Avería

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Foto: Nicolás Piquero

En la esquina hay un puñado de hombres enfrascados en descubrir, como cada lunes y cada jueves, la avería de la fortuna que esta vez les facilite el impulso decisivo para sustraerse a sus destinos. La primera fase del ritual es muy sencilla y sólo precisa de la voluntad de los practicantes, de su fiel obstinación y del consenso que alcancen una vez que alguno —cualquiera, lo mismo el más inspirado o el más impaciente— proponga la forma en que han de centrar su atención y la interpretación más verosímil; puede que haga falta una deliberación si la forma no es del todo clara, o si al manifestarse insiste en sugerir posibilidades que contravengan el registro que llevan de las formas reveladas en los últimos meses. Lo que buscan es un número.
        Mientras dura la adivinación, el mundo se detiene. El mundo: el agua de dos fuentes, las altas sombras de los árboles, las latas y los cepillos y los trapos de un bolero que posa ambas manos en su única rodilla, la mujer del puesto de periódicos que hace tintinear las monedas en el bolsillo de su mandil, la pesadumbre que golpea en la nuca del hombre flaco y de corbata que nada espera sentado en una banca, el sueño que ha derrumbado a un viejo indigente junto a sus bultos cerca de la frescura penumbrosa del templo, una pareja de sordomudos en su conversación de señas exaltadas, el sol de las tres de la tarde, una música desvencijada que alcanza a escapar de un restorán al otro lado de la calle (un chelo y un piano que se aborrecen mutuamente), las breves y borrosas multitudes que esperan el camión por los flancos oriente y poniente del jardín, el franciscano que cruza acompañado por un perro negro y alegre, los prados moribundos en cuyos centros hay macizos de flores que no tienen flores, la fila de taxis (cinco o seis) que avanza sin moverse.
        En la caseta ya fue desplegado el periódico vespertino de esta vez; los adivinadores acarician ya sus deseos (uno piensa, aunque no lo sepa, en hallar las razones para no matarse; otro en la colegiatura de su hija; otro en las llantas que necesita su coche; uno más en abrir una licorería, y el último sencillamente quiere tener el dinero en sus manos, sin saber para qué), dan vuelta a la página en la que viene el cartón político, interrogan con circunspección sus trazos, las manchas de tinta, y al cabo reconocen el 9. Puede que sea un 6, pero no: por la convicción que los mueve, y que ninguno estaría en condiciones de explicar satisfactoriamente, es un 9. Es, además, indiscutible: hace varias semanas que no sale el 9, ni en su adivinación ni en los sorteos. Y proceden entonces, con el temeroso júbilo de quien ve cómo sus deseos están comenzando a materializarse, a reunir el monto para la segunda fase del ritual: el despachador del sitio, esa tarde, comprará el entero de lotería para el día siguiente. Terminado en 9. Es lunes; el sorteo es el martes. Cuando pasa el vendedor y la transacción queda liquidada, el mundo reanuda su marcha. El miércoles, con su fe intacta, se reunirán de nuevo, apenas llegue el periódico vespertino, para cotejar el billete. Es la tercera fase del ritual. La fortuna debe estar averiada, ellos lo saben, y el día que den con la falla decisiva verán que ha sido demasiado tarde: tal vez por eso deseen, secretamente, no descubrirla jamás.

Publicado en el número más reciente de KY, que pueden conocer íntegro aquí.

