Siempre conviene ampararse en los ilustres cuando se está a punto de declarar lo que inevitablemente será tomado como una insensatez. Es posible que así se amortigüen el desprecio y el reproche que vendrán tras la declaración, o que al menos se consiga dar la impresión de que el tema está bien pensado y no es un arrebato o una mera provocación. Así, aunque lo que estoy por decir —ya lo he comprobado cuando lo he dicho en otras ocasiones— automáticamente levanta reacciones que van de la indignación al impulso redentor (del «¡No puede ser!» al «No sabes lo que te estás perdiendo»), quiero dejar claro que es una convicción que he considerado detenidamente a lo largo de toda mi vida; además, sólo por la furia de la oposición que espero —y que ya he encontrado— veo necesario argumentar a propósito de tal convicción, cuando en realidad me parece tan natural y tan comprensible como para que el género humano la adoptara de inmediato sin más razón... que la razón.
Adolfo Bioy Casares encontraba ridículo que la gente ofreciera como los rasgos más distinguidos de su personalidad y de su conducta las «extravagancias» más insignificantes —simples manías carentes de todo interés salvo para el individuo que las ostenta. Tomar el café sin azúcar, por ejemplo, o llevar siempre las monedas en el bolsillo izquierdo del pantalón. Quienes se jactan de cosas así, queriendo por ellas parecer únicos e inimitables (el que anuncia al mundo que todos los días desayuna yogur, el que pregona sus predilecciones políticas sin que se las pregunten —como si importaran—, el que juzga sus rutinas como hábitos saludables y ejemplares para toda la sociedad), están lejos de enterarse de que carecen en absoluto de originalidad, y sin embargo se obstinan en hacer alarde de los gestos por los que la buscan desesperadamente. Así, cuando nos encontramos a alguien que sostenga una opinión chocante o por lo menos inusual, lo más probable es que se sienta orgulloso de ella y que ante todo le importe mostrarla antes que defenderla: confía en el desconcierto que causará y se dará por satisfecho con la incomodidad que ocasione. Pero tan pronto como se le demuestre que tal opinión dista de ser sólo suya la abandonará para buscarse otra, a su parecer más «rara».
Teniendo presente la mirada vigilante de Bioy Casares, entonces, no me preocupa si la opinión que yo tengo es poco popular (aunque sé que por desgracia lo es), y no la sostengo sólo por querer molestar o sorprender a nadie. Ahora bien: por tenerla, es cierto, he de enfrentar continuamente el problema de la singularidad, y para ello me amparo en el segundo de los ilustres que malamente hago comparecer ahora que estoy por declararla: en su novela La mancha humana, Philip Roth consigna el momento decisivo en que un hombre sabe que quiere y puede estar solo: «No puedes permitir que los grandes te impongan su intolerancia, del mismo modo que no puedes permitir que los pequeños se conviertan en un nosotros y te impongan su ética». Y así, ante la intolerancia, pero sin querer formar un club, lo que he de decir es sencillamente esto: no sé para qué existen los perros. Jamás he entendido cómo alguien es capaz no sólo de tolerarlos, sino incluso de amarlos y cuidarlos y hacerse acompañar de ellos. A mi juicio, no deberían existir. (Y, apenas lo he escrito, corroboro que puedo y quiero estar solo en esta afirmación).
Es célebre el remedio que propuso Jonathan Swift —aquí llega mi tercer ilustre— para terminar con los niños pobres de Irlanda: habría que comérselos. La lucidez de los cálculos en que Swift apoyaba esta nueva forma de ganadería (ganancias inmediatas para el reino por concepto de exportaciones de carne tierna, prosperidad para las madres que entregaran sus bebés a la engorda, bonitos guantes confeccionados con suaves pieles, concordia social tras la eliminación de futuras generaciones de papistas, etcétera) y la audacia con que quedaba así denunciada la miseria imperante, me da por suponer cada que lo pienso, habrían inflamado la repulsión y acezado el escarnio contra Swift de haberse ocupado de los perros en lugar de los niños pobres. Por ello, y porque además a Swift no se le hizo caso en su tiempo, no me propongo llegar a tanto, y mucho menos vivir en la zozobra de tener por enemigas a las legiones de amantes de perros; tampoco tengo cómo desoír las pruebas de compañía, lealtad, amistad, heroísmo, diversión, auxilio, simpatía, protección, inteligencia y demás que sus dueños han obtenido —y no lo dudo— de Firuláis, La Muñeca o El Fido. Ni quiero exterminarlos ni se me ocurre cómo se podría aprovecharlos de ninguna manera: es claro que pueden servir para detectar droga en los aeropuertos, para que los ciegos crucen las calles, para localizar gente atrapada en los escombros... Para ejecutar vistosos números de circo... ¿Para qué más? Ah, claro: para espantar ladrones, según se cree. Pero, independientemente de que estas gracias yo no tendría manera de refutarlas (ni mucho menos de emularlas: carezco del olfato, la paciencia, el temple, la agilidad y la presencia de ánimo), tampoco puedo ignorar tres o cuatro cosas: los perros muerden, hacen ruido, cuestan dinero y ensucian. De ahí que yo los tema y los evite, y que no comprenda cómo alguien puede tener uno en casa. Tan sencillo. ¿Ha servido de algo que lo diga?
