Uno u otro

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Es curioso: los mexicanos, que en términos generales tenemos un entendimiento muy distorsionado de la naturaleza de la democracia, y que en razón de dicho entendimiento hacemos tan pésimo uso de ella como sistema de gobierno (y como argumento y como ideal y como lo que sea), somos capaces de presenciar las campañas y la próxima elección presidencial en Estados Unidos con una mezcla de ilusión, de ingenuidad y de envidia, como si allá —y sólo por ser allá— las cosas fueran diferentes y la representatividad de los políticos votados en realidad fuera efectiva, como si tales políticos estuvieran investidos con las virtudes que sus publicistas pregonan, y como si, en fin, el ejercicio del sufragio tuviera allá —y nomás por ser allá— una trascendencia histórica infinitamente distante de las ruindades y las bajezas que menudean acá cuando es a nosotros a quienes nos toca elegir. Así, en las conversaciones al respecto casi parece que, de poder, acudiríamos gustosos a las urnas el próximo martes, y que votaríamos con seriedad y convicción, no por el menos malo sino por el que juzgamos mejor, y que de salir éste electo festejaríamos con alegría, como se supone que debe ser.
No ha sido difícil, desde luego, tomar partido: John McCain no sólo es un ancianito repelente que parpadea mucho, que se ha declarado analfabeto en cuanto se refiere a las nuevas tecnologías de la información y que recuerda demasiado a su detestable antecesor, sino que además necesitó acompañarse de una mujer más bien grotesca, Sarah Palin, para agregarle —es un decir— sex appeal a su campaña; Barack Obama, en cambio, es elegante, articulado, emotivo, jovenazo... Y, claro, aun si no entrara a la Oficina Oval ya ha marcado varios hitos por haber llegado tan lejos. La escritora Toni Morrison, en días pasados, «consagró» al candidato demócrata tildándolo de poeta, y le escribió en una carta pública lo siguiente: «Además de una aguda inteligencia, integridad y una poco común autenticidad, usted posee algo que no tiene nada que ver con la edad, la experiencia, la raza o el género, algo que no vi en otros candidatos. Ese algo es una imaginación creativa, que acoplada con la brillantez equivale a la sabiduría». ¡Caramba! Lo llamativo es que el entusiasmo de Morrison está siendo crecientemente compartido por multitudes —en internet circulan incontables videos, por ejemplo, y no todos manufacturados por ciudadanos estadounidenses, que ensalzan las virtudes del senador negro (bueno: afroamericano, aunque no del todo)—, y que el mundo (y en el mundo los mexicanos) es capaz de ponerse chinito al oírlo hablar de esperanza y demás fruslerías.
Tan gigantesco es el desastre dejado por la administración saliente que, es de suponerse, la actuación del nuevo presidente tardará mucho en notarse. Antes, es más probable, se verán las primeras pifias del ganador—que las cometerá muy pronto. Y sin embargo nos obstinamos en creer que lo que ocurra el martes será emocionante y tendrá sentido.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 31 de octubre de 2008.