Espejismo

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Evidentemente es un espejismo, una ilusión dispuesta por las condiciones ambientales que tienen lugar en estos días. Guadalajara como una ciudad vivible. Al menos en la semana que corre (y un poco antes, digamos que desde mediados de la semana pasada, y con suerte hasta la semana que sigue), es posible percibir la calma que impone a nuestras rutinas la desaceleración debida, en buena medida, a las vacaciones. Aunque no estemos de vacaciones —yo sí lo estoy, pero es un decir, y sobre eso voy más adelantito—, el hecho de que se emparejen los tiempos de descanso de muchos en esta temporada permite que los otros muchísimos que no descansan sí puedan disfrutar, al menos, de una disminución notable en los índices de frenesí que hacen irrespirable y desesperante y odiosa la vida en la ciudad en otras fechas. Por las calles sigue habiendo, claro, imbéciles que pitan y rebasan y rechinan las llantas nomás para llegar unos segundos antes a detenerse ante el semáforo siguiente, y en general lo que urge sigue urgiendo, sólo que hay una suerte de acuerdo tácito y generalizado gracias al cual esas urgencias no importan tanto, de manera que se puede ir a un ritmo más tranquilo, postergando las neurosis para cuando el año nuevo haya terminado de llegar y sea hora de recobrar las ansiedades de las que, por el momento, nos vemos a salvo casi milagrosamente.
        El espejismo, ayudado por la frescura del clima, por la luz que regala el cielo despejado, por el silencio que las calles ganan al disminuir el tráfico y el gentío, lleva a pensar si no será al revés: si lo insufrible que puede ser la ciudad en su presentación habitual (los embotellamientos, el ruido, el malhumor imperante que hace ver en cada conciudadano a un enemigo que busca pasar primero y por encima) no será en realidad la comprensión distorsionada, y por tanto ilusoria, del espacio en que nos movemos y en el que el tiempo nunca alcanza. O, dicho de otra manera: las vacaciones son la vida real, y lo otro —la supuesta normalidad de los días hábiles— es un pésimo exceso de la imaginación, el engaño pernicioso en el que nos obstinamos al olvidar que todo puede ser de otro modo: como hoy mismo, por ejemplo, en que se puede andar tan a gusto sin necesidad de atravesársele a nadie.
        Yo nunca sé muy bien qué hacer con las vacaciones, y pronto me descubro inventándome actividades en las que pueda atarearme lo suficiente para «sentir» que las aprovecho debidamente. Una necedad, por supuesto; pero también es, creo, el efecto de esta convención según la cual ha de haber tiempos para trabajar y tiempos para no hacer nada, y de esta otra superstición: uno sólo existe mientras no esté de inútil —de lo que se sigue que estar ocioso es una forma de desvanecerse. Pero también alcanzo a atisbar que esta existencia suspendida es preferible, y que la ciudad que así encuentro también lo es. ¿Guadalajara no puede quedarse como está ahora?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 30 de diciembre de 2010.

Con razón

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La Encuesta Nacional de Hábitos, Prácticas y Consumo Culturales mandada hacer y dada a conocer recientemente por el Conaculta es la corroboración documentada del deprimente estado de la materia que ya se sospechaba: que México, en resumidas cuentas, es territorio baldío, por el escaso o nulo contacto de la mayoría de la población con la cosa cultural: la evidencia estadística de un desastre que es difícil imaginar por dónde podría comenzar a remediarse, y que corona el fracaso mayúsculo de políticas educativas y culturales a lo largo de décadas. Una pésima noticia que, por lo pronto, sirve para explicarse en buena medida las condiciones que han conducido al presente estado de descomposición de una sociedad embrutecida y desolada: con razón.
        Con todo y que algunas cifras parecen (y son) escandalosas —que el 57 por ciento de los mexicanos jamás ha puesto un pie en una librería, y que el 24 por ciento no tiene un solo libro en casa—, lo cierto es que tampoco son tan sorprendentes, y sus explicaciones es fácil conjeturarlas: si el 86 por ciento de los encuestados en su vida ha ido a una exposición de artes plásticas, debe de ser porque no se entera de que existen, o sencillamente porque tiene otras cosas más urgentes que hacer (trabajar para comer, por ejemplo). Sin embargo, sí hay algunos datos más inesperados: que el 25 por ciento nunca haya ido al cine, o que el 4 por ciento afirme practicar «alguna danza tradicional». La encuesta, así, surte  misterios diversos, que conducen a uno mayor, irresoluble: ¿en qué país vivimos?
        Al margen de lo que puedan significar estas perplejidades, a mí lo que más me intriga son esas delgadas rebanaditas del pay donde quedan arrinconados los individuos pasmados, aturdidos por las preguntas indescifrables que tienen enfrente, incapaces de articular ninguna respuesta con la cual, por lo menos, salir del paso (así sea una mentira). «A la hora de elegir un espectáculo de danza», se le planteó al 17 por ciento de encuestados que habían respondido que sí, que han ido alguna vez a ver bailar a alguien —pero no en «festivales escolares de hijos o conocidos», que, a la vista de esta encuesta que los desdeña y hace a un lado, ¿entonces para qué diablos servirán, si no cuentan como «cultura»?—, «¿qué es lo primero que toma en cuenta?». La mayoría contestó, razonablemente, que «el tipo de danza»: claro, las preferencias y el gusto. Una quinta parte respondió que «el lugar donde se presenta»: aceptable respuesta, también, por razones prácticas: o voy a esto, que me queda cerquita, o voy a esto otro, que está en casa de la roña. El exquisito 10 por ciento (o los espectadores juiciosos, pues) declaró que elige basándose en «la compañía de danza» de la que se trate, y el sincero 4 por ciento reconoció que la causa de no ir es «el precio». Pero el 3 por ciento salió con que «no sabe», y el uno por ciento restante prefirió no contestar. O qué tal esto: el uno por ciento no contestó (no quiso o no pudo) si habla o no alguna lengua indígena. ¿Como ahí qué?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 23 de diciembre de 2010.

