El tejedor de pesadillas

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Ed Tom Bell, sheriff de un desvencijado rincón del sur de Estados Unidos, va cayendo en la cuenta de que su tarea hace mucho que dejó de ser el combate al crimen. Está ante algo peor. Inimaginablemente peor. Una matanza entre narcotraficantes, un maletín con dos millones de dólares extraviado, una mujer que ha debido huir, inútilmente, no sabe de qué (pero en su momento lo sabrá). Y el sheriff Bell, ya cerca de la jubilación, constata de qué poco le sirve vivir cuanto ha vivido (sus días en la Segunda Guerra Mundial, la historia de sus ancestros, la confianza que por décadas le han brindado los habitantes de su condado eligiéndolo y pagándole para que los cuide). Entiende cada vez menos. O lo que entiende prefiere callárselo, pues es demasiado terrible. A lo sumo, deja entrever que lo que enfrenta es el Mal en su estado más puro. Mientras, Anton Chigurh, un asesino o una fuerza de la naturaleza, recorre alguna carretera, y en el asiento del copiloto lleva un tanque de aire comprimido y una pistola para matar reses.
Ojalá fuera una pesadilla: es una novela. Gracias al cine (los hermanos Ethan y Joel Coen la han llevado hace poco a la pantalla), posiblemente estará por ser la más célebre de su autor, Cormac McCarthy. Pero, más allá de esa celebridad, No es país para viejos es también uno de los mejores accesos a la obra de uno de los escasísimos clásicos en vida que es posible encontrar en la actualidad: por el estremecimiento y el desasosiego incesante que promueve su prosa seca, inapelable (una voz áspera, pero inolvidable), porque uno puede despertar a media noche con el presentimiento angustioso de lo que ocurrirá a continuación —e ir, enseguida, a la página en que quedó la lectura para comprobar que lo que está por ocurrir es cada vez peor—, es uno de esos libros decisivos con cuyos personajes pasaremos la vida midiéndonos (como puede pasar con los personajes de Melville o con los de Dostoievsky). Y no es la única vez que McCarthy lo consigue.
Es poco lo que se sabe sobre este novelista. Pero es suficiente. Porque ha sido reacio a las intrusiones en su intimidad (apenas el año pasado concedió su primera entrevista en televisión, nada menos que a Oprah Winfrey), las semblanzas suyas suelen ser escuetas: nació en Rhode Island, en 1933. A los 32 años publicó su primera novela, The Orchard Keeper, que había escrito mientras trabajaba en una tienda de refacciones para autos y luego de haber servido cuatro años en la Fuerza Aérea de su país. Su editor fue el mismo de William Faulkner. Pero antes de que ese libro viera la luz se marchó a Ibiza, de donde regresaría al cabo de cuatro años. Pronto comenzaron a llegar los premios y las becas, y también el éxito editorial para las historias sórdidas y a menudo escalofriantes de Hijo de Dios (la salvaje epopeya de un fugitivo acusado de violación) o Meridiano de sangre, novela que gira en torno al abominable y fascinante juez Holden, un gigante albino y calvo del que el crítico Harold Bloom ha dicho que es la figura más terrorífica de toda la literatura estadounidense (un «malvado digno de Shakespeare», añade). Con Todos los hermosos caballos, McCarthy recibió el National Book Award, y el Premio Pulitzer con La carretera, su título más reciente, que consigna el destino de un hombre y su hijo en un mundo desolado por el apocalipsis.
En las novelas de Cormac McCarthy, armadas siempre con las vidas de hombres y mujeres en el extremo de toda experiencia, cuando toda certeza es inservible (en un universo baldío y cruel, que por lo general se corresponde con la frontera entre Estados Unidos y México), lo que sucede es invariablemente atroz. Pero, también —y ésta es la maravilla—, en la conmoción que suscitan hay siempre un fondo de áspera, dificilísima e incomparable belleza.

Publicado en Magis.




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En el caos
(El hombre del salto, de Don DeLillo. Seix Barral, 2007)

Es posible que la mejor literatura sea la que surge en tiempos de guerra —o en la devastación que sigue, o en la perplejidad infinita que propicia el caos. Y, seguramente, tal literatura es acaso lo único que ayude a entender qué se ha vuelto el mundo luego de haber volado en pedazos. Esta novela se inscribe en la tradición —la nueva literatura de guerra, cuyos frutos van madurando a nuestra vista— nacida el 11 de septiembre de 2001. DeLillo explica así su origen: «...la imagen era un hombre caminando entre una nube de humo, de polvo y ceniza. Por algún motivo era importante que llevara en la mano un maletín... Lo siguiente que comprendí fue que el maletín que ese hombre llevaba en la mano no era suyo. Y eso planteaba un misterio que yo tenía que resolver escribiendo. Así que empecé a escribir».


