Fue Luis Vicente de Aguinaga quien me lo proporcionó. Fue en una de las reuniones que hace millones de años sosteníamos en torno al necio entusiasmo que era la revista que por entonces publicábamos. Soy incapaz de recordar a cuento de qué Luis Vicente soltó esa frase, pero quiero estar seguro de que estaba relacionada con el hecho de que el café que nos toleraba cada noche de viernes tenía el inconveniente de que cerraba a la una de la mañana, razón por la cual terminábamos mudándonos a otro que no cierra jamás: a un café cuya mejor virtud es la de estar abierto las veinticuatro horas (y donde fueron escritas casi todas las historias que contiene este libro). El caso es que en esa ocasión, mientras reuníamos el monto de lo consumido, ya resignándonos a largarnos (resignándonos, digo, porque las reuniones eran divertidas), Luis Vicente dijo algo así como «mejor hay que ir a un café que esté cerrado las veinticuatro horas», y yo lo anoté.
Los proyectos
Unos dos años después me vi en la desconcertante necesidad de armar un proyecto de escritura para obtener una de las becas que el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes da a quienes califican como «jóvenes creadores» (es decir, a todos los ciudadanos menores de treinta y cinco años que afirmen escribir, pintar, esculpir, etcétera, y reúnan los requisitos que plantea una convocatoria: si efectivamente saben escribir, pintar, esculpir, etcétera, es lo de menos). Hablo de necesidad porque es eso lo único que suele moverlo a uno a apuntarse en la neurótica aventura de prometer, pormenorizadamente, el trabajo de creación que desarrollará a lo largo del «ejercicio de la beca», a tratar de apegarse lo más posible al cumplimiento de esa promesa (porque de lo contrario el estipendio se suspende) y a conducirse, mientras la aventura dure, como si fuera una situación de lo más normal. No lo es, por supuesto: a los convocantes debería bastarles que uno solicite esos estímulos llenando el formulario con la leyenda: «De obtener la beca, trataré de escribir (o de esculpir, o de danzar)», porque lo que ocurre luego de que se publican los resultados es absolutamente imprevisible. De modo, pues, que hice mi proyecto para participar en la disciplina de cuento («disciplina», le dicen, por lo que el asunto empieza a oler a rigor cuartelario): no teniendo más que esa frase de Luis Vicente (y él, para entonces, ya estaba muy campante viviendo en Francia), la usé como título del libro que «proyectaba» escribir, y que consistía, para decirlo rápido, en una decena de historias cuyos asuntos estuvieran afiliados por una premisa general: la imposibilidad de su ocurrencia.
No debería patear el pesebre, pues aún estoy en edad de volver a pedir la misma beca por tercera y última vez (y seguramente lo haré, aunque ahora en la disciplina de ensayo1), pero tengo que decir que, como no sea por el depósito bancario que mensualmente dejan caer en la cuenta abierta para tal efecto, esas becas son —es mi experiencia—, si no perniciosas, sí por lo menos perversas: uno promete y detalla lo que apenas, si hay suerte, está por existir; más adelante, ha de ir cumpliendo (o haciendo como que cumple) con lo prometido, y encima tiene que arreglárselas con la vigilancia de un tutor y con las intromisiones de los compañeros becarios en una dinámica parecida a la de esa cosa abominable que es un taller. Así, una beca de estas características, lejos de propiciar las condiciones óptimas para la escritura, tiende más bien a plantear una serie de exigencias que pueden pervertir la relación del autor con su trabajo de creación. Como sea, la cosa es que al término de esa beca que obtuve con el proyecto titulado Cerrado las veinticuatro horas me vi con un puñado de cuentos (siete u ocho) de los que sólo me parecían afortunados tres.
