Suerte

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 Las mejores supersticiones son las que resultan más irrenunciables en la medida en que menos fundamento tengan en la razón o en la experiencia: aquellas a las que nos sometemos y que se nos vuelven por completo incuestionables aun cuando no las certifique evidencia alguna y por más que sea imposible dar con las explicaciones de su origen. Tampoco es fácil saber cuándo se empezó a creer en ellas, y si se piensa un poco tiene tan poco sentido tratar de escapar de su influjo como aceptarlo y obstinarse. Por ejemplo: desde que recuerdo, (toda superstición es un saber infuso, por mucho que el momento de la revelación esté borrado de la memoria) que hay una forma infalible de conocer la suerte que a uno lo aguarda para todo el año que se estrena al salir a la calle y ver al primer ser vivo. Este saber es crucial, y a ver quién me desengaña.
            Supongo que me lo dijeron mis papás o mis hermanos, en la infancia —y no he sabido de otras familias que crean en lo mismo, por lo que esta superstición está además refrendada por un valor de autenticidad tribal que incluso la vuelve entrañable, y que la perpetúa: apenas mi hijita esté en condiciones de prestarme atención me propongo enseñársela también—: en la mañana del 1 de enero íbamos cotejando los vistazos que nos habían sido deparados, con mayor o menor fortuna (había que aceptar la intervención de la casualidad, pues era imposible elegir a quién nos encontraríamos, pero también, paradójicamente, esa casualidad había que tomarla como una premonición o un designio en absoluto azaroso). ¿A quién viste? Luego venía la interpretación: si el emisario era un vecino paquidérmico, podía significar que el año te regalaría con abundancia —o que acabarías engordando ridículamente—; si era una viejita reseca, te esperaban privaciones, reumas, amarguras sin fin. Mi papá siempre era el primero en salir a la calle, y año con año se topaba con el barrendero pediche, que pasaba por la basura. ¿Cómo entender una reiteración así? Las apariciones preferibles eran las de alguien joven, de buen ver: las vecinas de al lado calificaban muy bien para eso, pero malamente eran haraganas y se levantaban tarde (más ese día, que es el día mundial de la pereza). O en todo caso un niño: así no había riesgo, y el año se te ofrecía alegre, lleno de esperanzas y de posibilidades. Lo peor era ver a alguien cuya facha lamentable impidiera lecturas benévolas: si veías a un borrachín andrajoso o a alguien extremadamente feo, ya te amolaste: así iba a ser tu año. Yo, claro, salía ya dispuesto a impresionarme e implorando que el emisario fuera el menos indeseable, y pasaba el resto del día conjeturando qué podía significar que se me hubiera aparecido el carnicero de la esquina, un transeúnte de apariencia insulsa, un perro despreocupado.
            Lo más raro —y lo más natural— es que la impresión se disipaba pronto: un día después ya ni quién se acordara. Pero al año siguiente no había escapatoria. Como no la habrá éste: ¿qué suerte me va a tocar ver?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de diciembre de 2011.

La FEG

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 Foto: Mural

Por ahí debo conservar la credencial que me acreditaba como integrante de la Federación de Estudiantes de Guadalajara en los años en que fui eso, estudiante: en la preparatoria (la Escuela Vocacional de la UdeG, «La Voca») y en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad. Quiero creer que al terminar mis estudios y pasar a la nebulosa categoría de pasante —en la que me atoré un tiempo vergonzante: once años tardó el nene en titularse—, mi membresía a la FEG se canceló solita... ¿o habrá sido vitalicia? Porque nunca hice nada por darme de baja. ¿Por qué pertenecí a la FEG? Por la misma y sola razón que miles de universitarios a los que se nos hacía obtener ese plástico con foto en el instante en que éramos admitidos en la UdeG: para pagar el camión más barato.
       Por lo demás, mi comprensión de la existencia de esa organización estaba dibujada por nociones borrosas de una mitología gangsteril (los integrantes más conspicuos en la historia de la FEG habían sido matones sólo distinguibles por sus apodos y sus fechorías: el llamado «Pelacuas» habría llegado a secuestrar a Olga Breeskin, otros habrían participado en balaceras y atracos cuyos móviles eran menos importantes que la impresión que habían dejado en la sociedad tapatía), y también por lo que llegaba a ver de las conductas de los «dirigentes» de mis rumbos: catervas de individuos impresentables, conocidos como «El Comité», que campeaban por los pasillos de la escuela o se reunían en el cuartucho que les estaba reservado (por las autoridades de la escuela, desde luego), y con los que más convenía no tener ningún trato —salvo, claro, que uno quisiera formar parte de «El Comité». Gozaban de facultades para prosperar (y hacer prosperar a sus adeptos) consiguiendo calificaciones y justificando ausencias por la vía de la coerción y en virtud de su prestigio intimidante. También hacían mitotes y pachangas, e influían sobre la marcha de lo cotidiano en la escuela gracias a la connivencia de las autoridades universitarias, complacientes incluso con sus actividades extraterritoriales: robo a mano armada de camiones de refrescos o cervezas, por ejemplo —aunque dizque amparándose siempre con «oficios»: auténtica delincuencia institucionalizada. Incluidos el vandalismo y el daño a la propiedad ajena, la portación de armas, la celebración de elecciones que acababan en estampidas y batallas campales y las edades de los «fejosos» (preparatorianos que rondaban los 30 años), todo nos parecía muy natural.
        Y por lo visto así ha seguido siendo: aunque su rango de acción se vio mermado en los últimos años, que la existencia de esta organización execrable haya sido algo tan normal no sólo para la UdeG, sino para toda la sociedad, explica mucho del estado actual de descomposición de las cosas. Y el recordatorio infame de dicha existencia que tuvo lugar hace unos días —los cinco muertos hallados en el edificio siniestro de la FEG— corona una historia sangrienta y nauseabunda que a todos nos debe avergonzar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 22 de diciembre de 2011.

Quid pro quo

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No conozco a una sola persona a la que le gusten los intercambios navideños. Seguramente las habrá, si no por qué siguen existiendo. Y exagero: tal vez sí conozca a más de algún entusiasta, pero llegado el momento prefiero hacer como que no: conforme va materializándose la amenaza de los papelitos, lo mejor es hacerse el desentendido. Los intercambios —en familia, entre compañeros de trabajo o de estudios, entre desconocidos (que son los peores)— son terreno óptimo para el desencuentro o la decepción recíproca, para las interpretaciones equívocas de las intenciones, e invariablemente terminan propiciando resquemores, suspicacias, maledicencias y animadversiones por lo general irreparables. Porque los rige el azar —o debería: pero no hay tómbola que no admita trampas—, toda ilusión depositada en ellos corre el riesgo de ser defraudada: sea porque quien nos regala resulte el prójimo más indeseable, sea porque éste nos haya tocado en suerte —y no alguien a quien habría sido más difícil amargarle el rato, que al fin será siempre lo más seguro.
       En el surtido de atavismos inexplicables de estas fechas —del ponche imbebible con cacahuatitos que se atoran en el gañote a las luces de Bengala que incendian viviendas, pasando por la piñata que descalabra, los villancicos de Pandora y la dilapidación irresponsable del aguinaldo—, el sinsentido del intercambio de regalos empieza en su carácter conminatorio: si le entras, aceptas la alta probabilidad de dar algo que no querías a alguien que tampoco; si no le entras, eres un acedo. Y termina por ser una obligación que ha de cumplirse con urgencias, forzando el ingenio —para que uno no quede tan mal ni el presupuesto muy raspado— y teniendo que poner buena cara cuando se descubre que, lo que sea que uno haya merecido, resultó inmerecido: un quid pro quo del desengaño, una embarazosa danza ritmada por la incertidumbre y la constatación de los sorprendentes grados de estima en que nos tenemos unos a otros.
        Porque los intercambios incomodan a todo mundo es que han surgido variantes sólo relativamente preferibles —lo preferible por completo sería evitarlos de plano—: por ejemplo el trueque de porquerías, según eso con fines jocundos, en el que se prescribe expresamente que los regalos han de ser bromas baratas (una caca de barro de San Juan de Dios califica a la perfección), prendas usadas (inservibles, entre más ridículas mejor), objetos que aludan a defectos o carencias evidentes del receptor (una faja para la gorda, un peine para el pelón, un jabón para el hediondo) o cualquier cosa que cumpla con ser desconcertante: una tía mía regaló una vez dos vasos de veladora (usados). O la modalidad dinámica, en la cual van canjeándose los regalos, sin abrir y juzgando sólo por lo bromoso o espectacular del paquete, según se intuya cuáles serán menos espantosos: puede prolongarse por horas, hasta que sea momento de abrirlos y empezar a lamentarse. Malas costumbres, en todo caso —e indispensables, por lo que parece.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 15 de diciembre de 2011.