Un «juguete»
(Fricción, de Eloy Urroz. Alfaguara, 2008)

«Ésta es mi novela procaz, mi novela lúdica e irreverente», ha dicho Eloy Urroz de Fricción, palabras más, palabras menos, en diferentes oportunidades. También que con ella ha querido anotarse en la fila donde están formados Rabelais, Cervantes, Joyce o el Fernando del Paso de Palinuro de México. Además, que es «estrafalaria, carnavalesca, escatológica y con mucha comicidad». Y que por eso están metidos Pancho Villa o Sergio Pitol, Karl Popper, Empédocles o José Donoso. Etcétera. Ah, y que es «un juguete para adultos que invita al lector a participar de un juego virtual» (el lector, por ejemplo, es uno de los personajes). Y también: «abordo la forma en que amamos, odiamos, alucinamos, detestamos, nos enojamos, pero no desde una moralina. Destesto las novelas edificantes, me burlo del libro de superación personal». ¿Quién se anima?

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 25 de abril de 2008.

El berrinche

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Se ve, en efecto, un brillito de baba en la boca del bocafloja. Como de esa baba en que se empantanan las palabras, y que sabe asomar después de varios tequilas (Foto: Mural).

Buenas noticias para nosotros, los «poquitos» (según el Gobernador González, «Emilio» que le digan sus amigotes de cantina) que hemos visto con recelo, disgusto o indignación la forma en que despilfarra el erario, parándose el cuello con un dinero que no es suyo. Buenas noticias: al decir, con la patanería que lo caracteriza, que cuanto podamos decir al respecto le vale madre, González en realidad está demostrando todo lo contrario. Es más: lo tiene alarmadísimo la reacción que ha desatado con sus disparates autoritarios, y es por ello que ahora adopta este tono bravucón y soez. La próxima vez que toque el tema —y lo va a hacer, seguro, porque además le gustan las provocaciones y, en su arrogancia, sabe sentirse muy sabroso cuando hace algo que sabe que no debería hacer, como declararse juarista a los pies de un cuadro de la Virgen de Guadalupe—, cuando vuelva a referirse desdeñosamente al parecer de los jaliscienses que nos oponemos a su proceder, va a chillar. ¡Ya cayó en el berrinche!
No tiene desperdicio la nota publicada ayer por Mural, que da cuenta de los exabruptos de González durante la celebración del Banquete del Hambre: «...traigo aquí un pinche papelito que dice “Gobierno de Jalisco, Secretaría de Finanzas”, Óscar (García Manzano) ¿dónde andas? Hasta que, cabrón, hiciste algo bueno por Jalisco, Martín Hernández: felicidades, chingado, nunca falta. Éste es un cuete, no me importa, me cae, don Juan (Sandoval Íñiguez), absuélvame desde allá». Independientemente del desarreglo verbal de González —en consonancia, parece, con la imagen suya que se ve en la foto: los ojos enrojecidos, la mirada vidriosa, la boca colgada en la dificultad de articular palabras—, y también haciendo a un lado el hecho de que este discurso recuerde tan vivamente aquella conversación telefónica que le dio celebridad imperecedera al Góber Precioso, el poblano Mario Marín, el caso es que González, acorralado como está por la reprobación de sus gobernados, ya únicamente ve la salida en el insulto y la pataleta. «Yo sé lo que se tiene que hacer en Jalisco... ¿saben qué?, la gente votó por mí... ». Snif, snif. (Hay que ir, por favor, a escuchar el audio del discurso en mural.com: nomás faltó que gritara: «¡Mesero! ¡Otras!»).

González, que no ha entendido nada, ya está gritando y desesperándose. No ha entendido que no está donde está para hacer caridad; no ha entendido que debe trabajar por propiciar la concordia y el buen entendimiento entre sus gobernados. Y el escándalo no tiene que ver con lo que salga de su boquita, que ya conocemos lo fina que puede ser: es, más bien, la amenaza de que gobierne con el hígado rabioso que se carga. «Digan lo que quieran», remató —y sí, de eso no va a librarse: seguiremos diciendo lo que nos venga en gana—, para luego agregar esta joya de hipocresía: «perdón, señor Cardenal, chinguen a su madre». Qué susceptible nos salió este pobre tipito, que tan pronto se quebró. ¿No será emo?

