Un regalito

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Está bien: no todo es negrura, y mientras nos sea dado encontrar maravillas como ésta, puede que el mundo no esté todavía tan podrido.

¿Inocentes?

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Este año, como todos los años cuando se terminan, fue un asco. El que está por empezar también lo será: sólo hay que darle oportunidad a que llegue a diciembre, aunque seguramente ya desde el mismo martes próximo irá dando muestras de su mala entraña: no hay razones para suponer que viene con mejores intenciones. Visto de ese modo, 2008 será el peor año de la historia, y entonces 2007 no habrá estado tan feo: el saludable ejercicio del pesimismo facilita estos consuelos ilusorios, fugaces, inservibles, pero consuelos al fin. De cualquier manera, la alternativa al ánimo agorero que aconseja alistarse siempre para lo peor (y lo peor siempre está por venir) es, más bien que el optimismo, la inocencia, pero entendida únicamente en su sentido de ignorancia. Inocente nadie es, y menos en este país.
La primera acepción que da el Diccionario de la RAE para el adjetivo «inocente» (que úsase también como sustantivo) es: «Libre de culpa». Se suele invocar esta noción cada vez que, ante el estado descompuesto de las cosas en la cosa pública, se quiere que los responsables resulten siempre quienes, con nuestra tácita anuencia, deciden, administran y dirigen, en nombre de una supuesta representatividad que dócilmente acatamos quienes los vemos hacer y deshacer con las leyes, los presupuestos, las negociaciones y las acciones que determinan las condiciones para que nos las arreglemos los demás. Sus ruindades y sus estupideces, sus caprichos y sus crímenes, son posibles gracias a que como sociedad los consentimos: no es sólo que los hayamos instalado en las posiciones que disfrutan (o que los hayamos dejado instalarse, eso nunca acabará de quedarnos claro), sino que los dejamos quedarse en ellas y prosperar en sus estropicios (y, cuando llegan al colmo, los dejamos desaparecer tranquilamente, como a Jorge Vizcarra, para poner un caso muy inmediato y evidente: desde la primera acusación en su contra estaba clarísimo que se iba a esfumar). Eso es connivencia, complicidad: culpa compartida.
La tercera acepción del Diccionario dice «Cándido, sin malicia, fácil de engañar». Claro, podría pensarse que eso sí lo somos —y que ello explica, por ejemplo, la existencia de esa pasmosa industria de la estafa que es la televisión abierta en México—, pero tampoco: el timo y la chapuza consustanciales a nuestra vida diaria demuestran el altísimo índice de malicia con que nos conducimos, y otra cosa es que el engaño sea la única moneda que sabemos manejar. La sexta y última acepción de «inocente» consiste sencillamente en un sinónimo: «ignorante». Y acaso sea la única que corresponda a la realidad, si insistimos en pasar por inocentes.
No tiene mucho caso, desde luego, arribar a la noche del 31 de diciembre en estado de crispación y desesperanza: después de todo este año horrendo se acaba, y quizás convenga festejar eso. Y celebrar que, como el año entrante pinta todavía más negro, finalmente no acabó yéndonos tan mal.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 28 de diciembre de 2007.

