Centenarios

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Porque será, básicamente, una prolongada y tediosísima puesta en escena encomendada a las televisoras, el festejo por los dos centenarios que se cumplen este año bien tendría que resultarnos soslayable y, desde ahora mismo, olvidable. Perdóneseme que use el plural de la primera persona: aunque tengo claro que mucho de lo que me revienta puede ser, cómo no, motivo de felicidad para el vecino, entiendo también que todos los mexicanos somos interpelados por las actuales exhortaciones al griterío —reiteradas hasta en la morralla: las monedas de cinco pesos con los próceres cuyos rostros sólo así hemos podido ir conociendo—, y lo peor de cuando hay cohetes es que truenan para todo mundo, no nomás para quien quiere oírlos. («Uno de los problemas de ser mexicano», apuntaba Juan Villoro en su artículo de la semana pasada en este periódico, «es que otros también lo son»). Por eso, aunque sobra quien se suma con ganas y escurriendo emociones supuestamente patrióticas a las celebraciones en curso, yo quiero pensar que no estoy solo en mis suspicacias y mis recelos, y que si he de pasar este año como mexicano más bien he de hacerlo del lado de quienes carecemos no sólo de entusiasmo, sino sobre todo de razón alguna para festejar. Que hemos de ser muchos, supongo.
    Va a ser difícil, desde luego, tratar de permanecer lejos del barullo, a salvo de estos ensordecedores fastos insuflados por la conveniencia política y que, si bien sólo están justificados por el injustificable encantamiento de los números redondos, sí que le caen de perlas a un régimen urgido de legitimidad que muy tonto (más) sería si no se colgara de ellos —aunque ya se sabe que a don Porfirio no le ayudó gran cosa aprovechar la ocasión cuando le tocó, y vaya que se afanó. Porque, además, centenario y bicentenario son negociazos, y así no bastará con que le saquemos la vuelta al bailable, apaguemos la radio cada que suene el Huapango de Moncayo o le aventemos un ladrillazo a la tele cuando salgan Adal Ramones vestido de zapatista o Anahí disfrazada de Doña Josefa: no habrá pedazo del territorio nacional que no esté bombardeado con las imágenes consabidas, los lemas hueros, las efusiones sentimentaloides y las deficientes recordaciones de historia patria que proliferarán, sea para vender papitas o para incendiar las pasiones por la Selección. (Hace unos días salió la noticia de que dos sobrinas bisnietas de Calles y de Carranza —hasta mis parientes han de ser, las desvergonzadas— van a posar para Playboy, muy patrióticamente encueradas. En febrero).
    Más allá de estas frivolidades —que la circunstancia es idónea—, hay también quien frunce el entrecejo y se pone grave, disponiéndose a reflexionar desde los ámbitos académicos y culturales: revistas, foros, libros, seminarios, concursos, montajes escénicos, conciertos, expos, etcétera: ¿qué significan los cien y los doscientos años para la identidad y para el destino del país? O sea: otra variante del oportunismo. Como si a algo se fuera a llegar.



Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 28 de enero de 2010.

Cabañas: consternación rentable

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Salvador Cabañas, predijo el neurocirujano que lo intervino, no va a recordar lo que le pasó. Eso si bien le va, y sí, ojalá que le vaya bien. Pero a la nación entera —o a dos naciones enteras: además del Azteca, el estadio Defensores del Chaco, en Asunción, se convirtió en capilla para rezar por la vida del futbolista— está garantizado que, por un buen rato, no se le escape detalle de la agresión y sus secuelas: tanto tiempo como gusten los medios que han cubierto exhaustivamente el caso, apenas uno entre decenas de balazos en la cabeza que se disparan en México todos los días...

Para seguir leyendo, por acá, por favor: Letras Libres. Blog de la redacción.

Videoclips

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Por ejemplo. Quien tenga estómago, eche un vistazo y vea a este sujeto estomagante repartiendo galletas y meciéndose cuando pone a los niños a cantarle.

Las escenas de devastación, muerte y dolor en Haití son postales del infierno. Y en la televisión (en la local, en la nacional, en cualquier maldito canal del mundo con noticieros) les ponen musiquita. Hay, se aprecia, un trabajo acucioso de edición en la confección de esos resúmenes visuales (se entiende: lo que los noticieros pasan cuando no hay un reportero a cuadro, o cuando no hay datos ni palabras porque la televisión entiende que la imagen se basta a sí misma): enmarcados por titulares impactantes —la televisión es pura tautología: lo tremendo se muestra con tremendismos, la estupidez con estupideces—, se eligen los encuadres que mejor muestran las montañas de escombros, los minutos de sobrevivientes que deambulan del aullido al estupor, atravesando polvaredas que no parece que jamás vayan a aplacarse; luego, la agitación y la desesperación de los vivos va alternándose con los vistazos rápidos a los bultos tirados en las calles, amontonados en alguna esquina, lagunas incesantes de trapos y brazos y piernas machacados y cabezas reventadas y vientres hinchados, y enseguida se ven los cargamentos de la ayuda varada en el aeropuerto de Puerto Príncipe, el palacio presidencial pisoteado por la suela de un gigante malévolo, la catedral vuelta un rostro llagado, políticos con cara de circunstancia, algún niño en brazos de un rescatista, soldados de acá para allá, filas o tumultos con gestos implorantes, las miradas directas a la cámara, el espanto más puro e impensable. Todo el álbum del horror dispuesto sobre fondos de musiquita también cuidadosamente elegidos.
    Hay de dos, principalmente (o de tres, más bien): una, los acordes lóbregos de piezas con las que acaso se pretenda infundir sobrecogimiento, saturaciones orquestales que impregnan la pantalla de dramatismo cinematográfico; de hecho, es frecuente la imposición de la cámara lenta al tiempo de lo que suena: un hombre que camina hacia la cámara y carga algo: conforme se aproxima, su paso se ralentiza, la música ritma sus pasos y al cabo se advierte que de la masa encobijada que lleva cuelga el bracito sanguinolento de un bebé. Otra, parece, es escogida por su carácter de lamentación desmayada (violines, piano): música lacrimosa, que busca subrayar —inútilmente, imbécilmente— el desamparo, la atónita indefensión de quien ha perdido todo, seguramente con la intención de que el espectador se conmueva, cualquier cosa que eso signifique en la depravada imaginación del productor televisivo que lo decide así: es evidente que para él la ocasión es tan suculenta como un pasaje culminante de una telenovela. Y la peor: música como de película de acción: como si estuviéramos viendo una aventura trepidante en la que la perturbación violentísima de la vida en Haití fuera un escenario fantástico y fascinante y emocionante.
    No es nuevo, claro: crímenes, conflagraciones, desastres y desgracias de todo género, la televisión los convierte en videoclips. ¿Qué tienen en la cabeza quienes lo deciden así?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 21 de enero de 2010.