(Véase
cómo le entra Guillermo Sheridan al tema. Está bien hermoso).


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 25 de abril de 2008.




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El inagotable
(Sauce ciego, mujer dormida, de Haruki Murakami. Tusquets, 2008)

Fantasmas, animales que hablan, pérdidas irremediables —pero también las fugaces recuperaciones de los amores extraviados—, jazz, cocina, suicidios, mujeres intocables, las preguntas cuya respuesta conducirá a una insondable e interminable melancolía... ¿Por qué Murakami es un escritor fascinante, si sus obesiones difícilmente exceden este puñado, y además están presentes en todos sus libros? Acaso la clave esté en lo que ha dicho Rodrigo Fresán de él: «Murakami es uno de esos contados escritores que, si bien han seducido a millones, siempre parecen estar dirigiéndose única y exclusivamente a quien en ese momento los lee y experimenta la extraña nostalgia de algo
que no se vivió pero, de pronto, se recuerda...». Veinticuatro relatos, cada uno inolvidable —pese a que sean siempre lo mismo.


Viaje a la memoria

(El mundo, de Juan José Millás. Planeta, 22007)

Juan José Millás, habituado como está a arreglárselas para dar testimonio de las vidas ajenas —sobre todo en el estimable ejercicio del periodismo que lleva a cabo desde hace años, vuelto la sombra de alguien más—, ahora, en esta novela que le ganó el Premio Planeta el año pasado, ha tenido que disponer de su propia vida como materia prima para la invención. O es lo que se infiere de la explicación según la cual, al disponerse a escribir un reportaje sobre sí mismo, se vio de pronto «arrollado» por la novela que ya estaba sucediéndole. Es el tema del paraíso perdido, del descubrimiento del mundo, pero también es la entrañable expedición a la memoria íntima que, como a cualquiera de nosotros, nos define y nos explica. Para bien y para mal.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 18 de abril de 2008.




¿Día del Libro?

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Que sea como es no significa que sea natural, ni mucho menos justificable. Pero así es: un libro, en México, es una cosa más bien incomprensible, fuera de lugar, tenida a menudo por inútil o prescindible; a veces, incluso, parece una presencia enemiga, un estorbo, un desperdicio de dinero o de tiempo, una rareza propia de gente ociosa o desviada: gente sobre la que sumariamente se conjetura que lee porque no tiene nada mejor qué hacer o no sabe cómo pasar mejor sus horas, porque prefiere omitirse de la famosa realidad, porque algo traerá en la cabeza que la vuelve poco digna de confianza. Leen —es lo que se entiende— quienes no hallan su sitio entre los demás, y por tanto están solos en sus agruras y sus disparates, rumiando —¿para qué?— los desvaríos en que dejan ir su imaginación y su inteligencia. Y son pocos, y nunca queda claro qué ganan —lo más seguro es que nada: apenas algún sucedáneo de la vida verdadera con el que eluden irresponsablemente deberes como el de ser productivos y felices—, ni por qué se empecinan en el apartamiento que, afirman y aseguran, les depara placeres y hallazgos, evidentemente inexplicables y absurdos a la vista de quien no lee.
Los libros, en México, en el mejor de los casos son un mal necesario, por lo general debido a las exigencias de la educación formal (el desembolso que deben hacer los padres para surtir a sus retoños con los títulos que necesitan llevar a la escuela, o el derroche que hacemos todos los contribuyentes para que la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos reparta los volúmenes —177 millones para el ciclo escolar 2008-2009, nomás— que, al fin, saldrán de las mochilas de los infantes para ser depositados en el olvido y en la nada: ¿cuántos mexicanos guardan todos los libros que les fueron así obsequiados?). Cuando hay que comprar alguno, porque a algún maestro se le metió que hay que leerlo, es con sacrificios y de malas: una medida extrema a la que se llega cuando ya no puede evitarse —cuando nadie lo tiene para pedírselo prestado, pongamos. Y los libros también pueden ser trofeos de la culpa y de la vergüenza, cuando se tolera conservarlos a condición de que no pierdan su carácter de adornos (los tomos de una enciclopedia en la sala, por ejemplo), y por lo general no se sabe qué hacer con ellos. Leerlos no, por supuesto. En todo caso, es más tranquilizador pensar que están en las librerías y en las bibliotecas, lugares tediosos a los que no habría por qué asomarse jamás.
Casi todo es preferible a quedar a solas con un libro. La pachanga, el cine, la tele, claro. Las actividades al aire libre. Pero incluso las horas extras de trabajo, las compañías más amargas, las tareas ingratas, y si hay que pasar la vida en salas de espera o en el transporte colectivo, así haya un libro en las inmediaciones es más tentador fijar la vista en el vacío y concentrarse en bostezar. Etcétera. Y lo peor es que todo esto tiene explicación: la miseria y la ignorancia, mismas que garantizan que las cosas seguirán así por mucho tiempo más.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 18 de abril de 2008.

