Está bien: el embeleso por la canallada, la bajeza como un propósito, la traición como una hazaña, la tos y el escupitajo y el cutis grasiento, el gozo de lo obsceno, la puta baldada que se tira a los pies del dueño, el hijo de mamá que quiere volar el mundo en pedazos, la delicia de la corrupción, la culpa como una forma de respirar, la mano que quiere crisparse sobre el arma que tanta falta hace, el anhelo de miseria, la sorda constatación del rencor que la ciudad nos ha preparado minuciosamente. Está bien: las páginas de Roberto Arlt pueden consistir en eso, y poco más: algún homúnculo que recuerda, sonriente y entre rasgueos de guitarra, la docilidad de los niños que violó; el nombre de una mujer envilecida, recuperado como una dicha imbécil en la inminencia de la muerte; la venganza y el estruendo de las calles; la carcajada y la sed y la bofetada y la mentira y la mueca, es decir, el amor. Y está bien porque quizá sólo eso sea lo que hay en esas páginas de sintaxis torturada donde toda suerte de ex hombres y ex mujeres cuentan y se dicen y callan cómo han ido llegando a su mugre, a sus costras, a su desesperación y a su pobre entendimiento de lo que les pasó: lo mismo la sirvienta reventada en la banqueta que el arquitecto que se mira los pies callosos sentado a la orilla de la cama, pensando que algo extraordinario tiene que ocurrirle de un momento a otro. Sin embargo tal vez no sea sólo eso, pues ¿cómo entonces la escritura que se ha hecho cargo de esos despojos y sus historias puede constituir una incesante sucesión de deslumbramientos y conmociones?
Es evidente que las consideraciones icónicas que suele hacerse de ciertos escritores representan un problema al que no queda mucho espacio para sacarle la vuelta —si bien tampoco hace falta, pues tales consideraciones sólo acaban interesándonos por razones que poco o nada tienen que ver con la experiencia de la lectura. En el caso de Roberto Arlt, lo usual es que cerca de la biografía (que comienza en 1900 recordando al padre prusiano y abusador, sigue con los trabajos y las penurias, con los bandazos que el escritor porteño dio en sus posiciones literarias, políticas y sociales, y termina en la fea agonía y las últimas boqueadas, en 1942), aparezca su fotografía más conocida: la expresión altanera, una boca a punto de burlarse, la piel gruesa. Y sobre todo, en esta imagen, el mechón rígido, acerado, que cae sobre la frente con cuidadoso descuido: una provocación calculada con la que Arlt, desde su aspecto, busca subrayar su vocación de salmón en la literatura y en la vida. «Me hubiera agradado ofrecerte una novela amable como una nube sonrosada», dice a su esposa en la dedicatoria de su primer libro de cuentos, El jorobadito, «pero quizá nunca escribiré obra semejante […] Los seres humanos son más parecidos a monstruos chapoteando en las tinieblas que a los luminosos ángeles de las historias antiguas. Por eso no encontrarás aquí doradas palabras mentirosas, ni verás asomar el pie de plata de la felicidad…»: una sorna afectuosa —y cruel, por lo condescendiente— de la cual puede inferirse el ideario que anima tercamente a la mayoría de los personajes de ese libro y a los de las novelas Los lanzallamas y El amor brujo: no hay consuelo, sólo queda reconocerse en el reflejo que devuelve el agua emporcada de un charco, la esperanza es una cosa ridícula parecida al disparate.
Tan ineludible como esa fotografía es el retrato hablado que hizo Juan Carlos Onetti en el prólogo —presumiblemente conseguido a regañadientes— para una edición de El juguete rabioso: con admiración reverente, y luego de aseverar que Arlt «estaba seguro de ser superior y distinto, de moverse en otro plano», el autor de El astillero propone enseguida uno de los más fascinantes enigmas de la literatura en castellano del siglo xx: no existe escritor más genial que Arlt por más que no haya una sola página suya para demostrarlo. Ni siquiera una frase. Y es que, haciendo a un lado el repeluzno de los asuntos, los paisajes abigarrados e intransitables, los excesos declamatorios, la frecuente impericia técnica (reiteraciones farragosas, digresiones alucinadas que olvidan por completo el progreso de la acción narrativa, el descontrol de los registros orales), la constante reincidencia en patetismos evitables y un largo etcétera de defectos visibles y detestables, lo que queda tras el encuentro con Arlt es sólo la sospecha —Onetti dice «intuición»— de que la lectura ha presenciado algo que esa prosa apenas supo cómo arreglárselas para consignarlo. Pero algo gravísimo, ciertamente.
