Pocos símbolos de la eternidad deben de ser tan eficaces como la demorada espiral que propone un juego de ajedrez cuyos contendientes han desembocado en un jaque perpetuo: el equilibrio inquebrantable de dos soberanos cuyas evoluciones sobre el campo de batalla, de prosperar incesantemente, terminarían describiendo una y otra vez las mismas imposibilidades en una paradójica victoria sobre la muerte: avanzar por la eternidad sin abandonar el momento en que se ingresó a ella: los asedios del agresor no podrán superar las oportunidades de escapatoria que tenga el amenazado, y éste no podrá ir más allá de los escaques donde su enemigo lo alcanzará tenazmente, y siempre para regresar al principio y volver a comenzar la persecución atroz y la angustiosa salvación que conducen sólo a la reiteración del sitio. Como lo demostró Borges en «El inmortal», la eternidad sólo podría ser tolerable gracias a la desmemoria, y de cualquier manera —lejos del tablero de ajedrez— los accesos que la literatura nos abre para que atisbemos su vértigo suelen ser ventanas que, para nuestra tranquilidad, podemos cerrar al cerrar el libro. Pero a veces son puertas, umbrales irresistibles que al ser traspuestos no garantizan que podamos regresar al decurso felizmente perentorio de nuestros afanes en los días que tenemos asignados antes de que nos borre el olvido.
Creo que es el caso de Jaque perpetuo, de Gonzalo Lizardo: un libro cuyo interés narrativo comienza a ser admirable por la fascinación que promueve en torno a esta perplejidad suprema (el eterno retorno), abordada desde la investigación de sus aristas físicas y metafísicas y desde las implicaciones que, al respecto, es posible obtener de la observación del caos y su progresión: lo advierte la paráfrasis del Último Evangelio dispuesta —como una espiral, precisamente— antes de ingresar a las siete historias que transcurren en estas páginas: «En el principio era el Caos y el Caos estaba con Dios y el Caos era Dios...». Encontrados en geografías y tiempos distantes y sólo relativamente distintos, los personajes cuyos destinos propician la constatación de esta certeza van acentuando con sus argumentos, sus emociones y su soledad el sentido trágico que sigue al desplazamiento y la cancelación del Verbo como la sola aspiración concebible de oponer un orden a esa fuerza: en su pobre procuración de entendimiento, no harán sino afirmar el principio de la entropía según el cual todo esfuerzo «generará energía inútil, desperdicio, desorden», como uno de ellos lo descubre —a destiempo, por supuesto—: «...el caos se genera a partir y a pesar de nuestros esfuerzos por ordenar la sociedad. En otras palabras, la segunda ley de la termodinámica se convertiría en el antídoto universal contra la utopía: de igual manera que el principio de incertidumbre, la entropía nos impide conocer / pre-decir / manipular al hombre, nos incapacita para convertir a la caótica infeliz humanidad en un ordenado Mundo Feliz...». A partir y a pesar de cuanto hagamos o dejemos de hacer, de cuanto lleguemos a desear o a temer: dos hombres y una mujer viven y se encuentran y desencuentran en circunstancias que tienen calidad de espejismos en la medida en que son variaciones de un original perdido en el origen de los tiempos, o acaso en su final impensable: una historia que habrá de seguir repitiéndose mientras ellos continúen buscándose y perdiéndose entre el bullicio ensordecedor de sus imaginaciones, de sus voluntades y del entendimiento que de poco les servirá.