La gorda

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«¡El Grammy me viene guango!», declaró El Príncipe, «¡voy a estar en la FIL!».
Lo sabe cualquier enemigo de la báscula: no es lo mismo crecer que engordar. Hacen como que no lo saben, en cambio, los organizadores de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, cuya vigésima segunda edición fue anunciada el martes en rueda de prensa —acto que también sirvió para enterarse de que a Raúl Padilla no le ha dado gripa en tres años, y que va al gimnasio todos los días: él lo dijo—: una larga relación de cifras, nombres, encuentros, homenajes, espectáculos, etcétera, que será posible encontrar en una feria a cuyo considerable sobrepeso se le sumarán, este año, algunas tallitas más.
    Dijeron, por ejemplo, y con gusto, como si fuera cosa buena, que el área de exposición agregará 9 mil metros a los 26 mil del año pasado, y que en ellos cundirán 300 mil títulos y pulularán 500 escritores. Así fueran 3 millones de títulos y 500 millones de escritores: cuando una cantidad pasa, pongamos, de 20, ya se vuelve inconcebible y tiene muy poco o ningún sentido para cualquier mortal. Pero, tradicionalmente, la FIL ha sido muy dada a expresarse en cantidades obesas, y a venderse a sí misma a granel: de ahí que presuma, una vez más, los kilómetros de nuevos pasillos que le brotarán este año y la multiplicación de actividades simultáneas que tendrán lugar en sus nueve fugaces días, aun cuando en las sumas cuenten por igual los puestecitos donde se venden rompecabezas y pulseras que las editoriales más prestigiosas, o que tanto valga una charla de António Lobo Antunes como la presentación del libro Ésta es mi vida, de José José. (Bueno, nada de malo tiene que José José escriba un libro, que además lo publique y encima venga a presentarlo: lo feo sería que le diera por ponerse a cantar, y más ahora que le ha dado por el reguetón). ¿La FIL crece porque se ensancha y pasarán más cosas en ella? Habría que ver, pues acaso debería examinarse dicho presupuesto en función de la calidad de esas cosas que habrá.
    La presencia de Italia, por ejemplo. Viene una tropa nutrida de autores, pero muy pocos que nos suenen (ignorantes de nosotros) a los lectores hispanohablantes. Ni Claudio Magris, ni Roberto Calasso, ni Alessandro Baricco, ni Antonio Tabucchi... Vaya, ni Umberto Eco. En la rueda de prensa, tanto el Embajador italiano como Padilla (y, al quite, en representación de los editores italianos, Jesús Anaya, en la regañiza que le dio a una reportera preguntona), se afanaron —más bien inútilmente— en aclarar que no hay un fondo político en las razones que estos autores, y otros muchos, pudieron tener para declinar la invitación. Como sea, el caso es que no estarán. El que sí, y muy enfiestado, será Carlos Fuentes, que recibirá copioso homenaje por el dudoso mérito de haber alcanzado la ochentena, y hasta debutará como libretista de ópera. Es decir: el boato y la espectacularidad no faltarán, y habrá mucho de todo, sólo que no todo de eso mucho importará gran cosa. De modo que la FIL crece, sí, pero está volviéndose una gorda enfadosa, que ya no encuentra qué ponerse.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 24 de octubre de 2008.
 
 
 
 

El tiempo de Virginia

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«Virginia Woolf era la hermana de mi madre», declara el autor en su nota a la edición de 1996 de ésta, la que puede tomarse como la biografía más autorizada de la escritora inglesa. «En 1964, unos veinte años después de la muerte de Virginia, mi tío Leonard me escribió comentándome que había gente dispuesta a escribir su biografía. Él se veía en la obligación de invitarlos a almorzar para convencerles de que no lo hicieran, lo cual no dejaba de ser un fastidio... Acto seguido, me sugirió que fuera yo quien se ocupara del tema». Lo hizo, y la inmersión a profundidad en la vida y el tiempo de la autora de Una habitación propia es, además de una lectura de suyo fascinante por virtud del personaje, una dilatada reflexión sobre el trabajo creador y sobre las siempre difíciles nupcias entre la emoción y la inteligencia.


(Virginia Woolf, de Quentin Bell. Lumen, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 24 de octubre de 2008.

Cuestión de velocidades

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Conducir un tráiler, cuentan los que saben, es un arte dificilísimo, que exige equilibrar constantemente la delicadeza y la fuerza. Desde el arranque, da la impresión de que esta novela es, por cierto, un tráiler, y de que el autor (quien lleva largo tiempo transitando por los mapas de la poesía, y que por primera vez toma la autopista de la novela) opera como un conductor al que le importa tanto el buen viaje de su carga —una historia de crímenes y de violencias, arrebatos y miedos— como el imperativo de no perder un segundo para llegar a tiempo. El camino es de una deliberada sordidez, y los peligros que en el acechan han de sortearse con la mezcla de arrojo y cálculo que supone ir al volante de una bestia. Una novela muy a tono con el tiempo atroz que corre, por lo demás.


(Conducir un tráiler, de Rogelio Guedea. Mondadori, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 24 de octubre de 2008.

