Cómo cabrones no se iba a morir

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FIL, L. Á.

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Este chamaco es Ray Bradbury, el escritor más atractivo que estará en la FIL este año. Su presencia será sólo virtual, en videoconferencia; es que, en las antípodas de esta imagen, Bradbury está  más bien entradito en años (ha de tener como trescientos), y no viaja ya. Ni modo.
 
Como cada año, la Feria Internacional del Libro anunció, en rueda de prensa internacional, el programa que desarrollará, en la edición de este 2009, el invitado de honor. Fue en Washington, cosa curiosa: aunque se contará con la presencia de Los Ángeles, parece que en el otro lado también rige el centralismo, de manera que hasta aquella capital se desplazaron los organizadores de aquí y de allá. Ese misterio aparte, el hecho es que ya hay modo de hacerse una idea de lo que será la FIL este año, y eso quiere decir que es posible también haciendo las previsiones indispensables para saber cómo será preferible vivirla esta vez.
    No parece, en principio, que vaya a haber muchas sorpresas. Los móviles que animan la colaboración de la FIL con el National Endowment for the Arts, expuestos en las declaraciones de los funcionarios a cargo (tender puentes, acercar culturas, traer una muestra representativa de quienes la mueven allá, etcétera), han de ser básicamente similares a los que propiciaron que se invitara a cualquier otro país, en años pasados, e incluso a un estado (Nuevo México) y a algo que se dio en llamar «la Cultura Catalana». Ahora bien: aunque, por lo visto, no fueron abordadas en la rueda de prensa (o, al menos, no lo consignó el boletín girado tras ésta, como tampoco las notas publicadas al respecto), dentro de las razones concretas de que Los Ángeles fuera la elegida en esta ocasión está —es evidente— el interés que supone afianzar la presencia de la Universidad de Guadalajara allá, en su sucursal angelina (y cómo se ha afanado Raúl Padilla por esa actuación, más bien misteriosa, de la UdeG —no habrá gises para los pizarrones en las prepas de aquí, ni prepas, pero qué tal que tenemos ya una sede en el Gabacho—: se entiende que ahora esté aprovechando la feria para que amarre aquello). Porque no deja de ser excepcional que sea una ciudad —una ciudad solita, por mucho que sea una gran ciudad— la que, por primera vez, juegue ahora este papel. ¿Se justificará esta decisión? Sólo se podrá decirlo hasta que la FIL haya concluido, desde luego. Pero el hecho es que, después de haber querido creer (lo quise creer yo, ingenuo) que luego de Italia, con todo y su desempeño mediano, la feria iba en vías de ampliar todavía más sus horizontes para afirmarse como una verdadera fiesta cultural de primer orden, no deja de ser un poco decepcionante tener que conformarnos con semejante perspectiva.
    Con todo, no me voy a poner agorero —o no todavía. Los Ángeles, qué duda cabe, es una idea interesante y muy atractiva. Artistas y escritores sobrarán para disfrutarlos acá, y espectáculos y demás. Me alegró, en especial, que se vaya a hacer un homenaje a Ray Bradbury, por ejemplo —aunque el hombre ya no viaje y nomás vayamos a verlo en la tele. Seguramente la industria editorial de allá también hará lo suyo por lucirse, y, en fin, los gringos tienen lana, y ojalá que quieran gastarla bien. Como sea, aún estamos a tiempo de ilusionarnos con lo que será la FIL.
 
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de junio de 2009.

