Páginas

comentarios (0)
Sagan y Dios
(La diversidad de la ciencia, de Carl Sagan. Planeta, 2007)

«En los diez años transcurridos desde la muerte de Carl», cuenta su viuda, Ann Druyan, quien preparó la presente edición, «estas conferencias han permanecido en uno de los mil cajones de su inmenso archivo». Se trata de las Conferencias Gifford, que el astrónomo y divulgador pronunciara en la Universidad de Glasgow en 1985, y que van sobre sus puntos de vista sobre las relaciones entre la religión y la ciencia —y, en buena medida, sobre su propias ideas acerca de la idea de Dios. «En plena pandemia mundial de violencia fundamentalista extrema y en una época en que la falsa piedad de la vida pública están peligrosamente debilitadas, me ha parecido más necesario que nunca dar a la luz la opinión de Carl sobre estas cuestiones», explica Druyan.


El esclarecedor

(Paralelos y meridianos, de Guillermo Sheridan. UNAM-DGE-Equilibrista, 2007)

Es posible imaginar que, como el ensayista lúcido, profundo, puntual y claro que es (además de amenísimo), Guillermo Sheridan trabaja movido por la encomienda constante de deshacer malentendidos. Sus lecturas, así, lo mismo que sus aficiones (por la fotografía o el cine, por ejemplo) dejan las cosas en el sitio que les corresponde, de manera que sus ensayos asientan una perspectiva histórica que se vuelve ineludible. Pasa, por ejemplo, con el espléndido desguace, rescatado en este libro, de la figura y la obra de Carlos Fuentes —a partir de la novela Gringo viejo, en concreto—, operación implacable tras de la cual basta con observar las astillas que quedaron para entender que casi todo lo que se cree o se dice en torno a este autor no es más que una colosal confusión. Sheridan nunca pierde ocasión de dar lecciones de entereza y responsabilidad intelectual.

Publicado en el suplemento Primera Fila, de Mural, el viernes 4 de abril de 2008.

El piadoso

comentarios (3)
¿Será que llevan aquí el retrato de San González para colgarlo en los altares? Capaz. (Foto: Mural)


¿Pensó, el Gobernador González —«Emilio» que le diga el Cardenal—, en las críticas que acarrearía sobre su augusta persona la decisión de dar una súper limosna para la construcción del Santuario de los Mártires? Es posible. Tanto lo hemos zarandeado los renegados que vemos mal sus obsequios a las televisoras y demás (bueno, no «sus» obsequios: nuestros, más bien, pues es dinero nuestro el que ha regalado en nombre de todos los jaliscienses y sin pedirnos permiso), tanto se le han reprochado su conducta disparatada, su exhibicionismo, sus pretensiones, que, por lo menos, es de esperarse que haya pasado un minuto o dos mirando al vacío, el ceño fruncido y la manita en el mentón (rasurado, por cierto: ¿fue manda?), como calculando qué tan mal se tomaría esta nueva decisión. Acto seguido, se habrá ajustado el nudo de la corbata y se habrá dispuesto a presentarse en el acto donde anunciaría el donativo y entregaría el primer cheque, tan tranquilo como se puede verlo en las fotos del día: sonriente, plácido. Un hombre, misericordioso, con el corazón apaciguado por su gesto de desprendimiento y el alma lavada de culpas por la gracia que le gana el ejercicio de la caridad.
A otro día se fue a peregrinar a Talpa. (¿Qué tan revolcada tiene la conciencia el Gobernador González, que se esfuerza tan duro en sus prácticas piadosas?). Mientras, claro, ya menudeaban los cuestionamientos y la indignación. «Cuando ya parecía imposible tener más problemas», escribió Guillermo Sheridan en su blog, «Jalisco parió un ayatola». Y de ahí para arriba: cosa que era previsible, incluso para el Gobernador, pues no es posible que en esos dos minutitos de reflexión no haya tanteado el disgusto que estaba por provocar. Debió de anticiparlo, claro: tanto así que el óbolo lo entregó envuelto en mentiras. Según él, lo que movió su generosidad no fueron los mismos fines que tienen los responsables de la construcción del templo: «Lo que un servidor ve son empleos para Jalisco. Lo que yo escucho es derrama económica», pretendió aclarar. Ajá. Y la mejor manera es metiéndole recursos a lo que, si deveras se termina de construir, será uno de los adefesios arquitectónicos más horribles del mundo, levantado en recuerdo de una guerra cruel, como si en los tiempos que corren hiciera falta propiciar así la memoria infame de la división y la confrontación.
Qué importa, en todo caso, lo que traiga o deje de traer en su cabecita. No tiene mucho sentido cuestionar sus caprichos ni sus arbitrariedades, sus falacias ni su irresponsabilidad. Como tampoco su vanidad suprema (¡ojo, González!: los soberbios no van al cielo). Lo tiene sin cuidado lo que se opine de él. El Gobernador hace lo que quiere por una sencilla razón: porque puede. Porque las condiciones están dadas para que no sólo él, sino cualquier otro advenedizo ignorante, se convierta a la primera oportunidad en un reyezuelo con poderes inmensos y con garantía de impunidad, sin que nadie le ponga un alto.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 28 de marzo de 2008.