El viaje incesante

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Suele repetirse que los viajeros están en peligro de extinción (o que, en todo caso, la especie ha degenerado y lo que hoy sobran son turistas). Por suerte existen los libros de Cees Nooteboom. Este, en particular, vale como el asomo a una paradójica forma de sabiduría: el viaje incesante es la mejor forma de permanecer inmóviles en nosotros mismos. Como anota Alberto Manguel, «el argumento de Nooteboom es aún menos alentador que el de Zenón: según su cartografía, para llegar de A a B antes debemos descubrir Z, que al parecer es inaccesible; y los placeres de la ciudad C, que permanecen difusos en nuestra memoria; y las promesas que ofrece la ciudad de W, que tal vez (o tal vez no) visitemos algún día, o nos la perdamos de manera irremediable para aterrizar en otro lugar completamente distinto».


(Hotel Nómada, de Cees Nooteboom. Mondadori, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 17 de octubre de 2008.

El origen del mal

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En algún momento debió comenzar la delirante realidad gracias a la que, en estos tiempos, no hay día sin que las páginas de los diarios escurran sangre. ¿Por dónde empezó el desastre? Sergio González Rodríguez, seguramente uno de los autores que se han hecho las preguntas más lúcidas al respecto, ha puesto a trabajar su imaginación novelesca —y su memoria también, y el conocimiento de primera mano que ha obtenido su prolongada vocación de investigador de cuanto subyace a lo evidente, a lo meramente noticioso—, y el resultado es una implacable narración que apunta hacia el arranque de los años sesenta, cuando se habría engendrado el tráfico de estupefacientes en México. Esta novela —de indudables méritos estilísticos, además— habrá de ser una referencia ineludible para empezar a entender.

(El vuelo, de Sergio González Rodríguez. Mondadori, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 17 de octubre de 2008.

Nueva lengua

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¡Rigo Tovar no ha muerto! Ah, neee... es Gene Simmons.
Foto: Mural/Ricardo Pegueros
La nostalgia es una cosa inservible, como no sea para constatar mediante ella el arribo siempre súbito y horroroso de la vejez. Por suerte hay un antídoto contra las lamentaciones que promueve la recordación estéril del tiempo ido: el ejercicio de la perplejidad. Esto viene a cuento por la alharaca que se ha armado en torno a la entrega de los premios MTV (versión Latinoamérica, hay que precisar) anoche, en Guadalajara. Es tan alarmante la dificultad de entender qué diablos podrá significar cuanto hoy se ampara en las afamadas siglas (Music Television, querían decir hace millones de años), que felizmente no hay ocasión, o no todavía, de arrellanarse en la mecedora con un chocolatito y una concha para rememorar nuestras mocedades en la prehistoria ochentera.
    No deja de ser asombroso que la carota de Gene Simmons ocupe buena parte de la primera plana del periódico cuando llega a la ciudad: no es sólo que todavía esté vivo, sino que la vida haya reservado para sus años provectos dotarlo con la apariencia de Rigo Tovar. A su lado, una muchachita (seguro uno está viejo cuando empieza a usar términos como «muchachita») nombrada Katy Perry, que quién sabe qué hará, pero por lo visto es una celebridad. Y ahí empieza a operar la desorientación, mayor y más paralizante entre más alto es el número de estrellas irreconocibles entre cuantas desfilaron anoche por la alfombra roja del Auditorio Telmex. Cosas llamadas Zoé, Kudai, Don Tetto... Eso qué. Ahora: los nombres que uno sí ubica, aunque sea por accidente (Café Tacvba, Julieta Venegas, Molotov, etcétera), también es complicado imaginar qué de notables tendrán para causar tanta sensación: igual parecen elenco de las Fiestas de Octubre o de Zapo¡pum!, y otra vez: eso qué.
    Si, por un lado, el tiempo corre y uno va rezagándose irremediablemente del comercio con la actualidad, pues a eso conduce por fuerza el cultivo de ciertos gustos y, desde luego, de ciertos prejuicios, por otro lado el funcionamiento de MTV en la comprensión del mundo debe de ser algo ya muy distinto de lo que fue para la generación que vio nacer esa idea. Pasará por pedantería, pero a quienes vimos a Dire Straits, a The Cars, hasta a Madonna, recibir los primeros premios, MTV —y el apogeo del video— nos educó visualmente (o nos maleducó, da igual). Ahora los videos son lo que menos interesa en esa cadena: menos, por ejemplo, que los reality shows (zafios, soeces, repulsivos y, por lo general, tediosos), y eso sin contar que habremos sido legión los que renunciamos a seguir viendo ese canal la primera vez que Paulina Rubio apareció ahí. ¿A los jóvenes de hoy (¡y dale!) les importará en realidad la existencia de MTV? Porque las oportunidades para ver y aullarles a sus ídolos son infinitamente más abundantes (ahora existe YouTube, por ejemplo). Aunque quizás no tenga sentido hacerse ninguna pregunta al respecto: uno pensaría que hoy se habla una nueva lengua, incomprensible por meras razones generacionales, pero quién sabe: sólo que esa lengua sea la estupidez. 
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 17 de octubre de 2008.