La Joseluisa

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 Hoy cumple 10 años  la Joseluisa. Por la noche, para festejar, el escritor José de la Colina, el periodista Juan José Doñán y Joaquín Díez-Canedo, el director del Fondo de Cultura Económica, sostendrán una plática alrededor de la figura de José Luis Martínez, el crítico e historiador de la literatura en cuyo honor fue nombrada la librería, y habrá además coctelito sabrosón. Será ocasión, pues, de alegrarse por la existencia y la supervivencia de un espacio excepcional en Guadalajara: un territorio de encuentro con los libros, que alrededor de éstos, más allá de la venta al público, ha venido desplegando una rica historia de acontecimientos afortunados para cuantos hemos dado en rondar por ahí.
    Más de una vez he pensado, mientras tienen lugar las sesiones del taller de ensayo literario que coordino en la librería desde hace más de cinco años, que lo que sucede en la Joseluisa no es muy normal. Por una parte, me parece cosa inusitada la naturalidad y el provecho con que el público disfruta las diversas formas de funcionamiento que ofrece el local: compradores de libros en busca de algún título en particular, curiosos que sencillamente se asoman a ver qué hay, padres que llevan a sus hijos a las actividades infantiles, asistentes esporádicos o asiduos a las presentaciones o conferencias, integrantes de los diversos talleres, amigos que han tomado como base de operaciones la cafetería... Será que la Joseluisa ha sabido establecerse, en la imaginación de muchos, como un inmejorable modo de hacer pausa en el ajetreo y la neurosis de todos los días —incluso ahora que la avenida Chapultepec ha estado en obras; por cierto, como va quedando remozada, Chapultepec tiene más calidad de ornato que de paseo vivible: ¿por qué diablos no hay bancas en el camellón?—, o será que efectivamente la mera presencia de los libros propicia un sosiego y un buen ánimo que es difícil hallar en otros rincones de la ciudad.
    Pero, cuando digo que no es normal lo que pasa ahí, también me refiero, y sobre todo, a determinadas razones que nos mueven a muchos de los amigos de la Joseluisa para recurrir a ella. Hablo en concreto de quienes participamos en los talleres. A mí ha llegado a conmoverme, lo digo sin pudores, que estando las cosas como están —el país reventado, el mundo podrido, toda esperanza vuelta variante de la ridiculez y los imbéciles y los mezquinos al mando para terminar de pervertirlo todo—, un grupo de personas de las procedencias más diversas decida reunirse regularmente para hablar de poesía, para leerse cuentos, para poner sus vidas por escrito, para aprender a poner comas, para hacer la crónica del instante, para hacerse las preguntas más importantes acerca de sí mismas. Lo pregunté un día, en una sesión del taller de ensayo: ¿no es insólito que estemos ahora hablando de Joseph Brodksy, cuando quizás deberíamos estar pensando más bien a dónde correr? No es normal. Felizmente. Habrá que celebrar a la Joseluisa, que gracias a su existencia pasan cosas así.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de junio de 2009. Foto: Mural

Saltamontes

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Bien lo dice el tango: «que el mundo fue y será una porquería ya lo sé». Pero si uno ya lo sabe, y si además abundan los recordatorios diarios —el perrito jodón del vecino, las carotas de los candidatos en los espectaculares, la omnipresencia de la burocracia, la carestía, el calorón y, en general, la mera existencia del prójimo majadero, vaya a pie, en coche, en moto o como sea—, ¿qué necesidad hay de vernos bombardeados con más comprobaciones odiosas y, sobre todo, no pedidas? Comprendo que haya informaciones horribles de las que no tiene sentido esperar salvarse: el incendio de la guardería, el avión desaparecido, las idioteces de las campañas electorales, los desastres financieros, la corrupción, las matanzas, las vergüenzas que pasa la Selección: los acontecimientos que dan forma a ese sucedáneo de la realidad que es la realidad noticiosa, y de los que más vale estar al tanto, quizás para formarse una opinión —cosa más bien inservible—, tomar alguna decisión llegado el momento o, al menos, para imaginarse a dónde correr. Pero hay una gran diferencia entre conocer esas noticias y tener, como yo tuve esta semana, que estar enterándose de algo que habría sido preferible ignorar (porque maldita la falta que hacía enterarse, básicamente).
    La cosa es que se murió Kunfú. Nótese: que yo le diga así, «Kunfú», al actor David Carradine, significa que me quedé con el nombre (erróneo) con que mi infancia lo marcó, gracias a su participación en la serie televisiva que así se llamaba —bueno: Kung Fu, separado— y en la que él salía de Kwai Chang Caine. Era un monje shaolin que viajaba por Estados Unidos con el propósito de hallar a su hermano, y para ello (no puedo ser del todo preciso: la serie data de comienzos de los años 70, y la habré visto muy tiernito) tenía que abrirse paso poniendo en práctica el dominio de las artes marciales que había aprendido en China. (La verdad es que a mi recuerdo del personaje y de sus aventuras se sobrepone el de Los Polivoces, que hacían la parodia insuperable: Caine —el Pequeño Saltamontes— iba a consultar a su maestro: entre un montón de veladoras, Manzano, rapado y vestido de karateca, hacía la pregunta, reverente y azorado; Cuenca —barbita sabia y los ojos en blanco— respondía alguna sandez, y luego el primero se retiraba lanzando patadas. «Maestro», le preguntó el Pequeño Saltamontes una vez, «¿nosotros somos monjes lamas o monjes chupas?»).
    Apenas empezaba a consternarme por la muerte de esa presencia de mi infancia —me pudo, qué caray—, cuando supe las circunstancias. Maldición. Y aunque entiendo la rentabilidad del escándalo (ahora se dice que en realidad a Carradine lo mató una secta secreta; le va a hacer una autopsia el «forense de los famosos», el mismo que abrió el cadáver de Anna Nicole Smith; sus exesposas se dan vuelo contando las aficiones del muerto), no puedo sino preguntarme por qué diablos tenía yo que saber todo eso. Tal vez lo único que pedimos los cascarrabias sea un poco de discreción.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de junio de 2009.

