Ni modo

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Tras la presentación del programa general de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el lunes, y luego de echar un vistazo a su historia, puede pensarse que la feria se construye principalmente sobre lo inevitable: fundamentos cada vez más inamovibles que, así como afianzan su existencia, también reducen paulatinamente los márgenes para la innovación —que la hay en cada edición, debe reconocerse, aunque moderada: son tácitamente imposibles las sacudidas fuertes y la FIL tiene así una naturaleza de costumbre de la que ya se sabe qué esperar, incluido el hecho de que siempre habrá algo novedoso y atractivo (si no por qué seguiríamos yendo). Inevitable es, por principio, su vocación de centro de negocios para el mundo editorial iberoamericano, así como la atención del programa cultural a las apetencias del público, definidas básicamente por el interés comercial y, enseguida, por el hecho de que esos nueve días del año sean ocasión para encuentros con materias y personajes que de otro modo sería impensable convocar. También es inevitable que, en su carácter de festival de la cultura, la feria tienda al cumplimiento de compromisos marcados en una agenda que deciden las efemérides más visibles (que la así llamada «Elenita» Poniatowska tenga la gracia de cumplir ochenta años), los imponderables (que se haya muerto Carlos Fuentes, surtidero aún de ocurrencias y pretextos, y se tenga que hacerle homenaje estelar), o la mera fama (el Salón Literario lo abrirá Jonathan Franzen, meteoro al que se ha recurrido quizás a falta de ganadores del Nobel, que esta vez escasearon).
            Buena parte de lo que escapa a lo consabido se debe al país invitado, y por lo que se ve, Chile prepara su presencia con buen ánimo y buen sentido, centrando su participación en los libros (eso que luego es tan fácil olvidar en la FIL) y en la voluntad de mostración al mundo de su cultura. Los chilenos parecen tener más claro que los alemanes, invitados el año pasado, a qué vienen, aunque también tengan sus obligaciones (la previsible recordación de figuras como Pablo Neruda o Roberto Bolaño, e incluso de Condorito). Y, por otra parte, la FIL da pruebas de perseverar en el encuentro con los lectores mediante la expansión de un programa literario internacional, lo que es de celebrarse.
            Claro: las expectativas de esta edición están moduladas también por el escándalo, gracias a la concesión del Premio FIL a Alfredo Bryce Echenique: un desatino cuyas consecuencias seguirán creciendo —y no sólo porque, como lo sugirió Raúl Padilla el lunes, sean los medios los que inflen el tema: ya se está viendo cómo se suman inconformes ante esta decisión, inexplicable dados los ámbitos lingüístico y geográfico que cubre el premio. Será una pena que así se inaugure la feria, si el peruano no tiene tantita elegancia y declina: con un argüende lamentable que acaparará la atención. Pero es de suponerse que las polémicas así también cuentan como inevitables. Y ni modo.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 27 de septiembre de 2012.