La belleza tóxica

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Larsen es un hombre de estampa entre patética y lamentable, distinguido por un pasado infame, por sus modos groseros y por sus ambiciones —ridículas— de prosperar en sociedad. Ha vuelto a Santa María, de donde años atrás había huido luego de urdir un negocio repugnante. Ha vuelto y se ha fijado en dos cosas: una, la hija infantiloide de Jeremías Petrus, el dueño del astillero que en algún tiempo remotísimo dio lustre al puerto; la otra, el astillero mismo, un resumen inmejorable del desastre, de la miseria, de la ruina. De algún modo, Angélica Inés (la heredera en cuestión) y el astillero son lo mismo: el sueño desvencijado de Larsen, que comienza a un tiempo el asedio de la mujer —a lo que ella parece ir accediendo, o es lo que Larsen quiere pensar— y el asalto de la administración de esa fábrica que jamás botará ningún barco otra vez. Encuentra, también, que hay dos hombres que todavía creen trabajar ahí: en realidad —lo sabrá a su tiempo y, como todo lo demás, no le importará— viven de robar chatarra, y están locos. Petrus delira, también. Y el pueblo, con su río y con la estatua ecuestre de su fundador al centro de la plaza, en medio de una humedad capaz de pudrir los espíritus más áridos, y las casas, y los cuerpos. Y todo lo observa, desde su consultorio, un médico morfinómano que alguna vez le sacó a Angélica Inés un anzuelo que se le había clavado en un muslo. Larsen, sobra decirlo, tampoco debe de estar muy en sus cabales. Hasta es posible que termine por enamorarse.
Juan Carlos Onetti, que pasó los últimos diez años recluido voluntariamente en su exilio madrileño (tumbado en la cama, para ser más precisos: hasta llegó a deformársele el codo en que se apoyaba para escribir, y no es que algún padecimiento lo tuviera baldado: sencillamente no le daba la gana levantarse), es el escritor que imaginó a Larsen, a Angélica Inés, al médico Díaz Grey, a toda Santa María, y también al Padre Fundador Brausen, origen de todo ese universo de desolación y rabia, de esperanzas envilecidas y anhelos corrompidos por la mera constatación de la existencia, ese universo cuya misteriosa y tóxica belleza pulsa en novelas como El astillero o las que le precedieron, La vida breve y Juntacadáveres, o las que vinieron después, Dejemos hablar al viento o Cuando ya no importe. (Pero no consiste en eso toda su obra: también hizo cuentos, algunos de los mejores que hay en castellano, y otras muchas novelas: una, breve y deslumbrante, seguramente es la más triste que puede haber: Los adioses).
«¿Por qué escribe?», le preguntó una vez una periodista a Onetti. «Escribo para mí. Para mi placer. Para mi vicio. Para mi dulce condenación». La siguiente pregunta, ingenua, fue: «¿Cómo escribe?» «Estupendamente». La periodista no se arredró: «Conteste con seriedad». «Sí, señora», respondió Onetti, «no entendí la pregunta». Le dieron el Premio Cervantes; estuvo en la cárcel, y luego se largó del Uruguay para nunca más volver. Se casó cuatro veces (en dos ocasiones con sendas primas suyas), leyó devotamente a Faulkner y a Arlt, y decía que escribía para Joyce. Una vez le hicieron un homenaje, y pasó todo el rato emborrachándose; cuando le tocó el turno de hablar, sólo se levantó —con trabajos— para decir: «Yo no hablo. Yo escribo».
Y escribió las señas y los destinos de algunos de los personajes más ruines y a un tiempo más conmovedores que nadie haya imaginado nunca. Y lo hizo con una prosa que, en su implacable minería del alma, invariablemente ofrece, en cada página y en cada línea y en cada palabra, el hallazgo incesante de una poesía de enceguecedor fulgor. Leerlo a fondo supone la altísima posibilidad de incorporarlo definitivamente al entendimiento de lo que es la vida. Para bien o para mal.

