Quizás sería considerable (por no decir sorprendente) el cálculo que podría hacerse, en joules o en kilocalorías, de la suma de esfuerzos realizados por los asistentes a las galerías de una ciudad determinada (o de un país o del mundo), en un período dado, al realizar el movimiento conocido como «encogerse de hombros». Tal vez daría para mover quince tractores o para prender un foco: funcionaría, en todo caso, como un indicador más o menos confiable para hacerse una noción estadística de la prevalencia de la perplejidad como primera reacción del público ante el arte contemporáneo —entendiendo la perplejidad como la Real Academia quiere que la entendamos: «Irresolución, confusión, duda de lo que se debe hacer en algo». No el asombro, la estupefacción, el deslumbramiento ni la mera curiosidad: la incapacidad de saber qué decir o cómo conducirse ante lo que se está presenciando. Este valor, preferiblemente expresado en comparaciones pertinentes («el movimiento de hombros de los asistentes a tal bienal ha supuesto un esfuerzo equivalente al que necesitó la construcción de la Pirámide del Sol», por ejemplo, o «en la exposición de fulano los espectadores quemaron tantas kilocalorías como harían falta para devolver a su forma humana a Juan Gabriel y a Mijares juntos»), podrían tenerlo en cuenta, con provecho, tanto los críticos como los comerciantes y los creadores, a fin de reorientar las tendencias, descartar los esfuerzos fútiles y dar la batalla decisiva e impostergable al insidioso avance del tedio, fuerza perniciosa como ninguna y auténtica amenaza del mundo del arte y sus alrededores.
Ahora bien: acaso no sea la perplejidad un mal en sí mismo, sino apenas el comienzo de una búsqueda que debería llevarse hasta sus últimas consecuencias, truene lo que haya de tronar —y entonces se verá lo que venga a continuuación. El afamado artista X, vamos a decirle, que hemos perdido de vista en los últimos meses pero que en su meteórica carrera ya ha conmocionado a suficientes comisarios, reseñistas y señoras bien como para ser una figura respetable (y si no hemos sabido de él es porque está enfrascado en la preparación de una nueva instalación, cuyo título tiene ya decidido: «Hipo verde»), se ha propuesto conseguir el grado supremo de perplejidad entre quienes acudan a la primera exhibición pública de su trabajo. No quiere que la gente se encoja de hombros: quiere que ni siquiera atine a considerar la posibilidad de encogerse de hombros, fija en su sitio, en silencio y con la copa de vino tinto a medio camino entre la bandeja del mesero ambulante (el único ser móvil del lugar) y la boca entreabierta y, de ser indispensable, un poco babeante. Claro: si «Hipo verde» llega a provocar una suerte de catatonia colectiva, o al menos dejar en coma siquiera a un espectador, X habrá triunfado. Y es que, perspicaz como es, X ha sabido detectar que la inacción es la reacción deseable, pues no en balde está prestándose tanta atención a declaraciones como la del alemán Gregor Schneider: «Cuando una obra se expone, pierde interés»1. Esa pérdida, entonces, tendría que ser el objeto de las mejores búsquedas: así X y tantos otros se ahorrarían no sólo la frustración que acarrea el desdén, sino además el engorro detestable que supone ensamblar un discurso mínimamente legible cuando se les exige —esa mala costumbre en vías de extinción— que expliquen qué diablos quieren decir con lo que hacen. (La palabra, que pasó por ser desechable, ahora es prescindible. Su función, de tenerla todavía, es por principio sospechosa).
En tiempos en que la saturación es una consecuencia perversa de la permisividad creadora («Dadle un botellón de leche aceda a un adolescente videocámara en mano y veréis cómo brota un nuevo artista conceptual», masculló una vez el añorado Gervasio Montenegro, crítico silvestre), el imperio del bostezo es quizás el último estadio antes de que la postmodernidad, sus próceres y sus cantores acaben de disolverse como las jaquecas de los peores viajes. Sin embargo, es sabido que el bostezo limpia y despeja, oxigena el cerebro y pone los ojitos llorosos, de modo que el ánimo queda renovado y dispuesto para salir de la galería y comprar un hot-dog en el primer Seven Eleven. En el año 2000, la paquistaní Ceal Floyer expuso un ticket de supermercado (ojo: el súper se llamaba Sainsbury’s White Chapel) pegado en la pared —es de suponerse que con Pritt. Quien tuviera paciencia podía revisar la lista de compras: queso, huevos, leche, algodón, velas, pasta de dientes, ajo, kleenex, tapioca, etcétera. Si es tan difícil arribar al propósito de la artista, mientras tanto permítase recordar el chiste cruel en que un cajero va registrando las compras de una muchacha: «Pan Bimbo, latas de atún, yogur, champú, papel higiénico…», va diciendo, «¿eres soltera, verdad?». «¡Sí!», se ruboriza la muchacha, entusiasmada, «¿lo adivinaste por lo que llevo?». «No», responde el cajero, «es que estás muy pinche fea». Bueno, pues la obra de Floyer tenía la gracia de ser monocromática, pero aunque el ingenio quizás habría valido la pena descubrirlo por cuenta propia, la artista pareció tomar una precaución excesiva contra la alta probabilidad de que el tedio impidiera que nadie se percatara de su objetivo: tituló la pieza «Monochrome Till Receipt (White)»: es triste, pero ya los chistes tienen que empezar a contarse por el final.