A través de sucesivas transfiguraciones, cada una de las siete historias es una ocasión para la misma fatalidad sobrecogedora, inscrita en los nombres de estos tres personajes: Rael Leary o la procuración extrema de conocimiento; Gaspar Morelli o el enamorado eterno condenado, como el fugitivo de Bioy Casares, a presenciar la reedición fantasmagórica de la mujer perdida, y ésta, Helena, para siempre lejana e inalcanzable. Pero, lejos de incurrir en el mero reciclaje de aventuras y desventuras, Lizardo consigue urdir siete historias por cuya afinidad temática es posible, incluso, inferir la posibilidad de una novela, no obstante lo cual cada una posee la particularidad y la contundencia que permite aislarla del conjunto sin demérito de la empresa: para esto, el libro despliega una diversidad de tiempos y ámbitos por los que la lectura adquiere la dinámica de un viaje sólo aparentemente azaroso, y es así que podemos encontrarnos lo mismo en la lóbrega Zacatecas de la Colonia —una atmósfera recargada con los humos y los aullidos de un culto herético cuyo horror queda registrado en la confesión delirante de un reo de la Inquisición— que en una playa donde el inocente solaz de un grupo de jóvenes amigos es el preámbulo de una metempsicosis atroz; en las cartas de un compositor alemán exiliado en México en tiempos de la Segunda Guerra Mundial (cartas que fulguran con el brillo malsano de las revelaciones definitivas) o en el laboratorio de otro músico a cuyo cometido mayúsculo sólo le falta el componente final: el alma de su escucha ideal, que habrá de incorporar a su obra de un modo inimaginable...
Dije antes que, por la recurrencia de los personajes y de los intereses narrativos que determinan las historias en que están grabados sus destinos, es posible inferir la posibilidad de una novela —cosa que, por lo demás, da por hecho el comentario de la contraportada y que algunos reseñistas de Lizardo han aceptado sin demasiados problemas. Teniendo en cuenta tal posibilidad, y de encontrarse ésta fundada en las preocupaciones del autor, las contravenciones del género que se manifiestan en Jaque perpetuo podrían tomarse como el indicio formal de que Lizardo es un escritor cuya ética creadora está orientada por propósitos absolutamente inusuales (o desusados) en el panorama literario actual: deliberadamente exigente con sus lectores, el narrador no se arredra ante los riesgos de oscuridad que pueden acarrear la naturaleza hermética de buena parte de sus asuntos o la compleja arquitectura que precisan las vidas de que se ocupa. Sin embargo, por virtud de una prosa concienzudamente trabajada y, más allá, por el encomiable control de las tensiones (entre los argumentos y las acciones, entre el pensamiento y las visiones de sus personajes), el relato invariablemente resuelve y da consistencia a lo indecible, a las ideas y los portentos que acaecen a sus protagonistas. El resultado no está lejos del proceso mental que va atisbando uno de ellos, el compositor Rael Leary (nombre que ha transmutado en Israel del Real), mientras trabaja en una ópera que establezca lo que Nietzsche y Hölderlin quedaron por decir —nada menos: en una música como «una máquina infalible, cuyo perfecto mecanismo procurase no el sosiego sino la zozobra, no el sentido sino el sinsentido»—:
«De todos los espectros que agobian mi insomnio», le escribe Leary a su corresponsal, Gaspar Morelli, «el más afable y menos compasivo ha sido nuestro convaleciente Nietzsche. En mis delirios, lo veo sumergirse él mismo en el limbo, en esos raptos de estupidez durante los cuales el cuerpo —materia sometida al deterioro— impone su realidad sobre el pensamiento; pero más me asombra cómo se empeña —durante la lucidez que lo asalta de manera súbita y dolorosa— por traducir en palabras las visiones, los signos y los estados inconscientes que ha padecido —pero que deben su intensidad, precisamente, a que no pueden volcarse sobre los erosionados signos de nuestro lenguaje cotidiano: lo indecible es lo real. ¿No será que, transvalorando los signos, Nietzsche extravió la Cordura (y el uso del lenguaje) para conquistar la Sabiduría (que por su mutismo se confunde con la locura)?».
Pero además del sostenido desafío que el lenguaje lleva adelante en sus búsquedas (un desafío del que el lector es partícipe: la atracción ineluctable del abismo), Lizardo potencializa el presentimiento de lo inagotable que tiene lugar en cada historia al hacer comparecer una legión de referentes, precursores, modelos y saberes cuya alucinante pertinencia intensifica la noción de caos que subyace en cuanto sucede ante nuestro asombro. Ya Alberto Chimal ha señalado que «aunque los mismos personajes no lo noten, sus naturalezas y sus preocupaciones se vuelen una suerte de emblema de numerosas referencias literarias, filosóficas, musicales», para declarar más adelante su sorpresa de que un libro como Jaque perpetuo pueda ser objetado por tener demasiada imaginación. Con Chimal, estoy de acuerdo en que «semejante juicio sumario es un elogio», y es que la información de que Lizardo es capaz de disponer da idea de su calidad como lector y de sus filiaciones —por demás estimables, como la que lo vincula directamente con Salvador Elizondo—: otra razón de que este libro constituya un acontecimiento digno de toda atención en tiempos de indigencia como éstos, cuando la inteligencia parece apestar el catálogo de cualquier editorial que se precie (que se precie de sus éxitos de ventas, naturalmente).
