Puertas adentro

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Acaso por la desnudez en la expresión, o por las graves resonancias que sabe alcanzar su estilo (al leer a Márai uno tiene la impresión de hallarse presenciando los acontecimientos decisivos de la naturaleza humana), las novelas del escritor húngaro tardíamente redescubierto suelen suscitar una fidelidad irrenunciable entre quienes ingresan en ellas. El verbo es ése: a los ámbitos de Márai se ingresa como a una habitación en la que sucede y está diciéndose algo tremendamente importante de nosotros mismos. Ésta es la historia de un célebre pianista que súbitamente cae enfermo. Una noche, entre las brumas de la morfina, escucha una voz de mujer que le dice: «No quiero que mueras». «¿Qué sabe uno sobre la vida?», nos vemos orillados a preguntarnos en algún momento. «Nada que sea real».

(La hermana, de Sándor Márai. Salamandra, 2007)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 5 de septiembre de 2008.

Lo que vemos

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¿Qué vemos cuando estamos delante de una obra de arte? ¿Qué ha visto el artista, antes, y en qué medida puede tener lugar un acuerdo entre su percepción y la nuestra? E. H. Gombrich, referencia indispensable para la comprensión de los fenómenos artísticos y autor de una ineludible y monumental historia que bien ha funcionado, por mucho tiempo, como la óptima introducción a los universos de la creación, compuso y fue retocando a lo largo de varias décadas este volumen sobre la psicología de la representación. «El hecho», explica en el prefacio a la primera edición, que vio la luz hace casi medio siglo, «es que los misteriosos modos con que puede lograrse que formas y trazos signifiquen cosas que ellos mismos no son, me había intrigado desde mis días de estudiante». Profusamente ilustrado, es un libro fascinante.

(Arte e ilusión, de E. H. Gombrich. Debate, 1998)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 5 de septiembre de 2008.

Lo que nos falta saber

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El gran tema de Roger Penrose es la realidad, y en este volumen —que continúa las ideas que dieron origen a La nueva mente del emperador— se ocupa de la comprensión que la ciencia puede tener de los mecanismos mentales. «En este libro», anuncia el matemático, catedrático en Oxford, «trataré de abordar la cuestión de la consciencia desde un punto de vista científico. Pero defenderé con fuerza —con el uso de argumentos científicos— que en nuestra imagen científica actual falta un ingrediente esencial [...] Mantendré que todavía no existe ninguna teoría física, biológica o computacional que esté cerca de explicar nuestra consciencia e inteligencia consiguiente, pero esto no debería detenernos en nuestro intento de búsqueda de una». Una apasionante provocación para perseverar en el entendimiento.

(Las sombras de la mente, de Roger Penrose. Crítica, 2007)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 29 de agosto de 2008.

Utopía

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Hacia medidados del siglo 19, Henry David Thoreau se apartó de todo contacto humano durante un par de años con tal de experimentar una liberación radical de la sociedad industrial. El resultado fue Walden o La vida en los Bosques, una de las piezas mayores de la literatura estadounidense. Un siglo más tarde, el psicólogo B. F. Skinner escribió Walden Dos: una novela que relata el establecimiento y la prosperidad de una comunidad utópica en la que florecen la ciencia y las artes y cuyos integrantes disfrutan de los beneficios de un sentido profundo de solidaridad, al margen de la necesidad de un gobierno y en pos del fomento y el aprovechamiento inmejorable del tiempo libre. Más allá de los planteamientos que se desprenden de esta imaginación de Skinner, conductista y polémico, se trata de una buena novela. Emocionante, incluso.

(Walden Dos, de B. F. Skinner. Martínez Roca, 2005)

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 29 de agosto de 2008.