No escarmenté, por supuesto, y dos años más tarde reincidí: volví a inventar un proyecto —que casi inmediatamente se reveló como irrealizable—, volví a pedir la beca y los del FONCA tuvieron la generosa imprudencia de volver a concedérmela. En esta ocasión prometía un libro, que según yo habría de titularse Las encías de la azafata2, ¡con veinte cuentos! Voy a citar un párrafo del proyecto que envié, para que se vea a qué extremos de arrogancia y fatuidad se puede llegar con tal de conseguir esos dineros:
Serán historias breves, afiliadas por el interés narrativo de investigar las circunstancias de sus protagonistas y por el afán de proponer para ellos los destinos posibles o imposibles que podrían alcanzarlos, pero siempre partiendo de que quienes las provocarán serán descubiertos en el instante crucial en que manifiestan una cualidad portentosa o una ruindad absoluta. Esto, que puedo definir como el afán de trazar una suerte de ética por vía de la ficción literaria (una ética sui generis, pues figurarán en ella los méritos y las bajezas que sugiera la naturaleza de cada personaje —por ejemplo, la obsesión como una forma de la dicha, la impaciencia como vía de santidad, la facultad de estorbar, el talento que se requiere para ser odiado, la impericia desastrosa para decir que sí, etcétera—, lejos de cualquier convención moral), entrará en juego con la averiguación de lo contingente respondiendo a la cuestión de qué puede ocurrirles a estos personajes, de manera que cada uno sea materia propicia para que la literatura los convierta en seres inusitados, insólitos, insospechables.
Los cuentos resultantes, claro, no fueron veinte: salieron apenas once, de los que juzgué rescatables sólo seis.
Desde que comencé a escribir los cuentos para la primera beca, dio inicio también la primera de varias «bitácoras de escritura»: apuntes, al principio ordenados y luego abrumadoramente caóticos, que tuvieron la intención original de ir despejando el camino para el avance de los cuentos. Ya encarrerado en la segunda beca, esas bitácoras eran casi lo único que ocupaba el poco tiempo que por entonces podía dedicar a escribir, y los cuentos fueron siendo despachados a toda prisa para cumplir con las cuotas que burocráticamente nos había impuesto la tutora —cuyo mayor apuro, por lo visto, era que al final sus pupilos tuviéramos considerables bonches de cuartillas para que no fuera tan notoria nuestra haraganería. Así, yo resucitaba ideas abandonadas mucho tiempo antes y, con tal de terminar rápido, forzaba algunas historias a irse por donde no me interesaba, a la vez que reincidía viciosamente en mis bitácoras, que iban engordando imparablemente sin que ningún nuevo cuento germinara en ellas: supongo que lo hacía por conformarme con la idea de que seguía escribiendo aunque, en realidad, escribiera muy poco. El angustioso apremio por ir alcanzando los plazos establecidos: otra razón para pensarlo dos veces antes de embarcarse en un proyecto de escritura si el fin principal es obtener con su ejecución algún ingreso. A pesar de eso, como decía poco antes, salieron al final seis cuentos. Pero habían pasado tres años y yo estaba no sólo lejos de tener algo que pudiera tomarse por un libro, sino además casi por completo fastidiado de escribir cuentos: sólo me quedaba, como desde el principio, un título del que nunca dudé.
Los concursos
A punto de perder por completo el interés en el género, y dejadas atrás las becas famosas, todavía alcancé a escribir dos cuentos más, y a rescatar del limbo de las carpetas trasnochadas dos o tres que, me parecía, no eran del todo impresentables. Entonces comenzó la maldita ansiedad por ganar un premio.