Sólo hoy

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El soundtrack oficial de la Navidad mexicana para toda la eternidad: Mijares, Arianna, Yuri, Daniela Romo, Óscar Athié, ¡Denisse de Kalafe!, Tatiana, por supuesto Pandora... ¿y quiénes son los dos que están echados en primer plano?
Se pensaría que en las circunstancias extremas de privación y miedo es cuando al ser humano se le revienta la cuerda con que está sujeta la fiera depredadora que también es: la fuerza ciega e incontenible, quién sabe si bestial o diabólica, que sólo atina a procurarse su propia preservación, acometiendo a dentelladas y zarpazos contra su entorno, llevándose al prójimo por delante y arrasándolo todo a su paso. Luego de un terremoto, en una hambruna, en la guerra; en catástrofes y conflagraciones, incluidas las estampidas en las concentraciones masivas que se salen de madre, etcétera. Aunque cuerda y cordura no vienen de la misma raíz (cordura procede de corazón en latín), que se desate la primera significa perder la segunda, de modo que perder toda sujeción equivale a volverse alguien sin corazón (quien es cuerdo es quien posee corazón, ánimo, dice el diccionario), en el sentido en que el corazón, como venía entendiéndose antes de que nadie se preguntara para qué podría servir el cerebro, es depositario del juicio y la entidad que permite reconocer a los semejantes, y reconocerse en ellos.
        Terremotos, hambrunas, guerras, etcétera. Pero la sociedad no había tocado fondo hasta que llegaron las ventas nocturnas de Navidad. Pasó más o menos así: íbamos nomás por unas pilas —unas pilitas triple A, para el control remoto de la tele: unas pilitas sin chiste. La primera señal, que ignoramos (y luego la cosa no tuvo remedio), fue la fila de coches para entrar al estacionamiento. Los excesivos minutos y cuartos de hora para encontrar lugar, pero igual habríamos tardado otro tanto en hallar escapatoria, si se nos hubiera ocurrido: había empezado a operar una obstinación irrefrenable por llegar: segunda señal, ese empecinamiento inexplicable. Sin querer (¿pero teníamos todavía algo de voluntad?), nos descubrimos al pie de la mole iluminada, a cuyos pies el rugido de la masa se intensificaba por la música en las bocinas gigantescas: la tercera señal, y la definitiva: los villancicos de Pandora, que cuando suenan (siempre, cada año) han de ser reconocidos como las trompetas del Juicio Final. Fuimos, por supuesto, engullidos, y antes de percatarnos ya habíamos sido rociados por perfumes varios, que no conseguían mitigar los miasmas de la muchedumbre que circulaba lentamente y vociferaba y se agitaba cada vez más. En las escaleras eléctricas, incompetentes, hubo que usar cierta violencia: una señora gorda y frenética a la que había que contener; un señor valiéndose de sus bultos para abrirse paso; algún niñato cretino que quería correr. Codazos, empujones, y por encima de todo eso las matemáticas sutiles que ya habíamos comenzado a hacer: 18 meses sin intereses y 20 por ciento en monedero electrónico, o bien 6 meses y el 25 por ciento, o el descuento irresistible si se pagaba al chaschás. ¿Pagar qué? Lo que fuera. Todo. La tienda entera. Al final, la obnubilación: adiós, cordura. Íbamos por unas pilitas. Salimos vivos: cómo, quién sabe. Y con un refrigerador, pero vivos al fin.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 16 de diciembre de 2010.

