene que ver con una solución técnica, porque de éstas hay 20, el problema es financiero y el asunto se va aplazando año con año». Volvamos con el doctor Petersen: ¿no será que sí hay medicinas para el paciente, pero ni usted, ni sus colegas de la ZMG, ni el Gobernador González («Emilio» que le digan los alcaldes) tienen ganas de comprarlas?
El túnel de Las Rosas debería ser declarado Patrimonio de la Humanidad. Nunca la ineptitud y la arrogancia habían logrado una hazaña tan colosal.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 13 de junio de 2008.

Samuel Pepys, bloguero

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«¿Qué diría usted de un hombre que odiase el deporte y prefiriera tocar la viola y el flautín; de un convidado lo bastante grosero como para desgarrar la carne con sus dedos pero lo suficientemente refinado como para dominar el latín, el francés o el español como si fuera su lengua materna; de un alto funcionario pasional que gesticulase sin ninguna discreción; de un gentleman irascible y violento que destrozara los muebles, diese un puntapié en el trasero de su cocinera y pusiera a su mujer un ojo a la funerala?». La pregunta es de Paul Morand, que prologó la primera edición en francés de los Diarios (1600-1669) de Samuel Pepys, uno de los miserables más entrañables que habrán existido. «Usted diría», contestó el francesísimo Morand, «sin duda, que tal hombre, si existió, no pudo haber nacido en el otro lado del Canal de la Mancha. Y sin embargo es un hecho: Pepys existió y era inglés».
Ahora bien: no sólo existió: sigue escribiendo en su diario, sólo que ahora —claro— es un blog. Qué más da que la entrada más reciente, la del 12 de junio, sea de 2008 o de 1665. Es un portento. Pasen ustedes, si son tan amables, a visitarlo por aquí.

P. G. Wodehouse: el gozo inocente

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Es fácil imaginar la escena: metido en un aprieto, un joven y atolondrado aristócrata inglés recibe ayuda, en el momento clave —y se diría que de un modo providencial—, del mayordomo que discretamente ha estado al tanto del problema y, desde luego, ha dado con la solución: con circunspección y solicitud, el sirviente desliza la idea genial en el entendimiento de su patrón, y enseguida retrocede de nuevo a la sombra, para que sea éste quien se lleve todo el mérito. Después de todo, el mayordomo (un tipo brillante, oportuno, culto, adusto pero simpático, y siempre disponible) es un caballero al servicio de otro caballero, y de ninguna manera dejaría de observar el orden social según el cual los mayordomos no deben parecer más inteligentes que sus amos.
En el caso de Jeeves, sin embargo, habría que hacer una excepción. Jeeves es el mayordomo de Bertie Wooster (el último descendiente de un linaje que se remonta al tiempo de las cruzadas), a quien saca cotidianamente de apuros, y con tal agudeza que Wooster no puede sino reconocer que sin él no sabría arreglárselas para sobrevivir. Lo saben, incluso, las tías, los amigos, las novias, los enemigos, los primos y los demás sirvientes de Wooster, y en suma todo Londres. Jeeves es un cerebro infalible, y en consecuencia nunca falta quien se vea en la necesidad de sus servicios: todo lo resuelve del mejor modo, y ello a pesar de la sobriedad profesional que le impide expresarse más allá de frases como «Sí, señor», o «Con todo gusto, señor». Es perfecto.
Y es una de las creaciones más formidables de la literatura de todos los tiempos, que vive en la obra firmada por P. G. Wodehouse: una obra que es un universo donde invariablemente es posible la felicidad. Nada menos. Autor de más de noventa novelas, más un buen número de colecciones de cuentos, comedias musicales, piezas teatrales, guiones cinematográficos y radiofónicos, canciones y hasta algunos poemas, Wodehouse comenzó su carrera literaria hacia principios del siglo XX, cuando descubrió que ganaba más dinero publicando cuentos en revistas semanales que como cajero de un banco londinense. Transplantado pronto a los Estados Unidos, fue dando forma a un mundo poblado por lores despistados, viejas ricachonas y excéntricas, muchachas hermosas rodeadas de enjambres de zánganos, empresarios ingeniosos, actrices tontas, nobles reducidos a la necesidad de alquilar sus casas de campo, sirvientes mañosos y jóvenes deseosos de sobresalir en sociedad (siempre y cuando ello no signifique rebajarse a trabajar). Es Londres y sus alrededores, en una época detenida en las primeras décadas del siglo pasado, pero con la particularidad de que ahí jamás hay lugar para la verdadera desdicha, para la desgracia o para ningún género de atrocidad. Hay, sí, historias de amores desventurados (que a lo sumo le amargan el día al sufriente, pero sólo hasta que una nueva amada se cruza en su camino), y los conflictos más alarmantes pueden consistir en una mala combinación de la corbata y los calcetines. Pero nada más. Es un territorio hecho de pura inocencia, idóneo para las divertidísimas historias que tienen lugar en él. En cuanto a su creador, la suya fue una vida carente de acontecimientos extraordinarios, dedicada al trabajo y a recaudar, con sus libros, la admiración y el cariño de varias generaciones.
«Muchos han intentado “explicar” a Wodehouse, psicoanalizar su mundo, colocar sus creaciones bajo el microscopio de la crítica literaria moderna», escribió el actor Stephen Fry, quien ha encarnado al personaje de Jeeves en el cine. «Semejante proyecto es semejante a probar un soufflé con una pala». Y es que con Wodehouse lo único que verdaderamente importa es gozarlo, a menudo a carcajadas. Hay muchas novelas y colecciones de cuentos publicadas en español, pero también, para nuestra fortuna, desde hace unos años circula la antología ¡Pues vaya!, que recoge lo que las Sociedades Wodehouse alrededor del planeta —reuniones de lectores devotos en torno a un autor, ante todo, entrañable— eligieron como lo más representativo de su vasta producción. «En estos tiempos en los que todo el mundo odia a los demás», reconoció Wodehouse, «cualquiera que no desprecie a algo —o a todo— es un anacronismo». Y él lo es. Felizmente.

