La ínfima grandeza

Una hagiografía, inevitablemente, constituye en sí misma el impedimento supremo para la consideración cabal de su protagonista: por la profusión de excepcionalidades que la veneración suma al paso del tiempo (los portentos y las causalidades incognoscibles), así como por la magnificación del sentido de trascendencia que se atribuye a los hechos, los actos, los gestos y las palabras más insignificantes recogidos o inventados por la tradición, va desvaneciéndose la que pudo ser la figura real al tiempo que en su lugar se afirma la imagen más concreta —pero también más indiscernible— sobre la cual lo sucesivo añadirá mayor misterio y mayor reverencia. La historia hace otro tanto con sus personajes, si bien admite rectificaciones, precisiones e incluso desmentidos radicales mucho mejor que la fe (aunque, por otro lado, en ambos terrenos es posible incurrir en herejía). El santo o el héroe —o el monstruo, que para el caso es lo mismo— son seres elegidos para la invisibilidad, y así cada estatua tiende a ser una contradicción irresoluble: más temprano o más tarde terminará representando a alguien que no es. La celebridad que conduce al altar, al bronce, al mármol, a la alusión hiperbólica en los discursos o a las recordaciones periódicas —por lo general en ocasión de aniversarios en números cerrados, como ahora—, y hasta a los paradigmas de la infamia, es el mejor salvoconducto para el olvido: lo poco que podemos saber de Shakespeare algún día será todavía menos; lo que ignoramos de Homero algún día será todo. El exceso de informaciones que hoy tenemos sobre Borges es prueba de que cada día vamos desconociéndolo más.
En el museo Solar Natal de Borges, en Buenos Aires («Solar» porque la construcción original fue derruida; queda la casa vecina donde la familia vivió algún tiempo, en la calle Tucumán, entre Esmeralda y Suipacha) se exhibe toda suerte de trivialidades: credenciales, documentos oficiales con su fotografía o su firma, el anuncio publicitario que redactó para Varig alguna vez. También, por supuesto, el opúsculo al yogur que fue su primera colaboración con Bioy Casares: La leche cuajada de La Martona. Estudio dietético sobre la leches ácidas. Folleto con recetas. Hay, claro, ejemplares de primeras ediciones de sus libros y de las revistas que dirigió; traducciones, recortes de periódico, objetos personales, retratos de ancestros o imágenes donde posa una legión de personas conocidas, desconocidas, más o menos conocidas y mezclas de los tres grupos. En un televisor (o al menos así era en el año 2000) repiten continuamente la entrevista famosa que concediera al periodista español Joaquín Soler Serrano. Quiero recordar que incluso hay algunos dibujos de Norah, un reloj de bolsillo en una urna de cristal, un peine de carey. Y, naturalmente, alguna daga o un puñal.
No hace falta viajar a Buenos Aires para encontrar lo que depara la visita a ese santuario. Buena parte del caudal incontable de libros que existen sobre Borges (empezando por su Autobiografía, dictada en inglés a Norman Thomas di Giovanni para su publicación en The New Yorker, en 1970, y traducida al español por éste y por Marcial Souto 29 años después) reinciden en el hábito, por lo visto ineludible, de relatar la vida y trazar el retrato de Borges con los pormenores invariables que van adquiriendo carácter de conjuros o contraseñas para quien emprende por enésima vez la peregrinación. Así, por ejemplo, llega a volvérsenos familiar el nombre de la Biblioteca Municipal Miguel Cané, sabemos qué quiere decir la misteriosa expresión «Inspector de Aves y Conejos», vamos distinguiendo las borrosas figuras de viejos militares que pueblan los apellidos Borges y Acevedo y escuchamos otra vez los fragores de sus batallas, nos referimos con soltura a mujeres llamadas Fanny1, Leonor, Estela, Elvira, Elsa o María, entramos y salimos de sitios que ubicamos cada vez con mayor precisión (la finca de Adrogué, Ginebra, Mallorca, Austin, la calle Maipú), y reconocemos dos fechas grabadas con un resplandor lóbrego —lo mismo que aprovechamos la menor oportunidad para usar un oxímoron—: el 24 de agosto de 1934 y la Nochebuena de 19382. (Todo esto al lado de los consabidos tigres, laberintos, espejos, incesantes estanterías de libros, Ulrikes, arrabales y matones, por no contar a Abramowicz, a Macedonio, a Cansinos-Asséns, a Carriego, a Lugones, a Groussac, a las Ocampo, y por no hablar de «la tradición escandinava» de escamotear el Nobel, de la lápida —también escandinava— en el cementerio de Plan-Palais: «Hann tekr sverthit Gram ok / leggr i methal theira bert», o del avance de la penumbra amarillenta, de la sombra del padre, del gato Beppo...).