Leer / ver

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Desde hace algún tiempo, quizás desde la atención que concitó la serie Los Soprano, suele repetirse que buena parte de la mejor narrativa actual se halla en la televisión. Historias cautivadoras de inmediato y personajes fascinantes (como el mafioso atribulado por su mamá perversa) en cuyas honduras psicológicas se fraguan los arquetipos intimidantes en que se reconocen las vastas audiencias; tramas irresistiblemente emocionantes urdidas con misterios vertiginosos, dramas absorbentes a un tiempo densos y sutiles, pirotecnias deslumbrantes de ingenio y humor. Desde luego, abundan los ejemplos para creer que al Sófocles, al Flaubert o al Dickens de nuestros días no los encontraremos en las páginas de los libros sino en los discretos créditos de las producciones televisivas, y, por acudir a mi experiencia un poco esquizofrénica como televidente y lector, he de admitir que más de alguna vez me he visto prefiriendo las humeantes aventuras cínicas y angustiosas de Don Draper en Mad Men a la lectura de cualquiera de los incontables pendientes que reposan como reproches vivos en los libreros —claro: para rebajar la culpa neurótica de tal conducta, he acudido también al amparo de esa suposición, la de que la mejor tele no tiene nada que pedirle a Dostoievsky o a Balzac.
            El problema —si hay un problema: como si no nos surtiera bastantes la famosa realidad— es que justamente se trata de una suposición, y que probablemente ésta esté originada en algo tan infundado como el consenso. Que haya —como las hay, sin duda— magníficas producciones televisivas, detrás de las cuales cabe reconocer poderosos talentos narrativos, no cancela la posibilidad de que también haya —como sin duda las hay— obras literarias tanto o más admirables. De hecho, basta pensarlo un poco para reconocer que sólo por pereza o por indolencia se puede uno plegar a certidumbres tan inútiles (cuando no perniciosas de obstinarse en ellas): de novelistas en activo como Philip Roth, António Lobo Antunes, J.M. Coetzee o E. L. Doctorow, para nombrar sólo a un póquer de imbatibles, circulan los que son ya clásicos incuestionables: que uno, como consumidor de ficciones, los ignore, es otra cosa. Y puede que si llegamos a figurarnos que lo más notable está en un lado o en otro (y esto por no hablar del cine), sea sólo debido a que es lo que se dice, y el riesgo está en quedarse con eso y ahorrarse el trabajo de comparar.
            Es lo que pienso en la inminencia de la entrega de los Emmys, ocasión en que siempre me da por revisar mi conducta como un televidente incurable que algo ha de deber, también como lector, a quienes escriben lo que se ve. En una entrevista reciente, Aaron Sorkin, uno de los escritores de televisión más influyentes (The West Wing, The Newsroom), dejaba ver cómo su trabajo ha de atenerse estrictamente a las expectativas del público. Y quizás ahí esté la diferencia: que al mundo entero le guste algo no necesariamente significa que valga la pena.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de septiembre de 2012.

En serio

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En una de sus últimas apariciones, el escritor Christopher Hitchens acudió a la Convención del Libre Pensamiento de Texas de 2011 para recibir de manos del biólogo evolucionista Richard Dawkins el Premio al Librepensador del Año. Hitchens, aun debilitado por el cáncer que acabaría matándolo, estaba en su elemento, disparando contra uno de los blancos más conspicuos de las batallas que dio en su trayectoria como periodista y ensayista: la manipulación religiosa de cualquier signo y sus consecuencias adversas para el desarrollo de las sociedades y los individuos. Por las crónicas de esa presentación, es de pensarse que ni siquiera la enfermedad habría conseguido reducir la agudeza de sus argumentos ni su vehemencia irónica, así como tampoco la fuerza de sus convicciones y la astucia estilística para hacerlas irresistiblemente persuasivas: Hitchens ha sido uno de los autores de los últimos tiempos en que con más claridad se conjugan la solvencia ética en el ejercicio del oficio y el genio en el uso del lenguaje como un armamento de vastos alcances, sobre todo en cuanto se refiere al esclarecimiento de los malentendidos más amenazantes y la denuncia de las atrocidades y el descaro de quienes controlan el juego. (Su libro Cartas a un joven disidente es un muy emocionante ejemplo del modo en que el escritor elegía sus causas y combatía por ellas hasta las últimas consecuencias).
            En esa ocasión, luego de su discurso, una niña de ocho años le pidió recomendaciones de lectura. Lo había esperado hasta el final, acompañada por su mamá, y Hitchens se sentó en una mesa para contestarle por más de quince minutos. La magia de la realidad, de Dawkins, en primer lugar, el mismo autor que da nombre al premio que había recibido (uno de los divulgadores de la ciencia más influyentes, feroz enemigo de los creacionistas); enseguida, Los mitos griegos, de Robert Graves, en primer lugar (y resultó que la niña ya conocía Yo, Claudio, y que era una fan de Graves); luego, «cualquier obra satírica» de Shakespeare y de Chaucer; Infiel, de Ayaan Hirsi Ali, la política y feminista holandesa de origen somalí amenazada de muerte por sus críticas al Islam (para entender lo que significa para una joven crecer en un mundo intolerante); Historia de dos ciudades, o cualquier otra cosa de Dickens (por cuanto este autor enseña a los niños el amor a la lectura); algo de P. G. Wodehouse, el enorme humorista británico («para divertirte»), y, por último, «un poco de David Hume».
            Poco después, la niña le escribió a Hitchens: «Gracias por tomar mi pregunta muy en serio. Cuando estaba hablando con usted, me sentí importante porque me trató como a un adulto […] También creo que todos los adultos deberían ser honestos con los niños, como usted lo fue conmigo. Recordaré y apreciaré nuestro encuentro el resto de mi vida, y trataré de seguir haciendo preguntas». Al conocer esta historia, vi a mi hijita de año y medio y le dije: «Regina, ve tomando nota». Y la tomo yo también.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de septiembre de 2012.