180 segundos

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El 10 de diciembre de 1990, en el banquete ofrecido por los reyes de Suecia a los ganadores del Premio Nobel, Octavio Paz pronunció el brindis, como es tradición que haga el escritor del grupo en esas celebraciones. La versión al inglés de ese discurso, que puede encontrarse en el sitio web de la Fundación Nobel, curiosamente tiene un arranque distinto del que puede leerse en la transcripción publicada en su momento por la revista Vuelta: según la primera, el autor de El arco y la lira abrió diciendo: «Seré breve; pero, dado que el tiempo es elástico, me temo que ustedes van a escucharme por ciento ochenta muy largos segundos». El texto de Vuelta, en cambio, reza así: «Agradezco profundamente, aunque no sin temor, que se me haya confiado la difícil tarea de hablar esta noche ante ustedes. Procuraré ser conciso y no malgastar en vanos circunloquios estos preciosos minutos». Por lo demás, y salvo algunas rarezas de la puntuación, la traducción de nobelprize.org es fiel al texto en español (cómo saber si al original: haría falta consultar el manuscrito, y es bonito imaginar que esté en la servilleta que Paz tuvo a la mano, o en la nota de la tintorería que felizmente se encontró en el frac, cuando los ganadores de Física, de Química, de Economía y de Medicina, antes de que llegaran los reyes, seguramente lo montonearon para decirle: «Ándale, tú eres el poeta, ¡habla tú!»).
La discrepancia entre las dos versiones acaso sea más que anecdótica. Por un lado, es de suponerse que la publicada por Vuelta debió tener el visto bueno de Paz, quien —si los suecos que mantienen el sitio web sólo se quedaron con la servilleta original, y es la que tradujeron— pudo meterle mano en el último momento, antes de enviarla a la imprenta, prefiriendo ese circunloquio inaugural con el que anunciaba que no malgastaría el tiempo en circunloquios. ¿Por qué, de haber sido así, no lo dejó como estaba? La «amenaza» de los ciento ochenta «muy largos segundos» quizás le pareció una broma fuera de lugar. O tal vez detectó, ya que había dicho lo que dijo, que sus palabras pudieron haber sonado a una sentencia más bien improcedente en el ambiente palaciego: «...ustedes van a escucharme», y se amuelan. Pero también cabe la posibilidad de que las cosas hayan sido al revés: antes de hacer las maletas para viajar a Estocolmo, Paz turnó su brindis a la redacción de su revista (el número en que apareció es de enero de 1991), y llegando allá decidió retocar el texto y meter el chiste de los tres minutos —«preciosos» en cualquier caso, y bien que los aprovechó: el brindis es una hermosa exhortación a la defensa de la naturaleza por la vía de la fraternidad.
Están por cumplirse diez años de la muerte de Paz, y su ausencia se agranda en la medida en que nadie tiene, ni tendrá en mucho tiempo, la estatura y la claridad de su pensamiento. Pero, para nuestra fortuna, podemos seguir leyéndolo y reencontrándonos con él. Aunque sea por ciento ochenta segundos de vez en vez.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 11 de abril de 2008.