Francisco González Crussí en Guadalajara

comentarios (1)
El ITESO recibirá próximamente la visita del Dr. Francisco González Crussí. Hemos preparado tres actividades en torno a su presencia:

Seminario sobre literatura y divulgación científica
(Campus del ITESO)
Martes 1 de abril
-10:00 horas: presentación a cargo de la Mtra. Susana Herrera, coordinadora de la Maestría en Comunicación de la Ciencia y la Cultura del ITESO.
-10:30 horas: exposición del tema «El ensayo literario como vehículo para el conocimiento científico», a cargo de José Israel Carranza, profesor de literatura del ITESO, y conversación con el Dr. Francisco González Crussí.
-11:45 horas: receso.
-12:00 horas: continuación de la conversación, con intervención de los participantes, a partir de la lectura de los libros La fábrica del cuerpo y A Short History of Medicine.

Miércoles 2 de abril
-10:00 horas: exposición a cargo del Dr. Alfonso Islas, profesor del ITESO, acerca del tema «Los escritores médicos», y conversación con el Dr. Francisco González Crussí.
-11:45 horas: receso.
-12:00 horas: exposición a cargo del Mtro. Carlos Enrique Orozco, jefe del Departamento de Estudios Socioculturales del ITESO, sobre el tema «Posibilidades de los investigadores para conectar a la ciencia con públicos más amplios», y conversación con el Dr. Francisco González Crussí (con intervención de los participantes). Conclusión.

Café Scientifique
(Casa ITESO-Clavigero)
Martes 1 de abril, 19:30 horas.
-Presentación a cargo del Dr. Alfonso Islas.
-Exposición del Dr. Francisco González Crussí sobre el tema «Consideraciones en torno a la muerte».
-Conversación con el público asistente.

Presentación de dos libros
(Casa ITESO-Clavigero)
Miércoles 2 de abril, 20:00 horas
Fernando de León y José Israel Carranza presentarán los libros La fábrica del cuerpo y Horas chinas, del Dr. Francisco González Crussí.

Tanto el Café Scientifique como la presentación de los libros serán actividades abiertas a todo el público; no así el seminario, que tendrá un cupo restringido. Por esta razón, a quien esté interesado en inscribirse en dicho seminario, favor de ponerse en contacto con Adriana Pantoja, del Centro de Promoción Cultural: apantoja@iteso.mx.