Si una beca es un proceso que retuerce y contamina inevitablemente el trabajo de creación —que por otra parte, paradójicamente, uno quizás no emprendería de no ser por la misma beca—, los certámenes terminan por trastornar el sentido que uno alguna vez tuvo la intención de dar a lo que está haciendo. Entre el laborioso rastreo de convocatorias, la ilusión mercenaria que suponen los premios en efectivo, las especulaciones respecto a la composición y los gustos de los jurados, los cálculos de lo que hay que gastar en fotocopias y envíos y la invención de pseudónimos cada vez más rebuscados, es posible que la solidez de un libro decrezca de manera directamente proporcional a la cantidad de premios en que haya participado. En mi caso, fueron por lo menos seis concursos los que recibieron versiones distintas del libro que, seguía seguro, tenía que titularse Cerrado las veinticuatro horas: con algún cuento más, con algún cuento menos, con el índice trastocado, con el puntaje de la tipografía un poco más grande para que se completaran las cuartillas requeridas, con los títulos de algunas historias cambiados... Y cada vez era lo mismo: descubrir en la prensa que otro había ganado (o no descubrirlo jamás y sólo suponerlo, pues los organizadores de premios tienen la mala costumbre de no publicar los resultados en la fecha prevista), imaginar qué pudo fallar para que el fallo del jurado no me hubiera sido propicio, hacer cambios a las carreras antes de que venciera el plazo de la siguiente convocatoria, buscar los resultados otra vez, hacer más cambios... Por eso, para ser honesto, me resulta un poco borrosa la historia de este libro, aunque en realidad no creo que interese demasiado: sólo puedo afirmar que llegó un momento en que me cansé de esa suerte de manía persecutoria y me dediqué a otra cosa: más o menos por el mismo tiempo, el género cuentístico dejó de interesarme, o fue más bien que mi escritura dejó de interesarle a él.
Agregaré sólo algo más acerca de los concursos literarios: dadas las miserables condiciones que un escritor debe sortear para ejercer su oficio (pues en tanto no dé el campanazo con la novela que se convertirá en best-seller ha de limosnear porque le paguen la colaboración eventual en una revista, o debe conformarse con acogerse al amparo de la academia, o reptar en un empleo detestable, o precisamente vivir a la caza de becas y premios), y puesto que los concursos que, en general, se organizan en nuestro medio carecen de un prestigio que no haya sido desvirtuado por las componendas que los reparten o, sencillamente, por ser muy chafas, los premios son un mal necesario —que, pese a todo, en ocasiones resultan atinadamente concedidos (y por eso, cuando alguno de mis amigos gana uno, lo celebro sin demasiados escrúpulos)—: son gajos que no está mal saborear de vez en cuando, pero de ahí a que la propia obra se rija por el afán de alcanzarlos hay un buen trecho que yo, en lo que respecta a este libro, me cansé de recorrer.
El libro
Así las cosas, cuando a la vuelta de otros millones de años Luis Vicente me invitó a darle un título para la colección Bajo tantos párpados, que comenzaba a dirigir para Ediciones Arlequín y la Universidad de Guadalajara, pude entregarle de regreso el título que él me había regalado aquella vez. Me obligué a que mi libro recuperara algo del sentido que pudo haber tenido de no haber pasado por tantas, digamos, peripecias, y quedó conteniendo doce cuentos (cuando en ocasiones pudieron ser hasta veintiuno): los doce que, me parece, son los que necesariamente deben ir ordenados por un índice y no pueden tener cabida en ningún otro lugar, tanto por los asuntos de los que se ocupan como por las presencias que los habitan. Creo que ningún autor de ficción debería verse orillado a decir nada acerca de lo que presenta por escrito (recalco: un autor de ficción: los ensayistas, que digan cuanto quieran; los poetas, ¡que rindan cuentas!), de manera que sobre la materia que integra las páginas de Cerrado las veinticuatro horas no estoy dispuesto a abundar más allá de esto: se trata de las historias de un puñado de personajes más o menos solitarios y tristones cuyos destinos me fue dado conocer y seguir por un tiempo, aunque no pude hacer mucho por que su suerte fuera distinta. Hay uno que no existe, por ejemplo, aunque yo traté de que eso no obstara para consignar el relato en que está inscrito; otro, en cambio, existe demasiadas veces, y no le pude ahorrar la desazón que ello le acarrea; a otro le está negada toda posibilidad de que algo le ocurra, y a otro todo tiene que ocurrirle; a una mujer nadie la sueña, a otra nada la moverá de donde está y a una más sólo cabe desearle que nunca tenga que llorar otra vez; hay un hombre que se omitió de su propia vida, otro que sólo ha seguido viviendo para perfeccionarse en el rencor, otro que se muere y uno más al que conocemos cuando están sacándole una muela, y una pareja que baila un mambo atroz en el que está revuelto un amor indecible. Y también aparece de vez en cuando un mesero. Lo que aquí hay es casi todo lo que sé sobre ellos, e ignoro qué habrá sido de estos personajes cuando los perdí de vista, pero espero que sea para bien lo que les depare la imaginación de los posibles lectores que sus historias consigan.