Sin pena

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Al anunciarse que Alfredo Bryce Echenique fue elegido ganador del Premio FIL de este año (150 mil dólares, más homenajes que incluyen la develación de un busto, más reediciones de la obra, más la proyección mediática y la publicidad que se dará al peruano cuando venga a la Feria Internacional del Libro, más la compañía a perpetuidad de los ganadores anteriores), automáticamente se recordó que sobre este autor pesan numerosas acusaciones de plagio, que es lo que automáticamente se recuerda de él desde que hace varios años se ha visto envuelto en las disputas judiciales originadas por dichas acusaciones. Debe de estar más que habituado a las preguntas de los reporteros sobre el asunto y a sacudírselas con despreocupación (parece que confía mucho en que su abogado acabará por conseguir que se le restituya el monto de la multa que la justicia peruana le obligó a pagar en 2009). En su momento, cuando al ser hallado en flagrancia fue orillado a renunciar al diario limeño El Comercio, llegó a culpar a su secretaria de sus fechorías. Si bien ha reconocido alguna distracción como causa de que al menos dieciséis artículos ajenos hayan sido publicados con su firma (¡ha de ser un caos, la vida de este hombre!), jamás ha admitido su culpabilidad, y así, tan tranquilo, vendrá a cosechar los honores que se le han obsequiado esta vez.
            ¿Que, aparte de esta situación embarazosa, es un escritor con méritos suficientes para recibir un premio importante como el FIL? De acuerdo, y cabe suponer que es lo que habrá considerado el jurado… si bien, dado el ámbito amplísimo que cubre la convocatoria, indudablemente hay decenas de autores tanto o más elegibles que él, en cualquier género y en español, portugués, francés, catalán, gallego, italiano o rumano. ¿Por qué se prefirió, por encima de todos, precisamente a alguien cuya probidad intelectual y civil está en entredicho de modo tan estrepitoso? ¿Se trató de procurarle a Bryce Echenique una suerte de reivindicación? ¿De veras no había nadie más?
            Es imposible no recordar en qué acabó una situación parecida reciente, cuando el Premio Xavier Villaurrutia de este año se anunció que sería para Sealtiel Alatriste, otro acusado de lo mismo. (El plagio, según yo, más allá de cualquier consideración moral —y, por ende, extraliteraria—, sí es asunto susceptible de juzgarse en términos estéticos e intelectuales: denota no sólo carencia de recursos, sino irresponsabilidad y falta de respeto a los lectores. Es bajeza sin más). Escarnecido y haciendo un ridículo colosal, Alatriste terminó por renunciar no sólo al premio, sino también a la chamba que tenía e incluso a seguir en suelo patrio, y el Villaurrutia quedó infamado irreparablemente. Lo que ahora está en riesgo, gracias a esta decisión incomprensible, es el prestigio del Premio FIL, que al momento mismo de anunciarse se volvió más cuestionable que nunca —cosa que por lo visto no tomaron en cuenta los miembros del jurado (o sí, pero los tuvo sin cuidado). 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de septiembre de 2012.