El bibliotecario del monasterio

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En las inmediaciones de la ciudad de Kraljevo se localiza, al lado de la Iglesia de la Santa Dormición, el monasterio de Žiča, perteneciente a la Iglesia Ortodoxa Serbia, que edificó el primer rey de Serbia a principios del siglo XIII y se convirtió en el sitio donde tradicionalmente serían coronados los reyes de aquella nación. Caracterizado por el color rojo de sus recios muros y por la sobria elocuencia de los estilos arquitectónicos que fueron dándole forma a través de las épocas, el monasterio alberga una notable reunión de frescos que dan testimonio de la fe que ha resguardado, y es un símbolo central del pueblo serbio. A unos pasos del monasterio, e históricamente asociada a él, se localiza la biblioteca de Kraljevo, de donde hace algunos años salió al mundo la imaginación de un autor absolutamente inesperado y, como muy pocos en estos tiempos, provisto de las sustancias que propician los libros más memorables: Goran Petrović es el bibliotecario en ese recinto añoso de la ciudad donde nació...

(Quien guste seguir leyendo, pásele por acá: sirve que le echa un vistazo al sitio renovado de Magis, la revista del ITESO)

La luz necesaria

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Hay escritores cuya omnipresencia supone, paradójicamente, una suerte de peculiar invisibilidad: se sabe de ellos, sus nombres nos suenan, casi cualquier ciudadano que haya llegado a tener una educación más o menos universitaria es capaz de recordar algún título suyo; por más que parezca incontrovertible la posteridad que llegaron a ganar —la celebridad que va volviéndolos próceres, y por la cual se bautizan calles y se develan placas y bustos en su memoria—, y por más que sus obras representen hitos de una cultura nacional y sean reeditadas continuamente y recordadas en efemérides (o cuando haga falta que algún gobernante alardee), van sin embargo alejándose en la proliferación y la reiteración de lo consabido. Hasta que ya nadie los lee. Seguramente es pronto para decirlo —y ojalá nunca se pueda llegar a afirmar tal cosa—, pero acaso algo así ocurra con Octavio Paz.
    ¿Dónde encontrar a Paz, a casi 11 años de su muerte, a 95 de su nacimiento? Está, sí, en el recuerdo de muchos que, así fuera porque estaba contemplado en un programa escolar o porque hubo algún profesor que lo impuso, tuvieron que pasar por las páginas de El laberinto de la soledad. Los vestigios de tal encuentro, sin embargo, suelen ser borrosos, pero menos que las impresiones que habrán podido dejar otros títulos más improbables: las figuras que habitan Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, los exámenes de El ogro filantrópico o de Tiempo nublado. ¿Algún volumen de poesía? Quizás sea más fácil traer a cuento la estampa del propio poeta encuadrada en la pantalla del televisor, entrevistado en un noticiero, o al centro de un acto público. O encabezando aquella reunión con algunos de los escritores y pensadores más importantes del fin de siglo que organizó en 1990, al frente de la revista que dirigía: el Encuentro Vuelta: «La experiencia de la libertad».
    Pero poco más. Aunque la presencia de Paz en la cultura mexicana sea fundamental e imborrable, y aunque el vacío que dejó su ausencia sea gigantesco —no hay quien tenga la estatura intelectual y la lucidez para llenarlo, y no lo habrá en mucho tiempo—, lo cierto es que en torno a su vastísima obra gravita solamente una reducida masa de lectores. Y no es que en literatura quepa esperar la «popularización» de una materia que, como la obra de Paz, es a menudo desafiante y plantea no pocas exigencias a la comprensión y a la sensibilidad de quienes buscan ingresar en ella —sobre todo en un país enemigo de los libros y desdeñoso con quienes los hacen—: si bien Paz jamás será tan famoso como Paulo Coelho ni ningún bicho semejante (y qué bueno), no deja de ser deseable que su voz resuene más profusamente, y que encuentre eco en la imaginación y en la vida de muchos más. Porque es una voz necesarísima: una inteligencia iluminadora.
    No escasean los accesos a esa inteligencia. La obra poética de Paz, sí, puede abrir algunos —Libertad bajo palabra, Piedra de sol, Árbol adentro—, por los que conviene ir (aunque no es indispensable) en compañía del Paz que piensa la poesía: El arco y la lira. Lo mismo con sus reflexiones sobre la sociedad y la política: el Paz polémico, vigoroso en la discusión, implacable en la crítica, y siempre fascinante. Pero es posible que las primeras aproximaciones valga más emprenderlas a través de sus volúmenes puramente ensayísticos. Uno en particular: recientemente se ha vuelto a poner en circulación La llama doble: uno de los libros con que Paz fue dando sus últimos pasos en este mundo. Y su tema, el amor y el erotismo, es seguro que a nadie podrá dejar indiferente. «¿No era un poco ridículo, al final de mis días, escribir un libro sobre el amor?», se preguntó el poeta en el texto donde recibe a sus lectores, en la entrada de esa empresa conmovedora y bellísima. «¿O era un adiós, un testamento?». Se resolvió, al fin, tras admitir que dicho tema lo había ocupado desde la adolescencia: «El fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo y ésta, a su vez, sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor. Erotismo y amor: la llama doble de la vida». Quien se acerque a la luz de esa llama jamás la podrá olvidar.
Publicado en Magis.

