¿De veras?

comentarios (2)
Siguen los contagios, no deja de haber muertos, pero la epidemia dejó ya de ser el sabor del mes y volvimos a la vivencia de lo cotidiano, que se volvió peor en Jalisco gracias a que el Gobernador González actuó como si su estado fuera una delegación del D.F. Así, luego de la histeria paralizadora prolongada por nuestras autoridades ineptas, se inaugurará por fin la Feria Municipal del Libro de Guadalajara que, como tantas otras cosas, fue posponiéndose en la incertidumbre. A lo que sigue, entonces: está visto que el pasmo de gobernantes y gobernados fue un síntoma generalizado del famoso mal, y ya ni para qué alegar.
    Creo que van dos años sin que me haya animado a darme una vuelta por las inmediaciones del Palacio Municipal para visitar esta feria. Las últimas veces que pasé por ahí —quién sabe si por alguna ilusión injustificable, por algo parecido a la añoranza o por pura distracción—, encontré sólo razones para una desabrida decepción, de ésas que ya ni siquiera tienen fuerzas para convertirse en rabieta. Salvo dos o tres excepciones (los libreros heroicos de siempre), la consabida exposición raquítica de saldos de librerías y de editoriales religiosas o técnicas, algún bailable en la plaza, alguna presentación desolada... Súmese a eso la triste aventura que supone acercarse al centro de la ciudad (ruido, mugre, frenesí), pero además las trampas de la memoria: será porque en edades tiernas uno, inevitablemente, tiende a localizar maravillas donde muy probablemente no las haya; el caso es que, de niño, yo —que, además, vivía en el centro, en el barrio de las Nueve Esquinas, y me encantaba— encontraba una gran felicidad en que se pusiera la Feria del Libro (todavía, claro, no existía la FIL) para que me llevaran, e incluso ya en la secundaria y hasta en la prepa (a finales de los ochenta: ya estaba más sorgatón e iba solo) acudía sin falta e invariablemente obtenía recompensa.
    Si digo que la feria fue chafeando año con año, no creo que se deba únicamente a que mi recuerdo de tiempos mejores hubiera ido encontrando más dificultades para refrendarse cada vez. Pasó, creo yo, que la feria dejó de interesarle —naturalmente— a las autoridades incompetentes que fueron teniéndola bajo su cargo, y peor, a los ciudadanos que nada hicimos al presenciar su decadencia. Pero este año, por lo que ha anunciado el director de Cultura del Ayuntamiento tapatío, se buscará hacerla revivir: dedicada a celebrar a Fernando del Paso, la feria tendrá un mayor número de expositores —y más atractivos: no es que esté mal que haya libros religiosos y técnicos: lo malo es que eso sea todo— y hay un programa que contempla la participación de varios escritores, por lo menos, atendibles (por cierto: ignorante de mí, no he sabido dar con el programa en ningún lado: ¿por qué no lo cuelgan del sitio web del Ayuntamiento? Total, quiten el dizque blog del Dr. Petersen, quien no postea desde hace casi un año: mucho le ha de importar). Ojalá sea cierto todo: valdría la pena.
Publicado en la columna «La menor importancia» en Mural, el jueves 28 de mayo de 2009.

Benedetti

comentarios (3)
«¡No me acribishen!».