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Lo feo
(Historia de la fealdad, de Umberto Eco. Lumen, 2007)

Aunque podría pensarse que la historia de la fealdad tendría que ser un espejo de la historia de la belleza, y que en consecuencia cada hito de la segunda sería susceptible de ser desmentido o reventado por la segunda, Eco advierte que en realidad ambos relatos están muy lejos de correr paralelos, y ello a partir de las reacciones que la belleza y la fealdad pueden
suscitar en los encuentros con ellas. Tras preguntarse hasta qué punto tenían razón las brujas de Macbeth al gritar «Lo bello es feo y lo feo es bello», empieza el recorrido. Y no puede ser más fascinante, con una selección de espléndidos cromos y una formidable antología de pasajes de la historia, la literatura, la filosofía y la ciencia. Hay que tener cuidado cada que se da vuelta a la página: las impresiones de lo feo pueden ser las más duraderas.

Lo arduo

(Ulises, de James Joyce. Planeta, 2005)

Ésta es la primera traducción que se hizo al español. En 1945, más de 22 años después de la aparición del original. Tendrían que pasar más de 30 para que llegara una segunda, la de José María Valverde (acaso la más legible, si ello puede decirse en algún momento de este libro). Salas Subirats, el traductor, acometió la empresa a conciencia, y concluyó: «Afortunadamente, Ulises no es, como se ha afirmado, ningún engendro monstruoso. Tal idea, que ha circulado en las más variadas formas, ya sea como crítica negativa, ya sea como elogio desviado, ha servido para crear alrededor del libro ese ambiente de expectativa —que va desde la prevención pusilánime hasta el interés enfermizo—que le ha conferido títulos de intraducible». Ojo: Borges, al reseñar esta traducción, observó que Salas Subirats más bien fracasó.

La sordera

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Acostumbradas como están a defender sus ocurrencias y ofuscaciones con patrañas y borucas (bonita palabra, «boruca»: al definirla en su primera acepción, el Diccionario de la Real Academia informa que viene de la voz vasca «buruka», que significa «lucha», «topetazo», y justamente son topetazos los que éstos están dándose todo el tiempo), los funcionarios de la actual administración jalisciense, ahora en voz del displicente Fernando Guzmán Pérez Peláez, ven con extrañeza y hasta con un punto de santa indignación que se cuestione la decisión de obsequiar la pingüe limosna (otra palabrita, «pingüe»: adjetivo que significa «craso, gordo, mantecoso»; está buenísimo para apodo) para el templo horrendo de los cristeros. «No se gobierna con encuestas», enfatizó el secretario general de Gobierno, al preguntársele su parecer sobre una que le ponía números al coraje de la gente. Habría que recordarle, a Guzmán, que es precisamente gracias a una encuesta que él y sus secuaces tienen la chamba que tienen, empezando por el Gobernador González («Emilio» que le digan Guzmán y compañía; por cierto, ¿nadie de sus cuates ha sido bueno para hacerle ver, ya que tanto le importa su imagen, que sin barbas se ve más cachetón?): esa encuesta se llama elección, y ¡ay de nosotros!, fueron los resultados que arrojó los que, para nuestra desdicha, determinaron que fueran ellos quienes estuvieran en las posiciones en que están.
No hay que ser un genio para imaginar que, al momento de ir a las urnas, cada boleta es un cuestionario donde se pregunta quién parece el mejor, el más capaz o el más simpático: el preferible, en todo caso, por las razones que cada quien tenga (fueron legión, en su momento, las señoras que votaron por Alberto Cárdenas porque se les hacía el más guapo: así de podrido está el mundo). O, como suele suceder en las elecciones de la supuesta democracia mexicana, quién es el menos impresentable, el menos imbécil, el menos canalla, etcétera. Se escoge una respuesta —o el equivalente al «No sabe/No contestó», la anulación del voto— y es justamente con la cuenta final, aunque a Guzmán le parezca una frivolidad, con lo que se gobierna. «Creo que cuando se toman las decisiones nada más por encuestas», siguió diciendo este sujetito, empleado nuestro porque —¡ay otra vez!— así lo decidió la mayoría de los votantes jaliscienses al responder que su jefe parecía el menos malo, «quizás no sean las más convenientes». Y ahí sí hay que darle la razón: ya se ve cómo la decisión que los favoreció fue un error imperdonable.
¿Va a echarse para atrás, el Gobernador González, luego de las reacciones que ha suscitado su arrebato caritativo? No, y no sólo porque no le da la gana, ni porque no haya manera de obligarlo, sino porque está muy lejos de suponer que se equivocó. El tonto más pernicioso es el que ignora que es tonto. O no: el que, además de eso, se complace en su ignorancia y en su sordera y tiene el campo despejado para seguir haciendo lo que le parece que está bien.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 4 de abril de 2008.