Yo conocí a Gonzalo Lizardo en Querétaro, hará unos doce años. Recuerdo que pasamos una buena tarde disfrutando de la hospitalidad de la entrañable editora Nuria Boldó, una catalana que nos rescató de la desolación de una presentación desierta en la Feria del Libro y nos llevó a brindar por nada y por todo a su librería, «La Pajarita de Papel» (cómo desaprovechar la ocasión de recordar ese lugar). Años después, Lizardo y yo coincidimos como becarios del FONCA, de manera que en los encuentros celebrados durante el ejercicio de la beca en Taxco, en Oaxaca y en Aguascalientes fui presenciando cómo fueron escribiéndose las historias que terminarían reunidas en Jaque perpetuo. Cuando, luego de un buen tiempo, Gonzalo me obsequió un ejemplar, el primer repaso de sus páginas tuvo el efecto de reactivar instantáneamente la mezcla de sobrecogimiento y fascinación que llegué a experimentar al conocer qué se traía entre manos este escritor. Creo que es inevitable que otro tanto ocurra con los lectores de este libro, y el hecho de que su lectura garantice una impresión imborrable me lleva a dar por hecho que Lizardo es uno de los autores mexicanos más notables que podemos contar.
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A través de sucesivas transfiguraciones, cada una de las siete historias es una ocasión para la misma fatalidad sobrecogedora, inscrita en los nombres de estos tres personajes: Rael Leary o la procuración extrema de conocimiento; Gaspar Morelli o el enamorado eterno condenado, como el fugitivo de Bioy Casares, a presenciar la reedición fantasmagórica de la mujer perdida, y ésta, Helena, para siempre lejana e inalcanzable. Pero, lejos de incurrir en el mero reciclaje de aventuras y desventuras, Lizardo consigue urdir siete historias por cuya afinidad temática es posible, incluso, inferir la posibilidad de una novela, no obstante lo cual cada una posee la particularidad y la contundencia que permite aislarla del conjunto sin demérito de la empresa: para esto, el libro despliega una diversidad de tiempos y ámbitos por los que la lectura adquiere la dinámica de un viaje sólo aparentemente azaroso, y es así que podemos encontrarnos lo mismo en la lóbrega Zacatecas de la Colonia —una atmósfera recargada con los humos y los aullidos de un culto herético cuyo horror queda registrado en la confesión delirante de un reo de la Inquisición— que en una playa donde el inocente solaz de un grupo de jóvenes amigos es el preámbulo de una metempsicosis atroz; en las cartas de un compositor alemán exiliado en México en tiempos de la Segunda Guerra Mundial (cartas que fulguran con el brillo malsano de las revelaciones definitivas) o en el laboratorio de otro músico a cuyo cometido mayúsculo sólo le falta el componente final: el alma de su escucha ideal, que habrá de incorporar a su obra de un modo inimaginable...
