Kramer: My face is all craggly. It's crinkly!
Jerry: It's from all that smoke.
You've experienced a lifetime of smoking
in 72 hours. What did you expect?
Kramer: Emphysema, birth defects, cancer. But not this!
Jerry: It's from all that smoke.
You've experienced a lifetime of smoking
in 72 hours. What did you expect?
Kramer: Emphysema, birth defects, cancer. But not this!
Lichtenberg vivía según la hipótesis de que beber agua en las comidas es dañino. Una de las hipótesis según las cuales yo vivo es ésta: tarde o temprano dejaré de fumar. Es una hipótesis deliberadamente vaga, tramposa: no queda claro si mi renuncia será obligatoria o voluntaria. Tampoco, evidentemente, aventuro ninguna información sobre la fecha, ni ofrezco datos que permitan inferir si mi alejamiento del último cenicero será repentino, brutal, irrevocable, o si irá produciéndose paulatinamente, con la suavidad nostálgica e irreal de un barco que se aparta de la costa (aunque, claro: el problema de esta imagen estriba en saber si el cigarro postrero será el barco que veré empequeñecerse en la distancia, el humo perdiéndose tras el horizonte para nunca regresar, o si será por el contrario la tierra firme y segura —el humo del hogar— que yo habré abandonado temerariamente para enfrentar el mar proceloso y amenazante de la abstinencia, rumbo a la improbable Isla de los Virtuosos del Aire Puro). «Tarde o temprano», me digo, y seguramente no es la mejor manera de plantearlo: un vistazo aterrador a la literatura médica probablemente me serviría para constatar que ya es «tarde», mientras que «temprano», para ser en verdad «temprano» (antes de las indeseables consecuencias de seguir fumando, se entiende), debería de significar «en este mismo momento» o «esta noche», y a lo sumo «antes de comenzar a escupir sangre» —si bien eso, claro, significará que ya es tarde. Además, la imaginación más chapucera me inclina a contemplar otra posibilidad —menos un engaño que un deseo sincero, por más absurdo que parezca y sea—: que siempre podrá ser «temprano», pues nada me garantiza que al instante siguiente de apagar mi último cigarro los chinos no estén anunciando al mundo el prodigio de haber sintetizado en un fármaco los remedios para la tos, la resequedad de garganta, la flema miserable de cada mañana, la apnea, la gastritis, los ojos llorosos, el hipo, las manchas en los dedos, la halitosis, la sonrisa café, el enfisema, el jadeo, la barriga, las quemaduras en el sillón, las cardiopatías, el odio del prójimo, las encías negras, la pérdida de olfato, la vergüenza, el cáncer, la obsesión por hallar figuritas procaces en el dibujo de las cajetillas, la lengua entumecida, la ansiedad, el ronquido, el desprecio por uno mismo, la prisa por encontrar un Oxxo antes de agotar el penúltimo de los cuatro paquetes que uno sabe llevar metódicamente distribuidos en los bolsillos del pantalón y de la chamarra, la propensión al catarro, el catarro, el hedor en la ropa y el pelo, la culpa, la tantita preocupación por las cruces de tantos fumadores pasivos que según eso va sembrando uno en su camino, el pulso disparatado, la temblorina, la náusea, el aneurisma futuro e inapelable, la neurosis y el bajo peso en el recién nacido. Ya lo estoy viendo: dejo de fumar y enseguida resulta que fumar ha dejado de ser nocivo.
