(Des)control

comentarios (1)
En la maraña de argumentaciones, en cualquier sentido, que mueven y remueven y tergiversan la discusión en una incesante confusión de legalidad, justicia y ética, lo evidente es que el fondo de la crisis (si hay que calificarla así) que se cierne sobre la libre circulación de la cultura que han propiciado los actuales avances tecnológicos es de índole económica, y que, en ese terreno, la circunstancia presente va revelando hasta dónde puede llegar la codicia insaciable cuando encuentra cada vez más difícil cómo satisfacerse —la codicia de los grandes medios de producción y circulación de los bienes culturales, convertidos éstos, para azoro de esos medios, en contenidos susceptibles de recrearse y circular fuera de sus alcances (y sin dejarles más ganancias). Y no hay que ser más que un mero usuario de internet, y consumidor de esos bienes, para percibir la magnitud de los absurdos en que se cifra esa codicia: para corroborar cómo toda noción prevaleciente de legalidad, justicia y ética tan sencillamente puede quedar en suspenso cuando uno se entera, por ejemplo, de que un libro cuesta dos mil pesos en una librería, a la vez que puede descargarse gratuitamente de la red. O un disco, o una película, o lo que sea: algo debe estar formidablemente mal para que lo que cuesta tan caro simultáneamente pueda costar nada. ¿Y la propiedad intelectual y el derecho de autor y demás conceptos que supuestamente están en juego? A la hora de sacar la billetera, a ver quién en su sano juicio los admite como justificaciones para dejarse robar.
    Además de la voracidad de lucro, las legislaciones aviesas que amenazan y las represalias policiacas que ya están en marcha, promovidas unas y otras por las gigantescas corporaciones que detentan (y buscan así aferrarse a) la titularidad de los bienes culturales son promovidas por el peligro que representa la circulación irrestricta de la información posible gracias a la cultura digital. O sea: no es nomás un tema de «piratería», de regulación del mercado, sino también de control, en un sentido mucho más amplio, de las libertades de acceso al saber —y del ejercicio del criterio que estas libertades propician, y de la formulación de juicios que las sigue— que posibilita la conectividad incontenible de la web. Las restricciones a la circulación de contenidos no sólo pretenden que se nos siga saqueando, sino también —y sobre todo— que dejemos de enterarnos de lo que no conviene que nos enteremos.
     Pero lo bueno es que no podrá ser: como ha escrito Luigi Amara en un brillante ensayo al respecto, «por encima o por debajo de los candados de seguridad y de los parches a las legislaciones internacionales, la red de intercambios, downloads y archivos compartidos se extenderá y conseguirá lo que quiere». Seguramente estamos apenas asomándonos a una redefinición radical de la cultura y del poder, y no podemos perder detalle, porque los usuarios y consumidores —es decir, los meros ciudadanos— llevamos las de ganar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 26 de enero de 2012.

Sin dudas

comentarios (1)

Imagino que están lejos de vislumbrarse las implicaciones epistemológicas profundas de los cambios que el acceso a internet significa en nuestro comercio con la famosa realidad. O, en todo caso, supongo que dichas implicaciones, apenas son barruntadas, necesariamente tienen un carácter provisional y precario, pues dada la naturaleza velocísima con que se sucede lo impensable en las nuevas formas de hacerse una idea de las cosas, han de canjearse constantemente por suposiciones nuevas, que obligan a replanteárselo todo desde el principio. Por ejemplo: yo he supuesto, desde hace algún tiempo, que en la medida en que se cumpla con determinadas condiciones (relativamente simples, en apariencia: saber leer, hallar cómo picarle a un aparatejo mínimamente habilitado y contar con una conexión irrestricta a la red), ha dejado de existir todo pretexto para quedarse con la duda. Es, desde luego, una conjetura pueril, alentada por las dudas —a menudo ociosas y la mayoría de las veces intrascendentes— de que soy capaz: quién salía en tal película, cuándo se escribió tal libro, por dónde me voy para llegar más pronto, irá a llover en una semana, de qué noticia me perdí, qué significa esta roncha que me salió. Pero creo que esa posibilidad comprende ámbitos de relevancia mucho mayor en los que la información (y el conocimiento que ésta construye, y el juicio que modula dicho conocimiento) cada vez está más al alcance de más, y que esa disponibilidad está reconfigurando ya toda noción de ignorancia y de saber que teníamos hace muchísimo tiempo —es decir: ayer. Si no sabes, o no te has enterado, es porque no has querido.
     Aunque, como está viéndose por la amenaza que se cierne sobre el libre tráfico de la información en internet (que no es sólo eso, y por ello habrá que hablar más bien de cultura digital, es decir, aquella que están posibilitando los nuevos derroteros de la tecnología), es de temerse que uno deje de saber o de enterarse porque otros no han querido. Y eso no puede ser sino detestable: lo hizo sentir elocuentemente la leyenda que Wikpedia colocó en su portal en inglés al «apagarse» durante veinticuatro horas para manifestar así su aversión a las leyes odiosas que se perpetran en los Estados Unidos: «Imagina un mundo sin conocimiento libre». Qué posibilidad angustiosa.
     Y en función del conocimiento y de los modos en que nos hacemos de él está todo lo demás, evidentemente: para empezar, cómo nos entendemos o dejamos de hacerlo —a nosotros mismos o con los demás—, y sobre qué fundamentos éticos se trama la reconfiguración incesante de las sociedades. De ahí que la libertad del conocimiento sea tan naturalmente peligrosa para quienes ahora mismo buscan refrenarla, y que su defensa (aparte de cualesquiera discusiones sobre propiedad y legalidad que vengan a cuento) sea imperativa para todos aquellos que no queremos volver a quedarnos con dudas jamás, del tamaño y la importancia que sean.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 19 de enero de 2012.