La Historia, pero mejor

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«Manejo la espada con más destreza que la pluma, lo sé; lo reconozco», declara el general Guadalupe Arroyo, protagonista de la Revolución del Veintinueve, ya en el retiro después de haber contribuido a forjar, como el hombre íntegro que siempre se preció de ser, el destino de la nación. «Nunca me hubiera atrevido a escribir estas Memorias si no fuera porque he sido vilipendiado, vituperado y condenado al ostracismo, y menos a intitularlas Los relámpagos de agosto (título que me parece verdaderamente soez). El único responsable del libro y del título es Jorge Ibargüengoitia, un individuo que se dice escritor mexicano». Lo que sigue a estas palabras es el relato de las hazañas y las desventuras y el testimonio de los ideales de un militar enfrascado, como tantos otros camaradas suyos, en prolongar la Revolución Mexicana hasta que cada uno pueda sacar el mejor partido; es también, una de las novelas más divertidas que hay, y va firmada (como Arroyo advierte) por un autor que, como ninguno en México, ha sabido que la forma inmejorable de decir las cosas con toda seriedad es a través de la risa.
Jorge Ibargüengoitia se habría convertido en octogenario a finales del año pasado, pero lo impidió un avionazo en el aeropuerto de Madrid, en 1983 —para desgracia de todos nosotros que, en cambio, en 2008 tuvimos que ver llegar a esa edad a cierto novelista insoportable que quiso festejarse escribiendo una ópera. Ibargüengoitia se hallaba entonces trabajando en una novela que iba a llamarse Isabel cantaba. También era articulista en las páginas de la revista Vuelta, como lo había sido durante ocho años en las del diario Excélsior, y gozaba de una fama que, para fortuna nuestra, ha perdurado y hecho posible que sus libros continúen publicándose y ganando siempre nuevos lectores. «Aparte de Los relámpagos», escribió en una nota autobiográfica, «he escrito cinco novelas y un libro de cuentos que, si quiere uno clasificarlos, se dividen fácilmente en dos tendencias: la pública, a la que pertenecen Los relámpagos de agosto (1964), Maten al león (1969) —la vida y la muerte de un tirano hispanoamericano—, Las muertas (1977) —obra basada en acontecimientos famosos que ocurrieron en el interior de un burdel— y Los pasos de López (1981) —que está inspirada en los inicios de la guerra de independencia de México [...] La otra tendencia es más íntima, generalmente humorística, a veces sexual. A ella pertenecen los cuentos de La ley de Herodes (1967), Estas ruinas que ves (Premio Internacional de Novela México, 1974) y Dos crímenes (1969)».
En sus inicios escribió teatro, pero lo dejó porque, según él, lo hacía muy mal (razón que habría que tomar sólo como un pretexto: era un estupendo dramaturgo). Su mudanza a la narrativa significó también la puesta en práctica de una mirada implacable al criticar la Historia (o, más bien, los modos en que ésta se cuenta) y la vida de todos los días: una mirada fascinada y a menudo atónita por la naturaleza contradictoria de lo mexicano; de ahí, quizás, que en el conjunto de su obra predomine una paradoja: aun cuando sus asuntos puedan ser trágicos, como en el caso de Las muertas, por virtud de esa mirada llegan a ser grotescos y, enseguida, infaliblemente risibles: «Que alguien crea que se puede curar a una persona planchándola puede ser ridículo, pero la situación no deja de ser terrible, porque están matando a alguien», observó, perplejo, a propósito de un pasaje hilarante de esta novela que recrea los hechos criminales de las Poquianchis.
Ibargüengoitia renombró la geografía del Bajío (el estado de Plan de Abajo; su capital: Cuévano) y, sin renunciar del todo a su primera carrera, la de ingeniero, trazó en ella caminos que, por virtud del humor, nos conducen invariablemente al encuentro de nosotros mismos. Por lo inesperado de esos recorridos, pocos rumbos en la literatura en español deparan tantas felicidades. Y otro tanto pasa con las compilaciones de su trabajo periodístico (volúmenes como Autopsias rápidas, Instrucciones para vivir en México y Viajes por la América ignota): agudos e inapelables exámenes de lo absurdo que puede ser todo. Se antoja pensar en la falta que ha hecho la inteligencia de Jorge Ibargüengoitia para explicarnos el caos presente, pero, viéndolo bien, sus libros siguen y seguirán sirviendo para tal efecto. Entre otras maravillas.
Publicado en Magis.