Se murió Mario Benedetti. Por lo que pudo verse en la cobertura noticiosa de sus exequias, una nación entera (la suya) presumiblemente habría quedado bajo una nube espesa de luto y pesadumbre, al tiempo que en otras varias (Cuba, España, México) no nos libramos del chaparrón de lágrimas y lamentaciones. Mientras los dolientes («huérfanos», llegaron a declararse los compatriotas del escritor) desfilaron junto al cadáver expuesto en la sede del Palacio Legislativo de Montevideo —en un espacio que lleva este bonito y exacto nombre: Salón de los Pasos Perdidos—, quienes tienen siempre micrófonos y cámaras a la mano protagonizaron una competencia por ver quién profería la desmesura más audaz. «Con Benedetti se va también un país», declaró el presidente de la Academia Nacional de Letras de Uruguay (un señor que tiene la ocurrencia de llamarse Wilfredo Penco), en tanto que el cantante Daniel Viglietti, compinche por años del autor de La tregua, se lanzó de un balcón con esta hipérbole lírica: «No necesita que lo idealicen, porque es un ideal en sí mismo». José Saramago, que resultó «amigo y hermano» del finado, y que está siempre puesto para pronunciarse, salió a decir esto: «La obra del gran poeta uruguayo se nos presenta no sólo como suma de una experiencia vital, sino, sobre todo, como la búsqueda persistente y lograda de un sentido, el del ser humano en el planeta...». Y de ahí para arriba.
Aunque no es infrecuente que los escritores se mueran, sí es raro que un deceso en particular desate tal coro de gemebundos —jefes de Estado incluidos, que al dar el pésame lo han hecho en nombre de sus gobernados. Mario Benedetti tuvo y tiene y seguirá teniendo multitudes de lectores, y muy legítimamente: si hay legiones que se desviven por Paulo Coelho y bichos parecidos, el uruguayo al menos habrá dado algunas páginas legibles —por panfletario y cursi y poco estimulante que se exhiba apenas abramos cualquier versión de su Inventario, el nombre genérico que fue dando a sus compilaciones de poemas—: algún pasaje de alguna novela o de alguna pieza teatral, finalmente, acaso lo justifique en términos literarios. Como apuntó en estos días el escritor mexicano Alberto Chimal, en un artículo que pone en su lugar al muerto, «el padre espiritual de sus poemas pudo haber sido, entre otros, Bertolt Brecht, pero tiene entre sus hijos a Ricardo Arjona y otros todavía peores».
Popular y «accesible», Benedetti pudo pasar por esta vida sin el visto bueno de la crítica, pero a cambio, y nada menos, los miles que memorizaron sus versos, a veces vueltos canciones, le guardarán la gratitud y el cariño que ya muchos quisieran. Pero hay una diferencia entre eso —total: que la gente quiera a quien le dé la gana— y la excesiva propagación de elogios sentimentaloides que han venido haciendo sus pares y sus secuaces ideológicos: una profusión de lugares comunes teñidos de rojo deslavado que recuerda tiempos idos. O quizás no tan idos, misteriosamente.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 21 de mayo de 2009.

Cándidos (Malentendidos II)

comentarios (1)
Del 4 al 8 de mayo, en las páginas de Mural fue publicándose lo que, de ganar, dice que haría en materia de cultura cada uno de los 12 candidatos principales para las alcaldías de la Zona Metropolitana de Guadalajara. De viva voz y brevemente despacharon vaguedades, despropósitos y obviedades, y todos permitieron corroborar lo evidente: que su entendimiento del tema es miserable, y que, cuando se ven orillados a hablar de él, sus entusiasmos al respecto son fingidos —y, por tanto, irrelevantes.
Alguno declara que haría un Museo del Transporte en la estación del ferrocarril; otro busca vender la ilusión según la cual debería verse en la educación artística un surtidor de futuros empleos; a uno más, la imaginación no le da más que para ocuparse de la cerámica... Hay uno que prefiere pedirles «sus ballets» al ITESO, al Tec y a la UdeG, y mientras otro se inclina por hacer el Museo de la Charrería, hay quien planea una Plaza de los Mariachis en Zapopan. A una le «parece importante que se habiliten academias»; el de más allá pretende abrir un «corredor arqueológico» en Tonalá, y otro habla de una «apuesta fuerte» editorial. No faltan el que quiere crear su Consejo municipal de cultura, el que mejor se iría por echar a andar tianguis ni el que, sencillamente, se dedicaría a la promoción turística de las tradiciones.
En general, coinciden en la supuesta necesidad de acercar la cosa cultural al público, para lo cual piensan —claro— en «hacer eventos». Por el tono circunspecto que adoptan, pretenden dar la impresión de creer en lo que afirman: que la cultura es asunto prioritario. Pero no lo creen, desde luego, ni tampoco tiene mucho sentido exigírselo. Seamos realistas: hablando de políticas públicas, lo prioritario es que se acaben las balaceras de narcos, que los minibuses dejen de matar gente, que no haya hambre, que la ciudad no se inunde, que no escasee el agua, que se detenga la contaminación. Esas cosas. Además, quienes resultan electos tienen invariablemente otros pendientes: saldar las deudas y honrar los compromisos (deshonrosos) que los pusieron ahí, medrar cuanto puedan, velar por el progreso de sus carreras —a dónde brincarán cuando termine su función—, eludir al enemigo y, encima, hacer como que cumplen sus obligaciones. ¿Y la cultura? Ya se verá: pondrán un bailable, pondrán a jalar algún programita vistoso, comprarán o empezarán a construir algún edificio inservible... lo que sea con tal de espantarse esa mosca cuando los moleste.
Lo peor de esto es que los actores de la cultura se conduzcan como si el Estado los tuviera en mente: como si los políticos, en funciones o en campaña, asumieran alguna vez responsabilidades en este terreno —que encima reporta tan pocos votos—, y que se desperdicie tanta energía en procurar la benevolencia o el amparo de la burocracia. Lo mejor que puede hacer un gobierno es no estorbar: que se despreocupen, los candidatos, de inventar disparates; nomás que, quienes lleguen, dejen trabajar en paz.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 14 de mayo de 2009.