Nada más

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¿Qué es lo más importante de las sandeces que soltó el candidato cuando le preguntaron por los libros «que lo han marcado»? (Vaya pregunta cursi, además: cómo se responde a eso). Pues que no importan en absoluto. El candidato (como no se sabe ya, con los candados para dizque preservar la equidad en las campañas, qué tanto y cómo ha de referirse uno a los contendientes, vamos dejándolo en Gomitas)... El candidato Gomitas pudo contestar lo que le nació, que es lo que vimos: apuros y balbuceos que dibujaron bonitamente no sólo su ignorancia, sino también su obstinación en la estupidez: terco, arrogante, ¿no oía las risas, no veía a sus gatos que le hacían señas para que se callara? También pudo haber salido con una respuesta desconcertante: «Los libros que me han marcado son La muerte de Virgilio, las Poesías de Margarito Ledesma y la Miscelánea Fiscal». O haberla librado con la entereza del hombre que se debe a su causa: «Ningún libro, yo no leo, soy un asno, como todos ustedes saben, y seguiré siéndolo por la unidad de mi partido y por el bien de México». Habría dado perfectamente lo mismo.
       Lo más triste del episodio es su irrelevancia, por mucho que se esponjara gracias a la retoñita de Gomitas, quien vino a pendejearnos a cuantos nos reímos y seguimos riéndonos de su papá, y gracias también a los otros tontos que salieron enseguida a decir sus libros: el que, airoso, se confesó lector de Laura Restrepo (y le cambió el nombre al nombrarla) y el que vino con la ridiculez de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (ay, tú: hiciste que se me apachurrara el patrio corazón). Si acaso, la consecuencia más grave será que todo político en campaña —y de visita en una feria del libro, especialmente— traerá sus tarjetitas preparadas para una emergencia... y eso si Gomitas no es rencoroso, que sí ha de ser, y si no se cobra el agravio en cuanto pueda, disolviendo el Conaculta o lanzando una nueva versión, recargada, del programa Hacia un País de Lectores.
       Más allá de la botana, y de las reflexiones azotadas que menudearon por todos lados luego del desfiguro —un columnista en la cumbre del candor le dirigió una sentida carta a la hija del candidato, reconviniéndola por ser tan fresa y tan mensa—, lo cierto es que Gomitas no perdió un solo voto por revelarse alérgico a los libros: esa carencia suya, si hay que calificarla así, no puede reprochársela la incontestable mayoría de mexicanos ajena, como él, a la lectura, y en todo caso nos podría concernir a muy pocos. También quedó subrayada la avidez de la prensa —no toda: la hubo ciega a la gansada de Gomitas—, y del reducidísimo porcentaje del electorado que en ella se informa, y de la todavía más reducida proporción de usuarios de redes sociales, cuando brota una perla así (de Gomitas o de cualquier otro): como ya era de esperarse, y ahora es evidente, la competencia es por ver cuál es menos hocicón, menos imbécil o menos cínico. Y lean o no lean —que no leen, y no importa— va a estar reñida.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 8 de diciembre de 2011.

El mejor papel

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Foto: FIL/Bernardo De Niz

Es inevitable: al llegar al final de la FIL me quedo con la paradójica impresión de que estos nueve días han sido demasiados (tanta agitación, tanto gentío, tan vacía la cartera luego de tantos libros, boletos de estacionamiento, cafés, tacos y gastos irreconocibles) y, al mismo tiempo, demasiado pocos. Lo dije al principio y lo he verificado nuevamente: la FIL es un oasis y su espejismo, una ilusión fugazmente materializada en la que es posible, en medio del desconcierto imperante, sumergirse en un frenesí pletórico de ocasiones para el descubrimiento cuya principal razón de ser son los libros. De ahí que, a quienes reincidimos —y venimos haciéndolo desde hace 24 años—, la feria nos importe que sea llevada por el mejor rumbo, enriquecida con programas mejores cada vez y defendida de las inercias, las estrecheces y los vicios que pueden acecharla. En medio de la catástrofe imperante, este espacio y lo que sucede en él constituye una circunstancia excepcional en la que debería tener preeminencia el ejercicio de la inteligencia constructiva, a despecho de frivolidades, conveniencias políticas, veleidades del mercado y ocurrencias de toda índole.
         Este domingo espero un buen cierre con el homenaje que recibirá Guillermo Sheridan como periodista cultural. Será un gustazo oírlo, espero, porque pocos como él están leyendo la realidad nacional con tal agudeza y, lo mejor, con tan saludable sentido del humor. Por otro lado, también me interesa entrar a la presentación del libro Nuestra aparente rendición, fruto de la admirable labor emprendida por la escritora Lolita Bosch en pos, precisamente, de concentrar mucho de lo más relevante que se piensa al respecto del espeluznante estado de cosas (a las 11:00, en el Salón C del área internacional); enseguida, ahí mismo, se presentará 72 migrantes, proyecto derivado del de Bosch a raíz de la masacre de San Fernando, Tamaulipas, y coordinado por la extraordinaria periodista Alma Guillermoprieto, para que los muertos en esta locura no queden sólo como cifras sin rostro y sin historia.
            Y a terminar de pasear con Regina, mi bebita, quien por lo visto está encantada con la FIL. Disculpas anticipadas a todos los prójimos que andaremos golpeando en los tobillos con la carreola. Hoy vendrá por tercera vez, y la llevaremos a FIL Niños —sin duda algo de lo mejor que tiene la feria; todavía no tiene edad para entrar a los talleres, pero ¡qué ganas les trae!—; también a que escoja todos los libros que quiera (bueno, aunque todavía no hable nos bastará con que pele los ojos o les sonría), y a corroborar en mi caso lo que yo jamás me imaginé: el mejor papel que me ha tocado desempeñar en la FIL es el de papá. Se siente estupendamente bien.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el domingo 4 de diciembre de 2011.


Insensatez

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Foto: FIL/Natalia Fregoso

Comprar libros en la FIL tiene sentido siempre que se verifique alguna de las siguientes condiciones: primera, que se trate de títulos que sea sumamente improbable encontrar en otra ocasión (imposible nunca es, porque existe internet); segunda, que los precios en la feria sean efectivamente menores que en otros lados, cosa rarísima, pues me he dado cuenta de que varios expositores encarecen sus mercancías con el fin de simular, ya en la FIL, que aplican un descuento, con lo cual los libros terminan costando lo mismo que en una librería —en el mejor de los casos, pues en la simulación se las arreglan para acabar fregándote de cualquier modo—; tercera, que el deseo de los libros en cuestión sea poderoso e irreprimible, al grado de saltarse las dos primeras condiciones e incurrir en la insensatez —y es lo que siempre me pasa, por eso acabo con la maleta reventando... y por eso cargo maleta, porque ya me conozco bien. ¿Cómo resistirse? Por ejemplo con los libros ilustrados de El Zorro Rojo, en el área internacional: bellísimas publicaciones de alta literatura editadas con un primor que yo no he visto en otro lado.
         Interrogado por un reportero, un comandante de la Policía de Guadalajara calculó que en el transcurso de las 9:00 a las 13:00 horas de este viernes habrían entrado a la Expo entre 18 y 20 mil almas. Por su parte, la Secretaría de Vialidad contó alrededor de 90 autobuses circulando o estacionados en las inmediaciones. Las cifras no sonarán exageradas para quienes presenciamos el tumulto, y a riesgo de ser machacón, no quiero dejar de insistir sobre lo pésimo de esta costumbre de la FIL: inundarla con cargamentos de estudiantes que no sólo ignoran a qué vienen (los profesores se desentienden de ellos y los sueltan a que hagan el desmadre que quieran), sino que quedan vacunados para nunca regresar por su cuenta, al fin que ya vinieron —porque no les quedó remedio— y por qué diablos habrían de volver, si ya vieron lo que tenían que ver. Además es peligrosísimo: ¿se espera que suceda una desgracia (una estampida, estudiantes sofocados o malheridos) para poner remedio? Es una lástima —pero qué bien se esponjan las cifras de asistencia así, claro. La cara más desagradable de la FIL.
            Aunque quién sabe: este sábado estará Peña Nieto, y seguro que eso gana: la feria como un escenario para el provecho propagandístico de éste y los otros que ya han pasado. O qué tal esto: también estará Yordi Rosado, que se ha convertido en uno de los infaltables (y, desde luego, en uno de los autores más celebrados cada año). A desentenderse de todo eso, y mejor refugiarse en la búsqueda de libros, para perseverar en la placentera insensatez.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el sábado 3 de diciembre de 2011.