Los agradecimientos
Sospecho que dar a la imprenta cualquier cosa es, ante todo, una irresponsabilidad (digo: habiendo tanto Chesterton y tanto Conrad y tanto Gervasio Montenegro), pero sé bien que hay pocas felicidades comparables a la de recibir el primer ejemplar de un libro propio. Por eso, me alegra enormemente que a este libro le haya tocado salir a la circulación en esta edición impecable, y agradezco los buenos oficios de quienes lo hicieron posible: el multicitado Luis Vicente y el editor Felipe Ponce, los primeros; Cristina Quezada y Ernesto Castro, que tuvieron la paciencia de lidiar con mis comas maniáticas; el fotógrafo Roberto Antillón, quien me obsequió la imagen que ilustra la portada; Avelino Sordo Vilchis, el diseñador de la cubierta, y Valentina Arreola, quien ha visto por que la Universidad de Guadalajara auspicie esta colección. Y también a los amigos a quienes importuné pidiéndoles que leyeran algo de lo que iba quedando escrito: Fernando de León, Ramón Serrano, Martín Mora, Héctor J. Ayala, Viviana Kuri, Karla Garduño, y a dos presencias que hicieron posibles sendos cuentos: la pintora Irene Dubrovsky y el poeta David Huerta.
Y sin más que agregar, permítanme ahora leerles un cuento, pues es lo que se acostumbra en estas ocasiones. Gracias a todos por estar aquí.
Este texto fue leído en la presentación de mi libro Cerrado las veinticuatro horas (Universidad de Guadalajara, col. Bajo tantos párpados, Guadalajara, 2003)
1.- Tres años después, claro, recaí. Actualmente soy becario del FONCA. Por tercera vez. Lo bueno es que ahora estoy en la disciplina de Ensayo, y lo mejor que aún —por no haber cumplido todavía los treinta y cinco años—, el Estado mexicano me tiene por «joven creador».
2.- Título que terminé utilizando, mucho tiempo después, para un libro de ensayos.
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Los proyectos
Unos dos años después me vi en la desconcertante necesidad de armar un proyecto de escritura para obtener una de las becas que el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes da a quienes califican como «jóvenes creadores» (es decir, a todos los ciudadanos menores de treinta y cinco años que afirmen escribir, pintar, esculpir, etcétera, y reúnan los requisitos que plantea una convocatoria: si efectivamente saben escribir, pintar, esculpir, etcétera, es lo de menos). Hablo de necesidad porque es eso lo único que suele moverlo a uno a apuntarse en la neurótica aventura de prometer, pormenorizadamente, el trabajo de creación que desarrollará a lo largo del «ejercicio de la beca», a tratar de apegarse lo más posible al cumplimiento de esa promesa (porque de lo contrario el estipendio se suspende) y a conducirse, mientras la aventura dure, como si fuera una situación de lo más normal. No lo es, por supuesto: a los convocantes debería bastarles que uno solicite esos estímulos llenando el formulario con la leyenda: «De obtener la beca, trataré de escribir (o de esculpir, o de danzar)», porque lo que ocurre luego de que se publican los resultados es absolutamente imprevisible. De modo, pues, que hice mi proyecto para participar en la disciplina de cuento («disciplina», le dicen, por lo que el asunto empieza a oler a rigor cuartelario): no teniendo más que esa frase de Luis Vicente (y él, para entonces, ya estaba muy campante viviendo en Francia), la usé como título del libro que «proyectaba» escribir, y que consistía, para decirlo rápido, en una decena de historias cuyos asuntos estuvieran afiliados por una premisa general: la imposibilidad de su ocurrencia.