Páginas

comentarios (1)
De pechito
(Informe, de Rafael Lemus. Tusquets, 2008)

Uno de los críticos literarios más atendibles de estos tiempos, Rafael Lemus, publica su primer libro de cuentos. Para leerlo es complicado, desde luego, dejar de tener en cuenta el historial del autor, y es incluso divertido preguntarse: si Lemus, por alguna circunstancia más o menos fantástica, leyera este libro sin saber que es suyo, ¿cómo lo juzgaría? «Si me tengo que definir —cosa que nunca es buena— diría que soy un formalista», concedió en una entrevista a propósito de Informe. «Creo que los cuentos son un género estupendo para experimentar, y eso intenté». Aquí hay ocho piezas, de suyo atractivas y hasta desafiantes. Unas muy buenas. Otras nomás desconcertantes. Pero conviene, en todo caso, imponerse uno mismo esa posiblidad: pensar que el libro no es de Lemus, para poder leerlo en paz.

Doce años después
(La muerte de un instalador, de Álvaro Enrigue. Mondadori, 2008)

La primera recomendación sobre esta novela es que, en un tiempo proclive a los olvidos rápidos y a los plazos de vencimiento cada vez más breves (la novedad celebrada hoy es la laguna inexplicable en la memoria de la semana entrante), La muerte de un instalador parece no haber envejecido desde que apareciera en 1996, para ganar el Premio Joaquín Mortiz de ese año. Entre las claves para esa perdurabilidad están, naturalmente, el hecho de que la sostiene una historia bien armada, con un puñado de personajes memorables —empezando por el artista y su «mecenas» que la protagonizan—, y que la anima una estimable voluntad crítica (que en momentos es de feliz sorna) a cuyo influjo, en su momento, nadie que tuviera algo que ver con los submundos del arte contemporáneo pudo permanecer indiferente. Cabe conjeturar que lo mismo pasa ahora.

Publicado en el suplemento Primera Fila, de Mural, el viernes 28 de marzo de 2008.

Páginas

comentarios (1)
El fin
(La carretera, de Cormac McCarthy. Mondadori, 2007)

Es posible que haya tenido lugar el fin del mundo. O es posible que no, y eso es más espantoso. Un hombre y su hijo despiertan y emprenden la marcha rumbo al sur («Aquí era imposible sobrevivir un invierno más»). El padre, al amanecer del día infame en que los encuentra el novelista —el hallazgo al que acudimos por virtud de la imaginación de Cormac McCarthy, uno de los contadísimos clásicos vivos que hay, y antes que eso un autor invariablemente fascinante en la áspera, dificilísima belleza de su prosa—, busca algo en el horizonte devastado, algo que sea más que la nada. «Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo cómo la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Sólo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca».


Lo que pasa en la FIL...

(Guadalajara 2006, de Salvador Gutiérrez Solís. Berenice, 2007)

...no se queda en la FIL. La Feria Internacional del Libro de Guadalajara es causa de la existencia de un nuevo subgénero literario: el de las novelas que tienen por tema las peripecias de los escritores que acuden a la FIL. Les encanta venir, por lo visto, y luego verter sus impresiones, sus borracheras, sus encuentros y sus calenturas en páginas que, sí, podrán ser muy interesantes —para ellos, antes que nada—, pero cuya comprensión precisa del conocimiento previo de nombres y circunstancias en general que sólo están alcance de unos cuantos «iniciados». Este libro, cuyo título no puede ser más elocuente, reúne la participación de un buen puñado de integrantes de la delegación andaluza que paseó por tierras tapatías, en una imaginación que incluye un robo y un asesinato. Es muy divertido, parece. Para quienes salen en él.

Publicado en el suplemento Primera Fila, de Mural, el viernes 21 de marzo de 2008.