Experimento

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Foto: FIL/Paola Villanueva Bidault

 La tarde del miércoles en la FIL hice un experimento: compré un libro aun cuando tenía muchísimas razones para no comprarlo —entre otras su fama, y es que he descubierto que me guío por un principio (o un prejuicio) que consiste en eludir hasta donde sea posible aquellos títulos de los que se habla mucho, los que todo mundo está leyendo (o diciendo que los lee) y a los que se adjudica el ilusorio valor de inusitados, rompedores, revolucionarios o cualquier otra etiqueta que únicamente podrá colgarles el paso del tiempo—; además, tuve la mala pata de entrar a su presentación, que resultó un acto irritante, protagonizado por el autor y dos patiños, empeñados los tres (con poco éxito) en ser chistositos y en desententenderse de dar al público presente ninguna información atendible, no digamos para leer el libro, sino ni siquiera para saber de qué se trataba. Una pérdida de tiempo, pues. A pesar de ello, fui a tomar un ejemplar, lo hojeé y con eso tuve para correr el riesgo. A ver qué tal. Y el objetivo de mi experimento consiste en corroborar mi sospecha de que las presentaciones de libros no sirven para nada, que en general tienden a ser las celebraciones desabridas y tediosas de un ritual que se verifica sólo porque es eso, mera costumbre: prueba de la escasa imaginación con que editores, autores y promotores anuncian sus mercancías, cuando las más importantes razones con que el libro cuenta para seducir a un lector están ya en sus páginas y deberían bastar.
         No todas las presentaciones son desperdicio, reconozco. Por ejemplo: entré también a la de Redentores, de Enrique Krauze, y me gustó ver cómo Javier Sicilia asumió su responsabilidad con toda seriedad y con mucha lucidez, redactando un ensayo para la ocasión que me pareció ejemplar: una lectura crítica y generosa para los posibles lectores que estábamos ahí, antes que obsequiosa para el autor —porque luego eso pasa: todo se va en chulearse y sobarse el lomo mutuamente.
            Este viernes arranca el Encuentro Internacional de Periodistas, y promete ponerse bueno. A las 12:30, en particular, hay una mesa con dos cronistas (Marcela Turati y Alejandro Almazán), un fotógrafo (Alejandro Cossío) y un novelista (Élmer Mendoza), que hablarán sobre el presente espantoso de México. Por lo demás, se presenta una colección de libros bellísimos, Hormiga Iracunda, con dos narradores excepcionales, Alberto Chimal y Ana María Shua (a las 17:00 en el Salón B). Y bueno, ¡es la venta nocturna! ¿Sí será? Que yo no he oído gran cosa. Ojalá, porque, por asombroso que parezca, la gente que viene a la FIL sí quiere comprar libros, y si éstos se ponen de modo, con descuentos apetitosos, todos salimos ganando.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el viernes 2 de diciembre de 2011.

Pirotecnias

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Iba a poner una foto de Vallejo, pero ya estuvo suave. Mejor pongo esta de Nicanor Parra, quien sale en este artículo y a quien acaban de anunciar que le dan el Cervantes. ¡Ésos son premios, no payasadas!

 ¿Si me reí con el discurso de Fernando Vallejo al recibir el Premio FIL? Pues sí, un poco. Creo que cuando se puso a canturrear la de la burrita («Arre que llegando al caminito...», le dio por gorjear). Por lo demás, sus dizque invectivas contra políticos, curas y carnívoros, contra sus propios papás y contra la humanidad en general, me confirmaron en el desinterés más completo por un escritor cuya forma de figurar en público —más allá de sus libros, quiero decir— consiste en la caracterización de un personaje que se quiere provocador, impertinente, claridoso, radical en sus juicios acerca de cualquier materia que salga al paso, vociferante, deslenguado, irreprimible y lanzado a decir lo que piensa siempre que se le ponga un micrófono enfrente (ah: según eso también es alérgico a los micrófonos, y cuando ya no puede esquivarlos se pone socarrón). Claro: que interprete al personaje que quiera, e incluso si está dispuesto a creérselo, allá él. El problema con personajes así —mi problema, quiero decir— es cómo la atención que inmediatamente se les dispensa llega a convertirse en una detestable distracción de asuntos más importantes, y cuánto se pierde a causa de esas distracciones, alimentadas por la voracidad que los medios tienen por el argüende insustancial y por lo desprevenido que puede estar el público de esos medios al presenciar el relajo y acabar yéndose nomás por ahí.
            Conviene recordar, en primer lugar, que la capacidad del público y de los medios en México para reconocer y asimilar ironías y sarcasmos es ínfima, y que cuando alguien suelta lo que parece una barbaridad, haya querido o no hacerse el gracioso, nadie le entiende y automáticamente se ve orillado a explicarse. Luego del discurso de Vallejo —a qué enorme distancia, ¡ay!, de la pieza deslumbrante que pronunció Nicanor Parra cuando le dieron el Rulfo, o de las palabras entrañables de António Lobo Antunes, por poner dos ejemplos de escritores que recibieron el mismo galardón con altísima dignidad poética— me ha tocado oír y leer de todo: desde la inconformidad «airada» del alcalde de Tlaquepaque, presente en el acto y encabritado al punto de largarse rabiando (que a quién le importa, por lo demás), hasta las declaraciones entusiastas con que muchos han querido suscribir las palabras del colombiano, pasando por la indignación de un funcionariete de la cultura que exigía, entre trago y trago de cerveza, que se le retirara la nacionalidad mexicana al muy insolente. Y durante varios días en la FIL pareció que sólo se hablaba de eso.
            No está mal que alguien, como Vallejo haciendo uso de su turno en los reflectores, incomode a quien sea. Es más: hasta divertido puede ser. Lo triste es que sólo haga eso, en una ocasión —la entrega de un premio importante— propicia para que nos ocupemos, así sea excepcionalmente, de la literatura. Pero ya lo dijo el propio escritor en su encuentro con jóvenes en la FIL: «A mí la literatura no me interesa mucho». Así que ahí lo tenemos: bien dado este premio, ¿no?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de diciembre de 2011.

De tarea

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La expresión de la chamaca que se acerca a pedirle la firma a JVM: «Maldito profe, para qué me mandó con esta vieja». Foto: FIL/Bernardo De Niz

«¡Ay, amá, ya te dije que no me puedo ir porque estoy haciendo tarea!»: es lo que chilla una chamaca a su celular, mientras se apresura, cuaderno y bolígrafo en mano, rumbo a la encomienda que su profesor (de prepa, me imagino) le haya encargado. He visto ejemplares de esta angustiada especie por todos lados: llenando varias filas de presentaciones y mesas redondas, o sembrados como una maleza proliferante en el suelo mientras esperan a que Alejandro Jodorowsky —que, evidentemente, ignoran quién es— se digne a llegar a dar autógrafos. Se copian las respuestas a los cuestionarios prescritos, garabatean títulos de libros, nombres de autores, datos que no le importan a nadie —a ellos menos que a nadie— para conseguir la calificación. Y en cada puñado de este «público» (que, desde luego, contará para engordar las cifras con que al final la FIL dé cuenta de su «éxito», como siempre) va enconándose la aversión a la lectura y lo que hay en sus alrededores: esa odiosa obligación ideada por profesores incapaces de imaginar nada más.
         La tarde del martes y la mañana del miércoles ya puse más atención en ver en qué se me va el tiempo en la FIL. En este orden: 1) desplazándome entre el gentío; 2) atorándome por los integrantes de ese gentío que resultan conocidos y con los que es indispensable detenerse para conversar; 3) demorándome con los conocidos cuya conversación —en general reiteraciones de lo aburrida que se ha vuelto la FIL— me hace olvidar a dónde iba; 4) yendo al baño o a fumar; 5) entrando al fin a alguna presentación, y 6) viendo libros. He comprobado que esto último es lo mejor. Ahora mismo vengo de hallarme una auténtica maravilla, que es el nuevo libro de Juan José Arreola. Así como se oye: un volumen, bellamente editado, en el que Alonso y José María Arreola compilaron las cartas que su abuelo escribió a su abuela, acompañadas por testimonios familiares y fotografías: Sara más amarás, se titula, y acaba de ser publicado por Joaquín Mortiz (se encuentra en el stand de Planeta).
            Este jueves, gracias principalmente a la tradicional infestación de estudiantes acarreados, la FIL estará menos desolada de lo que se ha visto desde el lunes. Creo que se perciben los efectos de la austeridad imperante en la Universidad de Guadalajara, particularmente en este año de apretones presupuestales y despilfarros como la feria de Los Ángeles y la Feria Internacional de la Música. Yo había marcado en mi programa entrar con el israelí Etgar Keret, pero canceló. Así que sólo preveo estar en la presentación de Breve historia de la medicina, el nuevo libro de Francisco González Crussí —a mi juicio, el ensayista mexicano en activo más estimable que hay. A las 18:30, en el Salón Antonio Alatorre.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el jueves 1 de diciembre de 2011.