Dije antes que, por la recurrencia de los personajes y de los intereses narrativos que determinan las historias en que están grabados sus destinos, es posible inferir la posibilidad de una novela —cosa que, por lo demás, da por hecho el comentario de la contraportada y que algunos reseñistas de Lizardo han aceptado sin demasiados problemas. Teniendo en cuenta tal posibilidad, y de encontrarse ésta fundada en las preocupaciones del autor, las contravenciones del género que se manifiestan en Jaque perpetuo podrían tomarse como el indicio formal de que Lizardo es un escritor cuya ética creadora está orientada por propósitos absolutamente inusuales (o desusados) en el panorama literario actual: deliberadamente exigente con sus lectores, el narrador no se arredra ante los riesgos de oscuridad que pueden acarrear la naturaleza hermética de buena parte de sus asuntos o la compleja arquitectura que precisan las vidas de que se ocupa. Sin embargo, por virtud de una prosa concienzudamente trabajada y, más allá, por el encomiable control de las tensiones (entre los argumentos y las acciones, entre el pensamiento y las visiones de sus personajes), el relato invariablemente resuelve y da consistencia a lo indecible, a las ideas y los portentos que acaecen a sus protagonistas. El resultado no está lejos del proceso mental que va atisbando uno de ellos, el compositor Rael Leary (nombre que ha transmutado en Israel del Real), mientras trabaja en una ópera que establezca lo que Nietzsche y Hölderlin quedaron por decir —nada menos: en una música como «una máquina infalible, cuyo perfecto mecanismo procurase no el sosiego sino la zozobra, no el sentido sino el sinsentido»—:
«De todos los espectros que agobian mi insomnio», le escribe Leary a su corresponsal, Gaspar Morelli, «el más afable y menos compasivo ha sido nuestro convaleciente Nietzsche. En mis delirios, lo veo sumergirse él mismo en el limbo, en esos raptos de estupidez durante los cuales el cuerpo —materia sometida al deterioro— impone su realidad sobre el pensamiento; pero más me asombra cómo se empeña —durante la lucidez que lo asalta de manera súbita y dolorosa— por traducir en palabras las visiones, los signos y los estados inconscientes que ha padecido —pero que deben su intensidad, precisamente, a que no pueden volcarse sobre los erosionados signos de nuestro lenguaje cotidiano: lo indecible es lo real. ¿No será que, transvalorando los signos, Nietzsche extravió la Cordura (y el uso del lenguaje) para conquistar la Sabiduría (que por su mutismo se confunde con la locura)?».
Pero además del sostenido desafío que el lenguaje lleva adelante en sus búsquedas (un desafío del que el lector es partícipe: la atracción ineluctable del abismo), Lizardo potencializa el presentimiento de lo inagotable que tiene lugar en cada historia al hacer comparecer una legión de referentes, precursores, modelos y saberes cuya alucinante pertinencia intensifica la noción de caos que subyace en cuanto sucede ante nuestro asombro. Ya Alberto Chimal ha señalado que «aunque los mismos personajes no lo noten, sus naturalezas y sus preocupaciones se vuelen una suerte de emblema de numerosas referencias literarias, filosóficas, musicales», para declarar más adelante su sorpresa de que un libro como Jaque perpetuo pueda ser objetado por tener demasiada imaginación. Con Chimal, estoy de acuerdo en que «semejante juicio sumario es un elogio», y es que la información de que Lizardo es capaz de disponer da idea de su calidad como lector y de sus filiaciones —por demás estimables, como la que lo vincula directamente con Salvador Elizondo—: otra razón de que este libro constituya un acontecimiento digno de toda atención en tiempos de indigencia como éstos, cuando la inteligencia parece apestar el catálogo de cualquier editorial que se precie (que se precie de sus éxitos de ventas, naturalmente).
Yo conocí a Gonzalo Lizardo en Querétaro, hará unos doce años. Recuerdo que pasamos una buena tarde disfrutando de la hospitalidad de la entrañable editora Nuria Boldó, una catalana que nos rescató de la desolación de una presentación desierta en la Feria del Libro y nos llevó a brindar por nada y por todo a su librería, «La Pajarita de Papel» (cómo desaprovechar la ocasión de recordar ese lugar). Años después, Lizardo y yo coincidimos como becarios del FONCA, de manera que en los encuentros celebrados durante el ejercicio de la beca en Taxco, en Oaxaca y en Aguascalientes fui presenciando cómo fueron escribiéndose las historias que terminarían reunidas en Jaque perpetuo. Cuando, luego de un buen tiempo, Gonzalo me obsequió un ejemplar, el primer repaso de sus páginas tuvo el efecto de reactivar instantáneamente la mezcla de sobrecogimiento y fascinación que llegué a experimentar al conocer qué se traía entre manos este escritor. Creo que es inevitable que otro tanto ocurra con los lectores de este libro, y el hecho de que su lectura garantice una impresión imborrable me lleva a dar por hecho que Lizardo es uno de los autores mexicanos más notables que podemos contar.
Jaque perpetuo, de Gonzalo Lizardo. Era, México, 2006.
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