Alguna vez, en una entrevista, José Saramago respondió que su palabra favorita es “no”. La explicación a esa respuesta económica y contundente puede encontrarse en el hecho de que el portugués es un pesimista (que lo es, y de los mejores), un comunista en activo que trabaja por la revolución y, en cualquier caso, un intransigente. Pero la predilección por el “no” quizás se deba, mejor, al poder mágico de tal palabra: un “no” oportuno y firme puede cambiar el curso de la historia, como lo demostró el propio Saramago en una de sus novelas más celebradas, Historia del cerco de Lisboa.
El corrector de estilo Raimundo Bienvenido Silva, cincuentón y triste, solitario y sin embargo todavía capaz de alguna osadía, se encuentra trabajando en la revisión de un libro que recrea históricamente el año 1147, cuando fuerzas lusas y cruzadas sitiaron la capital portuguesa, entonces en manos árabes. Sin pensarlo demasiado (o tal vez habiéndose preparado para ese momento toda su vida), el corrector decide intervenir en lo que habría tenido que dejar intacto, e instala un “no” decisivo: “…con mano firme sujeta el bolígrafo y añade una palabra a la página, una palabra que el historiador no escribió, que en nombre de la verdad histórica no podría haber escrito nunca, la palabra No, ahora lo que el libro ha pasado a decir es que los cruzados No auxiliarán a los portugueses a conquistar Lisboa, así está escrito y, en consecuencia, ha pasado a ser verdad”. Lo que ocurre en la novela luego de esa decisión, para Raimundo Bienvenido Silva y para el curso de la historia, es (como en el conjunto de la obra de Saramago) una apasionada meditación sobre la libertad y la voluntad.
Nacido en Azhinaga en 1922, el ganador del Premio Nobel en 1998 publicó su primera novela a los 25 años, pero ninguna otra página dio a la imprenta sino hasta 20 años después: dos libros de poemas. En esas décadas de silencio practicó diversos oficios, entre otros los de cerrajero, mecánico y editor. A partir de 1977, con su siguiente novela, Manual de pintura y caligrafía, iría convocando cada vez más indiscutiblemente el reconocimiento de la crítica y la fidelidad de los lectores, y se convertiría en uno de los dos novelistas portugueses más importantes del siglo xx (el otro es António Lobo Antunes). Adscrito a posiciones políticas radicales, razón por la cual su nombre suele asociarse a movimientos como la Revolución de los Claveles, que puso fin a la dictadura portuguesa en 1974, o el zapatismo en México, Saramago ha figurado como una voz que, con la notoriedad que le dio el Premio Nobel, sabe hacerse oír allá donde la llamen: en Angola o en Timor Oriental, por ejemplo. Pero por eso mismo no es infrecuente que el dueño de esa voz suscite polémicas, como cuando “rompió” públicamente con el régimen de Fidel Castro. Como sea, el hecho es que Saramago también ha tomado partido por un uso personalísimo del lenguaje en su escritura de ficción: una prosa torrencial, pero navegable; una imaginación incontenible, pero organizada mediante sistemas de ingeniería narrativa que hacen de cada novela una notable experiencia de sofisticada sencillez.
Entre sus títulos más sonados están, por supuesto, El Evangelio según Jesucristo (una versión inusitada de la Pasión y sus antecedentes), El año de la muerte de Ricardo Reis (donde Saramago salda deudas con el poeta Fernando Pessoa en un conmovedor encuentro de su fantasma) y Ensayo sobre la ceguera (el paso de un inesperado apocalipsis ante los ojos de una mujer). La identidad, la soledad y la crítica de la sociedad son temas que marcan sus entregas más recientes (Todos los nombres, La caverna, El hombre duplicado y Ensayo sobre la lucidez), fábulas en las que va advirtiéndose un desencanto creciente que en el fondo, sin embargo, tiene un sentido de la esperanza: la que se obtiene de la misma libertad que se gana con saber decir que no, pues como dijo el escritor en su discurso de recepción del Nobel, “nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros”.
Publicado en Magis, octubre de 2005
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