Publicado en Magis.

Alegorías

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Se nos ha puesto creativo el Dr. Carstens. Lo malo es que no parece que esa creatividad sirva para maldita la cosa: es más bien que le ha dado por ser alegórico y que, por lo visto, busca así hasta imprimir un tono desenfadado a sus apreciaciones en torno a la crisis financiera mundial de la que se oye tanto en estos días. Ayer salió en la tele (ha salido mucho últimamente), y fue respondiendo, calmoso, sonrientito, bonancible, a la entrevista que le hacía Loret. En una de ésas, cuando éste le preguntó si en México ya habríamos tocado fondo, el secretario de Hacienda contestó algo como «Esto es un bache lleno de agua», con lo cual —es de suponerse— habría querido decir sencillamente que no, que no sólo no hemos tocado fondo, sino que ni siquiera sabemos si el bache (un cenote, más bien) tendrá fondo. También ha recurrido a las metáforas médicas: habla de la pulmonía que tiene postrada a la economía de los Estados Unidos, y de que en México se espera que sufra una «gripe un poco más severa».
Lo de menos, claro, es que un funcionario tenga ínfulas literarias y se exprese con un lenguaje que pretende ser ingenioso. Es posible que el Dr. Carstens —en este caso, pero así saben ser también todos los políticos, mexicanos o no— asuma que el grueso de los ciudadanos que le prendemos a la tele y lo vemos llenando la pantalla necesitamos explicaciones así, ocurrentes y coloridas, para poder entender qué diablos está diciendo. Y hay algo de razón en eso: la materia bursátil es críptica por definición. Pero una cosa muy distinta es que esa actitud implique, como en efecto sucede, una sostenida voluntad de disimulo: al atenuar o desmentir las circunstancias caóticas que prevalecen en los mercados financieros mundiales, incluido el de México, lo que el secretario y compañía hacen es desdeñar, malamente, esa cosa problemática y horrible que es la famosa realidad. Ahora: si bien se entiende que quieran infundir serenidad, pues en todo caso el pánico es siempre indeseable, también hay ocasiones en que lo mejor es poner las cosas como son, para que uno sepa bien a qué atenerse. El miércoles, el mismo Carstens y Guillermo Ortiz, el gobernador del Banco de México, pidieron paciencia y confianza, al tiempo que el dólar estaba llegando a venderse en 14 pesos. «Nuestro sistema financiero está sano», recitó el primero —sí, tú: ¿y la cartera vencida?—, y el segundo le hizo coro con esta paradójica admonición: «En cuanto al tema de si el dinero de los ahorradores está seguro, yo diría que pueden tener toda la confianza, que sí está seguro, pero, bueno, pues no podemos desconocer ni negar que el país, la gente va a ser afectada». ¿En qué quedamos, entonces? ¿Confiamos en que sí nos vamos a ver afectados? ¿O cómo?
En México, cada que un político en funciones sale a decir que las cosas están bien, es que están mal; si dice que no están tan mal, están espantosas. Nunca ninguno ha reconocido que ya nos cargó el payaso: para ese momento ya está otro en su lugar, diciendo que todo está en paz, que nos vamos a recuperar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 10 de octubre de 2008.



