Una guerra perdida

Un tiempo, cuando estaba por dejar de trabajar en un periódico, me dio por pensar que los periódicos son los lugares donde trabaja la única gente a la que le importan los periódicos. Las juntas editoriales (para los legos: las reuniones tensas y veloces en que se deciden contenidos, se planean coberturas y se purgan los yerros de la edición del día) me afirmaban en esa certidumbre al presenciar las euforias y las congojas de la redacción, un cúmulo de fantasías que poco o nada podrían interesarle al lector, esa entidad vaporosa e inescrutable de cuya inteligencia no debe dudarse —así sea para subestimarla, como ocurre casi siempre. Iba pareciéndome una superstición la creencia de que alguien, cualquier persona más allá del ronroneo de la rotativa en la madrugada, pudiera asomar siquiera su curiosidad a las materias que hasta la noche anterior habían sido para mí motivo de consternación, felicidad o duda: si el ejemplar en que tanto me afané me era devuelto envolviendo unos aguacates, esa superstición podía adquirir tintes trágicos. Afortunadamente a mí no me gustan los aguacates.
Cuento esto para adelantar una explicación sobre mi circunstancia personalísima como lector de la novela El buscador de cabezas, de Antonio Ortuño: por una parte, el periodista que fui y he de seguir siendo (lo que a los alcohólicos: nunca se deja de serlo) debió presenciar la historia de Álex Faber con algo más de suspicacia por sus cuitas que la atribuible a cualquier lector que jamás haya trabajado en un periódico —es decir, la gente a la que no le importa lo que pasa en los periódicos—; por otro lado, puesto que entiendo la información noticiosa sólo como un sucedáneo precario de la realidad, como una de sus versiones más poco fiables, a quienes se afanan en procurárnosla tiendo a verlos como usuarios de un código abstruso que únicamente sirve al funcionamiento de sus preocupaciones: la que los tiene a la búsqueda de notas, la urdimbre misteriosa de sus estrategias, la fe que menos secretamente de lo deseable los sostiene en el gozo de su imaginario poderío y la convicción de su influjo en los tumbos que da la verdad. Con esto quiero decir que me puse en guardia cuando, poco después de presentarse, Faber declaró: «El reportero era yo». Claro: toda precaución de mi parte pronto resultó innecesaria, y no sólo porque el que narra deja de ser reportero —para terminar de convertirse en algo peor—, sino sobre todo porque el novelista es Ortuño y porque en las páginas de El buscador de cabezas estaba por suceder algo verdaderamente grave.
Algún ingenioso mercadotécnico de la editorial tuvo la astucia de lanzar, en la fajilla que presenta esta novela, una pregunta que hasta el pasado 2 de julio pudo ser oportuna —y ojalá lo haya sido, para alegría de la editorial y para la prosperidad de las regalías de Ortuño—: «¿Qué pasaría si la ultraderecha ganara la Presidencia de la república...?». Está de más decir que los cándidos que, en vísperas de las elecciones, hayan roto el celofán de su ejemplar buscando una respuesta, se habrán llevado un chasco (nota para el mercadotécnico ingenioso: que en sucesivas ediciones, dado el resultado de la votación, quite los signos de interrogación a esa pregunta y cambie los tiempos verbales: igual no faltará quién pique). Y no nada más porque la república de El buscador de cabezas no haya modo de asegurar que sea la mexicana —aunque se parezca tanto—, sino porque la voluntad especulativa del novelista a partir de esa posiblidad (el ascenso de la ultraderecha al poder) es meramente el punto de partida desde el cual sus personajes y el país que habitan irán extendiendo, en sus aventuras y sus desventuras, una trabajada reflexión sobre la condición humana que, en su abordaje de la traición, el amor, la confusión, la ira, la cobardía, el cinismo, la vileza, el dudoso heroísmo de los tiempos de miseria, la identidad, el fanatismo, el miedo y el odio, va mucho más allá de solamente consignar las vorágines de la política. Álex Faber es un reportero cuyo pasado como fascista negligente lo califica de manera óptima para dar la mejor versión del desastre; destinado a recabar nuestro minucioso desprecio, él mismo va reconociéndose en el espejo atroz de la memoria —con humor agrio, entre una golpiza y otra—, y sabe que lo mejor a que puede aspirar su testimonio (rendido ya en el exilio, en la derrota) es a abonar la locura imperante: «Quizá todas las cosas inútiles o perversas se parecen y no vale la pena distinguir entre unas y otras», afirma en algún momento, y sin embargo persevera en la relación de sus hallazgos, en la persecución de algún despojo de compasión, en el pobre esfuerzo de oponerse al monstruo cuya sombra cubre los pasos de cada hombre y cada mujer y que puede aplastarlos con su bota elocuente. A partir de una serie de hechos cuyas relaciones van revelando un ruido de fondo creciente que sería delirante si no fuera tan posible —en el país de esta novela, y acaso también en México: el movimiento fascista que lleva a una grotesca panadera al poder se llama «Manos Limpias»—, Faber se ve orillado a ir tomando decisiones que siempre serán erróneas: no merece otra suerte. Algunos integrantes del reparto que lo rodea quizás sí padezcan injustamente sus particulares formas de desgracia: la proscripción, la indignidad, la tortura, la muerte. Pero su suerte no puede ser otra. Y entre la carnicería y el pavor, naturalmente, hay quienes sonríen. Que tal pueda ser la materia de una novela inmejorable acaso se explique tan sencillamente como lo haría el propio protagonista de ésta: «Yo pienso que la novela moderna es estructuralmente consciente de la sociedad que la produce», le espeta un escritor pedante a Faber en una de las borracheras lamentables que lo hospedan. Y éste responde: «Escribir novelas es bonito [...]. La gente piensa que eres inteligente o al menos que tienes mucha paciencia».
En El buscador de cabezas constan una cabal comprensión y un aprovechamiento excepcional de las posibilidades de la novela, en tiempos en que las mesas de novedades y las listas de éxitos suelen estar atestadas por los campanazos oportunistas, las producciones sensacionales o, hablando de los escritores mexicanos que van queriendo encaramarse a la tradición, por los meros desfiguros emocionales o intelectuales —da lo mismo. Con admirable ingeniería narrativa, con el vigor y los arrestos para hacerse cargo de asuntos que eluden quienes detentan prestigios mullidos por la corrección y los buenos modos, Antonio Ortuño consigue que su personaje principal, más allá de ofrecer el recuento de una guerra perdida, vaya dejando tras de sí un rastro de escombros que, cuando pasemos junto a ellos (y sería imposible resistirse), serán los indicios de la ruina que podría correspondernos. «El periodista puede saberlo todo si condesciende a intentarlo, pero no hay necesidad de intentarlo», anota Faber. Cierto: pero quien sí lo intentará, y lo logrará, es el novelista. No un mero observatorio de la vida, sino una forma de vida absolutamente única e insólita, toda buena novela es un acontecimiento decisivo en la historia de sus lectores: es lo que pueden esperar quienes estén por conocer el testimonio de Álex Faber.

El buscador de cabezas, de Antonio Ortuño. Joaquín Mortiz, México, 2006.
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