Un sueño en el mar

I
Unos instantes atrás tal vez pudo parecer desafiante, hasta alegre; unos instantes después quizás caminará lentamente, taciturno, observando cómo la sombra alarga su estatura sobre la arena. Pero en este momento, guardadas las manos en los bolsillos del pantalón, la camisa oscurecida por el sudor, mientras ladea ligeramente hacia el sol su cráneo macizo y extiende la mirada hacia el mar (porque el mar está ahí, ante él, esperándolo), ha depuesto toda arrogancia, e incluso podría aventurarse que un comienzo de desaliento explica el gesto. O mejor: esos labios cerrados son el primer anticipo del silencio en que habrá de obstinarse unos años más adelante. Pero ahora andará por los cuarenta, y sabe que tiene algo que hacer. Está en ello, de hecho: por la luz puede inferirse que está yéndose el mediodía, y una vez que la foto quede lista tendrá la tarde y la noche y los días que haga falta —los días innumerables de ese tiempo dilatado que lo ve pasar— para seguir en lo suyo. Y entonces la pose que ha adoptado es sólo eso, un breve momento fuera del sueño, y no hay tal desaliento ni mucho menos silencio: puede que, apenas escuche el obturador, una carcajada desmienta toda la apostura melancólica escogida para lucirla en blanco y negro.
El sol de esta fotografía, naturalmente, debe de ser el de Acapulco, y puesto que no hay indicación en contrario (ninguna de las dos ediciones la acredita a nadie más), debió ser Lola Álvarez Bravo quien detuvo a Francisco Tario contra esa pared encalada cuyas formas recuerdan las branquias de un gran pez —contra esa pared y debajo de esa soga horizontal. Nada impide imaginar que haya sido la última imagen seleccionada para figurar en el volumen preparado por ambos, Acapulco en el sueño: va en la primera solapa, encabezando la depurada presentación del escritor (que malamente carece de firma), mientras que en la segunda ocupa un espacio correspondiente el retrato de Álvarez Bravo —sin duda elegido antes y sin pensarlo demasiado: es el célebre que le hizo su marido, donde la artista, con una lupa en las manos, se recarga en una mesa junto a una escultura en forma de cruz. Nada, tampoco, impide conjeturar que el propio Tario haya participado en esa decisión: de hecho, se antoja suponer que él mismo produjo la fotografía: la pose, el vestuario, la hora de la sesión, el lugar, el ángulo, la iluminación. (Lo hizo, al menos, con otra de las fotografías del libro, la que lo muestra vestido como el elegante viajero insólito que no ha abandonado un barco naufragante). Sin querer regatearle mérito a su colaboradora, es posible que ésta acaso sólo se haya limitado a seguir instrucciones cuando supieron que el diseño de la camisa contemplaba los retratos de ambos en las solapas —¿cuándo conocieron la serigrafía de Carlos Mérida?—, y que apenas en el último momento se hayan puesto a trabajar en ello. Al fin que en la portada sólo iba a constar el nombre de Tario, y el de ella sólo se encontraría hasta la portadilla:


ACAPULCO EN EL SUEÑO
por Francisco Tario

con fotografías de
Lola Alvarez Bravo


Y enseguida el epígrafe de Whitman, y la fecha: México, 1951.

