De entre todas las variantes de la condición humana, acaso la desolación sea el asunto que la imaginación aborda con más dificultad y el que más sencillamente la conduce al fracaso. La desolación es personalísima e intransferible: sus señales apenas las puede entrever, distorsionadas, algún testigo que cuando mucho las interpretará someramente y para dar una versión más bien tirante a lo patético, y el desolado quedará casi siempre a merced de una soledad redoblada y, por lo general, irremediable. En literatura, ocuparse de la desolación supone el desmesurado propósito de promoverla en la lectura al tiempo que se intenta alcanzar sus explicaciones y entender sus significados, y de los autores que el canon va incorporando como imbatibles, son precisamente los que se han demorado en la desolación quienes ganan una eternidad menos perentoria.
Buena parte de lo que Fernando León cuenta en La obscuridad terrenal tiene por asunto, asombrosamente, la desolación: el adverbio es pertinente por la medida en que esta escritura ahonda y halla sentido en las vidas de un puñado de personajes que desde la ira, desde el heroísmo, desde el amor, desde la traición, desde la desesperanza, desde el puro gozo de la amistad, desde el desamparo o desde su contemplación del mundo, dan las razones de su desolación con el efecto de que llega a tenérsela por la propia y a compartirla con ellos, mientras vamos entendiéndolos y acompañándolos sin reservas, con una lealtad que nunca cabe regatearles, con sus mismas incertidumbres y haciendo nuestros los triunfos que consiguen o perdiendo con ellos los que se les escapan, detentando sus desventuras y sus pesares y sus fugaces felicidades.
En estas páginas, la imaginación se atarea en indagar cuanto ocurre en las almas de hombres y mujeres de cuyas existencias nos entera el autor cuando están a punto de alcanzar su destino. El azar es el gran adversario —como en la vida, nada menos—, y ésa es la precaria circunstancia que nos afilia a todos, vivos y muertos, de este o del otro lado de la escritura. Al conocer las historias que atraviesan estos hombres y estas mujeres, la compasión va alternándose con el descubrimiento de lo insospechado que puede ser eso que aceptamos como lo humano. Por eso, no me parece un dislate entender a Fernando de León como un moralista de la mejor ralea, de los que sin ambages dan cuenta de las vicisitudes y los pormenores de la razón y del corazón que forman la materia inagotable y fascinante de que estamos hechos (lo que Shakespeare dijo con mejor cursilería).
Las historias de este libro han surgido en la observancia de Las mil y una noches, o de Marcel Schwob, o de Chesterton, o de Arreola, o de Calvino, es decir: de las lecturas en que se entiende que la prosa narrativa es un arduo artificio poético. El aprendizaje y las resonancias de esas lecturas entran en juego, en La obscuridad terrenal, con una deliberada preferencia por las geografías y las épocas remotas, lo que hace de Fernando de León un autor anómalo en tanto que no le preocupa sostener una correspondencia verificable con su actualidad (y qué feliz anomalía, cuando tanta atención al aquí y al ahora está devastando bosques que se convertirán en libros perfectamente olvidables de inmediato). Pero, más importante que eso, dicha elección confiere a su escritura una calidad intemporal por la que gana la melancolía del anacronismo, el resplandor sosegado de la sabiduría y la leve y seductora consistencia de los sueños.
Entre la mañana y el mañana, la vida transcurre siempre por una zona de oscuridad (esa condición del mundo y del alma que De León se empecina en nombrar con una b que el castellano lleva tiempo queriendo desechar por mera indolencia), y es la triste demostración de que esta vieja tierra no nos deja tan fácilmente abandonarla: la oscuridad que se insinúa en la tarde, que se quiere absoluta en la noche, que el alba desmiente y que sólo la muerte torna definitiva. Es la oscuridad que cubre a un asesino que anhela las recompensas inefables que le aguardan en el paraíso, la que inunda el corazón de un hombre por quien corre ya el cáncer de la culpa primigenia en los inicios de los tiempos, la oscuridad en que se pierde un fugitivo de sí mismo que busca borrar todo rastro de los diversos hombres que va siendo, la penumbra en que tres amigos trazan el oscuro derrotero de un visitante del infierno, la sombría voluntad que mueve a algunos cuyas conductas aquí constan a oponer sus vanos afanes a las veleidades del amor o de la fortuna. Y en esta colección de oscuridades, sin embargo, todos los que deambulan por ellas van en pos de alguna ilusión, alguna pasión, alguna convicción o alguna recóndita esperanza que quizás los ilumine. El mañana promete siempre tener más luz que la mañana, pero no siempre se llega a verla, y por eso es un consuelo inestimable el que brinda la literatura cuando su luz brilla como en estas páginas: la luz que trae de vuelta un autor que la fue a encontrar en las honduras del alma.
Con estos méritos puestos en claro, el hecho de alegar más en favor de este libro se justificaría sólo por las desventajas que enfrenta al salir a la luz: entre tanto lanzamiento editorial perverso por imbécil, es lástima que un libro valioso se publique en tiraje breve e inexplicablemente mal distribuido, y que así vaya a perderse entre la absurda profusión de naderías que infesta las librerías, si es que llega algún día a ellas, entre tanto ruido y tanta necedad, en estos tiempos de indigencia y mentiras. Pero, por lo menos, ojalá que se distribuya: sería una pena que La obscuridad terrenal quedara en la oscuridad malévola de las bodegas en que todavía está almacenada la mayor parte del tiro por culpa de la ineptitud pasmosa de sus editores.