No debería patear el pesebre, pues aún estoy en edad de volver a pedir la misma beca por tercera y última vez (y seguramente lo haré, aunque ahora en la disciplina de ensayo1), pero tengo que decir que, como no sea por el depósito bancario que mensualmente dejan caer en la cuenta abierta para tal efecto, esas becas son —es mi experiencia—, si no perniciosas, sí por lo menos perversas: uno promete y detalla lo que apenas, si hay suerte, está por existir; más adelante, ha de ir cumpliendo (o haciendo como que cumple) con lo prometido, y encima tiene que arreglárselas con la vigilancia de un tutor y con las intromisiones de los compañeros becarios en una dinámica parecida a la de esa cosa abominable que es un taller. Así, una beca de estas características, lejos de propiciar las condiciones óptimas para la escritura, tiende más bien a plantear una serie de exigencias que pueden pervertir la relación del autor con su trabajo de creación. Como sea, la cosa es que al término de esa beca que obtuve con el proyecto titulado Cerrado las veinticuatro horas me vi con un puñado de cuentos (siete u ocho) de los que sólo me parecían afortunados tres.
No escarmenté, por supuesto, y dos años más tarde reincidí: volví a inventar un proyecto —que casi inmediatamente se reveló como irrealizable—, volví a pedir la beca y los del FONCA tuvieron la generosa imprudencia de volver a concedérmela. En esta ocasión prometía un libro, que según yo habría de titularse Las encías de la azafata2, ¡con veinte cuentos! Voy a citar un párrafo del proyecto que envié, para que se vea a qué extremos de arrogancia y fatuidad se puede llegar con tal de conseguir esos dineros:
Serán historias breves, afiliadas por el interés narrativo de investigar las circunstancias de sus protagonistas y por el afán de proponer para ellos los destinos posibles o imposibles que podrían alcanzarlos, pero siempre partiendo de que quienes las provocarán serán descubiertos en el instante crucial en que manifiestan una cualidad portentosa o una ruindad absoluta. Esto, que puedo definir como el afán de trazar una suerte de ética por vía de la ficción literaria (una ética sui generis, pues figurarán en ella los méritos y las bajezas que sugiera la naturaleza de cada personaje —por ejemplo, la obsesión como una forma de la dicha, la impaciencia como vía de santidad, la facultad de estorbar, el talento que se requiere para ser odiado, la impericia desastrosa para decir que sí, etcétera—, lejos de cualquier convención moral), entrará en juego con la averiguación de lo contingente respondiendo a la cuestión de qué puede ocurrirles a estos personajes, de manera que cada uno sea materia propicia para que la literatura los convierta en seres inusitados, insólitos, insospechables.
Los cuentos resultantes, claro, no fueron veinte: salieron apenas once, de los que juzgué rescatables sólo seis.
Desde que comencé a escribir los cuentos para la primera beca, dio inicio también la primera de varias «bitácoras de escritura»: apuntes, al principio ordenados y luego abrumadoramente caóticos, que tuvieron la intención original de ir despejando el camino para el avance de los cuentos. Ya encarrerado en la segunda beca, esas bitácoras eran casi lo único que ocupaba el poco tiempo que por entonces podía dedicar a escribir, y los cuentos fueron siendo despachados a toda prisa para cumplir con las cuotas que burocráticamente nos había impuesto la tutora —cuyo mayor apuro, por lo visto, era que al final sus pupilos tuviéramos considerables bonches de cuartillas para que no fuera tan notoria nuestra haraganería. Así, yo resucitaba ideas abandonadas mucho tiempo antes y, con tal de terminar rápido, forzaba algunas historias a irse por donde no me interesaba, a la vez que reincidía viciosamente en mis bitácoras, que iban engordando imparablemente sin que ningún nuevo cuento germinara en ellas: supongo que lo hacía por conformarme con la idea de que seguía escribiendo aunque, en realidad, escribiera muy poco. El angustioso apremio por ir alcanzando los plazos establecidos: otra razón para pensarlo dos veces antes de embarcarse en un proyecto de escritura si el fin principal es obtener con su ejecución algún ingreso. A pesar de eso, como decía poco antes, salieron al final seis cuentos. Pero habían pasado tres años y yo estaba no sólo lejos de tener algo que pudiera tomarse por un libro, sino además casi por completo fastidiado de escribir cuentos: sólo me quedaba, como desde el principio, un título del que nunca dudé.