El libro de ambos, entonces, está firmado en la portada sólo por él, y el «con» que incluye las fotografías de ella sugiere que éstas no hacen sino acompañar la escritura, ¿el poema? (pues eso dice el libro que es, en la dedicatoria que agradece «Al señor Presidente de la República, licenciado Miguel Alemán», «Al señor Melchor Perusquía» y «Al pueblo todo de Acapulco»). El poema que transcurre entre las fotos, deteniéndose mientras pasan o dejándolas atrás, o internándose largamente en ellas, o desentendiéndose para ir a otro asunto: el poema que a veces propone suavemente un modo particular de ver la imagen, y otras veces lo estatuye y lo vuelve inapelable, o bien recoge las insinuaciones de la lente y completa a su arbitraria voluntad el sentido o la historia que pulsan ahí. El poema o la guía insólita. La guía del descubridor de ese mar.
Ni una cosa ni otra: ni una guía para el descubrimiento de Acapulco ni un poema: un sueño. Y si no hay tarea tan vana como el intento de reconstituir un sueño, queriendo encontrar su trama (inexistente), su composición (desvanecida), sus significados (indiscernibles), piénsese en lo impensable cuando se trata del sueño de dos. ¿Qué fueron entendiendo ellos mismos mientras las visiones y las palabras fueron extendiéndose por estas páginas? Es lo que tenemos aquí: y aunque los sueños no se entiendan o no se recuperen, lo único que nos es dado es creer en ellos.
Pero en la primera fotografía estábamos: la de la solapa, donde Francisco Tario mira hacia el mar.

II

Luego de las exhumaciones que en los últimos años han ido vedándole a Tario la condición de fantasma que tan bien le iba (y ya es tiempo de tener nostalgia del tiempo en que su lectura exigía contraseña, cuando cada título descubierto en una librería de viejo suponía un privilegio sólo comprendido por unos cuantos obstinados en lograr el siguiente hallazgo), buena parte de la fascinación que suscita su figura radica en las noticias de su vida, aun cuando no haga falta leer nada suyo. El astrónomo al piano, dueño de un cine, enamorado de una mujer inefable, arrojando al fuego una gruesa novela luego de terminar de escribirla, o jugando frontón con Manolete, o inmortalizado en una caja de cerillos con suéter impecable, boina y rodilleras como el portero de futbol más elegante que debe haber existido: ¿no es un gusto repetir estas señas una y otra vez? Pues bien —conviene aclarar en este punto—, el caso es que tal hombre además firmó una de las obras más deslumbrantes de la literatura mexicana... Sí, pero ¿en qué equipo jugó? ¿Y no era también vecino de Octavio Paz? Una obra cuya suerte editorial fue de lo más azarosa, pese a haber merecido elogios... ¿Astrónomo, dijimos? ¿Y aquello de los viajes trasatlánticos? ¿Por qué murió en Madrid? Cuentista, dramaturgo imposible, autor de una novela inencontrable y de otra aparecida póstumamente, gracias a la denodada labor de rescate... ¿La cabeza rapada, entonces, era una forma de remediar definitivamente la calvicie? ¿Y qué hay con Acapulco?

Ahora: si bien Tario tiene cada vez más difícil ser la presencia fantasmal que antes sólo ocasionalmente se manifestaba (un día de éstos, fastidiado, va a conceder por fin una entrevista para un suplemento dominical, o se resignará a aparecer en un cocktail para ponerse a firmar libros), el atractivo que ejerce su figura y la fama que a este atractivo se debe han tenido el efecto provechoso de comenzar a restituirle el prestigio que su lectura merece: las antologías lo convocan, circulan de nuevo sus cuentos, se edita el presente libro —así el trámite de abandonar los estantes de «rarezas» le exija llevar prendida permanentemente la credencial de «raro» (pronto será el más conocido de nuestros escritores «raros», más popular que muchos que se sueñan tales). Y sin embargo, por la diversa originalidad que marca todos sus libros, así como por su renuencia a comparecer en las reuniones de nombres que facilitan a la crítica y a la historia echar vistazos a la literatura del siglo pasado («Tario no se esforzó por aparecer en la fotografía junto a sus contemporáneos», ha escrito Alejandro Toledo), el autor de Una violeta de más no es solamente una presencia enigmática por lo excepcional, sino sobre todo (y esto, al final, es lo que importa para la lectura) por el hecho de que cada incursión en su obra propone, infaliblemente, cada vez mejores misterios.