Misterios

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Los «25 Secretos». Salvo dos o tres —que para mí no eran «secretos»—: 
mucho gusto, no me interesó lo que hacen, gracias por participar Foto: FIL/Bernardo De Niz

Ya a medio camino, y no he tenido oportunidad de ponerme a ver libros con calma. Quizás sea mejor, pues así no llegaré tan gastado a la venta nocturna del viernes —seguramente una de las mejores ideas que la FIL ha tenido en los últimos años: promover que los expositores pongan descuentos a sus mercancías, siempre tan absurdamente caras y con buena parte de las cuales terminan regresándose, también absurdamente. Sí me di una vuelta ya por el pasillo de las editoriales independientes, donde creo que hay mucho de lo mejor que puede uno encontrarse —y que es adonde más sentido tiene ir: en tiempos de internet, cuando es posible localizar libros prácticamente en cualquier lado, y encargarlos para que lleguen por correo, o descargarlos si se cuenta con un aparatejo electrónico, vale la pena asomarse con los independientes, que son a los que más les falla la distribución y que sólo en ocasiones como la FIL se puede ver qué traen.
    Lo misterioso, para mí, es que si bien no he tenido modo de ver libros, tampoco me la he pasado en presentaciones ni conferencias, así que ¿en qué se me ha ido el tiempo? He entrado a pocas actividades, en realidad, y rescato dos: el show de James Ellroy, muy cotorro, para oír sus ladridos (así pienso que debe ser una presentación: un autor que, lo poco que tiene que decir, lo suelta pronto, e increpa a sus lectores para que vayan a comprar sus libros), y la presentación de La fábrica del lenguaje, S. A., de Pablo Raphael, un título que me interesa especialmente y en torno al cual su autor y quienes lo acompañaban (Cecilia García Huidobro y Antonio Ortuño) dieron razones muy atendibles para animarme a comprarlo. De ahí en más, pasé un rato a la segunda mesa de los «25 Secretos Mejor Guardados», y salí pitando: qué cosa más tediosa, oír a un puñado de desconocidos que, para mí, seguirán siéndolo: una decepción, creo que atribuible al formato, pues bien se pudo haberlos preparado para que expusieran algo más serio en vez de limitarse a dar respuestas insulsas a las preguntas que se les hacían.
    El programa de este miércoles, como es tradición a media FIL, está bastante flojito, con la excepción —desde mi punto de vista: habrá quien encuentre la felicidad en otras cosas— de la presentación de Ánima, de Antonio Ortuño: no sólo una estupenda novela en clave que tiene que ver mucho con Guadalajara y varios personajes memorables del mundo tapatío del cine, sino además una de las lecturas más divertidas que he tenido en mucho tiempo, al grado de que una noche estuve a punto de ahogarme con las carcajadas. A las 20:00 horas en el Salón Elías Nandino. ¡Tan tarde! ¿Y en qué se me va a ir el tiempo hasta entonces? A ver si soy capaz de averiguarlo.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de  Mural, el jueves 30 de noviembre de 2011.

Guillermo Sheridan: el escrutador del disparate

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Los extremos del puente colgante sobre el que avanza precariamente el presente mexicano son la consternación y la indignación, y casi no hay esperanza o ilusión que en ese trayecto no queden disipadas de inmediato por los ventarrones del desastre que atravesamos: un barranco donde se mezclan la esperpéntica realidad que propone incesantemente la actualidad noticiosa, las admoniciones odiosas de la historia (tenemos lo que nos hemos merecido), nuestra propia incapacidad de entender nada y la corroboración constante de las peores manifestaciones de la idiosincrasia nacional —si efectivamente existe eso, y si existe ya nos amolamos sin remedio—: el agandalle, la dejadez, la malhechura, la obcecación en el despropósito, la incompetencia para ningún tipo de solidaridad auténtica (y no sólo las nociones sentimentaloides e infundadas que usufructúan la televisión y los partidos políticos), el cinismo...

Para seguir leyendo acerca del destinatario, este año, del Homenaje de Periodismo Cultural Fernando Benítez en la FIL de Guadalajara, por acá, por favor, al nuevo número de Magis.

Lo mismo

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Foto: Mural/Emilio de la Cruz

 Me lo dijo mi amigo Martín Mora el domingo que nos topamos por los pasillos de la FIL, arrastrando parecidos desencantos, y no pude sino darle la razón: si un año dejara de organizarse la FIL, al año siguiente no se recordaría y sería como si nadie se hubiera dado cuenta. Quizás porque todas las ediciones terminan siendo tan parecidas y por el evidente escaso interés que hay en introducir variaciones significativas: como dice Martín, es cierto que la feria está muy bien aceitadita y ya se sabe muy bien lo que funciona en ella (razón por la cual, reconozco, seguimos yendo y no nada más por tercos, sino por la certeza de que siempre encontraremos algo que valga la pena), pero con la historia que tiene, ¿no debería atreverse a aprovechar su solidez y su prestigio en pro de brindar a su público, viejo —como nosotros— y nuevo, condiciones refrescantes y más estimulantes para el encuentro con los libros?
         Pienso, por ejemplo, en las razones que, más allá del interés de las editoriales, podrían tener los autores más importantes del momento para venir a Guadalajara. Es lo que yo más he agradecido de los programas literarios de la FIL: la oportunidad de escuchar a gente como Claudio Magris hace varios años, William Golding hace siglos, Herta Müller esta vez o incluso Ray Bradbury, aunque sólo estuviera vía satélite. Pero han sido muy poquitos: uno o dos por año. Y aun cuando el programa sea tan diverso como ahora, lo cierto es que podría concentrarse el esfuerzo en elevar el nivel, en vez de reciclar siempre al puñado de los mismos que siempre andan por aquí. Y pienso también en las condiciones del recinto ferial, insuficiente a todas luces desde hace mucho tiempo y cada vez más inaccesible e inhóspito. ¿Veremos el día en que la FIL, que tanto le ha costado a la Universidad de Guadalajara, se mude al Centro Cultural Universitario, que también?
            Este martes planeo aprovecharlo bien con los alemanes, a ver qué tal están haciendo su papel. Como soy tan ignorante de lo que es su actualidad literaria, echo un poco de menos que hayan decidido dejar de lado la tradición a la hora de hacer la maleta y que se hayan traído sobre todo cosas nuevas. Pero no les pierdo la fe. Tal vez me asome también a la presentación de El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel (entre los más interesantes de los mexicanos jovenazos), a las 17:00 en el salón D del área internacional, y a la de La relación entre los tragasapos y los tiranos, de William Hazlitt: uno de mis ensayistas favoritos, publicado por Ditoria, una de las editoriales más valiosas y estimables de México, a las 19:00 en el salón A de esa misma área. Aprovechando: ¿no habrá modo de que prendan la calefacción? La reuma arrecia con tanto frío.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el martes 29 de noviembre de 2011.