El olvido

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La obstinación memoriosa, el empeño de formular incesantemente recordaciones, colectivas o secretas, esa pobre defensa contra la muerte que consiste en prorrogar la extinción de los hechos y sus consecuencias y, en fin, la voluntad irreflexiva por la que nos volvemos una y otra vez hacia el vacío que creemos lleno con cuanto hemos sido: difícilmente se admite que todo esto carezca de sentido, y por el contrario, parece preferible celebrar y admirarse cada que se rescata un trozo del tiempo pasado y se puede extenderlo y revisarlo sobre los minutos del presente por el que transcurrimos, incautos e inútiles: como si en recordar tuviéramos la mejor manera de olvidarnos de nuestra propia desaparición progresiva.
Estos días, con su desgano y su intensificación del silencio —la claridad de las mañanas y de las noches, sobre todo de las noches, facilita estupendamente la consecución de una rara vigilia durante cuya ocurrencia, a poco de prestar atención, se advierte cómo va bajando el volumen de las cosas, y cómo en ese acallamiento toda figura y toda presencia dan la impresión de estar alejándose, como si el ir y venir de los demás tuviera lugar en una pantalla, una película muda cuya trama es imposible discernir, aunque seguramente será más bien absurda o demasiado simple—, estos días propician toda suerte de conmemoraciones, algunas más tumultuosas y otras íntimas e indecibles: por un lado, es la imposición de rituales que, por más que se busque eludirlos, quedan siempre a la vista y nos obligan a, por lo menos, imaginarnos en ellos: la confabulación de los famosos «seres queridos» y demás formas del compromiso dispuestas como una emboscada casi inevitable en torno a la soledad y sus dones; pero, por otra parte, es también que en la tregua de las rutinas y de la entrañable vida de todos los días, es grande la tentación de comenzar a sacar cuentas, hacer balances y revisar el saldo de la edad que ha venido sumándose, con sus desventuras y sus dichas: si toda contabilidad es odiosa, mucho más lo es la del alma, pues su ejercicio arroja siempre pocas ganancias y muchas pérdidas. Y no hay ventanilla donde valga solicitar revisiones y enmiendas. O sí la hay, y es la memoria, pero nadie despacha ahí más que nosotros mismos.
Este diciembre, es de esperarse, pasará: como el último, y como los últimos nueve, y como los últimos mil. De poco valdrá, cuando desaparezca, haberse desperdiciado en las fugaces efemérides que trae consigo. La obstinación memoriosa no tiene otra recompensa que la mera obstinación. Así, lo más sensato es dejar que la ciudad haga lo que le venga en gana, ignorar sus afanes de seducción (qué aviesamente se propone, en este tiempo, tendernos trampas: cómo se le llenan las calles de ausencias), apartarse cuanto sea posible para aprovechar este silenciamiento precioso, y atenerse a la certeza que dispuso Borges en el primer verso de su poema «Everness»: «Sólo una cosa hay. Es el olvido».

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 21 de diciembre de 2007.

El cuerpo por escrito

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Hace poco más de 17 años comenzó a circular en México un libro que pronto convocó una admiración generalizada y una creciente curiosidad por su autor, un escritor inesperado y hasta insólito sobre quien escaseaban los datos —y los que había parecían más bien extraños: era especialista en patología pediátrica y, aunque mexicano, había ejercido su profesión desde hacía décadas en prestigiosos hospitales de Estados Unidos y Canadá. El volumen (que apareció primero en inglés y ya había sido distinguido por un importante premio) se titulaba Notas de un anatomista, y lejos de ser un manual técnico o un texto de estudio dirigido a médicos en ciernes, su carácter sorprendente radicaba en que abría, por la vía del ensayo literario, un acceso franco y generoso a un tema inagotablemente fascinante: el cuerpo humano. Desde entonces, el doctor González Crussí no ha dejado de brindar a sus lectores —una cofradía reducida al principio, que ya va siendo una pequeña multitud— incontables ocasiones de descubrimiento y asombro en su apasionante incursión en los misterios que alberga la materia de que estamos hechos. «Cualquiera diría que el cuerpo siempre se da por descontado; que en todo lugar el cuerpo es algo indiscutible y aceptado en igual forma. Pero no es así»: son las líneas inaugurales de La fábrica del cuerpo, uno de los títulos más recientes del médico ensayista: una historia del conocimiento anatómico a través de los siglos, pero también una lúcida reflexión, profusamente ilustrada con relatos e imaginaciones, acerca de la naturaleza humana más íntima y más universal.
Francisco González Crussí, lo ha contado él mismo en las conmovedoras páginas autobiográficas de los libros Partir es morir un poco (publicado por la UNAM en 1996) y There Is a World Elsewhere (aún inédito en español), tuvo sus primeros encuentros con las ciencias médicas en la pequeña farmacia que su madre sostenía en la Colonia Obrera de la Ciudad de México. En pos de las posibilidades que su entorno natal le negaba, el joven médico debió marchar al extranjero, para ya nunca regresar definitivamente. Autor prolífico de artículos y libros de su especialidad, profesor emérito de la Northwestern University de Chicago (ciudad donde todavía reside) y editor en jefe de la revista Pediatric Pathology, a la vuelta de los años se encontraría de vuelta en la que fue su vocación inicial: la literatura. Así, a Notas de un anatomista han seguido libros como Mors repentina. Ensayos sobre la grandeza y miseria del cuerpo humano, Los cinco sentidos, Sobre la naturaleza de las cosas eróticas y Día de muertos y otras reflexiones sobre la muerte —todos escritos originalmente en inglés—; más recientemente han aparecido otros como Horas chinas —donde da cuenta de su fervor por una cultura que no ha dejado de impresionarlo en sus dilatados viajes— o Venir al mundo, en el que Ruy Pérez Tamayo, también médico y también escritor, constató algunas claves estilísticas: «La legendaria erudición de González Crussí se acompaña, como acostumbra, de una gran fluidez narrativa, que hace volar las páginas con soltura y elegancia». La suya es una erudición, en efecto, que hace pensar en los hombres del Renacimiento: una incesante curiosidad que va procurándose, sin descanso, las informaciones que precisa. Pero González Crussí también dispone, sin falla, de la astucia ensayística que consiste en compartir sus hallazgos con inmejorable claridad, a menudo con sabrosas disquisiciones o propiciando un misterio en la lectura que permite a ésta progresar como una experiencia absolutamente gozosa y muchas veces divertidísima (el recuento que hace, por ejemplo, de la accidentada historia del prepucio de Cristo, cuando habla del comercio de las reliquias en la Edad Media, en uno de los ensayos de La fábrica del cuerpo).
«Hay sólo dos temas dignos de ser escritos o leídos: el amor y la muerte: eros y thanatos», se lee en uno de los ensayos de Mors repentina. Y, ciertamente, tales son los temas cardinales de Francisco González Crussí. Nada menos.