Estos libros rara vez evitan la inclusión de al menos una fotografía, y deben de ser mayoría los que se deciden por un álbum en toda forma: en Borges. Esplendor y derrota, de María Esther Vázquez, posiblemente una de las biografías más perversas que existen por cuanto la autora quiere hacer pasar por afecto y admiración su festín chismoso y carroñero, hay algunas imágenes insólitas: Borges en una caseta de playa, en shorts, posando con los Bioy, o en compañía de Haydée Lange, gastando barba y boina (lo que aprovecha la saña de Vázquez de este modo: «El tapir, animal vagamente emparentado con el caballo y el rinoceronte, es dueño de un cuerpo desgarbado, patas cortas, el hocico y el labio superior se prolongan en una corta trompa flexible en cuyo extremo se abren los orificios nasales [...] ¿Por qué Borges se comparó con ese animal feo, solitario y triste que se esconde en el barro de los pantanos hasta mimetizarse con el paisaje?». La autora alude a una inscripción supuestamente anotada por propia mano de Borges al reverso de la fotografía: «Wounded tapir». La malevolencia de Vázquez es evidente cuando uno encuentra otra imagen, seguramente del mismo día —los personajes llevan la misma ropa—, donde Lange y Borges están de pie... junto a un tapir3). Es raro que se omitan algunas donde figure Georgie, bebé, en ropones inverosímiles, otras con la familia al pleno, o las que suelen ilustrar las noticias del enamorado desesperanzado (con Estela Canto en una balaustrada de la Costanera, por ejemplo), en capítulos que se titulan «Borges y las mujeres» o algo parecido.
Más allá de los libros, la figura de Borges ha resultado atractiva para el rockero Arturo Meza, que incluye su voz espectral en una pieza sobrecogedora del disco que le dedica («Ojalá yo hubiera nacido muerto...», se lo escucha repetir hacia el final, obsesivamente), o para el fotógrafo Rogelio Cuéllar, que lo sorprendió —es un decir— en el mingitorio. Revistas tituladas en su memoria, camisetas impresas con la caricatura que le hiciera Naranjo, los discos de Piazzolla, documentales, una detestable película brasileña sobre su desventura, el centro de documentación de la Universidad Aarhus en Dinamarca, postales y carteles... Y, claro, la mención desafortunada en el discurso del Presidente Fox, en descargo de cuya idiotez debe recordarse cómo encabezó Hemingway la postal insultante que el abuso del daiquirí lo hizo dirigirle una vez al argentino: «Dear Jorges...». Pese a lo incuantificable que parezca la proliferación del nombre y de la imagen de Borges en casi cuatro décadas (desde que comienza a viajar por todo el mundo, y sobre todo luego de su muerte), las biografías y las semblanzas insisten en su procuración de ocultamiento, en una discreción continuamente perturbada por la celebridad (más en los últimos años): el hombre solitario, apartado entre libros, tímido y desvalido, que llega al punto de irse a morir silenciosamente en Ginebra, que ha tenido que habitar en este mundo sólo porque es inevitable... y que sin embargo posa al lado de Bianca Jagger, sostiene un diálogo para la televisión con César Luis Menotti, viaja en globo o llega al punto de irse a morir estruendosamente en Ginebra, desde cuya lejanía la noticia cobrará una resonancia estupenda en titulares de puntaje espectacular.
No hay dato, por enorme o decisivo que sea para un hombre, una generación, una nación o para todos los siglos de todos los hombres, que no sea también infinitamente trivial. La muerte iguala la belleza de Beatriz con las palabras de quien la canta, así esa belleza haya sido vista en Florencia en el siglo XIV, o haya cesado en Buenos Aires, cierta «candente mañana de febrero» del XX —y la prueba, en este caso, se hallará en el anuncio de ciertos «cigarrillos rubios», vencedor del tiempo porque la muerte tremenda de Beatriz Elena Viterbo es tan trivial que ni siquiera ha conseguido borrarlo. La belleza de Beatriz, las palabras que la cantan, el hombre que las encuentra y cuantos lleguemos a saberlas importamos menos que esa publicidad ordinaria. Caído en desgracia luego de la cárcel y la proscripción, Oscar Wilde debió de ser consciente de la notoriedad que su figura no ha dejado de ganar: cómo se habría de recordarlo en sus salidas ingeniosas, en citas no siempre verificables, en su rebuscado aliño para la cámara cuantas veces la tuvo enfrente. Ya en 1970, en la Autobiografía (compuesta, según la leyenda, con la condición de que no se tradujera al español, cosa por completo inevitable), a las puertas de una vejez para la que estaban aguardándolo los honores que hasta entonces lo habían eludido, Borges también debió de resignarse a su nombre, a sus hechos, y a lo inservible que resultó (si alguna vez tomó en serio la idea) querer valerse de un Otro para responsabilizarlo de la atención que concitaba a su paso . Debió de resignarse al triunfo de lo trivial. «En 1874 —durante una de nuestras guerras civiles— mi abuelo, el coronel Borges, encontró la muerte. Tenía entonces cuarenta y un años. En las complicadas circunstancias que rodearon su derrota en La Verde, envuelto en un poncho blanco, montó un caballo y seguido por diez o doce soldados avanzó despacio hacia las líneas enemigas, donde lo alcanzaron dos balas de Remington. Fue la primera vez que esa marca de rifle se usó en la Argentina, y me fascina pensar que la marca que me afeita todas las mañanas tiene el mismo nombre que la que mató a mi abuelo».
A veinte años de la mañana del sábado 14 de junio de 1986, la presencia de Borges es tan vasta, tan reiterada, que casi se ha vuelto totalmente invisible. Acaso sus libros nos digan quién es.

1.- Y aprendemos a no confundir entre Fanny, la abuela inglesa (Frances Haslam, madre de Jorge Guillermo Borges), y Fanny la sirvienta (Epifanía Úveda de Robledo).
2.- El día que Borges previó suicidarse y el día en que sufrió el golpazo en la cabeza que lo condujo a la septicemia, al temor de la demencia y a la confección de «Pierre Menard, autor del Quijote».

3.- En el libro El Señor Borges, de Epifanía Úveda de Robledo y Alejandro Vaccaro, Edhasa, Barcelona, 2005.

Publicado en Luvina.
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