Fogatita

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Doña Müller, como diciendo: «¿Hasta qué horas va a decir alo interesante este viejito gestudo que me sentaron al lado?».  
Foto: FIL/Bernardo De Niz
La voluntad de la masa es inescrutable. ¿Qué misteriosas razones animan a alguien para sumergirse en el tumulto, aguantar empujones y pisotones y resignarse al hacinamiento? Y esa gana de estar ahí, por ejemplo en el diálogo entre Herta Müller y Mario Vargas Llosa la mañana de ayer en la FIL, ¿se ve recompensada? Supongo que sí, y es algo de lo asombroso que para mí siempre ha tenido la feria: la gente, pese a todo, acaba saliendo bastante satisfecha. Yo no sé: creo que lo más importante —para hablar específicamente del programa literario, acaso el más atractivo por cuanto reúne y pone al alcance del público a los escritores— está en las páginas de los libros, en el recorrido a solas y en silencio (y sin empujones ni pisotones) que se puede hacer por ellas, y que nada, o casi nada, se pierde al sustraerse a la atención excesiva que se promueve en torno a los autores, convertidos en estrellas tan parecidas a las de la farándula o el deporte o la religión.
    Con todo, ahí estuve para escuchar a la rumana/alemana y al peruano/español. Llegué tarde, no alcancé audífonos para la traducción simultánea (mucho menos asiento, y así uno puede terminar con várices), y me largué cuando constaté que Vargas Llosa venía a repetir las obviedades sentimentaloides de otras veces: que la literatura es nuestra defensa contra el infortunio, que con ella se tiene acceso a otras vidas, y que los primeros hombres que se pusieron a contarse historias en torno a una fogatita y blablablá. (Lo que es tener un rollo prefabricado, útil para cada que se ofrezca, y revelarse como alguien incapaz o indolente para decir algo nuevo al mismo público). Me habría gustado, sí, saber qué dijo Müller, pero ya me enteraré de cualquier modo... O más bien seguiré leyendo sus libros, que es lo mejor.
    Sólo he podido pasar apresuradamente por el pabellón de Alemania, y mi impresión es que quedó demasiado austero: este año dejó de utilizarse un considerable espacio, tan grande como para organizar una cascarita en él. Por lo demás, hoy lunes —día de profesionales en la mañana: ocasión de ver libros con calma para quienes gozamos la bendición del gafete— preveo sacarle la vuelta a Fernando Savater, a Alejandro Jodorowsky, a José Emilio Pacheco y a Fernando Vallejo (que estará gruñendo para mil jóvenes): maldita la falta que les voy a hacer, si de cualquier modo se va a atestar. Y pienso, mejor, entrar a una de dos: la presentación del libro de Marcelino Cereijido, Hacia una teoría general sobre los hijos de puta, a las 19:00 en el Salón 3, o a la de la Poesía completa del Padre Placencia, en el salón que lleva su nombre y a esa misma hora: voy a echarme un volado.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el lunes 28 de noviembre de 2011.

Palabras huecas

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Foto: FIL/Marte Merlos

Las horas iniciales en la FIL, cada año, se me han vuelto un déjà vu en el que siempre me repito que las horas iniciales en la FIL, cada año, se me han vuelto un déjà vu... Quiero creer que la cosa será distinta para quienes vienen por primera vez: por las dimensiones de la feria, por el gentío, por las cantidades de libros a la vista y la cantidad de actividades que atestan el programa, el pasmo de la primera impresión debe dar paso naturalmente a la ilusión de que estas desmesuras entrañan una suerte de riqueza, de abundancia de ocasiones para el feliz descubrimiento. A estas alturas, me encantaría recuperar ese optimismo... pero la tengo difícil desde la inauguración, invariable en su formato tedioso y en algo que —ahora he caído en cuenta— me parece particularmente irritante. A ver:
    Estaremos de acuerdo en que corren tiempos horrorosos (¿qué pasó hace tres días a unos pasos de aquí, en los Arcos del Milenio), y en que nada de lo que ocurre puede soslayarse en ningún momento —pues de lo contrario sí que estaremos perdidos. Pero pasa que a menudo, y lo pensé por la intervención de Jorge Volpi en la entrega del Premio FIL a Fernando Vallejo (y también por el discurso de Vallejo, pero ahorita voy sobre eso), que se exalta a la cultura y a la educación como la forma mejor de combatir «la violencia y la desigualdad», y que los pronunciamientos en ese sentido siempre merecen aplausos y dejan a todo mundo muy tranquilo... Y no es que dicho enfoque no tenga algo de sustento: lo malo es que ni la cultura ni la educación (que quién sabe qué signifiquen en un país como México) arreglan todo, como tampoco hay nadie que pueda decirlo en serio, aparte de que su exaltación emocionante y por lo general cursi termina por ser una mascarada más: palabrerío hueco y prescindible.
    Y bueno, Fernando Vallejo. Chistosito, ¿no?, como se esperaba, en su sermón misantrópico y antirreligioso y vegetariano y antivoto y su pirotecnia presuntamente biliosa. Agradó mucho (quizás a los priistas presentes no tanto), le festejaron todo, se veía muy contento el señor. De bostezo. ¿Cuándo el Premio FIL volverá a tratarse de la literatura?
    Espero que el diálogo entre Herta Müller y Mario Vargas Llosa, hoy a las 12:00, me reoriente a ese optimismo que decía, en mi necesidad de redescubrir lo mejor que puede sucederle a alguien en la FIL —aunque para ello habré de sobreponerme al tumulto y a sus ansias de espectacularidad. Por lo demás, hoy se presentan la Poesía reunida y los Cuentos completos de quien seguramente es la escritora mexicana viva más importante que hay, Amparo Dávila (a las 12:30, en el Salón José Luis Martínez), y comienza la pasarela de los «25 Secretos Mejor Guardados», que, creo, es uno de los programas más interesantes este año.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el domingo 27 de noviembre de 2011.

Cuál 25

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Foto: FIL/Pedro Andrés

Ojo: la FIL no está cumpliendo 25 años. De 1987 para acá (¿me traigo un ábaco?) son 24 añitos. Una vez hecha esa aclaración, ¿qué, por dónde vamos a empezar esta vez? Por el acto inaugural con la entrega del Premio FIL al novelista colombiano/mexicano Fernando Vallejo, claro. En vista del historial de este señor como un deslenguado y un provocador, la expectativa es que suelte al menos alguna barbaridad, y si así sucede le será festejada incluso por las autoridades presentes en el presídium (que no es lo mismo que presidio, aunque parezca); si se comporta con toda diplomacia y se guarda de socarronerías o exabruptos, será un poco decepcionante.
         A partir de ahí, creo que lo mejor es tomar las cosas con calma, y proceder a revisar el programa prudentemente, porque además ya no está uno en edad: la FIL es ocasión inmejorable para constatar los estragos del tiempo, medibles en canas de más o pelos de menos, hoyitos extras para el cinturón y ansias de hallar cuanto antes una banca para descansar las rodillas tembeleques. Este sábado de arranque, lo más atractivo será seguramente la presentación de James Ellroy, notable reincidente en la feria (y, como Vallejo, otro gruñón bueno para incomodar a quien se deje), que presentará su libro A la caza de la mujer (a las 18:00 horas, en el Salón 3). Fuera de eso, quizás asomarse al acto donde estará el novelista español Eduardo Mendoza, un autor estimable que... ¡no, mejor no, porque lo acompañará Elena Poniatowska! ¿Y qué tal mejor ir con Juan Villoro, que trae a presentar un libro para niños? Seguro que estará divertido: Villoro, auténtico hombre-orquesta de la literatura mexicana, pues hace lo mismo crónica que novela, ensayo, cuento, teatro y análisis futbolístico, y también es un autor duchísimo en la fabricación de historias para ese público insobornable que son los chamacos (a las 17:00, en el Salón José Luis Martínez); en todo caso, será preferible a la presentación de El país de uno, de Denisse Dresser, periodista tan encantada consigo misma que posó sin remilgos para el retrato que ilustra la portada de su libro. Y bueno, pasear un poco, echar cuentas a ver cómo se evaporará el aguinaldo, investigar con qué salieron los alemanes en su pabellón: ¿irán a regalar cerveza y salchichas, o vendrán muy gastados por andar rescatando a Grecia? Yo habría querido que, en su programa musical, de perdida trajeran a Scorpions, pero ni eso.
            Me ha alegrado saber que se presentará un libro que reúne las reseñas de poesía que escribió el inigualable y extrañadísimo Arturo Suárez, y es que ésa es una muy buena forma de seguir teniéndolo en la feria que gozó tanto y a la que, con sus Canuteros anuales, hizo aún más divertida. Es a las 18:00 en el salón Agustín Yáñez.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el sábado 26 de noviembre de 2011.