Es el caso de Acapulco en el sueño, un libro que empieza a ser inexplicable por la circunstancia de que los considerables tirajes de sus dos ediciones (siete mil ejemplares de la primera, veinte mil de la segunda) no hayan parecido bastar para que se lo conociera más ampliamente. «Joaquín Diez Canedo hizo en 1951 la primera edición de Acapulco en el sueño», recuerda Luis Vicente de Aguinaga en un ensayo sobre la fotografía donde Tario actúa como un viajero imperturbable en el naufragio1. «Tuvieron que pasar cuatro décadas para que alguien patrocinara una reimpresión. El mérito correspondió a la Fundación Cultural Televisa: en junio de 1993, veinte mil facsímiles2 de Acapulco en el sueño fueron despachados por los talleres de Reproducciones Fotomecánicas, S.A. de C.V.». Y añade: «Veinte mil ejemplares, y Acapulco en el sueño (lo digo con un poco de tristeza y un poco de orgullo) es todavía un libro difícil de conseguir». El lujo editorial —el formato, los materiales, el grabado dorado en la portada y el lomo, la camisa especialmente diseñada por Mérida—, así como la dedicatoria al Presidente Alemán, «fundador de esta nueva ciudad de Acapulco», y al empresario Melchor Perusquía, «singular ejecutor de la inusitada tarea» (secuestrado y asesinado en 1996), hacen pensar en que el libro nació por encargo, destinado a promocionar las excelencias del puerto, y aunque en la contraportada de la primera edición consta el precio (cuarenta pesos), da la impresión de que más bien fue concebido para ser regalado, como ocurre con tantos libros en cuyas primeras páginas consta el nombre de un político3.

Un catálogo de maravillas, entonces. Por momentos, en efecto, la escritura de Tario parece haber seguido esa intención: algunos fragmentos funcionan como pies de foto al referir y mostrar lo que la imagen está ya diciendo por sí sola («Mas he aquí que a ciertas horas del estío se apelotonan los nubarrones...», y lo que muestra la página siguiente es, en efecto, una conflagración de grises sobre un agua que empieza a encresparse), mientras que en otros casos se trata de informaciones históricas o técnicas tomadas de Humboldt, de las Leyendas de Acapulco del cronista José Manuel López Victoria o del naturalista santanderino Enrique Rioja: datos presentados como peculiares exordios a la elocuencia que la imagen está por exhibir: al tiempo que la mirada ha dado ya con la fotografía de una mujer ricamente enjoyada, que en la penumbra de una bodega poblada por barricas extiende displicentemente los brazos sobre una mesa rebosante de granos, estamos ya leyendo: «Según el sabio barón de Humboldt “los galeones en el último tercio del siglo XVI venían de retorno cargados con ricas mercancías procedentes de China y de la India, que eran acaparadas con avidez por los comerciantes de la Nueva España: tejidos de seda y algodón, cerámica china, especias codiciadas y maravillosas obras de orfebrería...”».

