Que en México se ponga tanta atención a los «nombramientos» de funcionarios, y que en vísperas de que éstos tomen posesión de sus cargos se especule tanto respecto a las direcciones que tomarán, a las conductas que observarán, a las trayectorias que los han conducido a sus nuevas posiciones (los méritos, quizás, pero también las relaciones y las amistades —presumibles o demostrables—, así como los bandazos que han dado por las áreas más disímiles de la burocracia); que, en fin, nos importe tanto saber quién queda dónde y qué se podrá esperar en consecuencia, quiere decir que nuestro entendimiento del gobierno y de la llamada «función pública» opera sobre el principio ineludible de la suspicacia —lo cual, por supuesto, se explica por el interminable catálogo de personajes no sólo sospechosos, sino flagrantemente impresentables, que la memoria de cada ciudadano conserva al pensar en quienes han desfilado por cualquier oficina del aparato estatal.
Al acercarse los relevos de las administraciones, entonces, nombres y más nombres dan vueltas en una suerte de tómbola enloquecida, movida por una multitud de manecitas que, además, meten y sacan papelitos con tal frenesí que ni siquiera quienes compraron boleto pueden estar seguros de seguir participando en la rifa. Hasta que llega el momento del anuncio. Y entonces, cuando algunos respiran aliviados (los agraciados con la designación, pero también sus familiares, sus camaradas, sus compañeros de la secundaria, sus vecinos, todos aquellos que en un rápido repaso pueden confiar en que nunca han tenido un pleito con ellos, etcétera), otros ven con pesadumbre cómo el cielo se ennegrece y cómo no disfrutarán del solecito en los tres o los seis años largos que están por comenzar. Pero, también, la suspicacia general se afirma y se intensifica: ¿qué irán a hacer los nuevos funcionarios? ¿Cómo se van a portar? ¿Cuánto tiempo van a tardar en sacar el cobre? ¿Cuál va a ser su primer error?
Al ser ungidos, es costumbre que declaren siempre primorosas intenciones (que evaluarán lo que hicieron sus precursores, que consultarán a la «comunidad» sobre lo que debe hacerse, que escucharán y —nunca falla— que ejercerán una «política de puertas abiertas»), y que se quejen de la insuficiencia de los recursos de que dispondrán, como curándose en salud. Bueno. Los ciudadanos, en tanto, tomamos nota, como si deveras importara lo que dicen y como si no se nos fuera a olvidar enseguida (recuérdese cómo Emilio González Márquez prometió, apenas llegó a la alcaldía de Guadalajara, que no renunciaría a ésta para buscar la gubernatura del estado). Pero, puestos a soñar, habría que pensar que el mejor gobierno es el que deja trabajar y no estorba; el que mantiene aceitada la maquinaria (con creatividad, con discreción y sin arrogancia) y, antes que perseguir o sancionar a quien infringe las leyes, facilita que éstas se cumplan. El gobierno que no se nota, porque está ocupado en lo suyo y podemos confiar en él.
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Al acercarse los relevos de las administraciones, entonces, nombres y más nombres dan vueltas en una suerte de tómbola enloquecida, movida por una multitud de manecitas que, además, meten y sacan papelitos con tal frenesí que ni siquiera quienes compraron boleto pueden estar seguros de seguir participando en la rifa. Hasta que llega el momento del anuncio. Y entonces, cuando algunos respiran aliviados (los agraciados con la designación, pero también sus familiares, sus camaradas, sus compañeros de la secundaria, sus vecinos, todos aquellos que en un rápido repaso pueden confiar en que nunca han tenido un pleito con ellos, etcétera), otros ven con pesadumbre cómo el cielo se ennegrece y cómo no disfrutarán del solecito en los tres o los seis años largos que están por comenzar. Pero, también, la suspicacia general se afirma y se intensifica: ¿qué irán a hacer los nuevos funcionarios? ¿Cómo se van a portar? ¿Cuánto tiempo van a tardar en sacar el cobre? ¿Cuál va a ser su primer error?
Al ser ungidos, es costumbre que declaren siempre primorosas intenciones (que evaluarán lo que hicieron sus precursores, que consultarán a la «comunidad» sobre lo que debe hacerse, que escucharán y —nunca falla— que ejercerán una «política de puertas abiertas»), y que se quejen de la insuficiencia de los recursos de que dispondrán, como curándose en salud. Bueno. Los ciudadanos, en tanto, tomamos nota, como si deveras importara lo que dicen y como si no se nos fuera a olvidar enseguida (recuérdese cómo Emilio González Márquez prometió, apenas llegó a la alcaldía de Guadalajara, que no renunciaría a ésta para buscar la gubernatura del estado). Pero, puestos a soñar, habría que pensar que el mejor gobierno es el que deja trabajar y no estorba; el que mantiene aceitada la maquinaria (con creatividad, con discreción y sin arrogancia) y, antes que perseguir o sancionar a quien infringe las leyes, facilita que éstas se cumplan. El gobierno que no se nota, porque está ocupado en lo suyo y podemos confiar en él.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 16 de febrero de 2007.
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