El túnel

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Por fin está de nuevo funcionando el túnel de López Mateos y Las Rosas, ese ejemplo supremo de negligencia y malhechuras que, a poco de ser inaugurado, se descompuso y fue cerrado para su reparación. Durante meses, gracias a los funcionarios ineptos e irresponsables que estuvieron a cargo de la construcción de ese túnel, quienes circulamos habitualmente por ese rumbo —pero también quienes sólo en ocasiones han de transitarlo— padecimos los atorones del tráfico, y es seguro que al ir por ahí nadie se ahorró al menos un pensamiento de rencor al ver las obras, aparatosas y lentas, con que se estaba reparando el desperfecto. Cuando se acercaba el vencimiento del plazo que las autoridades se habían dado para la reapertura del maldito túnel (que, hasta eso, no se retrasó demasiado: apenas unos cuantos días), ya saboreábamos, ingenuos, la velocidad que recobraríamos al recorrer libremente esa vía, el tiempo que le bajaríamos a nuestros traslados, la felicidad sin par que supondría pisar el acelerador a lo largo de ese caño de nuevo útil, otra vez a nuestro servicio, dichosamente, y para toda la eternidad.
Abrieron, pues, el paso a los primeros vehículos, y pronto se vio que tanta alegría (los rencores habían sido olvidados, si hubo culpables ya nos daba igual) se desvanecería, irremediablemente, al descubrirnos atorados en el tráfico otra vez. El túnel de López Mateos y Las Rosas sólo sirve para llegar del embotellamiento de Plaza del Sol al embotellamiento de La Minerva, o viceversa, un breve tramo que recorreríamos más rápidamente a pie. Ahora las maldiciones hay que decirlas bajo tierra, mientras avanzamos a aceleroncitos y sólo para que más adelante nos atoremos otra vez. Y es que ya debería parecernos evidente —pero misteriosamente nos resistimos a ello, perseveramos en procurar una suerte de encantamiento, del todo improbable, que consiste en subir al coche y dar por hecho que éste podrá moverse—, ya deberíamos tener aprendido que, entre más vías se abran a los vehículos, más pronto éstos las atestarán: si hay coches es porque hay calles, y puentes, y túneles, y estacionamientos. Y mientras más calles se abran, más puentes se erijan, más túneles se excaven y más estacionamientos broten, más coches habrá. ¿Por qué? Porque todo coche (o su dueño, pues) entiende que le corresponde por derecho propio el espacio necesario para estar o para desplazarse (o para atorarse), y apenas dispone de ese espacio se apropia de él, en manada, y exige más, inagotablemente voraz e inconforme. Y como dicha exigencia, invariablemente, es satisfecha (la ciudad se desvive por abrirles más espacios a los coches), quienes así nos movemos creemos que así es como debe ser y seguimos, triunfales, al volante, encantados de correr a atorarnos en el tráfico otra vez. Para qué queremos transporte público, pensamos aunque no estemos dispuestos a admitirlo, si nuestros coches llevan la de ganar —aunque esa ganancia sea tan mezquina y tan inservible.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 26 de septiembre de 2008.