Publicado en Magis.

Terregal

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Mírenla nomás. O sea. Capaz que he de estar equivocado. Pero la frase que quiero como mi epitafio es, precisamente, «Prefiero estar equivocado»(Foto: MURAL)

Más allá de los exabruptos preverbales con que los fanáticos han hecho constar, en sus blogs, sus maispeices y sus feisbucs la conmoción que experimentaron tras el Festival Sonofilia, lo que más ha abundado del sábado-domingo para acá son puras quejas y remilgos: ¡qué terregal!, ¡qué baños tan cochinos!, ¡qué lejos fue, y qué lento estuvo el tráfico!, ¡qué terregal! (otra vez), ¡qué caro salió el boleto! Cuánta delicadez y qué ganas de fastidiarse: por más que haya sido una necedad realizar el festival al borde de la Barranca —cosa que, apenas se metió el sol, careció de todo sentido, por lo menos para los presentes: alguien dijo que se eligió el lugar porque así lo decidió la vidente particular de Björk, como si fueran a bajar ovnis—, lo cierto es que difícilmente se habrá visto en estas tierras un masivo tan bien organizado: claro que hubo mucho tráfico y que fluía muy despacio, pero nadie se quedó sin llegar; claro que los baños estaban atestados y eran como entradas al infierno, pero a nadie le reventó una tripa; claro que estuvo caro, pero no hubo reventa ni escasez de entradas. Y claro que acabamos todos enterregados: pero eso se arregló llevando a lavar el coche y mandando a la tintorería el frac y el sombrero de copa. Lejos del Apocalipsis que vaticinaba más de algún profeta de la exageración alarmista (parecía que habíamos vuelto a los ochenta y que iba a tocar Kiss en México: ¡huy, el Diablo!), la cosa transcurrió de lo más tranquila.
Demasiado tranquila, de hecho. Hasta daba miedo. Qué raro se comportan los fans de la cantautora islandesa: será que, como alguna vez escribió Rodrigo Fresán, «Björk es tan moderna y hace tan moderno al que la cosume...». Al quedar al margen de la devoción mística que mostraba la enorme mayoría de los presentes, estáticos y extáticos, cuando salió la mujercita con un como mazapán gigante en la cabeza y empezó a dar de alaridos (Fresán advirtió también: «Hey: ¡Björk es un mimo que grita!»), el que esto escribe pudo constatar, primero, que los conciertos ya no son lo que eran (en el área de comida vendían sushi, por ejemplo, y pastelitos), y segundo, que la brecha generacional existe y es más ancha que la Barranca de Huentitán. ¿Qué oían, realmente, y qué sentían quienes ahí estaban siendo arrebatados a los cielos? Misterio. Por más traguitos que se dieran a la cubeta de whisky con hielo con que nos abastecimos (ésa es otra: whisky a la venta en un concierto, habráse visto), las luces multicolores y las pantallas y una escenografía como saqueada de Turandot no permitían —a uno, pues— distinguir razones entre los gruñidos y los trombones y los gemidos. Fresán otra vez (es que es impecable en su perplejidad): «Björk —como ocurre con el Tarot, el I-Ching o el Horóscopo Esquimal— está perfectamente diseñada para significar lo que quieras que Björk signifique». Será eso, o será que todo es un muy célebre malentendido. O será que, si es tan fácil no entender nada, a lo mejor nada hay. Puro terregal y puro frío.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 14 de diciembre de 2007.