Los concursos
A punto de perder por completo el interés en el género, y dejadas atrás las becas famosas, todavía alcancé a escribir dos cuentos más, y a rescatar del limbo de las carpetas trasnochadas dos o tres que, me parecía, no eran del todo impresentables. Entonces comenzó la maldita ansiedad por ganar un premio.
Si una beca es un proceso que retuerce y contamina inevitablemente el trabajo de creación —que por otra parte, paradójicamente, uno quizás no emprendería de no ser por la misma beca—, los certámenes terminan por trastornar el sentido que uno alguna vez tuvo la intención de dar a lo que está haciendo. Entre el laborioso rastreo de convocatorias, la ilusión mercenaria que suponen los premios en efectivo, las especulaciones respecto a la composición y los gustos de los jurados, los cálculos de lo que hay que gastar en fotocopias y envíos y la invención de pseudónimos cada vez más rebuscados, es posible que la solidez de un libro decrezca de manera directamente proporcional a la cantidad de premios en que haya participado. En mi caso, fueron por lo menos seis concursos los que recibieron versiones distintas del libro que, seguía seguro, tenía que titularse Cerrado las veinticuatro horas: con algún cuento más, con algún cuento menos, con el índice trastocado, con el puntaje de la tipografía un poco más grande para que se completaran las cuartillas requeridas, con los títulos de algunas historias cambiados... Y cada vez era lo mismo: descubrir en la prensa que otro había ganado (o no descubrirlo jamás y sólo suponerlo, pues los organizadores de premios tienen la mala costumbre de no publicar los resultados en la fecha prevista), imaginar qué pudo fallar para que el fallo del jurado no me hubiera sido propicio, hacer cambios a las carreras antes de que venciera el plazo de la siguiente convocatoria, buscar los resultados otra vez, hacer más cambios... Por eso, para ser honesto, me resulta un poco borrosa la historia de este libro, aunque en realidad no creo que interese demasiado: sólo puedo afirmar que llegó un momento en que me cansé de esa suerte de manía persecutoria y me dediqué a otra cosa: más o menos por el mismo tiempo, el género cuentístico dejó de interesarme, o fue más bien que mi escritura dejó de interesarle a él.
Agregaré sólo algo más acerca de los concursos literarios: dadas las miserables condiciones que un escritor debe sortear para ejercer su oficio (pues en tanto no dé el campanazo con la novela que se convertirá en best-seller ha de limosnear porque le paguen la colaboración eventual en una revista, o debe conformarse con acogerse al amparo de la academia, o reptar en un empleo detestable, o precisamente vivir a la caza de becas y premios), y puesto que los concursos que, en general, se organizan en nuestro medio carecen de un prestigio que no haya sido desvirtuado por las componendas que los reparten o, sencillamente, por ser muy chafas, los premios son un mal necesario —que, pese a todo, en ocasiones resultan atinadamente concedidos (y por eso, cuando alguno de mis amigos gana uno, lo celebro sin demasiados escrúpulos)—: son gajos que no está mal saborear de vez en cuando, pero de ahí a que la propia obra se rija por el afán de alcanzarlos hay un buen trecho que yo, en lo que respecta a este libro, me cansé de recorrer.