Malentendidos (I)

comentarios (0)
La actuación del Estado en cuanto se refiere a la cultura es un tema problemático para quienes trabajan en cada uno de esos ámbitos: se asume, con toda naturalidad, que los funcionarios (en funciones o en potencia: los candidatos que aspiran a desempeñarse en cargos de elección popular, o quienes aspiran a que los ocupantes de dichos cargos los designen: los ganosos) han de prestar atención a la cosa cultural, realizar acciones que la estimulen, la promuevan o, por lo menos, le permitan existir, y por ello hay dependencias específicas: secretarías, oficialías, institutos, etcétera. Por otro lado, también parece perfectamente normal que los actores de la cultura (creadores, intérpretes, promotores y demás) esperen del Estado que les allane el terreno, que les facilite recursos, que los ampare (dándoles chamba, incluso) y, en suma, que los atienda. Así es como se entiende que deberían marchar las cosas, por lo menos en México, y unos y otros, del modo que sea, lo aceptan (o los funcionarios, al menos, fingen aceptarlo cuando les conviene). Pero debajo de este entendimiento tácito está la cochina realidad, que asoma a la primera oportunidad —es decir: siempre.
     Por una parte, la comprensión que los funcionarios (o los candidatos, o los ganosos) tienen de la cultura y de lo que les corresponde hacer por ella está, invariablemente, configurada por una acumulación histórica de malentendidos. Por más que alardeen de su supuesto interés en esta rama de su función —particularmente en tiempos electorales, cuando necesitan hablar bonito y ser optimistas y fantasiosos respecto a todo—, por mucho que les guste lucir en ocasiones en que la cultura es sinónimo de glamour y buena onda, lo cierto es que el asunto les importa un pepino, y a veces con razón: por qué tendrían que estar perdiendo el tiempo un Presidente, un Gobernador o un Alcalde en la inauguración de una exposición, digamos, o en una premiación, si mientras tanto el país está reventando a balazos. Si llegan a ocuparse de la cultura es más bien porque ven en ella una variante (poco rentable) de la actividad turística, o bien una mera forma de surtir entretenimiento, por ejemplo en los actos masivos que se hacen pasar por expresiones de una cosa llamada «cultura popular». Se acuerdan del tema sólo cuando es inevitable, y le destinan recursos ínfimos: pocos dineros y más poca imaginación.
     Por otro lado, las expectativas que los actores de la cultura ponen en la operación de la burocracia cultural suelen estar desencaminadas y tener efectos perniciosos: no digamos lo ilusorio que es esperar del Estado que provea o mime a quienes se acercan a él: tampoco cabe confiar ni siquiera en que opere con un mínimo de buen sentido y, al menos, deje de estorbar. Pero se espera y se confía, y el resultado es la precariedad y la pachorra incurables.
     Ahora los candidatos, en estas páginas, están lanzando sus consabidas necedades en la materia. Las revisamos la semana que entra, ¿no?, si otra cosa no pasa.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de mayo de 2009.

Otra fiebre

comentarios (4)
 
Lo que faltaba: ¡zombies!

Yo sí creí la historia de la Mataviejitas —así fuera sólo porque se trataba de un epíteto espectacular, además merecido concienzudamente por su portadora. No así la patraña del amero (la moneda diabólica que habrá de esclavizarnos apenas lo decidan los gringos), ni tampoco la supuesta epopeya de los náufragos nayaritas que a mediados de 2006 no sólo habrían vencido durante tres meses las olas, la desesperación, la sed y las ansias de comerse entre ellos, sino además el escorbuto, la demencia, las quemaduras del sol y las ganas de tantita privacidad. Del Chupacabras más bien he desconfiado, pero estoy dispuesto a admitirlo en cuanto sea indispensable (igual que con el Yeti, con el monstruo del Lago Ness, con el monstruo del Lago de Chapala o con Manuel Muñoz Rocha, a quien casi puedo jurar que he visto desayunando en algún Dunkin’ Donuts)...

(Sigue leyendo por acá: Letras Libres. Blog de la redacción)