Postdata del viernes 21 de diciembre de 2007
En un comentario a este artículo, Édgar Mondragón reclama que al menos reconozca eso que, ahora lo sé, se llama «reactable»: un chunche electrónico que, por lo visto, es la maravilla para los seguidores de Björk. Ahora lo recuerdo: en el concierto, las pantallas al lado del escenario mostraban unos deditos que se desplazaban sobre una especie de pantalla —otra— táctil, y también una como vista de un cultivo microscópico donde los ignorantes como yo veíamos algo parecido a un óvulo siendo fecundado por el espermatozoide ganador (cosa que, de hecho, se le ocurrió a una amiga, Verónica, cuando estábamos ahí: «Ay, no, mira la genética, qué miedo», decía). Bueno. El caso es que Édgar me ha pasado este video, donde más o menos se ve cómo funciona el chunche de marras. Hagan de cuenta.



La pachorra

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Pasa cada año y no por eso deja de ser sorprendente: al llegar diciembre todos los motores de la rutina van perdiendo empuje, y antes incluso de que se inauguren los períodos oficiales de vacaciones se vuelve cada vez más evidente cómo cedemos a la desaceleración que nos conducirá, como cada año, a postergar toda clase de pendientes para la llegada de enero (o bueno: para cuando enero ya vaya adelantadito, por ahí del 10 o el 15). La gente se va o está por irse, todo mundo se apresta a bajar la cortina, un plácido suspenso se cierne sobre las calles y, aparte del bullicio propio de celebraciones y convites, va imperando un silencio tranquilizador en torno a toda la famosa realidad. Diciembre es el tiempo mágico en que se descubre que lo urgente no existe sino como una fantasía neurótica, y que siempre hay manera de intercalar pausas en el frenesí de la vida de todos los días: el mundo no se acaba si nos omitimos de él por un rato.
Claro: para muchos, el mes que corre supone apenas el canje de unas neurosis por otras: las que acarrea el cumplimiento de los compromisos sociales y familiares que se multiplican por estas fechas. Nada más efectivo para reventar el sosiego —que tan naturalmente debería prevalecer gracias a la fórmula fabulosa «Mejor lo vemos empezando el año, ¿no?»— que aventurarse en excursiones insensatas por los centros comerciales para comprar regalos, antes o al mismo tiempo que se reparten las dos semanas que siguen entre comidas, cenas, brindis y posadas, y a la vez que se alistan las celebraciones culminantes, las del 24 y el 31, y si éstas exigen desplazarse fuera de la ciudad o recibir a quienes se desplacen a ésta, tanto peor. Es el modo inmejorable de sabotear, con prisas y angustias, con inumerables corajes, contrariedades, decepciones y frustraciones —además de los imperdonables derroches que traen consigo los arrebatos de fraternidad o los meros «detallitos» para quedar bien, o no tan mal, con gente a la que poco o ningún interés, en tiempos de cordura, tendríamos de agradarle ni agradecerle ni mucho menos darle ninguna alegría—, y eso aparte del cansancio, la gastritis, las jaquecas y demás dudosas recompensas que se obtienen con la comparecencia en festejos donde, ni modo, hay que comer y beber sólo porque ahí están la comida y la bebida: cada vez que decimos «¡Salud!» es porque estamos despidiéndonos de ella, y además lo hacemos con alegría, como si nos deshiciéramos de una alergia o de una deuda o de una compañía indeseable.
Pero la pachorra, como una fuerza de la naturaleza, acaba imponiéndose y aplacándonos. Es lo mejor y acaso lo único provechoso de estos tiempos: esta ralentización del ritmo, la posibilidad de hacerse a un lado y dejar que pase a toda prisa la vorágine que arrasa con tanta humanidad. Lo prudente, entonces, es no resistirse al influjo bienhechor de la pachorra, y procurar que estos días calmudos transcurran en santa paz.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 7 de diciembre de 2007.

Ya qué

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Rubem Fonseca y Sergio Pitol: al primero está muy bien que lo traigan: es un genio absoluto. Al segundo, con todos sus méritos, es descorazonador verlo esforzarse por hablar. ¿Para qué la crueldad? (Foto: Cortesía FIL/Michel Amado Carpio)