Secretos

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Al margen de la suerte que llegue a correr el protagonista principal de la formidable travesura que ha desatado las iras y la paranoia de los poderosos del mundo, empezando por Estados Unidos, y de las dimensiones novelescas que la historia de dicho individuo, Julian Assange, llegue a adquirir en la imaginación del mundo que va viéndolo como un héroe o un mártir, lo ocurrido —y lo que seguirá ocurriendo— a raíz de las filtraciones de Wikileaks es fascinante, entre otras muchas razones, precisamente por cuanto ha potenciado la imaginación de un planeta (o bueno: de la reducida proporción informada de los habitantes del planeta) que va descubriendo cómo ha dejado de existir la noción de lo secreto, y que apenas está por enterarse de las consecuencias que traerá consigo esta nueva circunstancia: como ha apuntado más de alguno en el torbellino de noticias y suposiciones que tienen lugar en estos días: Wikileaks te parecerá muy bien hasta que alguien tome y disperse a los cuatro vientos lo que no quieres que se sepa de ti.
        Los secretos «ventilados» en los cables sustraídos al Departamento de Estado de Estados Unidos, como bien ha observado Umberto Eco, tienen en realidad poco de secretos, pues a lo sumo son corroboraciones de lo ya sabido o lo ya imaginado: que el Estado mexicano, por ejemplo, está perfectamente al tanto de su vulnerabilidad y que los gringos están al pendiente también de sus incertidumbres y traspiés. Eso no es novedad: lo emocionante es que ahora haya constancia de ello —y es que el escándalo ha crecido sobre una reacción emocional según la cual es motivo de alegría que los malos, los corruptos, los ineptos y los abusivos se vean desenmascarados. También lo señala Eco: los servicios secretos no trabajan más que en consignar lo obvio, y acaso ése haya sido el golpe más duro, y no sólo para la diplomacia estadounidense, sino para todos los que detentan el poder en cualquier ámbito y en cualquier escala: ya nada tiene por qué quedar oculto para siempre, aun cuando lo que se pretenda ocultar sea absolutamente trivial. Y si parece que hay algo que todavía no se sabe, la imaginación —liberada, irrefrenable— se encargará de formularlo para completar de cualquier modo la realidad.
        No hay secreto que no busque su propia extinción. En internet funciona, desde hace años, el proyecto PostSecret: un tablero donde regularmente van publicándose las postales de remitentes anónimos que, por las razones que sea, quieren comunicar un secreto al mundo. Un ejemplo al azar: una postal de Las Vegas en la que se lee: «Cuando yo tenía 12 años, mi hermana se fue de casa. Yo sabía a dónde se había ido porque leí su diario. Nunca se lo dije a nadie. Nadie ha sabido de ella desde entonces». A veces son confesiones estremecedoras (¿pero son confesiones en realidad?). Al publicarse, ¿esas informaciones privadísimas dejan de serlo? Quizás lo más impresionante es imaginar por qué sus autores no se las pueden guardar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 9 de diciembre de 2010.

