Quien sea

comentarios (0)

Quizás porque ha sido mucho el tiempo transcurrido desde que se conoció al sucesor del Gobernador González («Emilio» que le diga su confesor, cuando lo visite para hacer acto de contrición por tanta mentira y tanto cinismo y tanto daño que se va cargando en la conciencia), luego de las elecciones del año pasado, el tema de la integración de la nueva administración estatal ha sido poco emocionante. Lo normal, claro, es que se hagan las conjeturas de rigor, pero a lo largo de todos estos meses ese pasatiempo ha carecido de la excitación de la inminencia, y sin embargo no ha dejado de estar presente en las preocupaciones de muchos que juegan a fantasear con que a la llegada de los nuevos funcionarios el universo será distinto y habrá que discernir cómo nos tratará.
    En el ámbito de la cultura, que es fértil para las especulaciones y las intrigas más desproporcionadas, buena parte de las conversaciones entre los interesados terminan derivando hacia las perspectivas que supondría el arribo de tal o cual personaje a los puestos desde los que, supuestamente, se deciden las direcciones del gobierno en la materia. En todos los niveles, aunque en el municipal y en el federal se resolvió más rápido, la ilusión de renovación y enmienda está en tensión con la preocupación por la eventualidad de que las cosas sigan igual o empeoren. Por hablar del caso de Guadalajara, la designación de Ricardo Duarte como secretario de Cultura del Ayuntamiento pareció concitar el beneplácito de la comunidad —cosa rarísima en estos tránsitos, quede quien quede—, mientras que la instalación de Rafael Tovar y de Teresa al frente de Conaculta generó opiniones divididas, aunque más bien se lo ve como un emisario del pasado, de la época en que esa institución nació y creció orientada en buena medida al fasto y al agasajo de la intelectualidad y los creadores, en pro de que en Los Pinos no fuera a perderse la serenidad debido a algún desaguisado procedente de esos terrenos veleidosos. ¿Y en Jalisco?
     Según esto, apenas hoy se sabrá, aunque ya se dé casi por hecho quién será la secretaria de Cultura, pues han figurado poco sus «contendientes» —los otros dos posibles que se han barajado, ambos tenidos por delegados tácitos de la máxima autoridad en la cosa cultural aquí, Raúl Padilla, y que más bien ya van siendo reacomodados en la Universidad de Guadalajara, de donde parece que no van a salir. Más allá de lo que se anuncie, el hecho es que los funcionarios entrantes tendrán muy complicado superar a sus antecesores, encabezados por Alejandro Cravioto, para conseguir una gestión más desastrosa e irresponsable, no sólo falta de imaginación, sino además de un mínimo de vergüenza. Emblemática en los gobiernos frívolos y falaces de los últimos tres sexenios (aunque tampoco es que la situación fuera de ensueño antes de Alberto Cárdenas y su secretario Guillermo Schmidhuber), la actuación de la Secretaría de Cultura, especialmente bajo el mandato de González, el piadoso majadero que por fin se larga, sería risible si no fuera tan lamentable. Y, sin embargo, cabe la posibilidad de que lo consigan: del signo que sean, los funcionarios parecen serlo por tener un talento especial para el estropicio, la truculencia y la inoperancia, y ese talento aflora cuando lo abona —como inveteradamente sucede en esta tierra— la indolencia de los gobernados y el absoluto desinterés por estos temas del Poder Legislativo por estos temas (que adquieren así carácter de connivencia). Es difícil que lo que empiece mañana sea peor que lo que acaba hoy; ojalá se percaten, los nuevos, de que es más fácil mejorarlo.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 28 de febrero de 2013.

Cuál ciudad

comentarios (0)