Pero pronto hay que empezar a poner en duda el espíritu de guía ilustrada que quizás estuvo en la idea original de sus promotores: la prosa de Tario va en pos de algo bien distinto, lo cual puede advertirse desde la «Noticia» inaugural que, al aludir sintéticamente a una mitología de índole floral y cardinal, explica la raíz de la que «floreció a su vez y para asombro del hombre el lugar en que fueron destruídos los carrizos»: el nombre Acapulco, ha de inferirse, y también el lugar mismo. Tal ingreso supone la proposición de una voz que sí, dirá lo que ve cuando sea preciso o cuando le parezca justo, pero que ante todo estará cantando lo que llegue a recordar, lo que imagine o las resonancias que le traigan las presencias, los paisajes o las luces y sombras que, a su modo y por una vía alterna —y a veces paralela—, van encontrando también las fotografías.
Ya: un canto, con el que Tario podrá ir resolviendo en palabras la incesante zozobra que causa la contemplación del mar, o pretenderá establecer la noción de que tal mar es el primero, adonde las aguas de todos los océanos regresan para renovar sus ímpetus. O un canto que dejará crecer y perderse entre el rumor de las olas mientras contempla la desnudez de una mujer arrodillada en la arena: ya regresará con un mensaje cuyo significado sólo podremos vislumbrar —y precariamente— en tanto estemos dispuestos a admitir la historia de la que quizás se desprenda: «Aunque bien visto no busco Belleza, sino Olvido —pues acaso sea bella la Muerte y lo que pido es olvidarla. Olvidarla e ignorarla, si esto fuera posible, aun a costa de mi propia vida». O hará que el canto repose cuando sea indispensable expresar, a toda prisa y con algo más que una interjección, el aturdimiento, la inmersión total en la sensualidad más irreparablemente gozosa que propician ese sol y ese viento: ante el vuelo del clavadista o ante los ademanes suntuosos de una dorada pareja de navegantes en la proa de un velero; ante la infinitud de destellos que vibran en la bahía. O puede quedar cancelado mientras la noche en un cabaret presencia cómo Mr. H. B. X. espera a la mujer «fluctuante, sideral, vestida de blanco, como debía serlo» —y entonces el canto estará adquiriendo la forma risueña del cuento.
Resultaría abusivo ver en el comportamiento de la poesía de Tario una inevitable querencia por la gestación de historias, pues tal perspectiva podría invertirse —también abusivamente— resaltando las propensiones poéticas de su narrativa en el resto de su obra. Por lo demás, el cultivo del aforismo y la postulación ensayística también están presentes en Acapulco en el sueño, e incluso el deslumbrante ejercicio estilístico que sólo puede llevar a cabo el lector profundo que Tario fue: la carta apócrifa de D. H. Lawrence, hacia el final del libro. Sin embargo, no escasean los momentos en que el cantor modula su voz de acuerdo a tramas posibles —a veces cuando va escuchándolas, a veces cuando va viéndolas progresar ante su imaginación—, y sin embargo, si hubieron de existir, tales tramas se desvanecen antes de que el canto continúe: al dar razón de la luna, por ejemplo, dice de ella que es «como una viuda grávida torturada en mil angustias y adulterios, con un lenguaje mortuorio, desgarradoramente sensual, poco menos que incestuoso»: ¿no hay aquí una novela completa? No, naturalmente, pero conociendo a Tario... Y es que cuanto captura y desencadena su prosa en estas páginas puede resultar a la vez algo absolutamente inesperado y absolutamente familiar para quien ha conocido La noche o Una violeta de más, e incluso Equinoccio y Jardín secreto: el presentimiento de que algo está por suceder entre los resplandores del día y las meras declaraciones del gusto desnudo por lo que merecen los sentidos: algo que pasa tras la exultación incontenible por descubrirse vivo o tras la cavilación hermética que trae consigo un atardecer: el sobrecogimiento de lo inminente, el nacimiento de un misterio, el parlamento que está diciéndonos algo que deberemos completar, las siluetas luminosas y fugaces: «¡Oh, Kitty, Miss Kitty Morgan! Ella amaba la tierra, los pájaros, las lindas nubes de colores y las dulces melodías de Guty Cárdenas» (y al lado una modista ajusta la cintura del vestido fantástico que lleva una mujer fantástica).

Será, pero ante todo conviene recordar que lo que aquí consta es un sueño. El mismo título lo dice.


