Mi gusto es

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Mala cosa cuando uno llega al momento en que toma sus gustos personales por causas dignas de hacer proselitismo. Debe de ser un problema inevitable, y cuyas causas acaso sean adjudicables al paso del tiempo, a la pérdida de la memoria (se nos olvida lo antipáticos que pueden ser los consejeros imprevistos, los propagandistas de su propio criterio, los tiranetas, en fin, cuando pasamos a formar parte de sus filas): a la edad, en suma. Apenas se sobrepasa determinada cifra en el kilometraje, repentinamente uno está queriendo convencer al mundo (o a quien esté en nuestras desdichadas inmediaciones) de las virtudes de cierto libro, de cualquier música o de algún régimen alimenticio. Feamente. Una película que nos emocionó, lo que entendemos que hay de armonioso en el rostro de la protagonista —donde cualquiera verá asimetría y protuberancias intolerables nosotros encontramos razones para la fascinación—, las honduras que somos capaces de ver en el parlamento más insustancial, llegado ese momento aciago, damos en reiterarlo con una convicción que pronto se convierte en necedad. Y lo peor de volverse ideático es la altísima probabilidad de que uno jamás se entere.
Será, está dicho, consecuencia ineludible del envejecimiento: los juicios, como los prejuicios, cuesta trabajo forjarlos, y no es tan fácil resistirse a ostentarlos a la menor oportunidad. Se empieza por hacer recomendaciones o sugerencias: «¿No has leído a Tejo Bejuco?», va uno diciéndole al desprevenido que no pudo ponerse a salvo de nuestra inspiración altruista, y el razonamiento que nos mueve a explicar las excelencias de Bejuco es, más o menos, éste: «Puesto que a mí me encanta Bejuco, a ti deberá resultarte también indispensable, y de lo contrario vivirás en el error y no entrarás conmigo al Paraíso». Luego viene el desdén por quien no piensa como nosotros —«No puedo hablar con quien no venere a Bejuco»—, y finalmente la obstinación se recuece en la soledad y la autoproscripción: «Los leales y estupendos lectores de Bejuco estamos condenados a la incomprensión». El trato con los demás, entonces, se vuelve una retorcida forma de pedagogía: ya todo obsequio (un disco, por ejemplo, grabado especialmente con el fin de convertir a un incrédulo al culto del bluegrass y las delicias del banjo) irá acompañado de la odiosa admonición «Ten, para que aprendas», y de ahí en adelante tendremos cada vez en más alta estima nuestro parecer —con el riesgo, evidente pero inadvertido, de que vayamos resistiéndonos a hacer caber en él ninguna novedad y, en consecuencia, estemos privándonos de la posibilidad de hacer descubrimientos. Declarar nuestras preferencias y tener a la mano el censo de nuestros favoritos (cineastas, escritores, compositores, futbolistas, lo que sea) podrá sentirse bonito, pero es un signo atroz de que el mal se nos ha declarado y ya no tiene remedio. O tal vez sí: la próxima vez que nos sintamos tentados a cantar el elogio de Bejuco hay que resistirse y mejor callar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 25 de mayo de 2007.

¿Te acuerdas?