Una feria por reinventarse

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Foto: © Cortesía FIL / Diego Zavala Scherer.
 
Uno de los personajes que más llamaron la atención de los visitantes a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2010 —edecanes aparte— fue Walter Hudson. No portaba gafete que lo acreditara como participante en ninguna de las actividades de los diversos programas que tuvieron lugar en el recinto ferial y en las numerosas sedes de la feria en la zona metropolitana de Guadalajara; tampoco formó parte de la delegación del Invitado de Honor de este año, Castilla y León, pero es seguro que se le tomaron más fotos, digamos, que al grupo Café Quijano (el one-hit-wonder resucitado que los españoles trajeron como número estelar para la cartelera de conciertos y espectáculos), al cantante Diego Verdaguer o al mismísimo Güiri-Güiri, también figuras notables —pero no tanto como él—; Hudson tampoco fue ninguno de los autores de best-sellers que tomaron los pasillos de Expo Guadalajara para firmar ejemplares a sus multitudes de fans, y es más: ni siquiera necesitó moverse de donde estuvo los nueve días de la feria...

Si quieren saber quién es el señor Hudson, pasen por favor por acá para seguir leyendo:Letras Libres. Blog de la redacción

Ya estuvo bien

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Foto: © FIL / Guillermo Gálvez

El año entrante la FIL alcanzará un cuarto de siglo. La ocasión debe representar una responsabilidad especial para sus organizadores —empezando por Raúl Padilla, quien quizás ha estado demasiado atareado desgreñándose con el Gobernador, y también afanándose con el Centro Cultural Universitario, y con la televisión universitaria, y con la nueva feria de Los Ángeles, y con las mil empresas que encabeza, como para prestarle la suficiente atención a la Feria Internacional del Libro, que este año salió tan aplatanada y fue tan desairada. Los veinticinco años que se cumplirán son el momento idóneo para redefinir muchas cosas: desde el marco físico de la feria y las condiciones en que se desarrolla —instalaciones, las de Expo Guadalajara, que tienen mucho tiempo siendo insuficientes; el personal que guarda el orden y tendría que prestar servicio al público, tan pobremente capacitado; la comida, tan cara y tan mala, etceterísima— hasta el diseño del programa literario, que año con año viene siendo una mala variación de sí mismo (y ya se vio lo que pasa: Carlos Fuentes no puede venir y la feria queda como atirisiada), y pasando desde luego por el papel del Invitado de Honor (que Castilla y León desempeñó esta vez con evidente desinterés: Café Quijano, ¡eso qué!) y, particularmente, por lo que vienen a hacer las editoriales aquí: traen los mismos inventarios, no entienden que la gente no compra libros caros, etcétera.
        Entiendo que a la FIL lo que más le importa es ser escenario de negocios para el mundo editorial en español, pero sucede que también es un festival cultural indispensable para Guadalajara, para la UdeG y para el país entero. Y que hay cientos de miles de visitantes que vienen buscando eso. Ojalá que la presencia de Alemania, en 2011, fortalezca a la feria, y que ésta empiece a reinventarse de una buena vez, dejando de lado vicios, frivolidades y necedades (como traer camiones de estudiantes acarreados, por ejemplo). Ha valido mucho la pena lo que se ha logrado en todo este tiempo: ojalá que el año entrante nos despidamos más contentos que ahora.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, de Mural, el domingo 5 de diciembre de 2010.