Estela

comentarios (0)
—¡Ay, Jelipe, hasta que tuviste finalmente tu erección! 
—De la Estela, ¿verdad? 
—Claro, pos cuál otra. 
—Jajajajajaja.

No me ha hecho falta pararme delante de la Estela de Luz, ni siquiera divisarla de lejecitos, para odiarla profundamente. Aunque seguramente haya —para todo hay gente— quien no vea en ella un adefesio (que sí lo es), yo la encuentro monstruosa. Seguramente el día que me tope con ella voy a intentar patearla —por estúpido e inútil que sea, pues la maldita parece inconmovible y seguro que va a estar bien vigilada, aunque me queda la esperanza de que compatriotas patriotas vayan y la rayen, le escupan, hagan que le brote un tianguis alrededor o le den cualquier otra función degradante, pero en todo caso útil: ya que costó lo que costó y con lo que nos gusta batir records imbéciles, podría ser el urinario más caro del mundo.
       Pero tan infértil como esta aversión que le tengo —y que quiero confiar en que sea generalizada, aunque lo dudo: hay tanta cosa odiosa en el presente mexicano que parece un desperdicio de fuerzas dedicarle siquiera tantita tirria a este «monumento»—, tan inservible, es el deseo de que la Estela de Luz (vaya nombrecito cursi, además) llegue a convertirse en el emblema inmejorable de lo que no debería ser, pero es: el recordatorio infame de lo que somos capaces de permitir que prospere una burrada... Aunque no sólo se trata de eso —total, lo cotidiano de la cosa pública está infestado de decisiones y declaraciones asnales—: lo más grave no es cómo una pésima idea se lleva adelante a pesar de lo que sea, sino la desfachatez con que sus ejecutores medraron y mintieron y demostraron con su empecinamiento ante cualquier objeción cómo detentan la absoluta potestad sobre el dinero y el espacio públicos, pero también sobre la memoria de la nación, y sin temer —no tendrían por qué: para algo ellos mandan— la mínima consecuencia adversa. Porque qué va a pasar con la trama de irresponsabilidades y desfalcos que fue tejiéndose conforme se levantaba y se corregía y se posponía y se seguía levantando la obra: nada. ¿Va a explicarse el sobreprecio que fue inflándose, se llegará a sancionar a alguno de los desvergonzados corruptos involucrados en la construcción, veremos el día en que alguien reconozca alguno de los incontables errores que se sucedieron, empezando por el de proponerse semejante estramancia? Jamás: y ahí estará la Estela imbatible para recordárnoslo —aunque no, porque lo más seguro es que terminemos olvidándonos de todo, encantados por la musiquita y los foquitos.
       Y ahí estará para que sigamos manteniéndola: ya que ha pasado a manos del Conaculta, está por armársele una estructura administrativa —más burocracia y con partida presupuestal, por supuesto, amén del recurso que sea necesario para tenerla jalando. Es la erección más cara de la historia, que le pagamos a ese impotente irremediable que ha sido el Ejecutivo de estos años desdichados, incapaz como fue para dejar más que esta marca ridícula en la historia. Dos siglos para esto. Y lo peor es que merecido nos lo tenemos.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 12 de enero de 2011.