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Hace tres años y medio, en el reportaje titulado «El día que incendiaron el llano» (firmado por quien esto escribe y publicado en este periódico), el director de cine Juan Carlos Rulfo hablaba de sus visitas a San Gabriel, Jalisco, lugar de origen de su padre y donde había encontrado los personajes y los relatos con que armó sus espléndidas cintas El Abuelo Cheno y otras historias y Del olvido al no me acuerdo. «Yo quisiera que la gente vea que ese lugar es una invitación a dejarse llevar por la imaginación, y creo que la gente de ahí tiene una raíz muy profunda, y que esa raíz te habla, te grita, y te motiva la fantasía. Eso es increíble», decía el cineasta entonces, a propósito de los empeños del pueblo y sus habitantes por preservar la memoria del autor de El llano en llamas entre las calles, en los alrededores y en el corazón mismo de San Gabriel. En particular, dos gabrielenses, el periodista Virginio Villalvazo Blas (quien incluso figura en el trabajo fílmico de Juan Carlos Rulfo) y su primo Juan Villalvazo Naranjo, organizaban por entonces —habría que ir a ver si todavía—, con admirable y conmovedora iniciativa, los «Recorridos Rulfianos»: itinerarios que ofrecían al público para mostrar, in situ, las referencias identificables en los cuentos y en la novela del mayor de los escritores jaliscienses. A cambio, don Virginio únicamente pedía que los participantes suspendieran toda ansia de realidad y que confiaran en la verosimilitud de sus deducciones e inferencias. El propio Juan Carlos Rulfo se dejó conducir por ese estupendo Virgilio: «Virginio recorre algunas calles y me lleva a un lugar que según eso es la coladera de donde salían las ranas en "Macario"», recordaba en el reportaje mencionado, «o la calle donde hay una casa donde estaba la taberna donde se contó el cuento "Luvina". (...). Es muy bonito. Yo iba en el plan de "cuéntame cuentos, no me importa que sean verdad o mentira"».
El martes pasado, Mural informó que los organizadores de la celebración que, año con año, se lleva a cabo en San Gabriel en torno a Juan Rulfo, han preferido evitarse problemas con los herederos del escritor y, por precaución, decidieron suprimir el nombre de Pedro Páramo del título del festival. «Vamos a incluir obra de Rulfo, no habrá ningún problema, solamente que el festival no puede llevar el nombre porque no se hizo el contacto con el tiempo suficiente, eso fue todo; les gusta planear (a los familiares y a la Fundación Rulfo), hacer las cosas como deben ser, y me parece a mí correcto», explicaba Julio César Murguía, el director, muy prudentemente —y se entiende, visto cómo saben reaccionar en la Fundación ante los usos imprevistos de su marca registrada. Y más adelante el Alcalde de San Gabriel agregaba: «Queremos demostrar a la familia (de Rulfo) que esto es algo serio». ¡Vaya! Una fiesta en la que es peligroso mencionar o aludir al festejado. ¿Dudan, los herederos, de la buena intención de los gabrielenses? Convendría que le preguntaran a Juan Carlos.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 18 de mayo de 2007.

En la orilla

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Será que uno ya está predispuesto a encontrarse indispuesto; será, ¡por supuesto!, que es tiempo de pagar impuestos, y puesto que éstos, entre otros fines, sirven para mantener en sus puestos a los funcionarios públicos (que habremos puesto ahí, ¡ay!, voto mediante, o que nos habrán impuesto los primeros), prácticamente cualquier trastada atribuible a cualquier integrante de esa clase resulta de inmediato repelente e intolerable. Por bien intencionada que sea. Pasó el tiempo de declarar («¡a tiempo!», se la pasaron recordándonos, lo que es siempre mejor que a destiempo, como quedaba claro con la colección de imbéciles que desfilaron por la tele y la radio dando ejemplo de las lamentables consecuencias de retrasarse: un paciente en el consultorio de un dentista, que se dejaba sacar todas las muelas, o un viejito que abría al fin su corazón cobarde delante de la tumba de su amada, entre otros); pasó el tiempo de declarar, decíamos, y con él el recordatorio odioso de lo que debe pagársele al Estado para que siga funcionando pésimamente. (¡Y las monsergas incesantes para que redondeemos y donemos y nos pongamos con más lana para educar niños y demás, como si tanto que nos tumban y de tantas formas —ISR, IVA, ISPT, IMSS, y luego las declaraciones y los recargos y las multas y los recargos por «extemporaneidad», y los parquímetros, y el predial, la tenencia, y tanto maldito trámite, y...— no alcanzara para nada! ¡Como por lo visto no alcanza, pues además se la viven diciendo que la recaudación fiscal está por los suelos, y que ahora van por la morralla de los chicleritos y de los limpiaparabrisas, y mientras siguen complicando más los vericuetos para cualquier ciudadano medianamente cumplido que se propone seguir siéndolo!). Pasó el tiempo de declarar, íbamos diciendo, pero lo que no pasará es el despilfarro al que se destinan las cantidades que nos vemos obligados a soltar con nuestras declaraciones, uno de cuyos ejemplos más detestables y evidentes está en las campañas siempre inútiles con que toda oficina de comunicación social de toda dependencia nos abruma y nos aturde con sólo que prendamos la tele o la radio. Por ejemplo: un grupo tropicaloso canta la siguiente tonadita: «En la ori-i-lla, en la ori-i-lla, en la orilla ¡no!». Voz de locutor jacarandoso: «Si vives en la orilla de un río, en un cauce federal...». Otra vez los cantantes: «¡Cuidado!». El locutor: «No podemos evitar los fenómenos naturales, pero juntos podemos evitar que te hagan daño». Firma: Comisión Nacional del Agua. La idea, se entiende, es advertir a la gente que si es necia y se emperra en quedarse junto al río cuando llega el huracán, se la va a llevar Pifas. Hasta ahí la buena intención (porque la gente así es, pues: ¡no mide!). Pero luego uno piensa: ¿y la Comisión tal no podría gastar mejor, en lugar de en esos miles de anuncios, a todas horas y por todos lados, en arreglar el desastre pasmoso de El Salto y su río contaminado? ¿O será nomás que ya toda campaña oficial resulta automáticamente aborrecible?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 11 de mayo de 2007.