Sábado por la mañana. Ahora el caos corrió por cortesía de Marcelo Ebrard. Ya les gustó, a los políticos, aprovechar el escenario de la Feria para sus evoluciones mediáticas. Y, claro, de lo que se trata es de salir en las fotos hojeando libros, sonriendo, como si todo esto realmente les interesara. Así fueran de activos para trabajar en pro de la cultura y de la ciencia en México. Pero lo bueno es que la Feria no deja de ofrecer la posibilidad de ignorarlos como se merecen.
Viendo y escuchando a Rubem Fonseca, por ejemplo. En la primera mesa del Encuentro Internacional de Cuentistas, la noche del viernes, el viejo abrió fuego leyendo un cuento pornográfico. Así, brutal, hardcore. Acto seguido, se sentó a escuchar a los demás de la mesa, mientras rayaba algo en un papelito, tan tranquilo. Estuvo de lo más bien: lo triste, sin embargo, fue descubrir que el encuentro tal no tenía ni pies ni cabeza, y que sólo la estatura de los cuatro participantes (Fonseca, Sergio Pitol, Luisa Valenzuela y Ednodio Quintero) justificaba soplarse dos horas ahí, a ver qué se les ocurría decir. Fue particularmente dramático constatar las dificultades que tiene Pitol para articular palabras: ¿por qué se empeñaron en tenerlo ahí? Muy amargo.
Estos últimos momentos de la FIL voy aprovechándolos para terminar de comprar libros. No pude evitarlo: Titino —que así se llama mi maleta— ya se descosió de tantos volúmenes que le he metido. Todavía tengo que darme una vuelta más por la librería del Pabellón de Colombia, que tiene muchas joyitas —varios títulos de R. H. Moreno Durán, pongamos, autor que recomiendo ampliamente. A propósito, qué bien se ha puesto el Café Literario: vale la pena seguir asomándose por ahí, para conocer a los escritores que han estado desfilando. No dejo de lamentar la ausencia de Fernando Vallejo, de quien nadie ha parecido acordarse, aun cuando es uno de los colombianos más estremecedores. Ah, pero no se trate de aplaudirle a la Botarga Bigotona (dado el éxito de este mote, propongo que ya siempre se le diga así: «Gabo» que le diga su mujer)...
Sigue Italia. A ver cómo le hacen, pero necesitan traer, de perdida, a Baricco, Tabucchi, Eco, Magris y Calasso. Habrá que ir apuntándolos en el Club de Amigos de Carlos Fuentes, para que les vayan comprando el boleto. Quiero confiar. Por lo pronto, un cafecito colombiano para despedirnos, y ni modo: a oír a los Aterciopelados en la noche. Ya qué.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, de Mural, el domingo 2 de diciembre de 2007.

Rockstars

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El invitado que más hace falta en la FIL: Herodes. La infestación de chamacos, este viernes, fue sencillamente aterradora. Maestros de Jalisco: entiendan que acarrearlos no le sirve a nadie. Platíquenles de la Feria, aliéntenlos a asistir, pero no los obliguen. Especialmente usted, la maestra gordita y neuras que vi tomando lista en un pasillo. ¿Qué les va a hacer a los que faltaron? ¿Los va a reprobar?
Arturo Pérez-Reverte es otro de los escritores que no fallan a la hora de atestar salones. No digo que esté bien ni que esté mal: sólo que yo veo cada vez con más recelo el tratamiento de rockstar que se suele dispensar a determinadas estrellas en la Feria. No soy tan necio, tampoco, para no entender que la espectacularidad conviene a las editoriales, pero sí me preocupa —bueno, ni tanto: es un decir— que los lectores conquistados por tales figuras terminen siendo solamente lectores de estos pocos y nada más. Digamos que es el síndrome Harry Potter: ¿cuántos de los entusiastas fans del maguito traumado han agarrado otros libros más adelante? La FIL podría, se me ocurre, ir averiguando qué tanto funcionan las presentaciones masivas para crear lectores de verdad, es decir: lectores con criterio que no sólo consuman lo que la mercadotecnia editorial les manda.
Un tema por demás atractivo respecto a la presencia colombiana: la literatura enfrentada a la tremenda realidad que se vive en ese país, y qué se hace con ello. Es la mesa titulada «¿Cómo se cuenta y se exorciza la violencia de Colombia?», donde participará, entre otros, Héctor Abad Faciolince, uno de los narradores más interesantes que vienen a la Feria. Ahora: si preferimos ponernos frivolones, también hoy va a estar José Ramón Fernández (para preguntarle qué se siente ahora que Carlos Albert y él ya «volvieron»). El día va a estar surtido: moneros (Rius, Helioflores), periodistas, el tepiteño Armando Ramírez, rockeros (éstos sí: José Manuel Aguilera, Javier Corcovado), Ángeles Mastretta... ¡hasta Marcelo Ebrard! Un buen día para dedicarse a ver libros con toda calma y, salvo lo de los colombianos que digo, apartarse de los tumultos que habrá en los salones grandes y chicos.
Tres días llevo estacionándome en el baldío que hay cruzando Mariano Otero. Chico terrenote, como para hacer ahí otra Feria: nomás que le echen agüita para que no se levante el terregal. Todo sea por seguir aquí, y más ahora que Ana Colchero ya llegó.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, de Mural, el sábado 1 de diciembre de 2007.