Unos van, otros vienen

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Prueba de lo aburrida que puede estar la feria (bueno, lo que tiene que ver con los libros en la feria), esta zona donde hay siempre raza jugando jueguitos de video. Foto © Cortesía FIL / Diego Zavala Scherer
Hoy es día que está el Güiri-Güiri en la FIL, y se me hace que voy a acabar metiéndome. ¿O mejor iré con Valentina Alazraki? ¿O con Mara Patricia Castañeda? No, bueno, no es para tanto. Pasa que el segundo fin de semana de la feria siempre tiende a ponerse desguanzado, y por más que se espulgue el programa de actividades es muy complicado hallar algo verdaderamente interesante (ya no se diga emocionante o imprescindible). Pero tampoco es manda, y finalmente —quiero suponer— lo que más importa son los libros: encontrarse con ellos, para ver si nos eligen... Y meterse a cualquier cosa nomás por la ilusión de aprovechar la ocasión termina siendo triste.
    He notado un fenómeno curioso a raíz del gran número de ausencias que han caracterizado a esta edición de la feria. Además de las irremediables (Carlos Monsiváis, José Saramago y Tomás Eloy Martínez, que sin embargo no estuvieron del todo ausentes por los homenajes que se les hicieron), estuvieron las imprevisibles, que fueron más irreparables porque aun cuando Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa  y José Balza enviaron videos o mensajes, y con los dos primeros sus comparsas (Guillermo del Toro y Xavier Velasco) se afanaron por entretener, sí me quedó la impresión de que la gente se desanimó y eso acabó menguando la asistencia este año. Pero lo que quería decir es que, en vista de esos faltantes, hay como una nueva división de personajes que va tomando el relevo para la delicada misión de rellenar los salones: figuras versátiles que además parecen tener el don de la ubicuidad, y que comparecen en un buen número de presentaciones a lo largo de casi todos los días: Jorge F. Hernández, los Taibitos, Ignacio Padilla, los editores de Sexto Piso... Ya los sueño.
    A seguir viendo libros, mejor. Hay que afinar el olfato, para encontrar joyitas: por ejemplo, en el área internacional hay unos stands chiquitos que tienen, arrejolados como para que nadie los pele, títulos muy estimables. Y no desdeñar la Estación de Bolsillo, donde también. Ni modo: no conforme con la venta nocturna (ya diré cómo me fue ahí)... Lo que es no tener llenadero.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, de Mural, el sábado 4 de diciembre de 2010.

A fuerzas

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Los Taibitos. O, como bien dice mi camarada Ramón Castillo: el Circo Ataibo Hermanos. Foto © FIL 2010 / Natalia Fregoso.

En el camino, por la radio del coche oigo que entrevistan a preparatorianos acarreados a la FIL: que vienen a fuerzas, que el maestro los amenazó, que lo único que les importa es la asistencia. Llegando veo que también les importa —y cómo no— venir a echar desmadre. Hasta me pareció que me había equivocado y había llegado más bien a una manifestación afuera de Casa Jalisco. Es lo habitual, claro, pero no deja de ser un fastidio. Lo paradójico es que, con las multitudes sudorosas, gritonas y correlonas de chamacos que obligan a llenar estas mañanas de la feria, es posible ponerse a ver libros muy a gusto: como los libros son lo que menos les interesa... Basta con eludirlos por los pasillos y en los actos a donde los hacen meterse, por ejemplo en el show cómico musical de los Taibos, atestado de un público adolescente incapaz de ponerles atención —y eso a pesar de que los Taibitos en una de ésas hasta se arrancaron a cantar.
    Exagero, desde luego: sí hay jóvenes a quienes les interesan los libros, pero hay que ver qué libros: voy enterándome, por ejemplo, de que existe una escritora llamada Tonya Hurley, y que es, por lo visto, exitosísima: lo descubro cuando paso por el stand donde la han sentado para que desfile delante de ella una turba de jovencitas alborotadas con tal de que les firme un libro que se llama Ghostgirl. En la vida.
    Hoy es la venta nocturna, y si sale como el año pasado, valdrá mucho la pena resignarse a los tumultos a fin de aprovechar los descuentos. Ya tengo mi listita, y espero que más editoriales entren en razón y aprovechen también la ocasión (la distribuidora Azteca, por ejemplo, en el área internacional); después de todo, ¿les conviene regresarse con lo que trajeron, no sería preferible aligerarse de sus mercancías? Por lo demás, hoy se presenta Antonio Gamoneda, en compañía de Juan Gelman: Gamoneda, la estrella indiscutible de la delegación de Castilla y León (misma a la que no he pelado gran cosa, es cierto, pero es que nomás no se me antoja), es uno de los más altos poetas vivos, y no hay que perdérselo.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, de Mural, el viernes 3 de diciembre de 2010.