Cronista prolífico y redactor a destajo de instantáneas de la metrópolis, Arlt conoció la lealtad de las multitudes a sus «Aguafuertes porteñas», que comenzó a publicar luego de haber sido reportero de nota roja por algo más de un año. (Otras series de crónicas, resultado de sus viajes por Uruguay y Brasil, y especialmente por España y el norte de África, lo mantendrían presente en la atención de Buenos Aires, así como su columna «Al margen del cable», en los años treintas, que el diario El Mundo vendía a otros periódicos del continente: en México la suerte tocó a El Nacional, y existe una formidable compilación publicada por Losada en 2003). El periodista, atareado en la actualidad y en la política —era notable su preocupación por el ascenso del nazismo—, compartía las horas con el escritor, como no es infrecuente, pero también con el inventor estrafalario, lo que es ya más raro: en 1934 registró una patente para fabricar medias que no se corrieran, y hasta la muerte se empecinó en su improbable éxito: «...Te mando aquí un pedazo arrancado de una media tratada con mi procedimiento», escribió a su hija Mirta en 1942. «Te darás cuenta que sacándole el brillo a la goma […] el asunto es perfecto. Tendrán que usar mis medias en invierno. No hay disyuntivas […] Esta media durará por lo menos un año. Su transparencia es notable. Querida Mirtita, tené la seguridad que esto pronto estará en marcha comercial». Probó suerte en el teatro, con la obra Trescientos millones y con otras cinco piezas, debidamente estrenadas, además de adaptaciones escénicas de fragmentos de novelas, y también incursionó en la crítica teatral y cinematográfica. Pero todos estos datos (y los que se quiera agregar: su primer libro fue un ensayo sobre el cultivo de las ciencias ocultas en Buenos Aires, profesaba una fe entre comunista y anarquista, sólo estudió hasta el tercer año de primaria) de poco sirven para disipar la perplejidad detectada por Onetti: Arlt es uno de los escritores menos recomendables que hay, y también uno de los más fascinantes. Tampoco ayuda ponerse a determinar su ubicación en el entorno literario de su tiempo, y muchos han perdido el tiempo queriendo ver en él el negativo de Borges, forzando el relato de unas vidas paralelas del tipo «el príncipe y el mendigo» (a propósito de lo cual nunca se deja de repasar las ocasiones que tuvo Borges para menospreciar a Arlt, ni la socarronería con que éste contaba al primero entre los autores que sencillamente no le interesaban o le daban tedio). En todo caso, conviene abstenerse de buscar explicaciones y mejor sólo presenciar el temible prodigio: cómo llegan a concernirnos tan profundamente la desgracia, la degradación, la trágica ridiculez y la mezquindad de individuos señalados por la cobardía, la estupidez o la ingenuidad, que van omitiéndose de sus propias vidas y aún tienen las fuerzas o la saña de revelarnos qué enorme es lo que han perdido. Es cierto que, en literatura, las apologías del fracaso suelen ser impostoras y efectistas: Arlt, en toda su obra, ni siquiera considera esa posibilidad, y está lejos de querer embellecer la inmundicia. Si un sujeto contrahecho y abyecto ha de ser estrangulado al dar la vuelta a la página, el victimario simplemente cumple con su deber, para añadir enseguida: «Un vigilante tas otro entraron en la sala. No recuerdo más nada. Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible. Y ahora se dan cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?». Y menos mal, porque podrá haber otro que, en las noches de fiebre y de recuerdos inútiles, entretenga el insomnio de este modo: «Pienso que es triste no saber a quién matar». Hojeando al azar podrían seguir saltando más y más ejemplos de ferocidad, de sistemática ponderación de la náusea, de exabruptos lanzados a la aplicada hostilidad del mundo, de proezas emprendidas sólo para recaudar mejor el desprecio de los otros y de uno mismo. ¿Por qué todo esto puede ser deslumbrante? Respóndalo cada quien como mejor pueda: lo único que cabe advertir es que nadie, al leer cualquier cosa de Roberto Arlt, puede salir ileso.
Publicado en Replicante.
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