Si todo aspaviento vale en la medida de los sobresaltos que provoque, parece ahora que han quedado atrás las ocasiones de escándalo y que el insidioso estrépito de las ocurrencias ha terminado por ensordecernos. O fue, más bien, que el escándalo se ablandó para quedar en pataleta, la pataleta devino arañazo y maullido, éstos dieron paso a la mueca y ahora lo más seguro es que la cosa no pase de modorra. Si cuenta con el curador acucioso que se las arregle para comprar armellas firmes (con sus respectivos taquetes para asegurarlas bien en los muros) y varios metros de sogas que con el balanceo no vayan a rechinar, el éxito de la temporada se lo llevará la exposición que disponga una docena de hamacas para los despistados que la visiten. Tampoco caería mal un ventiladorcito. Y es que, por una parte, ya es difícil incluso esperar timos notables (o habrá que replantear el significado de timo y, más allá, el entendimiento mismo que pueda tenerse del arte, particularmente luego del fenómeno Thomas Kinkade, mesías de la producción en masa y de las ventas multimillonarias —así pinte sólo cabañitas acogedoras y baste con que sus manos toquen una reproducción para que ésta pase de costar mil dólares a costar cincuenta mil2), y por otra la proliferación de estrellas fugaces ha vuelto imposible conservar la calma para pedir ningún deseo a ninguna. Además: una consecuencia lamentable del actual estado de las cosas es constatar que el cinismo y el sarcasmo son recursos naturales no renovables, y que a fuerza de explotarlos uno va acercándose al anhelo imperioso de mejor vender licuados —con tal de dar con experiencias intelectuales más gratificantes.
Es claro, por lo demás, que en materia de arte contemporáneo los juicios y las sentencias pueden aspirar a ser, cuando mucho, ridiculeces, por lo que habría que ir adornando (antes de desecharlo por completo) el dictum de Adorno, según el cual el arte obtiene significado en proporción a su carencia de función: falta que carezca también de interés. Y si esto pudo comenzar desde que nació el primer «Sin título» de la historia, cabe esperar al artista que se encumbre con la primera obra sin obra, claudicación definitiva ante la imposibilidad de, ya no digamos perturbar, sino al menos conseguir la mirada del espectador mientras éste busque el rótulo que conduzca al baño. Puede que «Hipo verde», donde quiera que el esforzado X esté preparándola, sea ese Everest al que nadie ha llegado antes.
1.- En Art Now. 137 artistas al comienzo del siglo XXI, editado por Uta Grosenick y Burkhard Riemschneider, Taschen, 2002, p. 450.
2.- Un magnífico reportaje de Morley Safer, de CBS, daba cuenta del emporio Kinkade (que incluye parques temáticos, cadenas de galerías, coleccionistas frenéticos y giras del artista como rockstar, firmando alteros de cuadros). Para deleitarse con los paisajes idílicos de Kinkade: www.kinkadecentral.com.
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Ahora bien: acaso no sea la perplejidad un mal en sí mismo, sino apenas el comienzo de una búsqueda que debería llevarse hasta sus últimas consecuencias, truene lo que haya de tronar —y entonces se verá lo que venga a continuuación. El afamado artista X, vamos a decirle, que hemos perdido de vista en los últimos meses pero que en su meteórica carrera ya ha conmocionado a suficientes comisarios, reseñistas y señoras bien como para ser una figura respetable (y si no hemos sabido de él es porque está enfrascado en la preparación de una nueva instalación, cuyo título tiene ya decidido: «Hipo verde»), se ha propuesto conseguir el grado supremo de perplejidad entre quienes acudan a la primera exhibición pública de su trabajo. No quiere que la gente se encoja de hombros: quiere que ni siquiera atine a considerar la posibilidad de encogerse de hombros, fija en su sitio, en silencio y con la copa de vino tinto a medio camino entre la bandeja del mesero ambulante (el único ser móvil del lugar) y la boca entreabierta y, de ser indispensable, un poco babeante. Claro: si «Hipo verde» llega a provocar una suerte de catatonia colectiva, o al menos dejar en coma siquiera a un espectador, X habrá triunfado. Y es que, perspicaz como es, X ha sabido detectar que la inacción es la reacción deseable, pues no en balde está prestándose tanta atención a declaraciones como la del alemán Gregor Schneider: «Cuando una obra se expone, pierde interés»1. Esa pérdida, entonces, tendría que ser el objeto de las mejores búsquedas: así X y tantos otros se ahorrarían no sólo la frustración que acarrea el desdén, sino además el engorro detestable que supone ensamblar un discurso mínimamente legible cuando se les exige —esa mala costumbre en vías de extinción— que expliquen qué diablos quieren decir con lo que hacen. (La palabra, que pasó por ser desechable, ahora es prescindible. Su función, de tenerla todavía, es por principio sospechosa).