Ayer es hoy mismo

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Uno quisiera que Rafael Pérez Gay escribiera mucho más (y que muchos otros —como Carlos Fuentes, pongamos— se avinieran de una maldita vez al reposo definitivo). El caso es que es un gustazo que, por lo menos, se reedite lo suyo. Este libro, que data de hace 15 años, tiene un singular encanto —además, claro, del que hay en su estupenda factura, en la naturaleza irresistible de cada historia y de cada personaje, en el alto sentido del humor que exhibe—: ha envejecido como sus lectores originales lo hemos hecho. Procede de un tiempo en que, por ejemplo, se fumaba en los aviones, o en que podía causar sensación un estéreo marca Fisher. Y, sin embargo, no ha perdido un miligramo de su atractivo. Más allá de esta circunstancia, seguramente trivial, es un libro a veces conmovedor y a veces divertidísimo. Y, a veces, ambas cosas al mismo tiempo.div>

(Llamadas nocturnas, de Rafael Pérez Gay. Mondadori/Cal y Arena, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 10 de octubre de 2008.

Razones del escritor

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«Escribo porque soy incapaz de hacer un trabajo normal como los demás [...] Escribo porque estoy muy, muy enfadado con todos ustedes, con todo el mundo [...] Escribo porque sólo puedo soportar la realidad si la altero [...] Escribo para estar solo [...] Escribo porque la vida, el mundo, todo, es increíblemente hermoso y sorprendente [...] Escribo porque no consigo ser feliz. Escribo para ser feliz». Es lo que soltó el turco Orhan Pamuk en Estocolmo, al recibir el Premio Nobel de Literatura en 2006. Este volumen reúne, además de esa pieza (una pieza maestra), otros dos discursos, pronunciados también en ocasión de sendos reconocimientos: en conjunto, un credo en tres partes: un apasionado examen del oficio de escritor, y al mismo tiempo un retrato de cuerpo entero de uno de los autores más llamativos de la actualidad.

(La maleta de mi padre, de Orhan Pamuk. Mondadori/Siruela, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 10 de octubre de 2008.

Momios

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El hábito de las profecías podrá ser todo lo inútil que se quiera, pero eso no le quita lo entretenido (y hasta puede ser divertido). Será que en un tiempo de absoluta incertidumbre, cuando es imposible saber cómo le amaneció la tripa al Dr. Carstens —para, entonces, imaginar si ya le dará la gana de ponerse a trabajar ante el cataclismo que se avecina—, cuando no hay modo de saber dónde volverá a atacar el narcoterrorismo en México, cuando es complicadísimo especular sobre quién volverá a beneficiarse de los ímpetus derrochadores del Gobernador González («Emilio» que le diga Julieta Venegas), cuando, en fin, puede ser tan desesperante tratar de vislumbrar al menos una expectativa en la que pueda confiarse para llegar intactos a la semana entrante, la adivinación y el tanteo son los únicos accesos al futuro que quedan a nuestro alcance, y vale más perder el tiempo en ellos que perderlo tratando de anticipar nada.
Pasa, cómo no, como cada octubre, con las previsiones y las conjeturas respecto a la concesión del Premio Nobel de Literatura —aunque también, seguro, será lo mismo con los de Medicina, de Economía, de Química, etcétera, aunque ahí sólo los iniciados y, claro, los interesados, estarán desvelándose y haciendo cuentas. Para empezar, entra uno a la página de la Fundación Nobel y lo primero que llama la atención es el calendario que tienen ahí: están, con toda precisión, las fechas en que se anunciarán todos los galardones, pero en el cuadrito que corresponde al de Literatura nomás hay un signo de interrogación y la leyenda: «De acuerdo a la tradición, la Academia Sueca presentará la fecha para su anuncio del Premio Nobel de Literatura más tarde». ¿Más tarde que qué? ¿Cuál tradición? A lo mejor se refieren a la mala costumbre que tienen los académicos suecos de ser herméticos y díscolos, pues es cierto que nunca sueltan prenda —cosa que luego lleva a suponer las incontables triquiñuelas y componendas que seguramente regirán sus decisiones. El caso es que, pese a esa reserva, también tradicionalmente se despliegan por todos lados las listas de candidatos probables, y sobre ellas vamos, no importa quién las haya hecho ni con qué razones. Por ejemplo la de una casa de apuestas británicas, Ladbrokes (se puede jugar en línea, lo mismo que a los caballos, a la Serie Mundial o a las elecciones presidenciales en Estados Unidos), encabezada por Claudio Magris (con una probabilidad de 3 a 1, según ellos) y en la que también figuran Philip Roth (7 a 1), Bob Dylan (150 a 1, pobre) y Carlos Fuentes (40 a 1: cabe imaginar al mexicano tronándose los dedos y tragando espeso porque sus momios están tan chafas).
La pura ociosidad, como puede verse. Un premio que no reconoció a Proust ni a Joyce ni a Borges ni a Kafka tiene menos sentido que cualquier certamen de Juegos Florales Ejidales, pero por la resonancia mediática que alcanza es inevitable que, siquiera por estas semanas, nos tenga al pendiente. Total: para lo que importa.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 3 de octubre de 2008.