La historia de tantos

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Tengo la suerte de haber vivido todas las ediciones de la FIL, desde 1987, según los diferentes papeles que el destino ha querido asignarme en ella: como estudiante acarreado la primera vez, luego como ocioso que iba apenas a curiosear, más tarde como periodista, editor y profesor —acarreando y pastoreando alumnos—, también como presentador de libros y alguna desdichada vez como moderador de una mesa (situación angustiosísima, pues debiendo distribuir el uso del micrófono entre los participantes, no conseguía arrebatárselo a Volodia Teitelboim, y aún faltaba la intervención de Antonio Skármeta cuando ya me habían conminado a dar las gracias para largarnos: juré que jamás lo volvería a hacer). Creo que nomás no he sido mesero ni edecán, porque chofer sí, de los amigos que hay que llevar y traer, y animador de fiestas y cocteles, y módulo ambulante de información, y casi socorrista una vez que iban a atropellar a José Luis Martínez; intérprete, publicista improvisado de novedades editoriales, cargador, encargado de stand, «arquitecto» (así me dice una señora de la editorial Gustavo Gili cada año que me ve regresar), cazador de autógrafos nomás una vez (con Roberto Calasso: luego me dio mucha vergüenza, porque hasta le eché el brazo al hombro para que nos tomaran una foto), y también he sido escritor: aunque nunca me ha tocado que se presente un libro mío, sí me ha alegrado ver que están a la venta. Sobre todo, he sido público, y como tal he hecho todo lo que corresponde: deleitarme, sorprenderme, fastidiarme, perderme, irritarme y hasta dar lata con preguntas impertinentes. En 24 años, mi biblioteca ha crecido muchos metros con las compras que he hecho, lo mismo que los anaqueles de mi memoria dedicados a la preservación de las anécdotas que han tenido lugar en la feria, de manera que volver cada otoño supone pasear por una zona cada vez más amplia de la vida en la que voy encontrándome con todos los que he sido en el pasado, y supongo que la feria eso ha terminado siendo para muchos reincidentes irremediables como yo: una parte decisiva de la propia historia. Este año me espera una novedad impresionante: el rol de papá con su hijita en la FIL.
    Al llegar a su edición 25, cuando se ha vuelto indispensable para la historia de tantos, creo que vale la pena reflexionar en la importancia de su público: lo que busca y lo que encuentra, lo que gana, lo que merece. Averiguar qué podrá significar el lema de este año, «Somos lectores», y especialmente en un tiempo tan complicado como éste, en que un acontecimiento de esta naturaleza —una fiesta en torno a los libros, vaya cosa insólita— es a la vez un oasis y su espejismo. La FIL es de todos los que vamos a ella. Y ahí vamos a estar, a ver qué tal nos sale esta vez.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el viernes 25 de noviembre de 2011.

Sada

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Foto: ®Borzelli Photography

 A Daniel Sada le gustaba platicar que sus primeras lecturas fueron de los clásicos: los volúmenes polvorientos que ponía al alcance de su atención infantil la profesora Panchita Cabrera, dueña de la única biblioteca en Sacramento, Coahuila, el pueblo en medio de la nada del que el escritor —nacido en Mexicali, en 1953— saldría para ir a encontrarse con la sorpresa de que vivía en el siglo 20 y que ya nadie escribía como Plutarco o como Homero. Así que ningún arduo aprendizaje: fue el único que estuvo a su feliz disposición, y de él Sada obtuvo, tan naturalmente, las destrezas poéticas que habrían de caracterizar a sus creaciones —formidables empresas de ingeniería narrativa acometidas con un fulgurante dominio de las posibilidades más insospechadas del idioma español.
       Exigentísimo con su trabajo y, por ende, con sus lectores, Sada fue un artista incapaz de concesiones o complacencias: sus historias y su poesía, así, terminaron por ser una aventura insólita en el paisaje literario de su tiempo, al margen de modas y oportunismos y en pos de descifrar lo que pasa donde aparentemente no pasa nada: el desierto, pero también las soledades de hombres y mujeres cuyas pulsiones primarias (el deseo, la ambición, el rencor, el ansia de vida, el amor, lo que resulta del encontronazo con la belleza) son materias preciosas y dignas de una altísima épica, sólo que hace falta un escritor así para darse cuenta. Novelas como Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, Albedrío o Casi nunca son, sí, proezas del lenguaje, irrepetibles y deslumbrantes, pero además acontecimientos decisivos y entrañables para la existencia de cualquiera que llegue a sumergirse en ellas.
       Daniel Sada, que creció leyendo a los clásicos, se convirtió en uno de ellos. Además de un maestro generoso e iluminador y un hombre afable, fue, qué duda cabe, uno de los escritores más originales y fascinantes de nuestro tiempo.

Hacia la FIL III
Los numerosos programas de actividades de la feria que arranca este sábado garantizan que será una de las ediciones más diversas, y habrá que escudriñarlos a fondo para aprovecharlos bien. Como reincidente irremediable que soy, desde 1987, a menudo me veo asediado por quienes me piden recomendaciones: qué ver, a dónde meterse, qué comprar, etcétera. Y este año creo que lo mejor será dejarse conducir por el azar: total, si uno cae con Yordi Rosado o con Juan Gelman, o en una mesa de ecuatorianos o una reunión de bibliotecarios, o si se topa con Peña Nieto o con Vargas Llosa o con Herta Müller o con Lupita Jones o con alguno de los catorce Taibos, igual tendrá ocasión de divertirse. Porque es lo que yo me propongo: lo más importante es que en la FIL hay que pasársela bien —para algo es nuestra. Además, este año será la primera vez que irá Regina, mi bebita, cosa que me hace mucha ilusión. Aunque también me da un poco de pendiente: ¿y si luego ya no se quiere salir?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 24 de noviembre de 2011.

Cuidadito

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La muerte del secretario de Gobernación fue una noticia trágica a la que sólo pueden seguir noticias pésimas: consecuencias del todo indeseables ante las que más vale estar alertas. Una de esas consecuencias pudo empezar a conocerse cuando, el domingo siguiente a esa muerte, ocurrió la detención, a todas luces ilegal, injustificable, pero por desgracia no inexplicable, de un joven diseñador a todas luces ajeno al hecho —cosa que por desgracia no tiene mayor relevancia a los ojos de un sistema judicial en el que debe comprobarse la inocencia antes que la culpabilidad—, quien un día antes del helicopterazo había publicado un tuit que luego sería juzgado como «profético» (una mensada, en realidad, que aludía a la muerte, hace tres años, del otro secretario de Gobernación literalmente caído en el sexenio). Conducido a la mala a un interrogatorio absurdo, el tuitero Mario Flores (@mareoflores) fue privado de la libertad por una payasada, según sus captores porque así refrendaban «su compromiso de agotar todas las líneas de investigación» —y mientras ya iba tomando forma la versión oficial de un accidente, que seguramente será con la que nos quedaremos: por algo es oficial.
       El caso cobró relativa resonancia: Twitter y, en general, las redes sociales, incumben todavía a una porción reducida de la población en México, y los medios tradicionales llegaron a consignarlo, pero pronto pasaron a otra cosa. Sin embargo, ha de constar como evidencia de la precariedad de las garantías individuales en la circunstancia presente, y como advertencia sobre la medida en que dicha precariedad la agravan la confusión y el desconcierto imperantes: cuando la incompetencia de la autoridad es tal que no sólo no sabe dónde buscar, sino ni siquiera qué es lo que busca, ¿no pasamos automáticamente todos a figurar como sospechosos? En la urgencia por dar con las «verdades» que necesitan, los pesquisidores son capaces de encontrarlas donde sea, y sus métodos son más eficaces entre menos escrúpulos los estorben. Por suerte, el tuitero graciosito fue soltado pronto. Pero esta historia pudo haber terminado, como tantísimas otras, mucho peor.

Hacia la FIL II
El contingente de autores alemanes que volarán a Guadalajara es reducido, y tiene la desventaja de que sus integrantes difícilmente le resultarán conocidos al público. La estrella será Herta Müller, quien según he sabido —pero no he sabido confirmarlo— ya estuvo alguna vez en Guadalajara, traída por el Goethe Institut mucho antes del Nobel. No entiendo muy bien qué tendrá que platicar con Mario Vargas Llosa («¿Y cuando te dieron el premio te fijaste en el rey de Suecia, cómo le brilla la pelona?»), pero sí me apresto para oír lo que ella tenga que decir: a quien no la haya leído y se interese por sacarle algún provecho a su visita, me permito recomendarle su libro de ensayos El rey se inclina y mata: una suerte de autorretrato estremecedor, de altísimo nivel poético y de honduras insospechables.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 17 de noviembre de 2011.
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Tario

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Tario, portero. Bonita foto, aunque a todas luces el gol parezca efectivamente haber sido tal.