Buena parte de lo que Fernando León cuenta en La obscuridad terrenal tiene por asunto, asombrosamente, la desolación: el adverbio es pertinente por la medida en que esta escritura ahonda y halla sentido en las vidas de un puñado de personajes que desde la ira, desde el heroísmo, desde el amor, desde la traición, desde la desesperanza, desde el puro gozo de la amistad, desde el desamparo o desde su contemplación del mundo, dan las razones de su desolación con el efecto de que llega a tenérsela por la propia y a compartirla con ellos, mientras vamos entendiéndolos y acompañándolos sin reservas, con una lealtad que nunca cabe regatearles, con sus mismas incertidumbres y haciendo nuestros los triunfos que consiguen o perdiendo con ellos los que se les escapan, detentando sus desventuras y sus pesares y sus fugaces felicidades.
En estas páginas, la imaginación se atarea en indagar cuanto ocurre en las almas de hombres y mujeres de cuyas existencias nos entera el autor cuando están a punto de alcanzar su destino. El azar es el gran adversario —como en la vida, nada menos—, y ésa es la precaria circunstancia que nos afilia a todos, vivos y muertos, de este o del otro lado de la escritura. Al conocer las historias que atraviesan estos hombres y estas mujeres, la compasión va alternándose con el descubrimiento de lo insospechado que puede ser eso que aceptamos como lo humano. Por eso, no me parece un dislate entender a Fernando de León como un moralista de la mejor ralea, de los que sin ambages dan cuenta de las vicisitudes y los pormenores de la razón y del corazón que forman la materia inagotable y fascinante de que estamos hechos (lo que Shakespeare dijo con mejor cursilería).
Las historias de este libro han surgido en la observancia de Las mil y una noches, o de Marcel Schwob, o de Chesterton, o de Arreola, o de Calvino, es decir: de las lecturas en que se entiende que la prosa narrativa es un arduo artificio poético. El aprendizaje y las resonancias de esas lecturas entran en juego, en La obscuridad terrenal, con una deliberada preferencia por las geografías y las épocas remotas, lo que hace de Fernando de León un autor anómalo en tanto que no le preocupa sostener una correspondencia verificable con su actualidad (y qué feliz anomalía, cuando tanta atención al aquí y al ahora está devastando bosques que se convertirán en libros perfectamente olvidables de inmediato). Pero, más importante que eso, dicha elección confiere a su escritura una calidad intemporal por la que gana la melancolía del anacronismo, el resplandor sosegado de la sabiduría y la leve y seductora consistencia de los sueños.
Entre la mañana y el mañana, la vida transcurre siempre por una zona de oscuridad (esa condición del mundo y del alma que De León se empecina en nombrar con una b que el castellano lleva tiempo queriendo desechar por mera indolencia), y es la triste demostración de que esta vieja tierra no nos deja tan fácilmente abandonarla: la oscuridad que se insinúa en la tarde, que se quiere absoluta en la noche, que el alba desmiente y que sólo la muerte torna definitiva. Es la oscuridad que cubre a un asesino que anhela las recompensas inefables que le aguardan en el paraíso, la que inunda el corazón de un hombre por quien corre ya el cáncer de la culpa primigenia en los inicios de los tiempos, la oscuridad en que se pierde un fugitivo de sí mismo que busca borrar todo rastro de los diversos hombres que va siendo, la penumbra en que tres amigos trazan el oscuro derrotero de un visitante del infierno, la sombría voluntad que mueve a algunos cuyas conductas aquí constan a oponer sus vanos afanes a las veleidades del amor o de la fortuna. Y en esta colección de oscuridades, sin embargo, todos los que deambulan por ellas van en pos de alguna ilusión, alguna pasión, alguna convicción o alguna recóndita esperanza que quizás los ilumine. El mañana promete siempre tener más luz que la mañana, pero no siempre se llega a verla, y por eso es un consuelo inestimable el que brinda la literatura cuando su luz brilla como en estas páginas: la luz que trae de vuelta un autor que la fue a encontrar en las honduras del alma.
Con estos méritos puestos en claro, el hecho de alegar más en favor de este libro se justificaría sólo por las desventajas que enfrenta al salir a la luz: entre tanto lanzamiento editorial perverso por imbécil, es lástima que un libro valioso se publique en tiraje breve e inexplicablemente mal distribuido, y que así vaya a perderse entre la absurda profusión de naderías que infesta las librerías, si es que llega algún día a ellas, entre tanto ruido y tanta necedad, en estos tiempos de indigencia y mentiras. Pero, por lo menos, ojalá que se distribuya: sería una pena que La obscuridad terrenal quedara en la oscuridad malévola de las bodegas en que todavía está almacenada la mayor parte del tiro por culpa de la ineptitud pasmosa de sus editores.
La obscuridad terrenal, de Fernando de León. Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2001.
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