Guerra

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Sorprende un poco que sorprenda tanto el ataque perpetrado contra la gente que fue a dar el Grito en Morelia. ¿No era de esperarse que algo así ocurriera de un momento a otro? Es cierto que la cosa fue horrible y tremenda, y que basta una sola víctima inocente —y acá fueron muchísimas— para condenar el hecho y para indignarse y condolerse. Y aunque no hubiera habido una sola víctima: aun si las granadas hubieran estallado sin dejar ningún estrago, aun si ni siquiera hubieran estallado y se hubieran limitado a rodar por el suelo, e incluso si ni siquiera hubiera habido granadas, sino apenas la intención de arrojarlas: de cualquier modo (y tuvo que ocurrir del peor modo) se trata de un crimen imperdonable y atroz. El caso es que el ataque, multiplicado por dos, tuvo lugar en medio de la multitud en un momento y un lugar muy significativos, que la desgracia despedazó a un puñado de civiles, que hay razones para la consternación y el duelo, y que la consecuencia más natural de lo sucedido es el miedo, seguido de cerca por la rabia —aunque es difícil que ésta pueda imponerse al primero, ya se verá.
Pero, dadas las condiciones de descomposición acelerada que imperan en el país, lo cierto es que un acontecimiento como el de la noche del 15 de septiembre tendría que ser comprendido no como algo absolutamente inesperado, sino como el resultado, si no previsible, sí predecible, del estado de guerra que se vive prácticamente en toda la superficie del territorio nacional. Parece por lo menos inverosímil pensar que nadie haya visto venir algo así. (Aunque quién sabe: tal vez, en efecto, nadie fue capaz de imaginar que la siguiente etapa de la violencia generalizada consistiría en la práctica del terrorismo, y eso, que la confusión y la negligencia impidan por completo saber ni siquiera dónde estamos parados, es seguramente peor). También es un poco sorprendente la reluctancia a admitir que México es la sucesión de numerosos campos de batalla y está bajo fuego cruzado: los medios, y no se diga las autoridades, se resisten a ello y con pudores y eufemismos improcedentes prefieren preservar siempre resquicios para hacer creer que sigue vigente la viabilidad de las instituciones y demás supuestos, cuando en realidad lo que prevalece es más bien la corrupción y el desorden y las divisiones que se multiplican y el recelo: ¿quién le cree al Presidente de la República, quién a sus adversarios, quién confía aún en los poderes Legislativo y Judicial? Pero también, y acaso esto todavía sea más asombroso (o no: es sabido que en tiempos de guerra la primera baja es la verdad), los ciudadanos somos misteriosamente reacios a aceptar lo que está ocurriendo: miles de ejecutados, la alta posibilidad de que un día nos toque una balacera camino al trabajo o a la escuela, la miseria que se cierne sobre lo inmediato, las granadas que todavía faltan por reventar... Y el tiempo que, mientras tanto —mientras nos toca—, somos capaces de perder discutiendo idioteces.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 19 de septiembre de 2008.

Contagio

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«La única forma, me parece, de abordar las novelas que escribo es pescarlas del mismo modo que se pesca una enfermedad», observó António Lobo Antunes en 2002. Un vértigo, una fiebre y sus alucinaciones, una prolongada inmersión en las oscuridades de la conciencia, una aglomeración de voces que hablan desde el recuerdo o desde el presentimiento, una espesura de desconsuelos y cansancios, de amores vencidos, de rencores y rabias, de anhelos pisoteados apenas han comenzado a brotar, de esperanzas desvalidas, de manos que se han soltado para siempre, de risas afantasmadas, músicas polvorientas, pasos, goteras, papeles, ventanas rotas, ramas secas, jaulas vacías, ropas o sábanas en las que acaso todavía llegue a pulsar débilmente la fragancia de alguna pérdida irrestañable, miradas largas y silenciosas y mandíbulas apretadas, carteras vacías, sudores, sonrisas inútiles y lastimosas, inyecciones, losas heladas, abrazos sobre el vacío, huidas y persecuciones, deudas insolubles, algún animal que se queja, un hombre que patina con elegancia sobre el hielo, una muchacha pelirroja en la sala de espera de un dentista y que repentinamente comienza a volar, interrogatorios, torturas, recriminaciones, dudas, resplandores sórdidos, viejos aterrados, locos incontables, las calles de Lisboa, un imbécil sostenido apenas por la adoración perruna que profesa a una jovencita diabética, taxistas maledicentes, pelucas y demencias y hospitales y policías y una hija nacida en la ausencia y un anciano ridículo que imita a Carlos Gardel y un muchacho heroinómano en coma y África y sueños de indecible belleza y penas que ni la extinción del universo entero podría terminar de remediar y, detrás de todo eso (o mezclado con todo eso, o por encima de todo), un murmullo de algo que quizás se parezca a la poesía y a la salvación, si no fuera porque se trata de nuestra propia voz que cobra forma en palabras que ninguno de nosotros habría sabido pronunciar.
Se dice, y quién sabe si todavía sea cierto, o si lo fue alguna vez, que António Lobo Antunes, médico psiquiatra, aún acude dos veces por semana a su consultorio en un hospital de monjas en la capital portuguesa (la ciudad a la que volvió, luego de servir en el ejército de su país en Angola, para escribir Memoria de elefante, donde un médico psiquiatra que ha servido en el ejército portugués, en Angola, regresa a Lisboa...). Ahí, en la blacura de ese consultorio, escribe. «Y si no escribes para ser el mejor del mundo, mejor no escribir», dijo en la entrevista publicada por Mural el pasado miércoles, luego de saberse que había ganado el Premio FIL (o Juan Rulfo, como el propio Lobo Antunes también parece preferir: ¿irán a enfurecerse los herederos del jalisciense por los elogios que el portugués vertió sobre la memoria del autor de Pedro Páramo en esa ocasión?). Es la noticia estupenda: lo que sigue es esperar que cunda el contagio y que muchos tomen sus libros y se dejen enfermar por su lectura. Es una de las cosas mejores que pueden sucederle a alguien en esta vida.