Chocolate

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Foto: © FIL Guadalajara / Gonzalo García Ramírez

Ya que he conseguido cruzar el ecuador del miércoles en la feria, tengo la sensación de que he dejado atrás numerosas actividades a las que me habría gustado asistir: me perdí, por ejemplo, de la presencia de Juan José Millás, que tan bien me cae (uno de los españoles más simpáticos de los que vinieron este año, vamos, y a quien estimo particularmente por los reportajes en que se convierte en la sombra de alguien: un periodista imaginativo y que además escribe estupendamente, cosa rarísima); a cambio, como me lo propuse, he preferido ingresar a presentaciones que acaso tengan menos relumbrón, y que en realidad no me han defraudado —bueno, sí fue un poquito decepcionante conocer al Conde Siruela, editor de libros imprescindibles que ahora se ha embarcado en una empresa más íntima, también editando libros que también podrán ser imprescindibles, pero que yo no alcancé a figurarme del todo en la conversación que sostuvo con Julio Patán.
        Entre las cosas mejores de la FIL está la posibilidad de encontrarse con los amigos (muchos de los cuales sólo es posible verlos ahí, año tras año). Y esto me lleva a reparar en que hay que comenzar a contar también las ausencias: la tristísima de Arturo Suárez, por ejemplo, que tradicionalmente presentaba aquí su Canutero dedicado al Invitado de Honor: ausencias que sí pesan —y no como la de García Márquez, la Botarga Bigotona, que ni vino ni nadie lo ha echado de menos. Pero anoche constaté que la FIL sigue oliendo a chocolate (por la fábrica vecina), y eso ha de ser una buena señal.
        Hoy, recuperado el resuello y disponiéndome a apurar la segunda mitad de la feria, me la pensaba llevar más tranquila: un ratito a gusto en el Salón de la Poesía, donde estará Jorge Esquinca... pero también a esa hora estará Fernando Arrabal (cineasta, dramaturgo, poeta, hasta malabarista ha de ser: un tipo fascinante), así que habrá que correr de un lado a otro. Y sacarle la vuelta a José Agustín, Xavier Velasco y demás presentaciones donde es muy posible que haya multitudes adolescentes, de las que los jueves y los viernes saben traer por carretadas.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el jueves 2 de diciembre de 2010.

Enigmas

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Foto: © FIL Guadalajara / Ana Karen Reyes