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Adolfo Bioy Casares encontraba ridículo que la gente ofreciera como los rasgos más distinguidos de su personalidad y de su conducta las «extravagancias» más insignificantes —simples manías carentes de todo interés salvo para el individuo que las ostenta. Tomar el café sin azúcar, por ejemplo, o llevar siempre las monedas en el bolsillo izquierdo del pantalón. Quienes se jactan de cosas así, queriendo por ellas parecer únicos e inimitables (el que anuncia al mundo que todos los días desayuna yogur, el que pregona sus predilecciones políticas sin que se las pregunten —como si importaran—, el que juzga sus rutinas como hábitos saludables y ejemplares para toda la sociedad), están lejos de enterarse de que carecen en absoluto de originalidad, y sin embargo se obstinan en hacer alarde de los gestos por los que la buscan desesperadamente. Así, cuando nos encontramos a alguien que sostenga una opinión chocante o por lo menos inusual, lo más probable es que se sienta orgulloso de ella y que ante todo le importe mostrarla antes que defenderla: confía en el desconcierto que causará y se dará por satisfecho con la incomodidad que ocasione. Pero tan pronto como se le demuestre que tal opinión dista de ser sólo suya la abandonará para buscarse otra, a su parecer más «rara».
Teniendo presente la mirada vigilante de Bioy Casares, entonces, no me preocupa si la opinión que yo tengo es poco popular (aunque sé que por desgracia lo es), y no la sostengo sólo por querer molestar o sorprender a nadie. Ahora bien: por tenerla, es cierto, he de enfrentar continuamente el problema de la singularidad, y para ello me amparo en el segundo de los ilustres que malamente hago comparecer ahora que estoy por declararla: en su novela La mancha humana, Philip Roth consigna el momento decisivo en que un hombre sabe que quiere y puede estar solo: «No puedes permitir que los grandes te impongan su intolerancia, del mismo modo que no puedes permitir que los pequeños se conviertan en un nosotros y te impongan su ética». Y así, ante la intolerancia, pero sin querer formar un club, lo que he de decir es sencillamente esto: no sé para qué existen los perros. Jamás he entendido cómo alguien es capaz no sólo de tolerarlos, sino incluso de amarlos y cuidarlos y hacerse acompañar de ellos. A mi juicio, no deberían existir. (Y, apenas lo he escrito, corroboro que puedo y quiero estar solo en esta afirmación).
Es célebre el remedio que propuso Jonathan Swift —aquí llega mi tercer ilustre— para terminar con los niños pobres de Irlanda: habría que comérselos. La lucidez de los cálculos en que Swift apoyaba esta nueva forma de ganadería (ganancias inmediatas para el reino por concepto de exportaciones de carne tierna, prosperidad para las madres que entregaran sus bebés a la engorda, bonitos guantes confeccionados con suaves pieles, concordia social tras la eliminación de futuras generaciones de papistas, etcétera) y la audacia con que quedaba así denunciada la miseria imperante, me da por suponer cada que lo pienso, habrían inflamado la repulsión y acezado el escarnio contra Swift de haberse ocupado de los perros en lugar de los niños pobres. Por ello, y porque además a Swift no se le hizo caso en su tiempo, no me propongo llegar a tanto, y mucho menos vivir en la zozobra de tener por enemigas a las legiones de amantes de perros; tampoco tengo cómo desoír las pruebas de compañía, lealtad, amistad, heroísmo, diversión, auxilio, simpatía, protección, inteligencia y demás que sus dueños han obtenido —y no lo dudo— de Firuláis, La Muñeca o El Fido. Ni quiero exterminarlos ni se me ocurre cómo se podría aprovecharlos de ninguna manera: es claro que pueden servir para detectar droga en los aeropuertos, para que los ciegos crucen las calles, para localizar gente atrapada en los escombros... Para ejecutar vistosos números de circo... ¿Para qué más? Ah, claro: para espantar ladrones, según se cree. Pero, independientemente de que estas gracias yo no tendría manera de refutarlas (ni mucho menos de emularlas: carezco del olfato, la paciencia, el temple, la agilidad y la presencia de ánimo), tampoco puedo ignorar tres o cuatro cosas: los perros muerden, hacen ruido, cuestan dinero y ensucian. De ahí que yo los tema y los evite, y que no comprenda cómo alguien puede tener uno en casa. Tan sencillo. ¿Ha servido de algo que lo diga?
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