(Ya antes había puesto aquí otro artículo dedicado al portugués: si tienen paciencia, échenle un vistazo. Se llama «Ver a ciegas»).

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 12 de septiembre de 2008.

Réplicas

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Por los efectos abruptos que causan en el ánimo, las réplicas de un gran sismo se viven con más espanto que el sismo en sí, aunque sean menores su intensidad y los estragos que provoquen, y sin importar que todo esté ya reducido a escombros: la primera sacudida de la tierra instauró violentamente el desastre; las siguientes lo confirman y refuerzan en nuestra desvalida inteligencia la certeza de nuestra odiosa vulnerabilidad.
Acaso sea una exageración decir que lo ocurrido en la Universidad de Guadalajara en los últimos días, el viernes pasado, concretamente, equivalga a un sismo: sigue habiendo, después de todo, clases y actividades académicas y otras no tanto, y conciertos en el Auditorio Telmex y burocracia y trabajadores y sindicatos y trámites y consejeros grillando y dos rectores que claman por la legalidad o la legitimidad, según convenga, y poderes oscuros e intrigas y especulaciones, y también investigadores que investigan, publicaciones que circulan, laboratorios en los que se labora, etcétera. Hubo, sí, una prolongada parálisis de las actividades universitarias que dependen de la informática para existir: cuánto tiempo estuvo «caído» el portal de la Universidad en internet, o interrumpidas las comunicaciones cibernéticas; pero, salvo esto, la amotinada celebración del Consejo General Universitario, el día 29, no extinguió la vida universitaria: si acaso llegó a volverla más tortuosa y lenta de lo que ya venía siendo. En tanto, claro, fueron proliferando las acusaciones, las denuncias y los vociferantes de uno y otro bando, se siguieron pagando desplegados de adhesión o repudio en la prensa y se convocó a una marcha que inmediatamente fue condenada (se sancionará, se dijo, a quienes acudan a ella). Y nada más. Todo mientras se esperaba —¿para qué?— la resolución final que la Justicia —según eso— habría de dar a la controversia legaloide suscitada por los procedimientos de defenestración y aclamación que tuvieron lugar ese viernes.
Sin embargo, en los ambientes universitarios prevalece la certidumbre de que las réplicas no tardarán en dejarse sentir. Ha sido tanta la rabia vertida, y son tan fétidos los miasmas que se respiran, que nada bueno puede esperarse razonablemente de cuanto ha venido sucediendo —y no sólo en los acontecimientos recientes, sino a lo largo de décadas—, por más que ya hubiéramos tenido que haber aprendido alguna lección. Y claro: por un lado están quienes son las figuras más visibles (o invisibles, es lo mismo) del miserable estado de las cosas en la Universidad de Guadalajara, y que urden ya sus desquites o sus reacomodos; por otro, los universitarios que presenciamos con inútil consternación sus procederes, que vemos cada vez más improbable la aspiración de tener una Universidad que, como quiere su lema, piense y trabaje, y que malamente dejamos que pase el tiempo en la espera de que vuelva a temblar y termine de desplomarse lo que aún queda en pie. Es muy deprimente. ¿Y qué?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 5 de septiembre de 2008.