¡Padrino!

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En su irrenunciable vocación por la desmesura, la Ciudad de México empieza a ser inverosímil desde que no hay imaginación suficientemente descabellada para darle alcance. Basta pensar en el mejor disparate, en la incongruencia más compleja, en lo más improbable o en lo imposible, y es seguro que ya habrá sucedido ahí o que estará teniendo lugar en estos mismos momentos. Para bien y para mal: razones para entender que ahí está el infierno, a la vuelta del paraíso, y que en el purgatorio circundante y cotidiano siempre estará por suceder algo todavía más asombroso cada vez. El espectáculo que se aprecia al llegar por avión es un anticipo sobrecogedor de la misteriosa y colosal voluntad que la urbe pone en superar sus desproporciones, y resulta complicado decidir qué puede ser en ella una exageración, cuando tal es el signo de lo cotidiano en todos sus minutos y en todas sus calles. De ahí que la fotografía de una multitud encuerada en el Zócalo parezca, cuando apenas se ha anunciado, una idea más bien aburrida: más interesante —por lo pronto: en cualquier momento veremos algo que lo deje atrás— fue la batalla de quinceañeras que se celebró en días pasados en la plaza de la Constitución.
El Jefe de Gobierno Ebrard, por lo visto lanzado a la ejecución de ocurrencias estrafalarias que le granjeen la simpatía de sus gobernados (en la misma escuela que su ex jefe López Obrador, aunque las ocurrencias de éste, como el plantón del Paseo de la Reforma, no cosecharon precisamente simpatías), decide apadrinar y hacerles pachanga a un buen puñado de chamacas que, desde luego, no van a rehusarse a bailar el vals en el Zócalo. Al mismo tiempo, un contingente de quinceañeras de Tepito, el barrio donde Ebrard ha desplegado el tolete con saña ejemplar —cosa que no hizo mientras fue el policía principal de la ciudad—, marcha y la emprende a gritos contra el multipadrino, y a las puertas de la sede del gobierno capitalino improvisa su propio baile: una insólita manifestación de tul y tafetán. A los granaderos que vigilan se les encuentra enseguida una función: la de chambelanes —acaso no sean tan apuestos como las princesitas habrían soñado, pero tienen la ventaja de que son gratis y no se van a emborrachar (o bueno: quién sabe). En fin: muy hermoso todo. Unas y otras, las ahijadas-ahijadas, lo mismo que las postizas, coladas, tienen su pastelote, su musicota, su fiestesota, y a mover la cola que el mundo se va a acabar.
Lo malo es que no se acaba: lo malo no es que Ebrard tenga previsto seguir haciendo payasadas (seguro tiene en sus recámaras posters del Alcalde Mockus, de Bogotá, que se vestía de Supermán y enseñaba las nalgas, o del neoyorquino Giuliani, que cantaba disfrazado de Marilyn Monroe), sino la altísima probabilidad de que otros gobernantes, en otras ciudades, sigan su ejemplo. ¡Cuidado! El amor por el ridículo es contagioso y cunde rápido. Y es políticamente muy rentable, desde luego.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 4 de mayo de 2007.