Un encantamiento

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Con una prosa despojada, de tensa desnudez, dejada ir con la naturalidad con que se extienden los recuerdos y las ensoñaciones, la historia elegida por David Miklos para cerrar su trilogía de novelas (La piel muerta y La gente extraña son los otros títulos) está armada no sólo con una notable voluntad de estilo —«Quise contar una historia a partir de los silencios», ha dicho el autor, y, en otro lado, apuntando a algo que se advierte (se va escuchando) desde las primeras líneas, que «todo responde a cierto ritmo musical»—, sino también con una suerte de encantamiento sostenido que acaso derive de las evocaciones que su lectura desata automáticamente en quien se somete a ella: dicho de otro modo, la materia de lo que aquí se cuenta es el camino de ida y vuelta entre los encuentros y los desencuentros, y quién no ha pasado por ahí.

(La hermana falsa, de David Miklos. Tusquets, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 3 de octubre de 2008.

Sensación

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«A medida que vayáis leyendo el libro os enteraréis de los dos millones y medio de personas que han muerto en la guerra civil sudanesa. Yo era sólo un niño cuando estalló la guerra. Como cualquier ser humano indefenso, sobreviví tras cruzar muchos parajes agotadores mientras las bombas de las fuerzas aéreas de Sudán caían a mi alrededor, esquivando las minas de tierra, perseguido por bestias salvajes y asesinos humanos». No haría falta agregar mucho más: sólo que Dave Eggers, uno de los autores más, digamos, llamativos de la nueva literatura estadounidense (dirige un par de revistas tenidas por acontecimientos inusitados, así como una editorial y una institución de beneficiencia), narra aquí la vida de Valentino Achak Deng, el niño que huye, y que dicha historia —naturalmente— ha venido causando sensación. Y obviamente.

(Qué es el qué, de Dave Eggers. Mondadori, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 3 de octubre de 2008.

De estafas

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Podrá ser temible, angustioso o repugnante, pero el tiempo que nos ha tocado vivir es, qué duda cabe, interesante. Y, en su agitación, el tiempo mexicano es un surtidero inmejorable de asuntos para la invención literaria —cuyos hallazgos irán siempre a la zaga de los que resultan de un vistazo a la famosa realidad. Varios han dicho ya de esta novela que la caracteriza una voluntad de aceleración por medio de la cual se propone seguir el paso a la vida que todos los días vemos desaforarse en torno a nosotros. A un delincuente de medio pelo se le descompone el coche (robado) y, harto ya de la situación, decide dar el «gran golpe». Ahí comienza una historia que busca ser tan delirante como el tiempo de mentiras y mezquindades en que nos movemos. Y lo consigue, para fortuna de sus lectores, con solvencia narrativa y con un muy agradecible sentido del humor.

(No lo tomes personal, de Fernando Lobo. Mondadori, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 26 de septiembre de 2008.

¿Verdad o mentira?

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O bien Vicente Leñero es un periodista que se ha permitido fantasear, incorporando a su registro de los hechos las posibilidades que abre la imaginación literaria, o bien es un cuentista que ha sabido detectar en el mero decurso de la realidad suficientes ocasiones para el asombro como para que este libro suyo —con personajes reales, escenarios del todo verosímiles y fechas y datos absolutamente corroborables: hasta un índice onomástico trae— pase sin problemas como una colección de relatos ficticios, aunque sean verdad. Qué importa: Leñero, uno de los principalísimos escritores mexicanos vivos (nadie tiene el oído que tiene él para reproducir el habla real de todos los días), debe de haberse divertido de lo lindo, y otro tanto sucederá a quienes se apliquen a ver lo que ha visto, a escuchar lo que ha escuchado y a creer lo que él ha querido que lleguemos a creer.