Un encuentro

comentarios (3)
Una de estas mañanas, pausas preciosas en el trajín diario obsequiadas por la súbita desertificación de la ciudad (¿a dónde se va toda la gente?), en un café, uno se dispone a leer un rato y a estar en santa paz. A los pocos minutos, inevitablemente, llega el camarada al que hace mucho que uno no ve. Claro: también él anda de ocioso, y sólo en estas treguas hay ocasión de coincidir en espacios a los que regularmente, tanto para uno como para el camarada, es difícil acercarse en otros tiempos que no sean los de estas mañanas soleadas y apacibles, perezosas y desquehaceradas. Qué gusto, claro: en realidad no importa que la lectura deba posponerse, pues de inmediato resulta preferible pasar un buen rato de conversación, entre otras cosas para ponerse al corriente sobre las peripecias tanto de uno como del otro en los años transcurridos, para actualizar (y hasta con datos de lo más escabrosos, que son los más sabrosos) la información sobre los amigos comunes y los conocidos, y para hacer memoria de la época en que la convivencia era cotidiana: es, como no queriendo, asistir a la refundación de una amistad, si bien ésta nunca ha sido disuelta ni cancelada —que otra cosa muy distinta es toparse con quien uno no quisiera no haber vuelto a ver jamás, pues si no brotan las desavenencias o los rencores, al menos no habrá modo de evitar la incomodidad.
Pasan las horas, y en ellas es posible recorrer una galería de personajes memorables, al tiempo que va desplegándose un serial desgobernado de anécdotas y noticias —estas últimas antecedidas invariablemente por la fórmula: «¿Supiste que...?»—, especulaciones y conjeturas acerca de quien sí, por lo visto, consiguió desaparecer definitivamente —«¿Y qué habrá sido de...?»—, rectificaciones y puntualizaciones sobre los hechos pasados y, desde luego, de una y otra parte, la revelación de verdades que habrían sido asombrosas en su momento, y que aún hoy siguen siéndolo, y quizás más, acaso por lo increíble que resulta no haberlas sabido entonces: «¿Y tú sabías que...?».
Pero el pasado no es inagotable, y tarde o temprano deja de surtir temas a la conversación: ya desde el principio se había insinuado el tiempo presente —«¿Y en qué andas ahora...?»—, y por fin se instala en la mesa y hay que hacerse cargo de él: es cuando hay que intercambiar nuevos números de teléfono, dar señas de lo inmediato, quizás empezar a quejarse un poco, presumir otro poquito también... (El camarada, recordando que uno escribe en el periódico, no se aguanta: «Oye, ¡escribe en tu columna algo sobre los emos!», y uno le asegura que sí, que ya verá, aunque no tiene maldita la gana de ocuparse del asunto: en realidad tenía en mente hacer una recordación, hoy, de Juárez, pero ya se ve en qué quedó ese propósito). Los últimos minutos parecen pasar más rápido, y al cabo uno de los dos ve el reloj, sugiere que ya es hora de despedirse, y viene el abrazo que sella el encuentro. Ninguno ha querido o ha podido hablar del futuro. Y seguramente es lo mejor.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 21 de marzo de 2008.

Páginas

comentarios (0)
Con buen viento
(Travesías, de Antonio Muñoz Molina. UNAM-DGE-Equilibrista, 2007)
Uno de los novelistas más solventes y perdurables del ámbito iberoamericano, Antonio Muñoz Molina es también una de las presencias más estimables en la prensa en español desde hace ya muchos años. En sus artículos no sólo se conjugan las cualidades que hacen a los mejores columnistas —la pertinencia, la astucia, la versatilidad, el entendimiento natural de las preocupaciones de sus lectores—, sino que además hay, invariablemente, ocasión para encontrarse con un espíritu crítico insobornable que sabe leer de modo inmejorable el tiempo en que le tocó vivir. Como dice Jorge F. Hernández en el prólogo a esta compilación, «Aquí está al óleo el mural de cuatro años de una vida en prosa, sensibilidad poética con erudición sin pedanterías, de un escritor ciudadano con conciencia, memoria sin amnesias, realidad de la ficción».


Contra (casi) todo
(Diatriba de la vida cotidiana, de Rafael Pérez Gay. Cal y Arena, 2001)

El amor, la ópera, los ecologistas, Pedro Infante, el psicoanálisis, el alcohol, el realismo, el futbol, la vida diaria... Como uno de los mejores espectadores del desastre (también, a veces, como uno de sus mejores causantes, todo hay que decirlo), Rafael Pérez Gay tiene bien identificadas las razones de sus más altas aversiones y de sus más bajos embelesos. De ahí que, para gran fortuna de sus lectores, que gozamos grandemente con su desesperación (Pérez Gay es uno de los cronistas más divertidos que hay), haya decidido inscribirse en la lista honorabilísima de autores —moralistas implacables a partir de esa decisión— que han practicado el género de la diatriba, «discurso o escrito agresivo y, en ocasiones, injurioso». Y de ahí que la emprenda contra los asuntos arriba listados, y contra otros que infaliblemente le dan oportunidad de descargar, por escrito, sus rabias y sus neuras más entrañables.

