El recibo telefónico debería incluir una compensación por las horas-hombre que uno pierde respondiendo llamadas indeseables. No las que uno, de un modo u otro, se busca: una cosa es cometer la imprudencia de pasarle nuestro número al impertinente que se adjudicará el derecho de marcarlo cada que le dé la gana (el infaltable ocioso que nos llamará con cualquier motivo, a cualquier hora, y que sin el menor recato dispondrá de nuestro tiempo tanto como quiera por el solo hecho de que tácitamente le hemos brindado un salvoconducto irrevocable), y otra muy distinta vernos obligados a escuchar el saludo y la oferta —porque generalmente son ofertas— de una persona que jamás hemos visto y que, sin embargo, se ha enterado de que existimos y de que, además, tenemos teléfono.
Los bancos, seguramente, son los que más fastidian. Es cierto que a veces pueden tener razón: un deudor moroso quizás se haya ganado el hostigamiento, aunque es difícil pensar que alguien entrenado en postergar el cumplimiento de sus obligaciones reaccione y recapacite ante el acoso telefónico que sigue a los recordatorios por vía postal: ¿de verdad creen los bancos que uno, tras recibir la llamada oprobiosa, cuelga y sale corriendo a pagar? Pero cuando uno tiene la conciencia en paz —y, por lo visto, es precisamente gracias a eso— la persecución se intensifica: «Buenas tardes, mi nombre es Ruperto Machucho y le estoy llamando del Banco del Terregal...» (aquí es donde uno debería colgar, pero una incapacidad atávica lo impide: la maldita curiosidad de saber qué diablos se propondrá Ruperto: ¿nos irá a decir que nuestros ahorros se incrementaron milagrosamente?). «El propósito de mi llamada es informarle que, en vista de su excelente historial crediticio...». A velocidad admirable, sin pausas que permitan intercalar una pregunta, Ruperto se lanza a exponer las ventajas de un seguro que deberíamos contratar, de un préstamo que deberíamos pedir, de cualquier transacción inimaginablemente ventajosa, y antes de que nos demos cuenta ya está pidiéndonos informes: cuánto ganamos, si vivimos en casa rentada o propia, etcétera. El principio del sistema, que usan también esas misteriosas entidades que venden «tiempos compartidos», los encuestadores o las tiendas departamentales (los políticos que quieren nuestro voto nomás nos sueltan una grabación) es simple: no dar pie a ninguna interrupción.
Por eso, lo mejor es estar alertas e imponerse (al fin que es gente que ni conocemos), y hacer como Jerry Seinfeld: recibe una llamada de alguien que le ofrece algo. «Perdona», lo interumpe, «ahora estoy ocupado, pero dame el teléfono de tu casa y te llamo después». El inoportuno se desconcierta. Jerry se extraña: «¿Cómo? ¿No te puedo llamar a tu casa? Bueno, pues ahora sabes cómo me siento». Y cuelga. Eso hay que hacer. Colgarle a Ruperto apenas se presente.
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Los bancos, seguramente, son los que más fastidian. Es cierto que a veces pueden tener razón: un deudor moroso quizás se haya ganado el hostigamiento, aunque es difícil pensar que alguien entrenado en postergar el cumplimiento de sus obligaciones reaccione y recapacite ante el acoso telefónico que sigue a los recordatorios por vía postal: ¿de verdad creen los bancos que uno, tras recibir la llamada oprobiosa, cuelga y sale corriendo a pagar? Pero cuando uno tiene la conciencia en paz —y, por lo visto, es precisamente gracias a eso— la persecución se intensifica: «Buenas tardes, mi nombre es Ruperto Machucho y le estoy llamando del Banco del Terregal...» (aquí es donde uno debería colgar, pero una incapacidad atávica lo impide: la maldita curiosidad de saber qué diablos se propondrá Ruperto: ¿nos irá a decir que nuestros ahorros se incrementaron milagrosamente?). «El propósito de mi llamada es informarle que, en vista de su excelente historial crediticio...». A velocidad admirable, sin pausas que permitan intercalar una pregunta, Ruperto se lanza a exponer las ventajas de un seguro que deberíamos contratar, de un préstamo que deberíamos pedir, de cualquier transacción inimaginablemente ventajosa, y antes de que nos demos cuenta ya está pidiéndonos informes: cuánto ganamos, si vivimos en casa rentada o propia, etcétera. El principio del sistema, que usan también esas misteriosas entidades que venden «tiempos compartidos», los encuestadores o las tiendas departamentales (los políticos que quieren nuestro voto nomás nos sueltan una grabación) es simple: no dar pie a ninguna interrupción.
Por eso, lo mejor es estar alertas e imponerse (al fin que es gente que ni conocemos), y hacer como Jerry Seinfeld: recibe una llamada de alguien que le ofrece algo. «Perdona», lo interumpe, «ahora estoy ocupado, pero dame el teléfono de tu casa y te llamo después». El inoportuno se desconcierta. Jerry se extraña: «¿Cómo? ¿No te puedo llamar a tu casa? Bueno, pues ahora sabes cómo me siento». Y cuelga. Eso hay que hacer. Colgarle a Ruperto apenas se presente.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 2 de febrero de 2007.
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