(Gente así, de Vicente Leñero. Alfaguara, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 26 de septiembre de 2008.

El tiempo de McCarthy

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Una de las formas en que la posteridad —la remotísima posteridad— recordará los tiempos que corren será invocando la presencia en ellos de Cormac McCarthy (así como puede hablarse de los tiempos de Shakespeare o de los de Virgilio). En cuanto a nosotros, sus coetáneos, más nos valdía atenernos a sus libros para comprender de modo inmejorable el mundo que nos ha tocado en suerte —el mundo y su depravación, su voluntad de muerte, y toda la desolación imperante. Ésta es una de sus novelas señeras: la frontera entre México y Estados Unidos a mediados del siglo 19, una expedición organizada para exterminar a los indios, y al frente de ella el sobrecogedor Juez Holden, una de las figuras más temibles que la literatura haya sido capaz de concebir. La prosa de McCarthy es una absoluta fuerza de la naturaleza.

(Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy. Mondadori, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 19 de septiembre de 2008.

Miedo a los ratones

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Una novela como ésta tendría que ajustarse al interés de cualquier lector en la medida en que hace suya una voluntad de sumarse a las transformaciones incesantes de la literatura. Pero el caso es que, además —y ya esto comienza a volverla apreciable, más perdurable que los cargamentos prescindibles que se vuelcan a diario sobre las mesas de novedades—, está fabricada con un singular sentido del humor, cosa rarísima entre tanta producción pretensiosa y solemne como saben despachar los escritores mexicanos jóvenes. Un cuentista se ve abandonado por su mujer, que prefiere a un novelista, y encima le tiene miedo a los ratones. El resto es una muy bien urdida ingenería de lenguajes (de la novela al blog, y viceversa). Hace pensar —y es elogio— en lo que habría escrito Ignacio Betancourt de no haberse atorado y de tener ahora los treinta y tantos que tiene Harmodio.

(Musofobia, de Jorge Harmodio. Mondadori, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 19 de septiembre de 2008.

El puro gusto

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Es una suerte que, a treinta años de su aparición, se haya reeditado por fin este libro memorable. Alejandro Rossi, uno de los más estimables ensayistas que México ha visto pasar en el último medio siglo, hizo un aprovechamiento óptimo de la idea de distracción, que acaso sea la condición indispensable y, al mismo tiempo, el propósito primero de todo buen practicante del género literario que más se parece al paseo y a la conversación: vagabundeando por el rico territorio de su cultura, sus emociones, sus pareceres y sus imaginaciones, el autor se permite distraerse —y distraernos— de las engorrosas obligaciones de lo que él mismo ha llamado «la famosa realidad». Pero, claro, de tal modo que ingresemos en ella con inmejorables resultados. Es, dice Rossi, «un libro que expresa mi gusto por el juego, por la moral, por la amistad y, sobre todo, por la literatura».

(Manual del distraído, de Alejandro Rossi. Mondadori, 2007)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 12 de septiembre de 2008.

Memorias involuntarias

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Cuando Quentin Bell escribió la que se conocería como «biografía autorizada» de Virginia Woolf, el viudo de ésta puso a su disposición un conjunto de escritos que la autora no había llegado a preparar para su publicación definitiva. Luego, a la muerte de Leonard Woolf, dichos escritos fueron a parar a la Universidad de Sussex, y en 1976 finalmente vieron la luz. Acaso sea posible decir que en este libro constan unas memorias no del todo voluntarias, pero que bien funcionan como el esbozo de una autobiografía mediante el cual es posible conocer con mayor profundidad los tiempos y los mundos por los que atravesó la autora de Orlando desde su infancia. (No deja de ser inexplicable la traducción al español del título original, Moments of Being, ni la ausencia de firmas para las notas y el epílogo: una imperdonable malhechura).

(Momentos de vida, de Virginia Woolf. Lumen, 2008)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 12 de septiembre de 2008.