Publicado en el suplemento Primera Fila, de Mural, el viernes 14 de marzo de 2008.

La disyuntiva diaria

comentarios (5)
Como ciudadanos, como meros civiles que salimos a las calles y por ellas vamos de un lado a otro, en nuestras rutinas o en nuestros paseos, en la vivencia diaria de los espacios que nos ha tocado habitar, nos hallamos continuamente en la disyuntiva de adoptar una de dos posiciones para conducirnos con los demás: la urbanidad o la patanería. Si, por ejemplo, en el coche uno está esperando a que el semáforo cambie para arrancar, y una señora despistada se espera hasta el último momento para cruzar, hay dos posibilidades: aventarle la lámina y quizás pegarle un bocinazo para que se apresure (patanería), o esperar sin rabietas los cuatro o cinco segundos que le tomará llegar viva a la otra acera (urbanidad). La señora, evidentemente, ha tenido que hacer una elección antes: pudo ir más atenta a los tiempos del semáforo y, tras calcular que ya no alcanzaba a cruzar sin entorpecer el tráfico —y sin jugarse la vida—, esperar al siguiente alto (urbanidad), pero optó por lanzarse con descuido (patanería). De acuerdo: los peatones, por imprudentes que sean, siempre han de llevar preferencia. Pero la consideración a los demás, vayamos a pie o en coche, supone que ajustemos nuestros pasos y nuestros ritmos a la coreografía ideal que ordena la convivencia en las calles, y según la cual hay tiempos marcados para que pasemos y para que dejemos pasar a los otros. Tiempos y espacios, desde luego: quien atraviesa el coche sobre una banqueta, estorbando miserablemente, ha elegido ser patán, pues siempre pudo haber preferido —nomás que no le dio la gana— buscarle un lugar correcto, así tuviera que caminar un poco más. Etcétera.
Lo curioso es que resulta tan fácil escoger una actitud como otra. Con el tema de la basura, por ejemplo. El Ayuntamiento de Guadalajara tiene por estos días una campaña, con anuncios en la televisión y carteles en las paradas de autobús, en que se ve un carrito de basura siniestro, retacado, que vagamente recuerda la forma de una casa (unos colchones o unos cartones forman el techo). Se lee: «A nadie le gusta vivir en la basura». Pues claro que no —aunque el problema de las generalizaciones es que siempre brinca la excepción que las desarma: no faltará el marrano—: ¿por qué hace falta repetir esta obviedad? Tirar basura en la calle es una de las cosas más sencillas que hay, y a la vez es una de las cosas más fáciles de evitar. Basta con no tirarla. «Guadalajara es tu casa, cuídala, no tires basura», se sigue oyendo en el anuncio. Y no es que el recordatorio sea un disparate, ni mucho menos: lo asombroso es que haya necesidad de hacerlo: que, como ciudadanos seamos todavía incapaces de decidir corectamente por nuestra propia cuenta y según lo dicte nuestra buena educación (cosa más bien escasa), y que puestos en el dilema de arrojar nuestros desperdicios descaradamente o evitarlo y esperar hasta que demos con un bote, mayoritariamente nos inclinemos por la primera opción: la patanería.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 14 de marzo de 2008.