III

Un sueño, finalmente. Las recensiones de la obra de Tario suelen destacar el hábito de las fantasmagorías, las oscilaciones del alma entre la inocencia y la crueldad, las agudezas crueles que desarman todo pronóstico de embeleso o ternura. O la demencia como una mera variante de la memoria: a propósito de su novela Jardín secreto (que empezó a escribir hacia 1963 y sólo vio la luz treinta años más tarde —y dieciséis luego de su muerte— gracias al trabajo de composición que hicieron su hermano y sus hijos), Fernando de León ha escrito: «En alguna parte del Mahabharata se dice que la locura es un camino olvidado, no erróneo ni distorsionado, simplemente olvidado: Jardín secreto es ese sendero oculto en la memoria del narrador. [...] Tario parece hacer en esta novela cuando menos dos postulados: la infancia es y será siempre el paraíso perdido; sólo en esta época está la felicidad, pero no es una felicidad eterna y, para colmo, la desgracia tampoco lo es. [...] El segundo es consecuente: el hombre busca la infancia al buscar el amor, sin entender que son dos bondades distintas»4. También, claro, están las audacias fantásticas y el inveterado desdén que Tario dispensaba a cuanto pudiera ser sospechoso de realismo —no obstante lo cual la novela dicha se demora largamente en el examen de una realidad atroz—, y ello frecuentemente aunado a un sentido del humor que es la más refinada malicia: «Hacer literatura fantástica es probar a descubrir en el hombre la capacidad que éste tiene para ser fabuloso o inmensamente grotesco», declaró alguna vez el propio Tario en una rarísima entrevista. «No se trata aquí de arrancar lágrimas al lector porque el niño pobre no tuvo juguetes en la noche de Reyes, sino porque su padre —un hombre perfectamente honorable— quedó convertido en seta mientras regaba el jardín de su casa»5. Agréguese el regusto de lo siniestro y lo lóbrego, de la desolación y la desesperanza, para terminar de trazar una imaginación exaltada, casi siempre en estado de conmoción o de alerta, en la que la serenidad acaso existirá sólo como una estación engañosa rumbo al descarrilamiento definitivo del orden natural de las cosas.

Pero, al margen de esa imaginación y de lo que es capaz de producir, en Tario hay también una sustancia preciosa por cuanto representa la alternativa siempre preferible a la realidad y a sus perturbaciones y, en suma, a la literatura: el sueño. No es otra cosa el tiempo que transcurre en estas páginas —el tiempo como una remota superstición, como un infundio del que no hay mayor dificultad en deshacerse. El sueño que se cifra en los paisajes, las siluetas, los rumores del viento y del agua, en la incandescencia y la noche, las voces y las historias vagamente recordadas, la soledad triunfal sobre el esplendor de la naturaleza. Una eternidad a escala humana, una ración de paraíso: «Hay un placer natural y primario que consiste en extender la mano abierta en dirección a las brisas dominantes. Inmediatamente de hecho esto usted sabrá perfectamente, distintamente, cronométricamente que lo que usted percibe en su mano no es uno o dos soplos de brisa humedecida y fresca, sino uno o dos soplos de tiempo —que en el lenguaje de este lugar de carrizos destruídos significan apuradamente dos fracciones infinitesimales de segundo. O sea, algo así con tan trascendental importancia como dos días y una noche en el vertiginoso lugar del que usted procede».

Y sin embargo, aunque los sueños se disuelvan apenas surgen —y aunque, por tanto, sean absolutamente incomunicables—, el portento de éste consiste en la voz y la mirada que, para nuestra suerte, quisieron dar testimonio de él: que por esa voz y por esa mirada podamos soñarlo también.


1.- «Tario a pique», en Signos vitales (UNAM, 2005). La fotografía en cuestión, que De Aguinaga afirma haber encontrado en la portada de una novela de Barry Gifford antes que en el libro de Tario y Álvarez Bravo, es sin duda una de las más sugestivas del volumen, y a propósito de ella el propio De Aguinaga recupera lo que el pintor Sergio Peláez, hijo de Tario, confió a Daniel González Dueñas y a Alejandro Toledo en la entrevista incluida en el libro Aperturas sobre el extrañamiento (CONACULTA, 1993). Vale la pena citarlo una vez más: «Estábamos mi hermano Julio y yo en la casa de la calle de Etla en la ciudad de México, y de pronto llegó una petición de mi padre desde Acapulco. Al conocer los artículos que nos pedía le enviáramos, mi madre y nosotros quedamos estupefactos. Mi padre acostumbraba en el furor solar de la costa acapulqueña vestir ligeras camisas de color turquesa, pantalones cortos y guaraches... o caminaba descalzo buscando la frescura de las calles [...] Y en ese contexto, su solicitud de un sombrero de ala ancha y un pesado traje gris de calle, con botonadura cruzada, nos pareció inconcebible. ¿Para qué necesitaba tal indumentaria? Tiempo más tarde nos mostró una de las fotografías de Acapulco en el sueño, en la cual así vestido, de anteojos oscuros, en la boca un puro y maleta en mano, posa en la proa de un barco que se hunde».