En tiempos en que la saturación es una consecuencia perversa de la permisividad creadora («Dadle un botellón de leche aceda a un adolescente videocámara en mano y veréis cómo brota un nuevo artista conceptual», masculló una vez el añorado Gervasio Montenegro, crítico silvestre), el imperio del bostezo es quizás el último estadio antes de que la postmodernidad, sus próceres y sus cantores acaben de disolverse como las jaquecas de los peores viajes. Sin embargo, es sabido que el bostezo limpia y despeja, oxigena el cerebro y pone los ojitos llorosos, de modo que el ánimo queda renovado y dispuesto para salir de la galería y comprar un hot-dog en el primer Seven Eleven. En el año 2000, la paquistaní Ceal Floyer expuso un ticket de supermercado (ojo: el súper se llamaba Sainsbury’s White Chapel) pegado en la pared —es de suponerse que con Pritt. Quien tuviera paciencia podía revisar la lista de compras: queso, huevos, leche, algodón, velas, pasta de dientes, ajo, kleenex, tapioca, etcétera. Si es tan difícil arribar al propósito de la artista, mientras tanto permítase recordar el chiste cruel en que un cajero va registrando las compras de una muchacha: «Pan Bimbo, latas de atún, yogur, champú, papel higiénico…», va diciendo, «¿eres soltera, verdad?». «¡Sí!», se ruboriza la muchacha, entusiasmada, «¿lo adivinaste por lo que llevo?». «No», responde el cajero, «es que estás muy pinche fea». Bueno, pues la obra de Floyer tenía la gracia de ser monocromática, pero aunque el ingenio quizás habría valido la pena descubrirlo por cuenta propia, la artista pareció tomar una precaución excesiva contra la alta probabilidad de que el tedio impidiera que nadie se percatara de su objetivo: tituló la pieza «Monochrome Till Receipt (White)»: es triste, pero ya los chistes tienen que empezar a contarse por el final.
Si todo aspaviento vale en la medida de los sobresaltos que provoque, parece ahora que han quedado atrás las ocasiones de escándalo y que el insidioso estrépito de las ocurrencias ha terminado por ensordecernos. O fue, más bien, que el escándalo se ablandó para quedar en pataleta, la pataleta devino arañazo y maullido, éstos dieron paso a la mueca y ahora lo más seguro es que la cosa no pase de modorra. Si cuenta con el curador acucioso que se las arregle para comprar armellas firmes (con sus respectivos taquetes para asegurarlas bien en los muros) y varios metros de sogas que con el balanceo no vayan a rechinar, el éxito de la temporada se lo llevará la exposición que disponga una docena de hamacas para los despistados que la visiten. Tampoco caería mal un ventiladorcito. Y es que, por una parte, ya es difícil incluso esperar timos notables (o habrá que replantear el significado de timo y, más allá, el entendimiento mismo que pueda tenerse del arte, particularmente luego del fenómeno Thomas Kinkade, mesías de la producción en masa y de las ventas multimillonarias —así pinte sólo cabañitas acogedoras y baste con que sus manos toquen una reproducción para que ésta pase de costar mil dólares a costar cincuenta mil2), y por otra la proliferación de estrellas fugaces ha vuelto imposible conservar la calma para pedir ningún deseo a ninguna. Además: una consecuencia lamentable del actual estado de las cosas es constatar que el cinismo y el sarcasmo son recursos naturales no renovables, y que a fuerza de explotarlos uno va acercándose al anhelo imperioso de mejor vender licuados —con tal de dar con experiencias intelectuales más gratificantes.
Es claro, por lo demás, que en materia de arte contemporáneo los juicios y las sentencias pueden aspirar a ser, cuando mucho, ridiculeces, por lo que habría que ir adornando (antes de desecharlo por completo) el dictum de Adorno, según el cual el arte obtiene significado en proporción a su carencia de función: falta que carezca también de interés. Y si esto pudo comenzar desde que nació el primer «Sin título» de la historia, cabe esperar al artista que se encumbre con la primera obra sin obra, claudicación definitiva ante la imposibilidad de, ya no digamos perturbar, sino al menos conseguir la mirada del espectador mientras éste busque el rótulo que conduzca al baño. Puede que «Hipo verde», donde quiera que el esforzado X esté preparándola, sea ese Everest al que nadie ha llegado antes.
1.- En Art Now. 137 artistas al comienzo del siglo XXI, editado por Uta Grosenick y Burkhard Riemschneider, Taschen, 2002, p. 450.
2.- Un magnífico reportaje de Morley Safer, de CBS, daba cuenta del emporio Kinkade (que incluye parques temáticos, cadenas de galerías, coleccionistas frenéticos y giras del artista como rockstar, firmando alteros de cuadros). Para deleitarse con los paisajes idílicos de Kinkade: www.kinkadecentral.com.
Publicado en Replicante.
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