El libro
Así las cosas, cuando a la vuelta de otros millones de años Luis Vicente me invitó a darle un título para la colección Bajo tantos párpados, que comenzaba a dirigir para Ediciones Arlequín y la Universidad de Guadalajara, pude entregarle de regreso el título que él me había regalado aquella vez. Me obligué a que mi libro recuperara algo del sentido que pudo haber tenido de no haber pasado por tantas, digamos, peripecias, y quedó conteniendo doce cuentos (cuando en ocasiones pudieron ser hasta veintiuno): los doce que, me parece, son los que necesariamente deben ir ordenados por un índice y no pueden tener cabida en ningún otro lugar, tanto por los asuntos de los que se ocupan como por las presencias que los habitan. Creo que ningún autor de ficción debería verse orillado a decir nada acerca de lo que presenta por escrito (recalco: un autor de ficción: los ensayistas, que digan cuanto quieran; los poetas, ¡que rindan cuentas!), de manera que sobre la materia que integra las páginas de Cerrado las veinticuatro horas no estoy dispuesto a abundar más allá de esto: se trata de las historias de un puñado de personajes más o menos solitarios y tristones cuyos destinos me fue dado conocer y seguir por un tiempo, aunque no pude hacer mucho por que su suerte fuera distinta. Hay uno que no existe, por ejemplo, aunque yo traté de que eso no obstara para consignar el relato en que está inscrito; otro, en cambio, existe demasiadas veces, y no le pude ahorrar la desazón que ello le acarrea; a otro le está negada toda posibilidad de que algo le ocurra, y a otro todo tiene que ocurrirle; a una mujer nadie la sueña, a otra nada la moverá de donde está y a una más sólo cabe desearle que nunca tenga que llorar otra vez; hay un hombre que se omitió de su propia vida, otro que sólo ha seguido viviendo para perfeccionarse en el rencor, otro que se muere y uno más al que conocemos cuando están sacándole una muela, y una pareja que baila un mambo atroz en el que está revuelto un amor indecible. Y también aparece de vez en cuando un mesero. Lo que aquí hay es casi todo lo que sé sobre ellos, e ignoro qué habrá sido de estos personajes cuando los perdí de vista, pero espero que sea para bien lo que les depare la imaginación de los posibles lectores que sus historias consigan.
Los agradecimientos
Sospecho que dar a la imprenta cualquier cosa es, ante todo, una irresponsabilidad (digo: habiendo tanto Chesterton y tanto Conrad y tanto Gervasio Montenegro), pero sé bien que hay pocas felicidades comparables a la de recibir el primer ejemplar de un libro propio. Por eso, me alegra enormemente que a este libro le haya tocado salir a la circulación en esta edición impecable, y agradezco los buenos oficios de quienes lo hicieron posible: el multicitado Luis Vicente y el editor Felipe Ponce, los primeros; Cristina Quezada y Ernesto Castro, que tuvieron la paciencia de lidiar con mis comas maniáticas; el fotógrafo Roberto Antillón, quien me obsequió la imagen que ilustra la portada; Avelino Sordo Vilchis, el diseñador de la cubierta, y Valentina Arreola, quien ha visto por que la Universidad de Guadalajara auspicie esta colección. Y también a los amigos a quienes importuné pidiéndoles que leyeran algo de lo que iba quedando escrito: Fernando de León, Ramón Serrano, Martín Mora, Héctor J. Ayala, Viviana Kuri, Karla Garduño, y a dos presencias que hicieron posibles sendos cuentos: la pintora Irene Dubrovsky y el poeta David Huerta.
Y sin más que agregar, permítanme ahora leerles un cuento, pues es lo que se acostumbra en estas ocasiones. Gracias a todos por estar aquí.
Este texto fue leído en la presentación de mi libro Cerrado las veinticuatro horas (Universidad de Guadalajara, col. Bajo tantos párpados, Guadalajara, 2003)
1.- Tres años después, claro, recaí. Actualmente soy becario del FONCA. Por tercera vez. Lo bueno es que ahora estoy en la disciplina de Ensayo, y lo mejor que aún —por no haber cumplido todavía los treinta y cinco años—, el Estado mexicano me tiene por «joven creador».
2.- Título que terminé utilizando, mucho tiempo después, para un libro de ensayos.
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