A la antigua

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Yo no sé, como seguramente nadie lo sabe en el mundo, si estamos por presenciar la desaparición del libro tal como lo conocemos —al menos desde que se inventaron los tipos móviles y los primeros ejemplares encuadernados comenzaron a circular. Hace poco tuve ocasión de ver cómo funciona uno de los dispositivos que se han lanzado para contener y leer en ellos bibliotecas enteras: era marca Sony, tenía el tamaño de una libreta (aunque no tan liviano) y consistía básicamente en una pantalla con algunos botoncitos. Su entusiasta dueño, un alumno mío, me pidió que le recomendara qué libros elegir de la lista enorme que el proveedor le había suministrado: varios centenares de títulos de los que podía disponer gratuitamente —bueno, entre comillas, porque el aparatejo ya le había costado 400 dólares. La tarea resultó fácil: fui palomeando rápido todo Shakespeare, todo Dostoievsky, todo Balzac, todo Goethe... Y, claro, todo lo demás: siglos enteros de las literaturas occidentales y orientales, que con sólo dar los clicks indicados se guardarían en la memoria del libro electrónico para estar inmediatamente al alcance y dejarse leer.
    Semejante perspectiva —llevar en la mochila una biblioteca que, de consistir en papel, ocuparía varias habitaciones— suena mejor de lo que es: la vertiginosa profusión de posibilidades a las que se tiene acceso mediante un instrumento como el libro electrónico excede, abrumadoramente, las capacidades reales que tiene un lector natural para dar gusto a su afición en esta vida —quiero decir: alguien que, aparte de leer, también tiene que hacer otras cosas, como trabajar, dormir, ver el futbol, lavar la ropa o tomarse una cerveza con los amigos. Pero también, incluso, supera a quienes tienen la lectura como actividad preponderante: no hay longevidad que baste para echar ni siquiera un vistazo superficial a cuantos libros ya están digitalizados y listos para descargarse. Y aunque se antoja suculenta la facilidad con que es posible echar mano de cualquier título que se desee —aunque todavía con limitaciones: todos los libros que mi alumno ya trae en su chunche están únicamente en inglés—, lo cierto es que las dificultades o los azares inherentes a los mejores hallazgos son, muchas veces, lo que los hace memorables y decisivos en la experiencia de todo lector.
    Lo cierto es que cada vez me siento más cavernícola con un libro en las manos. Hace poco, Umberto Eco lanzó un nuevo libro, que es precisamente una apuesta por la perdurabilidad del papel sobre la fugacidad y la falibilidad de los soportes electrónicos. «Si tuviera que dejar un mensaje de futuro para la humanidad, lo haría en un libro en papel y no en un disquete», dijo el profesor (demostrando su atraso en la materia: ¡cree que todavía existen los disquetes!). Pero, más allá de los aspectos técnicos de la cuestión, lo que temo es que las razones para seguir prefiriendo los libros a la antigua no sean más que cursilería —que es una de las peores formas de envejecer.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de junio de 2009.