Por la errónea suposición de que en ellas nada distinto puede hacerse de lo que su nombre indica, las salas de espera tienen tan mala fama que se piensa que la vida y el mundo serían mejores si no existieran. Califican, por ello, en la categoría más baja de las actividades inevitables más indeseables en el trajín de todos los días, junto a hacer fila, extraviar las llaves, perder el camión, o sentarse a la mesa que atiende una mesera mula, y sólo están por encima de recibir una multa, pagar impuestos (o pagar la multa) y encontrar a una persona detestada sin que sea posible sacarle la vuelta. (Claro: hay cosas peores, pero ya entran en el rango de las desgracias o las catástrofes). La razón de tal desprestigio es difícilmente desmontable: hacer antesala, para lo que sea, es perder el tiempo. Y aunque así sea, en efecto, lo cierto es que hay un prejuicio que debería revisarse antes de comenzar a tamborilear con los dedos, mirar al techo, hojear por enésima vez la revista arrugada que ha pasado ante miles de ojos impacientes y maldecir la suerte que nos ha apartado del mundo para recluirnos en ese limbo que siempre parecerá eterno, por breve que sea: el prejuicio de que perder el tiempo es cosa mala y debe evitarse a como dé lugar. El dentista se ha esmerado más tiempo del razonable en la endodoncia que nosotros haríamos en cinco minutos con ayuda de un picahielos, y ya lleva dos o tres turnos de retraso; algo pasó que la pantallita mágica que regula la existencia del aeropuerto se obstina en negarnos la señal de abordar el avión donde habremos de esperar otra media hora a que el piloto descubra cómo hacerlo funcionar; la ejecutiva del banco, por lo visto (para qué los ponen en cubículos de cristal), está chateando y finge que no nos ve, o el funcionario (el que sea) sencillamente entiende que hacer esperar a la gente es elegante y lo vuelve respetable. Hay de dos sopas: impacientarse o huir. Y como huir supondría, ahora sí, una pérdida de tiempo (perder el turno y en una de ésas la muela; perder el avión u otra mañana en que habrá que volver a esperar la atención de quien, de cualquier manera, necesitamos que nos atienda), lo más sensato es aprovechar la serenidad que puede regalarnos el entendimiento virtuoso de la circunstancia.
Como en las arenas movedizas, patalear es hundirse más. Por eso, si al caer en una sala de espera se cae en lo irremediable, vale más atenerse al hecho de que el mundo y la vida podrán prescindir por unos minutos o unas horas de nosotros, y aceptar la serenidad inesperada que nos puede brindar la pausa como una ocasión de sosiego que quizás por nuestra cuenta no habríamos sabido encontrar. Desechada la posibilidad del fastidio y puesta a raya la contrariedad, el tiempo de la espera abre posibilidades insospechadas: de la meditación profunda a la afinación de los sentidos, pasando por la fantasía, la revelación o una pura y reparadora siestecita. El mundo, ciertamente, sería peor sin esas suspensiones obligatorias y no pedidas que pueden despejarle el ánimo a cualquiera.
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Como en las arenas movedizas, patalear es hundirse más. Por eso, si al caer en una sala de espera se cae en lo irremediable, vale más atenerse al hecho de que el mundo y la vida podrán prescindir por unos minutos o unas horas de nosotros, y aceptar la serenidad inesperada que nos puede brindar la pausa como una ocasión de sosiego que quizás por nuestra cuenta no habríamos sabido encontrar. Desechada la posibilidad del fastidio y puesta a raya la contrariedad, el tiempo de la espera abre posibilidades insospechadas: de la meditación profunda a la afinación de los sentidos, pasando por la fantasía, la revelación o una pura y reparadora siestecita. El mundo, ciertamente, sería peor sin esas suspensiones obligatorias y no pedidas que pueden despejarle el ánimo a cualquiera.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 5 de enero de 2007.
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