Puro humo (II)

comentarios (8)
Ya en serio. De acuerdo en que los fumadores nos apartemos de quienes han elegido no envenenarse. Pero, de seguir por esta vía de razonamiento, según la cual la única manera de posibilitar la convivencia armónica es la segregación, habría que considerar también el beneficio que los fumadores ganaríamos de contar con recursos legales para apartar, entre nosotros, a ciertos fumadores —los que, además de serlo, son meramente gente indeseable—: recursos que también valdrían para quienes están a salvo del vicio maldito, pues entre los no fumadores igual hay algunos, o muchos, insufribles. Echar fuera al nocivo, fume o no fume. Aunque, claro, la cosa no tendría fin: al ordenar la sociedad de modo que nadie tuviera por qué estar con nadie que no soporte, siempre habría razones para querer quedar más a salvo, a solas y en paz, hasta que no quedara nadie.
Ahora sí, ya en serio: de acuerdo en que los fumadores no tenemos derecho a perjudicar, y ni siquiera a molestar, a quien encuentra irritantes o dañinas nuestras humaredas, a quien no quiere que entren a sus pulmones o, sencillamente, a quien le repugna terminar, contra su voluntad, con la ropa o el pelo impregnados del tufo que esparcimos. La historia reciente demuestra que no hemos tenido demasiadas dificultades, los fumadores, para respetar ese derecho: aprendimos a abstenernos de fumar en teatros, en cines, en salones de clase; no faltará algún majadero, algún inconsciente, pero lo más seguro es que a ninguno de nosotros se nos ocurriría encender un cigarro en un hospital, y hace mucho que ni siquiera nos pasa por la cabeza hacerlo cuando empujamos el carrito del supermercado, porque además no está permitido, lo mismo que cuando esperamos en la fila del banco, o al ir en el transporte colectivo —si bien no es tan raro que un chofer de minibús quiera fumar y fume: al fin que están habituados a matar gente. Aunque los boletos de avión sigan especificando, todos, que nuestro asiento está en la sección de «No Smoking» (como si hubiera todavía una de «Smoking»), hace tanto tiempo que nos resignamos a no acompañar con un cigarro el trago y los cacahuates de un vuelo que ya ni nos acordamos de los días en que se podía fumar en las alturas. Aprendimos, algunos, a pedir permiso cuando estamos en casas ajenas, y si nos lo niegan entendemos y no hacemos berrinche. En los restaurantes que tienen áreas separadas vamos a donde se nos indica, y si no hay lugar para nosotros esperamos a que se desocupe uno. O nos aguantamos las ganas. ¿Hace falta, de verdad, que nos restrinjan todavía más los espacios? ¿Que nos expulsen incluso de los cafés y los bares que eran nuestros últimos refugios? Seguramente sería más justo, en vista de los progresos que los fumadores hemos probado haber hecho en el respeto a los demás, que los dueños de los lugares decidieran si nos admiten o no, y que todo ciudadano estuviera en posibilidades de elegir dónde se mete. Pero ya ni para qué quejarse.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 7 de marzo de 2008.




Páginas

comentarios (2)
Dice Sheridan...
(El encarguito, de Guillermo Sheridan. Trilce, 2006)


«La esperanza me cae gorda». Es el título de una de las piezas de este libro, pero también podría ser un lema para la vida. Lo es, por lo pronto, para la vida escrita de Guillermo Sheridan, seguramente el más filoso observador de la idiosincrasia del mexicano en nuestros tiempos: maestro delicadísimo en la alta labor de romper a patadas el lugar común y el malentendido, Sheridan es, con sus cuitas, sus rabias, sus impaciencias, sus sornas y sus inestimables alegrías (que también las tiene de vez en cuando: por aquí asoma de pronto su corazoncito), el surtidor de los mejores antídotos que hay contra el desastre: la risa y la verdad encuerada sobre nosotros mismos (que siempre termina dando risa). En este volumen, como ha hecho antes en otros, recoge —para nuestra fortuna— los ensayos y las crónicas que ha publicado en Letras Libres y Reforma.