Publicado en Magis.

Nota: quien tenga paciencia y quiera leer un ensayo más amplio que dediqué a éste, seguramente el escritor que más quiero en la vida, puede echarle un vistazo aquí.

La maraña

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Uno creería que la gente que usa Facebook sabe para qué sirve. Pero no lo parece, y no tanto porque esa gente observe ahí conductas tan extrañas (incluido el que esto escribe, que en un descuido cedió y se registró, a pesar de su ignorancia al respecto y de su nula necesidad de «socializar»), sino porque lo más probable es que no sirva para nada. ¿Por qué esta red, fundada por un nerd veinteañero en 2004, y pronto convertida en uno de los negocios más jugosos de internet —el ya típico caso del papanatas que nomás de verlo dan ganas de abofetearlo, pero que si le pega la gana puede sacar la chequera para comprarse un país—, ha entusiasmado inexplicablemente a las relativas multitudes que disponen de conexión en el mundo?
Primero, quizás, más bien habría que hablar de los individuos que forman (formamos) esas multitudes: cada cual con sus particularísimas razones —o sin razón alguna— para sumarse al conglomerado monstruoso de soledades que cada segundo están dando razón de sí mismas mediante recursos tan diversos como lo permitan la imaginación y la tecnología: desde las listas de libros favoritos hasta los «clubes» de fanáticos de cualquier causa (los retretes con calefacción, por ejemplo), pasando por los álbumes de fotos, los hit-parades personales de música, películas, figuras de la política, deportistas, marcas de ropa, bebidas, plantas, mascotas... Según se lee en la página de información de la compañía, Facebook es una «herramienta social que ayuda a la gente a comunicarse más eficientemente con sus amigos, familiares y compañeros de trabajo». Sin embargo, por bonito que suene ese propósito, lo cierto es que a poco de empezar a «comunicarse» con alguien por esa vía resulta evidente que tal comunicación podrá ser todo menos eficiente. Lo que más encuentra uno es información que no sólo no importa, sino que además quita tiempo —y que, a menudo, consiste en datos que uno habría preferido ignorar: si un conocido notifica a la humanidad que, test de por medio («¿Qué filósofo post-modernista eres?», se llama), resultó ser el alma gemela de Niklas Luhmann, ¿a uno qué?
Una amiga concluyó que lo mejor que podía esperarse de Facebook era que sirviera como sirve la puerta del refri, para que ahí le dejen a uno recaditos y recuerdos y fotos. Lo malo, como todo en la vida, está en que la culpa es el sentimiento rector que opera al enredarse en esta red social: 60 almas están reclamando tu atención al mismo tiempo (hay quien se ve procurado por miles, por decenas de miles), y aunque ninguna, incluida la tuya, tenga gran cosa que decir, ¿cómo las vas a ignorar? Miras sus fotos, sus videos, sus aficiones, sus pasatiempos, sus corazoncitos abiertos al escrutinio del planeta entero. Te enteras de quién se ha hecho «amigo» de quién. Recibes y envías mensajes, obtienes respuestas a preguntas que jamás habrías formulado, respondes las que nadie te haría jamás. Y terminas por contarle al mundo quién eres. Quién sabe para qué.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 6 de junio de 2008.




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Los ensayos del poeta
(La insondable sencillez, de Eliseo Diego. UNAM, DGE, Equilibrista, 2007)

A primera vista, este volumen podría pasar como la mera compilación de ensayos en que, a lo largo de los años, Eliseo Diego habría ido explicando y explicándose su condición de lector: un lector que también es poeta, y que razona pormenorizadamente sobre los hallazgos que los libros van deparándole en la vida. El libro que, como observa Eliseo Alberto, su padre pasó la vida buscand
o, y que sólo pudo quedar escrito hasta el final, disperso aquí y allá. Pero es mucho más: también es la actuación, en vivo y en directo, de un virtuoso de ese arduo instrumento que es la escritura ensayística. Con suaves y a la vez rigurosas maneras, con profunda ligereza, con la absoluta seriedad de quien sabe ir con desenfado y gracia, el cubano da cuenta de sus amores y sus juicios al tiempo que despliega una alta lección de estilo.


El héroe de Aira

(Las aventuras de Barbaverde, de César Aira. Mondadori, 2008)

Es Aira metido en el cómic, pero decirlo así es poco. Con él —y será la razón de las devociones y las aversiones que es capaz de desatar— nada es nunca previsible. Un héroe, Barbaverde, que, como debe de ser, lucha por el bien; que tiene a su archienemigo en la persona del profesor Richard Frasca, que quiere destruir el mundo (una vez por medio de un salmón, otra convirtiendo a los hombres en juguetes: es Aira, ya se sabe). No faltan el periodista incipiente y entusiasta, Aldo Sabor, que da cuenta de la lucha, y la muchacha de la que el periodista está enamorado (sólo que no es la habitual secretaria que masca chicle y habla rápido: es una artista del performance). Son cuatro novelas, pero también es una saga. Que, a la postre, fastidió al autor, siempre listo para pasar a otra cosa. «A la cuarta me cansé», explicó escuetamente en una entrevista.


Publicado en el suplemento Primera Fila, de Mural, el viernes 6 de junio de 2008.