Tarde o temprano, sin embargo, dejaré de fumar. Lo cual me lleva a anticipar el duelo memorioso, inevitable tras el último cigarro. (Hago un paréntesis para reparar en un problema lingüístico que lleva a otro de naturaleza ontológica: en México se les dice cigarros a los cigarrillos, cuando más propiamente ese término debería reservarse a los puros; ahora bien, para ser del todo precisos deberíamos llamar a éstos siempre habanos, o en todo caso cigarros puros, para poder hablar también de puritos o de cigarritos —los habanos más pequeños y esbeltos. El caso es que, habiendo cigarros o habanos o puros, o cigarros puros, y cigarritos y puritos, ¿dónde están, entonces, los cigarrillos? ¿Qué son? Tal vez no existan —nunca en México dice uno: «Me fumé catorce cigarrillos y no llegabas, ¡me cachis!»—, y quizás, en consecuencia, lo que yo he creído estar fumando los últimos tres lustros —cigarros, pensaba, pero son en realidad cigarrillos, palabra que en este país no significa nada— haya sido una mera aberración semántica por la cual un término espurio designa algo que sin ser cigarro, ni habano, ni puro, ni cigarro puro, ni purito ni cigarrito, es en rigor nada: puro humo sin origen ni sentido1). Sobre el duelo, decía: he de ir haciéndome a la idea de lo que significará la ruptura. Y a propósito nunca dejo de recordar cierta afirmación de César Luis Menotti —a cuento de qué la hizo, no importa: importa que haya sido Menotti quien lo dijo—: que el cigarro es el peor de los amigos. Pero amigo al fin. Chantajista e insidioso, detestable, desleal, traidor, abusivo... La lista de defectos podría extenderse, pero es ocioso hacerla porque de nada sirve para resolver el misterio inherente a esa amistad perniciosa: ¿por qué me empecino en sostenerla? Pues este amigo no sólo apesta, sino además es impertinente: reclama mi atención en los momentos menos oportunos, y si se la niego comienza una lenta y estéril inmolación de sí mismo, como una víctima despreciada de cuya muerte inútil seré siempre culpable —aunque quizás no tanto como él podría llegar a serlo de la mía. Me ha costado mucho dinero conservar su compañía; por ir con él me ha sido negado el acceso a lugares por lo general más decorosos que aquellos donde, juntos, somos tolerados: cafés de medio pelo o meras cantinas, sobre todo (y donde siempre podemos estar más en paz es en la calle, por más que yo difícilmente pueda seguirle el paso y vaya unos centímetros atrás de él, resollando dificultosamente). Las escasas ocasiones en que he intentado sacarle la vuelta él se las ha ingeniado para dar conmigo, y pese a que cada vez va volviéndose más indeseable, muchas veces, cuando me ha resultado absoluta y desesperadamente necesario encontrarlo, ha desaparecido como un perfecto cobarde.
Más de una mujer lo ha visto llegar y se ha apartado discretamente, antes de largarse definitivamente pretextando cualquier cosa. Otras, en cambio, que lo adoran (considerablemente más que lo poco que lleguen a estimar mi propia presencia), tiran uno, dos, tres zarpazos, hasta que también se largan y me dejan solo, doblemente solo porque además él suele irse con ellas. Entonces lo busco con una sorda ansia de venganza, con ganas auténticas de acabar con él, y al poco rato lo encuentro y ya está de nuevo caminando conmigo en su insincero desplante de camaradería rastrera y convenenciera —aunque esto último no sé como puedo afirmarlo si no es por la amargura de constatar a cada momento cómo mi amistad y mi fidelidad no le importan: desconozco sus motivos y los fines que persigue al andar pegado a mí, volviendo tóxicos los varios metros cúbicos de aire que me rodean en cualquier sitio.
Quiero suponer que no toda la historia de nuestra amistad tiene el toque sórdido y enfermizo de las últimas épocas, pues tiempos hubo (sigo queriendo suponer) en que conocimos juntos algunas felicidades y colaboramos creativamente en la fabricación de esos momentos por los cuales tal vez se entienda nuestra perseverancia —o la mía, sobre todo— en mantener ardiendo la brasa que ilumina el recuerdo de la juventud perdida. Pero no tengo manera de reconstruir con nitidez ninguno de esos momentos: ahora trato de dar con uno especialmente significativo y veo que todos se disipan entre las volutas del cigarro que tengo encendido aquí mismo, y eso es quizás porque este compañero falaz en realidad nunca ha tenido mayor interés en las felicidades o las desdichas que creo haber pasado mejor por contar con su presencia. Estas mismas líneas, que ya voy despachando a la carrera porque la cajetilla ha ido vaciándose y será impostergable el momento de salir a comprar otra, le interesan muy poco: de hecho, concluirán antes de que él mismo llegue al filtro y desaparezca, apenas yo alcance a anotar esta última esperanza: si tarde o temprano dejaré de fumar, por ahora la única venganza que puedo ir cobrándome es seguir prendiéndole fuego a este pésimo amigo, verlo quemarse vivo. Aunque sé bien que eso es darle gusto y alentarlo a continuar en su papel de impune asesino.
1.- Además, de un tiempo para acá los Marlboro dicen en las cajetillas «Filter cigarettes».
Publicado en Picnic.
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