Por estos días ha estado recordándose a Francisco Tario en el centenario de su nacimiento: mesas redondas, una exposición fotográfica y documental y la puesta en escena de la adaptación de uno de sus cuentos, así como rescates de algunos materiales inéditos y el anuncio de reediciones e incluso una antología de su narrativa que aparecerán en 2012. Todo, claro, está teniendo lugar en la Ciudad de México (no veo que en la FIL vaya a haber nada: malamente, pues era la ocasión). Lo más importante será que su producción se ponga a circular con mejor fortuna de la que ha tenido siempre (tirajes breves, dispersos, pronto inencontrables), y que esté al alcance de la atención de cada vez más lectores, pues indudablemente se trata de uno de los autores mexicanos que más la merecen —a despecho de las veleidades del mercado, de la miopía de críticos e historiadores de la literatura y de los espejismos de la celebridad y la publicidad.
         Tario (Francisco Peláez: la versión más aceptada es que el nom de plume lo habría tomado de una voz purépecha que aludiría a algo como «lugar de ídolos» o «lugar de máscaras») es un escritor de fama paradójica, pues en buena medida la ha ganado —desde su muerte, en Madrid en 1977— precisamente por no ser famoso. Tampoco parece que jamás se lo haya propuesto: qué le iba a interesar, inmerso como estaba en las profundidades insospechables del misterio creador, y viviendo una existencia fascinante cuyas señas solemos repetirnos sus fans como énfasis de su singularidad: astrónomo aficionado, pianista más que decoroso, frontonista avezado (jugaba con Manolete), dueño de un cine en Acapulco, viajero de transatlánticos, casado con una mujer deslumbrante (a cuyo fantasma dedicaría su último libro, Una violeta de más) y portero durante algún tiempo del Asturias: el guardametas más elegante que ha tenido el futbol mexicano... Pero sobre todo un narrador originalísimo: el territorio vasto de lo fantástico sirve para localizarlo, pero Tario lo sobrepasa por la medida en que ahonda en la naturaleza humana —y con inestimable voluntad poética: de ahí que, para quien lo descubre, se vuelva de inmediato una presencia entrañable. Qué bien que se lo recuerde: ojalá que ya nunca, en este país tan dado a la desmemoria, volvamos a olvidarnos de él.

Hacia la FIL I
Es inevitable: en vísperas del annus horribilis electoral, habrá pasarela: Marcelo Ebrard y Enrique Peña Nieto tienen programadas sendas conferencias en la FIL, y Josefina Vázquez Mota viene a presentar un libro suyo. (Son los que van hasta ahorita: a ver a quién más se le antoja). Qué fastidio, que hasta ahí tengamos que encontrárnoslos. Ojalá que, al llegar a donde pujan por llegar, hicieran algo por la educación y la cultura —que se supone que por eso aprovechan este escenario, ¿no?, para retratarse en las inmediaciones de los libros, y para fingir que les importan. Pero ya se sabe. ¿Deveras es inevitable que vengan?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de noviembre de 2011.

Bonus tracks:
A continuación, enlaces a piezas inéditas de Francisco Tario que el escritor Alejandro Toledo ha rescatado recientemente:


Miguel

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Tengo varios, quizás muchos discos de Miguel Ríos —un buen tiempo viví creyendo que todos, pero era una suposición vaga que, cuando me puse a verificarla, quedó desmentida de inmediato: hay elepés, y desde luego vinilos de 45 RPM (quien sepa qué quieren decir estas nomenclaturas sabe que hablo de la prehistoria), que seguramente jamás circularon en México, aunque sí estoy al tanto de poseer por lo menos un álbum editado sólo en España (El rock de una noche de verano) y que conseguí con algún esforzado desembolso en la época en que me dio por reunir lo más que pudiera de la producción del granadino (desde 1986, El año del cometa, como una de sus piezas mejores). De cualquier manera, la porción de su discografía que se incluye en mi colección es lo suficientemente amplia como para acreditarme como un seguidor más o menos perseverante de su trayectoria. No estoy seguro, sin embargo, de ser o haber sido un auténtico fan: supongo que en tal caso habría viajado hace unos días al concierto con que Ríos se despidió de las actuaciones en vivo, y que tuvo lugar en la clausura del Festival Cervantino en Guanajuato (originalmente estaba programado que también visitara Guadalajara, el sábado pasado, y aquí sí teníamos previsto ir, pero canceló, y no he hallado explicación por ningún lado).
        Supongo que no hay fervores del gusto —pasajeros o perdurables— que con el paso de los años no sean cada vez más indefendibles, y creo que es porque cada nueva elección a la que se llega precisa u objetiva a las anteriores, de manera que todo entusiasmo queda supeditado a las condiciones que lo propiciaron en su momento, y obstinarse en profesar veneración a cualquier cosa (un artista, una obra) es justamente eso: obstinarse, entercarse... porque además artistas y obras también se convierten en algo distinto de lo que fueron para quienes fuimos cuando llegamos a ellos. Pero la historia de nuestras predilecciones (y de nuestras aversiones, desde luego) es lo que nos define, y la música de Miguel Ríos debo contarla como un ineludible punto de partida para eso que quién sabe si pueda llamarse educación sentimental —o algo parecido—, e imagino que eso le sucederá a cualquiera que vuelva a revisar los parajes del soundtrack de su vida donde se haya estacionado más tiempo. De ahí que se me complique disculparle a este cantante en particular algunos devaneos a mi juicio impropios de un rockero consistente (reincidencias en baladas desguansadas, cursilerías que prolongaban la que, ¡ay!, fue su éxito mayor, el «Himno a la Alegría», duetos imperdonables); aunque creo que me las puedo arreglar para que prevalezca el recuerdo de los dos conciertos que presencié, uno ¿a finales de los ochenta?, en el Cabañas, y el que dio en la FIL de 2006: ambos como para creer sin dudar aquello de que «los viejos rockeros nunca mueren». Y es cierto, qué diablos: para eso nacen, para no morirse —aunque digan adiós.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 3 de noviembre de 2011.


Sustos

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En la casa donde pasé la infancia se aparecía «El Monjito». La falta de evidencias inapelables estaba sobradamente compensada por la voluntad de creer y por el supuesto sustento histórico que facilitaba la ubicación del terreno, en el barrio de las Nueve Esquinas, a unos pasos de donde hubo un convento franciscano y justo donde éste habría tenido la huerta y el camposanto, en un rumbo que ya había comenzado a deshacerse de su naturaleza residencial, lo que tenía el efecto de un despoblamiento imparable, sobre todo los fines de semana y por las noches. Era, además, una casona con techos altos y muros gruesos que acentuaban las oscuridades y los silencios, y en éstos se multiplicaban los ruidos extraños: era desasosegante hallarse ahí a solas. O sea que las condiciones estaban dadas para que nuestra imaginación admitiera con naturalidad muy poco racional la presencia del espectro, cuya denominación procedía, creo, de la descripción que habría dado el tío Ramón, cuando venía del pueblo y pernoctaba en la sala: una figura encapuchada que lo despertaba y cuya peculiaridad mejor era su enanismo. Mucho después un sobrinito corrobororaría esa descripción, con lo que la aparición recurrente se volvió indudable por la patraña comúnmente aceptada de que los niños no mienten. Pero antes de eso ya «El Monjito» había dado indicaciones a la tía Concha —esposa del tío Ramón— para que reventáramos el piso de una recámara donde estaría esperándonos un tesoro, cosa que hicimos puntualmente. Y cuál: ahorita estaríamos viviendo en Malibú.
        No es la mejor historia de fantasmas que conozco, pero sí la única en que he tenido un papel, con mi terror de muchas noches a que aquel franciscanito ocioso decidiera procurarme. (La mejor historia se la debo a mi papá, ya la contaré en otra ocasión: es sobre una muerta que le estrechó las manos, y es la única que creo sin ningún reparo). El punto es que, a muchos años luz de la infancia, veo que probablemente fue en la presencia de «El Monjito» donde se originó mi aversión radical a toda forma de espanto, particularmente las que la gente se procura por gusto, por ejemplo en el cine o en la lectura: cuando he visto películas de terror —cosa que evito a toda costa desde hace mucho— me la he pasado francamente mal, y si en una novela empieza a haber atrocidades, la dejo de inmediato (la única excepción es con Cormac McCarthy, autor que me ha dado pesadillas: aunque con él no se trata de lo sobrenatural, y seguramente eso es más temible). Porque, además, bastantes sustos ha de llevarse uno en la vida: el taladro del dentista, una intimación de Hacienda, la cifra ominosa que reporta la báscula, un espectacular con la jeta de un candidato en campaña, el periódico de todos los días. Qué le voy a hacer: destesto el Halloween (que además es tan cursi) y todo lo que hay alrededor. Y con el Día de Muertos tampoco me llevo nada bien: qué afán de acercarse tan insensatamente a lo que habría que preferir que se postergue indefinidamente.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 27 de octubre de 2011.