Las razones que la gente tiene para comprar libros (y quizás empezar a leerlos, a veces terminar de leerlos y otras veces para comprar más) son frecuentemente enigmáticas y hasta insólitas. En ocasiones, desde luego, son obvias: hacerse de un libro siguiendo una recomendación, que es lo más habitual, pues al confiar en el juicio de quien ya lo ha leído se cuenta con alguna garantía y también con un aliciente para leerlo por cuenta propia (y, en el peor de los casos, con alguien a quien reclamarle si el libro fue un fiasco, o alguien a quien agradecer si resultó al menos satisfactorio); también está claro por qué alguien se resigna a entrar a una librería para pedir expresamente un título indispensable para hacer algo en concreto: llevar un curso de álgebra, salir de pobre, bajar la lonja o preparar bombas molotov. Más raro, pero no descabellado, es el caso de quien elige guiándose por algo parecido a la intuición, pero que en realidad es el eco de cierto borroso conocimiento (la memoria, la experiencia, el descuido) por el cual algún autor «le suena», de modo que al encontrarlo se aventura, a ver qué tal —y este lector, igual que el que busca determinado libro perfectamente al tanto de lo que podrá esperar de él, suele estar movido por la intención de procurarse una experiencia de disfrute: compra (y lee) porque quiere, y casi sólo por eso.
        Hay, sin embargo, quien procede por sospechas vagarosas que acaso sean inducidas por el ambiente (la escuela, los conocidos, la publicidad y demás influencias perniciosas): gente que entiende que leyendo se resuelve la vida y que hay libros —a cuyo encuentro va, movida por una fe sincera— hechos sólo con respuestas, incluso para preguntas que todavía no se han formulado; o también están quienes han decidido sus gustos y sus preferencias antes de haber leído lo suficiente (pero ¿cuánto es suficiente?), o de plano nada, y piensan —o creen, más bien—, que lo suyo es «la novela histórica», o «las historias de misterio», al tiempo que descartan de antemano cosas como «muy descriptivas», o «muy filosóficas» —las clasificaciones huecas que engloban lo que no saben que no les gusta, pero no les gusta, de cualquier modo. Pero quienes más me intrigan son quienes se proponen leer sin atinar a explicarse por qué querrían leer nada.
        Más peliagudo es identificar las razones que puede tener alguien para escribir —y a menudo para publicar. En lo que respecta a quienes han hecho de tal actividad su oficio, podrán justificarse como sea y según vaya exigiéndolo la ocasión... y tales justificaciones siempre habría que verlas con suspicacia, pues es un hecho que pudieron haberse dedicado a otra cosa. Pero un cineasta, una golfista, una actriz o un político que de un día para otro sale con su engendrito (memorias o confesiones, que es lo más común, pero también una novela o un puñado de versos)... ¿Será que prevalece una suerte de fe mayúscula en el libro como la forma mejor de perdurar? ¿O será que hay quien escribe nomás cuando ya no halla nada más que hacer?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 2 de diciembre de 2010.

Qué necesidad

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Esta foto no tiene que ver con la columna de hoy, pero cómo me iba a resistir a publicarla. Es Jorge F. Hernández, un habitué de las presentaciones de libros. Foto: © FIL 2010 / Paola Villanueva Bidault.

Las presentaciones de libros, en la FIL como en cualquier lugar, por lo general parece que se hacen porque no hay más remedio, es decir: porque es costumbre que, cuando un libro se publique, automáticamente se presente —con tal de que se sepa de él, claro, y para que dicha publicación gane resonancia mediática. Estos actos se celebran observando un ritual que admite pocas variaciones (uno o más comentaristas hablan sobre algo que la mayoría de los presentes no conoce, el autor hace lo propio y lee, la gente aplaude y de vez en cuando hace preguntas, y tantán), y a veces salen bien —el público se entera de lo que es el libro, se anima a leerlo—, y a veces no. En la feria, en particular, las presentaciones enfrentan varias dificultades: se difuminan en la multitud de actividades que hay, por ejemplo —y al final es muy fácil perdérselas, o ni siquiera saber que tuvieron lugar—, y son contrarreloj (también porque son muchísimas), todo esto además del trajín propio de la feria, por el que hay gente entrando y saliendo todo el tiempo, o los celulares repiqueteando (y desconsiderados que los contestan y se ponen a platicar). El lunes fui a la de El corazón es un gitano, de Rafael Pérez Gay. Espero que el libro sea bueno —por eso lo compré—, pero lo espero porque este autor me gusta mucho, no gracias a lo que oí en la presentación, y mucho menos por la lectura accidentada que pusieron a hacer a la actriz Blanca Guerra —que eso se ha puesto de moda: llevar a una estrella para que la ocasión relumbre, aunque lea tan mal: qué necesidad. 
       Este miércoles, mi prioridad es entrar a la conversación que sostendrán en la nochecita Enrique Krauze y Ricardo Piglia, en concreto por la presencia de este último, uno de los autores más atractivos de la literatura argentina actual (y de la literatura en castellano toda). También me apunto a la presentación del nuevo libro de cuentos de Daniel Sada, maestrazo. Y a seguir viendo libros, para ir localizando los que acaso llegue a comprar en la venta nocturna del viernes —que, con los precios que hay antes de entonces, más vale no alocarse y tener tantita paciencia.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el miércoles 1 de diciembre de 2010.