2.- La edición de 1993, pese a proponérselo, no llega a ser facsímil: como se explica en la página legal, los negativos de diez fotografías se habían perdido, de manera que hubo que reemplazarlas. Falta, además, la del relámpago sobre el mar, de Joe Turner, en cuyo lugar se dejó una página en blanco. Las sustituciones son las siguientes: un hombre con guitarra y una mujer en una hamaca ceden su lugar a un grupo (una fiesta) donde hay cinco mujeres y dos hombres —uno, que canta, es acaso el mismo de la primera foto—; la red que cuelga en un claro entre los árboles sale a cambio de dos hombres en una lancha de motor —uno posa de pie—, frente a una gran cueva que se abre sobre el mar; una mujer dormida en la arena aparece, en la segunda edición, fotografiada desde otro ángulo; lo mismo ocurre con una panorámica de la bahía a doble página, que se abre casi imperceptiblemente; un viejo arponero se ha marchado para dejar sitio a un pescador de espaldas a una hilera de pescados en la arena; una encarnación de Medusa entreabre los labios en la primera edición, y en la segunda los ha cerrado; el sol dispone diferentes sombras en un paraje rocoso —el mismo en ambas ediciones, pero irremisiblemente distinto—, y la algarabía de mujeres y niños en el río ha cesado porque lo que aparece ahí, en la segunda, es la silenciosa meditación de unas redes y una canoa; también en la segunda, una multitud de bañistas atesta una playa donde antes hubo una casa solitaria sobre un risco, y por último la misma imagen del pasajero imperturbable —o en trance de decidir qué hacer ante el desastre— sufre una modificación decisiva de una edición a otra: en la primera, la espuma de las olas azota el casco del barco que se ladea peligrosamente, mientras que en la segunda el mar ha desaparecido —o es que el navío ha encallado y apenas entonces el hombre está listo para desembarcar.

3.- Según Raquel Tibol, la reedición del libro fue el último trabajo de Lola Álvarez Bravo: «Para esa segunda edición Lola tuvo la ayuda de quien fungía como directora del archivo fotográfico del Centro Cultural de Arte Contemporáneo, Victoria Blasco. El tiraje fue insólito para México: 20 mil ejemplares. Se había proyectado como un apoyo para la vejez de la magnífica fotógrafa, quien falleció poco después». (En Ser y ver. Mujeres en las artes visuales, Plaza y Janés, 2002).

4.- «Explicar la noche (apunte sobre la obra de Francisco Tario)» en El Zahir, noviembre-febrero de 1998.
5.- En «Francisco Tario: retrato a voces», de Alejandro Toledo y Daniel González Dueñas, en Casa del Tiempo, junio de 1989.


Publicado en el libro Dos escritores secretos. Ensayos sobre Francisco Tario y Francisco Hernández (comp. de Alejandro Toledo), Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2006.
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1 comentarios:

Luis Vicente de Aguinaga dijo...
22 de febrero de 2007, 11:16

¡Ay, Israelito! Ni cuenta te vas a dar de que te ando dejando mis comentontos... Qué podemos hacerle. Nada más te quiero contar que ayer vi en la librería del Cabañas este libro de Alejandro Toledo sobre Tario y Efrén Hernández, y me quedé con ganas de leer tu ensayo. Y me puse a buscarlo en tu antiguo blog, y cuando lo quise imprimir... ¡imprimí toda la página! Quién me manda. Saludos de Tito.