Lo de aquí

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Como habitante de esta ciudad, en la que nací y de la que no me he mudado (ningún intento a la fecha, como no sea en la imaginación), tengo dificultades considerables para precisar a qué me refiero cuando me refiero a Guadalajara, y todavía más arduo me resulta suponer qué puede significar ese topónimo en la comprensión de quien sea (conciudadano, fuereño o marciano). Creo que tal incapacidad se corresponde con las desmesuras geográficas de una urbe que es imposible conocer en su totalidad —por lo que sólo puedo aproximarme a algunas certezas, precarias y siempre provisionales, acerca de las Guadalajaras configuradas por los rumbos en que me muevo, o por los que llego a cruzar por accidente, lejanos de lo habitual, y entonces esas certezas son más bien perplejidades—, pero además me da por pensar que la refuerza una inveterada voluntad de desencuentro que la ciudad tiene respecto a sí misma, conforme como al parecer se halla con rumiar las urgencias del presente, las amenazas del porvenir y la retacera de un pasado borroso en el que no se interesa demasiado. ¿La metrópoli problemática, neurótica, agobiada por los desatinos que ha dejado prosperar y por las carencias que cercan cada uno de sus días, así como por su ineptitud para ponerles remedio? ¿La que pervive, en cambio, y es así más vivible, en la esperanzada obstinación de quienes le buscan un mejor futuro? ¿La que sólo existe en las nostalgias de quienes alcanzaron a atestiguar cómo era antes de salirse de madre (y cuándo habrá empezado eso)?
       En todo caso, en la extensión informe y movediza que alcanza a verse desde el avión pulsa sobre todo lo imprevisible, por más que esté uno acostumbrado a algunos modos de existencia que tiene esta ciudad, tan desentendida de la necesidad de entenderse como complacida de explicarse —y dejarse explicar, lo que acaso sea peor— mediante la reiteración de estereotipos que, como se ha mostrado con la celebración de los Juegos Panamericanos, por lo visto no caducan ni caducarán. A cualquiera (conciudadano, fuereño o marciano) que ponga un poco de atención al ir por calles tapatías tendría que quedarle claro cómo la experiencia de lo cotidiano desmiente la publicidad fraguada sobre unas cuantas nociones de folclor o de gustos muy chatas: aunque haya quien sí, no todo mundo va cantando con una botella de tequila en la mano (ni todos adoramos a Maná, o a Vicente Fernández, o al Chicharito, o a cualquier otro emblema de tapatiez, cosa que quizás ni siquiera exista). Pero tal vez no sabemos de otra, y es que seguramente otras tradiciones y famitas con las que se podría identificarnos son más impresentables —la de quejarse por todo (como por que Chente siga pujando rancheras, por ejemplo), y sin hacer gran cosa por impedirlo; o la de operar según el «orgullo» injustificable de haber nacido o vivir aquí. En fin: mi pleito, como tapatío, es contra las generalizaciones, que cómo estorban para saber qué es y qué puede llegar a ser esta ciudad.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de octubre de 2011.

¿Que ya van a ser los Panamericanos?

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Rápido: ¿en qué ciudad se celebraron los últimos Juegos Panamericanos? ¿Y antes de ésos? ¿Qué país arrasó en el medallero? ¿Los pasaron por la tele? ¿Alguna competencia que se recuerde especialmente: la final de softbol, los cien metros planos, alguna pelea de box? ¿El futbol, siquiera? ¿Cómo le fue a México? ¿Algún escándalo de dopaje? ¿Hay Parapanamericanos? ¿Panamericanos de Invierno? ¿Algún recuerdito con la mascota impresa? ¿Cuál fue la mascota? ¿En qué deporte son fuertes Aruba, las Islas Vírgenes Británicas o Antigua y Barbuda? ¿Y quién traerá la antorcha ahorita, por dónde andará? Si es difícil responder a la mayoría de estas preguntas, uno puede respirar tranquilo: no es Mario Vázquez Raña. Si uno vive en Guadalajara y, transcurrido este octubre, se descubre incapaz de retener informaciones semejantes acerca de los XVI Juegos Panamericanos, de cualquier manera conservará impresiones perdurables que irán de la pena ajena a la irritación, pasando por el mero pasmo y todo sobre un fondo permanente de incomprensión del que será difícil olvidarse...

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¡Bravo!

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El prohombre de la foto es el Gobernador González («Emilio» que le diga su patrón Vázquez Raña). Aquí va feliz, un día después de la conclusión de los Panamericanos, hacia el mitin en La Minerva donde lo aclamará una multitud. Ya piensa en volver al carril exclusivo rumbo a Los Pinos.

Concluidos con insuperable éxito los XVI Juegos Panamericanos, la memoria de Guadalajara ha quedado impregnada para toda la eternidad con impresiones entrañables, y su orgullo (y el de todos los jaliscienses, y el de todos los mexicanos, vivos, muertos y nonatos) henchido por la magnífica acogida que dio a las delegaciones de los 42 países participantes, cuyos integrantes partieron al fin emocionadísimos, derramando lágrimas de gratitud —a algunos costó trabajo convencerlos de que abandonaran las bellas viviendas que ocuparon en la Villa Panamericana, porque nomás no se querían ir.
       Entre las efusiones de nostalgia por la extinción del Fuego Panamericano en el pebetero, proyectadas a cada confín del universo por las televisoras que estuvieron dando cobertura puntual a las hazañas que llenaron de gloria cada jornada de este octubre cálido, fue posible presenciar incontables estampas imborrables: un policía federal fundido en un Panamericano Beso con una levantadora de pesas arubeña, marchas espontáneas para depositar flores y agaves (el Emblema Panamericano de Guadalajara para el mundo) afuera de Casa Jalisco, coros improvisados de tapatíos que enlazaban los brazos y cantaban la canción del Potrillo por todos los rumbos de la ciudad, desde La Federacha hasta Andares, pasando por Arenales Tapatíos, el dignísimo Centro Histórico —zona monumental que debería ser declarada ya Patrimonio de la Humanidad— y, desde luego, la esplendorosa «Alameda Panamericana», como se conoce al otrora Parque Morelos, felizmente renovada gracias a la visión de futuro de las autoridades de esta tierra.
       Guadalajara, qué duda cabe, fue la capital de la armonía y del futuro durante estos Juegos hermosos: sus habitantes mostraron que son un pueblo civilizado, cordial, generoso, y lo más importante: que vive sin miedo. Qué decir de la derrama económica que dejaron los millones de visitantes: taxistas, restauranteros, hoteleros, vendedores de mascotitas de peluche, mariachis, taqueros, encargados de Oxxos y trabajadoras de «estéticas para caballeros» siguen echando cubetadas con el dineral que inundó a la ciudad, entregada a la posteridad como una metrópoli próspera, no sólo por sus vialidades supersónicas y primorosamente decoradas con lucecitas y pastito, sino sobre todo por la sorprendente inversión en estructura que ha dotado a los tapatíos de estadios portentosos: la zona más deportista del planeta. Hay quien pide ya que se levanten estatuas de esos próceres, Mario Vázquez Raña y Carlos Andrade Garín, y con justa razón.
       La explosión de fraternidad y alegría que iluminó el cielo de Guadalajara desde el espectáculo de la inauguración seguirá destellando en la mirada de los tapatíos que hoy, cuando los Juegos terminaron y se rompieron todos los récords (aunque México arrasó en el medallero, gringos, cubanos y canadienses se fueron muy contentos con los esforzados bronces que consiguieron; tampoco hubo un solo caso de dopaje), redescubren su ciudad y se preguntan qué tantas posibilidades habrá de que vuelvan a ser los Panamericanos aquí (y los Olímpicos, de una buena vez).

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de octubre de 2011.