La ensayista ejemplar
(Una habitación desordenada, de Vivian Abenshushan. UNAM-DGE-Equilibrista, 2007)

Sea que se ocupe del beatífico placer de rascarse la cabeza, del miedo a los insectos, de la multiplicación de las escaleras o de los parentescos entre la cama y la alberca, Vivian Abenshushan es, como ensayista, el mejor ejemplo de las virtudes que ella misma ha aventurado que debe reunir un buen practicante del género. Como se lee en la última entrada de este libro, «el buen ensayista convence, aunque sea por un momento, no por la veracidad de sus argumentos, sino por la agudeza de sus frases, la originalidad de sus hallazgos, el inquietante oleaje aforístico o la malicia de sus paradojas; en suma, esos juegos en los que no puede caer el filósofo sin caer el riesgo de ser tachado de falsario o charlatán». Y así es como procede Abenshushan: conducida en todo momento por una admirable voluntad de estilo y por una lucidez incontestable.

Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 7 de marzo de 2008.

«Yo sé algo que tú no sabes»

comentarios (1)
Sucede en una fracción de segundo. Entre los minutos 51 y 52 de No Direction Home, la apasionante historia firmada por Martin Scorsese y protagonizada por el recuerdo de Bob Dylan. Ha venido hablando, Dylan, del invierno de 1961, cuando contaba veinte años, apenas había dejado de ser Robert Zimmerman y podía afirmar que «ya estaba listo para Nueva York». Sus precursores, sus modelos, han ido desfilando por la pantalla: voces provenientes de una mitología remota, cantantes de country, de folk y de jazz apenas creíbles por las ajadas imágenes en blanco y negro que los muestran, y porque va volviéndose evidente su influjo en las canciones de Dylan que cruzan el relato: Hank Williams, Johnny Ray, Odetta. Y, sobre todo, Woody Guthrie, de quien el autor de «Blowin’ in The Wind» asegura: «Podías escuchar sus canciones y aprender cómo vivir».
Entonces ocurre el prodigio. Dylan a cuadro, con las arrugas y las canas de sus 64 años, seguramente dirigiéndose a Scorsese (que ha de estar delante de él, preguntándole), precisa lo que buscaba aquel muchacho de veinte años: «Todos estos grandes cantantes, como los que yo quería ser, tenían algo en común. Estaba en sus ojos. Había algo en sus ojos que decía: "Yo sé algo que tú no sabes". Y yo quería ser ese tipo de cantante». Justo en el momento en que pronuncia esas palabras, en la mirada de Dylan es posible advertir —con un estremecimiento inevitable, con sobrecogimiento— que él, como nadie, sabe algo que nosotros jamás podremos saber. Y acaso haya indicios en su voz, en sus canciones. Pero está en sus ojos. Es una fuerza de la naturaleza. O es, sencillamente, sobrenatural.

Publicado en el suplemento Primera Fila, de Mural, el viernes 29 de enero de 2008.

Carta a Carlos Slim

comentarios (5)
(Inspirado por el ejemplo de Guillermo Sheridan, que una vez dirigió una conmovedora carta al magnate mexicano —y con toda razón, porque a él es a quien hay que pedirle las cosas, porque él es quien manda en México, y no los legisladores, no Felipe Calderón, no ningún impresentable «representante» popular ni ningún otro mamarracho de ésos—, externo aquí mi desesperación y mi cuita).

Querido (es un decir) ingeniero Slim:

Le escribo por lo que me acaba de pasar en uno de los establecimientos donde, día a día, millones de mexicanos contribuimos con nuestros pesitos a engordar la cartera que a Usted —con toda justicia, eso nadie lo va a discutir— le permite ostentarse como el hombre más rico del mundo. Es cierto, permítame empezar con una digresión, que podrá no parecer mucho lo que yo aporto a la obesidad de esa cartera: trece pesos con cincuenta centavos cada noche (los viernes es mucho más, porque ceno, y cenan también los amigos con quienes me encuentro aquí), y eso sin contar con los siete que puntualmente dejo, también cada noche, como propinas para las empleadas suyas que cordialmente me atienden; pero, si sacamos cuentas (no quería yo entrar tan pronto a esos temas poco elegantes, pero ni modo), póngale que dejo en su negocio, el Sanborn's Café de las avenidas Vallarta y Tepic, en Guadalajara, un promedio de $180.00 pesos a la semana, por lo bajito. Al mes hacen $720.00, y al año $8,640.00. Le digo esto por lo que a continuación voy a decirle: he acudido a este café desde hace, por lo menos, doce años. O sea que me he puesto para su causa con $103,860.00. Por lo menos. Y eso sin contar lo que le pago por todo lo demás que Usted me vende todos los días —que no lo voy a enlistar aquí, porque se me acaba el resuello y capaz que hasta se me disipa, por puro agotamiento, el coraje que traigo hoy.
Como le digo, tengo doce años viniendo aquí. Casi cada noche, como una costumbre que se explica por tres sencillas razones: una, que vivo a dos calles; otra, que aquí suelo estar en paz (no se ofenda, pero a los Sanborn's viene únicamente la gente que no tiene más remedio, y eso a mí me libra de encontar a conocidos que tienen mejores opciones que yo), y a toda hora, pues es de esos locales que funcionan día y noche; y tercera, que siempre me habían tratado bien y me dejaban estar.
Hasta hoy. Hoy, ingeniero Slim, llegué y una de las meseras («vendedoras», pues: ya sé que así se les dice aquí, como si llamándolas con ese eufemismo consiguieran sus políticas laborales atenuar el sostenido bochorno que debe representar para ellas ganarse la vida vestidas de piñatas) me advirtió que no podría instalarme en mi lugar habitual de la barra. ¿La razón? Las estúpidas disposiciones que, en contra de la presencia de los fumadores (que yo lo soy, y en buena media también gracias a Usted, que me vende los cigarros), han puesto en práctica ya en su cadena. Me enviaron a un rincón lóbrego y apartado, como entiendo que se hará en adelante con quienes persistimos en fumar, y hasta ahora (llevo unas dos horas aquí, y desde aquí mismo le escribo, gracias al servicio de Prodigy que Usted también me vende), todo el personal del lugar ha pasado a darme —no sin sorna indisimulada en un par de casos— muestras de compasión o de solidaridad.
Doce años, ingeniero. No es una exageración patética (o bueno, sí es patética, pero no exageración) si le digo que aquí han tenido lugar algunos acontecimientos centrales de mi vida. No voy a entrar a en detalles, porque a Usted qué le importan, pero créame que tengo razones para sentir un gran cariño por este café. Y no dejo de sentirme, a veces, perplejo por ese cariño: el lugar ni es bonito, ni es demasiado apacible, ni es barato, ni muy higiénico (óigame: una vez le sirvieron a un cliente unos tecolotes ¡con vidrios!)... No es que lo critique, pero bien podrían hacerse algunas mejoras. Pero no es ése mi punto. Mi punto es que, en nombre de la legislación más odiosa que ha tenido lugar en los últimos años en México (una ley, la de la supuesta protección a los no fumadores, por la cual el Estado nos trata a los ciudadanos como débiles mentales), en su negocio no han sabido ponderar el respeto a los clientes fieles como yo, y sin pensarlo mucho nos han hecho pagar un castigo que, sinceramente, no nos merecemos. Vea: el local, según yo, bien podría organizarse de manera que los viciosos y los virtuosos del aire puro convivamos sin estorbarnos. Sólo que lo han hecho a lo Borras y sin tomar en cuenta nuestra opinión. Es más: ojalá un día se diera Usted una vueltita por aquí, para que comprendiera que la solución podría ser otra. Y lo que yo digo es: ¿me quieren correr? Porque es lo que parece. Se lo pregunto a Usted.
Estoy entre deprimido y francamente encabronado, ingeniero, así que discúlpeme si me interrumpo en este momento. Sólo espero que le piense tantito, y vea cómo podremos arreglarnos. Porque hay una cosa que se llama lealtad, y eso es algo que sus empleados no han parecido tomar en cuenta esta noche —esta noche triste, le digo, ¡en que además es mi cumpleaños!, y en que yo llegué con la ilusión de todos los días: la ilusión de tomar mi café y fumar un rato en mi lugar de la barra, como he hecho tanto tiempo.
¿Me dice qué se le ocurre?