Al pretender definir mediante generalizaciones el carácter de los habitantes de cualquier lugar  es inevitable encaminarse al prejuicio o a la demagogia: es querer marcar con distintivos burdos e ilusorios lo que de inmediato desmiente la vivencia auténtica del lugar en cuestión y el contacto directo con la variedad de conductas y modos de ser de sus pobladores. Sin embargo, esas generalizaciones —por manejables— también tienden a establecerse como estereotipos o famas difíciles de erradicar, e incluso terminan por aceptarlas quienes son señalados por ellas. Por ejemplo lo que suele decirse de la sociedad tapatía: que es conservadora (o bien retrógrada), recelosa de los agentes externos que traten de insertarse en ella, jactanciosa de un pasado quizás digno o hasta glorioso, pero dilapidado en una historia de oportunidades desaprovechadas y actitud indolente, de ambiciones infundadas e ínfulas sin sustento; que en ella prevalece un ánimo provinciano —que bien puede ser motivo de dudoso elogio: «Qué bonita ciudad: sigue pareciendo pueblito»—, resumible en sus querencias clericalistas o en su comportamiento asustadizo, en su pasividad, su escaso interés por lo que haya más allá de sus límites geográficos o mentales, y también que se sueña aún en pos de un cosmopolitismo (un afrancesamiento, más bien) del que podrá sentirse orgullosa, aunque esté lejos de alcanzarlo. Todo esto además de la convicción de que no hay tapatío que no delire por destrozarse el paladar con una torta ahogada, por dañarse el oído medio con las trompetas del mariachi o por ir al futbol, etcétera.
Para empezar: ¿dónde queda Guadalajara? Podemos figurárnoslo, pero precisarlo es más complicado de lo que se podría pensar, dada la magnitud de las diferencias de toda índole entre zonas de la mancha urbana cuya conlindancia únicamente se puede explicar por la improvisación y la imprevisión. Un recorrido en espiral que partiera de la Catedral revelaría qué pronto esas diferencias exceden la convención según la cual nos encontramos siempre en la misma ciudad, y cómo las incontables zonas en que se podría dividirla tienen muy pocas razones para entenderse entre sí. Es posible que ese desencuentro sostenido de Guadalajara consigo misma, desentendida de que partes suyas prosperaran mientras que otras decayeran, de que a unas más las sometiera el marasmo o el olvido mientras que otras las decidiera la ocurrencia o el capricho, sea causa del presente caótico en que ya no se puede aspirar no digamos a la armonía, sino siquiera a un mínimo de condiciones para la coexistencia en paz.
En cuanto a los tapatíos, quién sabe quiénes seremos: si nos acredita el solo hecho de hallarnos aquí, como una fatalidad indescifrable, o lo único que nos afilia es la incomprensión —y las pocas ganas de remediarla. Guadalajara cumple años hoy. Creo que yo la quiero más de lo que la detesto. Pero no tengo muy claro por qué, porque no sé muy bien qué sea.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 14 de febrero de 2013.

Ni modo

comentarios (0)

La idea era pasear un rato el domingo por la mañana y, en particular, visitar el Exconvento del Carmen para ver la exposición que estaba ahí. Entiendo que, desde hace un buen rato, la Vía Recreativa, al transcurrir por delante o cerca de varios recintos culturales, pero también abriendo espacios a su paso (jardines, plazas, camellones), ha querido aprovecharse como ocasión para que sus usuarios se encuentren naturalmente con lo que en otros momentos o circunstancias quizás les resultaría menos accesible, y así lo que ocurre en ella suma al esparcimiento y al mero ocio y a las actividades deportivas o lúdicas la posibilidad de disfrute de exposiciones, talleres, conciertos o tocadas, espectáculos callejeros, tianguis de libros o artesanías, etcétera. Eso está muy bien, desde luego: buena parte de los ciudadanos que vamos quizás no hallemos tiempo ni ganas de procurarnos nada de eso de otras formas, y que se nos cruce mientras paseamos por ahí podrá servir de algo. Lo que no está bien es la gente.
            Pasó esto: en la esquina que forman unos arcos a la entrada del Exconvento, antes de traspasar la reja de acceso, había un grupo de unos ocho o diez jóvenes —ni modo: llega una edad en la que necesariamente hay que excluirse de ese término—tumbados a la sombra, evidentemente instalados ahí debido a ésta, en lo fresquecito, se veía que plácidamente. Alguno o varios, me pareció, traían instrumentos musicales, y por lo que su aspecto indicaba —ni modo: las llamadas «tribus urbanas» tienen aspectos en los que se esmeran y por los que es inevitable reconocer determinadas vocaciones o querencias que las mueven— daban la impresión de ser habituales (no sé si espectadores o protagonistas) de la cosa cultural: esas actividades que mencionaba antes, preferiblemente callejeras, y que quizás puedan resumirse en la noción de lo «alternativo». Se reunía, este grupo, por sus afinidades, por sus gustos; quizás venían de participar en algo y estaban descansando antes de agarrar para otro rumbo (eran casi las dos, y a las dos desaparece esa ciudad ilusoria que promueve la Vía y recomienza a degradarse hasta el asueto siguiente, como esta vez, que hubo puente y la ilusión se repitió en lunes). Qué a gusto, llegué a pensar, hasta envidia me dieron.
            Cuando salimos de la exposición ya se habían ido, y en el espacio que ocuparon quedaba un auténtico marranero. Botellas de plástico y colillas y envolturas de lo que estuvieron tragando. Ninguno tuvo la iniciativa de, siquiera, meter la basura en una bolsa y dejarla en un rinconcito: ya habría sido mucho pedir. No será, entre todas las conductas que vuelven miserable la coexistencia y la vivencia del espacio público, la más reprobable (es peor matar gente, vamos), pero sí la más inexplicable, y la que más sencillamente da idea del desprecio que nos inspiran los demás, tanto como para que les emporquemos así la vida. Y si esto hacen estos jóvenes —ni modo— «alternativos» y culturalosos —ni modo—, bueno, qué se puede esperar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de febrero de 2013.