Reversa

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Al morir, es sabido, has de empezar a caminar hacia atrás con tal de recorrer en reversa cada trayecto que hiciste en vida. Has de volver a cada paso que diste, recrear todos tus titubeos, y siempre tus plantas han de posarse exactamente en las huellas que fuiste dejando. Si ahora, por ejemplo, te levantas y vas al balcón, y luego vuelves a estas páginas, los cuatro o cinco metros que anduviste —y en qué direcciones— deberás recordarlos escrupulosamente para que, llegado el momento, los deshagas yendo hacia atrás, siempre de espaldas. Aquel puente en París por el que pasaste sólo una vez; la acera polvorienta y gris que te sacaba a diario del colegio para tomar el autobús de regreso a casa; los cincuenta y cuatro escalones del edificio en la calle Magisterio por los que subías sin que nada en tu apariencia mortal anunciara que cada vez bajarías invencible y deslumbrado —el santuario del encantamiento de un beso—; la avenida desolada y magnífica en Mérida, los senderos en el cementerio, los pasillos del supermercado, la noche de Buenos Aires, y la de ayer, con el camellón por el que cruzaste... Cada plaza y cada corredor, todas las casas a las que entraste y, uno por uno, los vehículos en que te moviste: el tren y las estaciones que aprendiste a memorizar en la vía a Manzanillo, la motocicleta a lo largo del río Maravasco, todos los taxis, los subterráneos, el avión bajo cuyo paso las nubes se abrieron para ver las Islas Orcadas... Y, uno por uno y siempre en estricto orden, los hoteles, los consultorios, las playas, los salones, los templos, los cines, los billares, los mausoleos, las librerías, las fábricas, los solares, y con todas las calles y todos los vehículos que te llevaron de un lugar a otro, y todas las pausas que hiciste, y todos tus tropiezos. ¿Una tormenta iba borrando la ruta de aquella expedición en la Sierra del Tigre? No importa: entre el lodo y la maleza y las piedras estarán aguardándote tus huellas. ¿La multitud incontable te levantó en vilo al salir de un estadio en una calmosa estampida después de un concierto? Lo mismo: el caso es que estuviste ahí y después estuviste en otro lado, y aun con los trabajos que haga falta, el curso de tu desplazamiento habrá de rehacerse en sentido contrario. Corriste, en la niñez, ¿en cuántos juegos? ¿No sabes ya dónde pudo haber estado el Deportivo Morelos, aquellas albercas de luz por las que diste las primeras brazadas? Tendrás que saberlo. Una tarde que te diste a vagar sin rumbo en pos de cierta determinación o asediado por alguna cobardía, y llegaste a una zona de tu ciudad que era una ciudad por completo insospechada y enemiga: mala idea: tendrás que recuperar ese rumbo, por más que ni siquiera entonces hubieras sido capaz de reproducirlo. El cerro al que subiste en Zacatecas, las alturas del edificio en Tlatelolco adonde fuiste conducido para encontrar el mejor poniente de tu vida, las carreteras por donde condujiste de noche y de día, el pasaje comercial que tantas veces te sirvió de atajo camino de la biblioteca, y en ésta la duela que llevaba hasta los estantes rutinarios que se resignaban a facilitarte búsquedas que ahora ya no comprenderías. Las distancias de la cocina a la sala, de la iglesia de Regina Cœli a la catedral maronita de Valvanera, la espiral del estacionamiento al que entraste una vez o miles, el parque por el que nunca pensaste volver a pasar, las azoteas, los ascensores, la superficie congelada del río San Lorenzo, el basurero en Los Belenes, las calles por las que tendrás que ir mañana. El mar: cada vez que entraste en el mar. Y así hasta llegar a los brazos que te tomaron por primera vez, en el primer trayecto que hiciste, en el parto donde todo comenzó y donde empezaron a quedar los vestigios de tu paso y donde empezó a trazarse la arqueología de tu memoria, a cuyo encuentro tendrás que regresar, hasta el principio y desde el fin: es lo que pasa al morir, es sabido.

Publicado en KY de enero de 2010.

Pareceres

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Leo una nota de AP que informa, escuetamente y se diría que hasta con desgano, que el Vaticano no considera a la película Avatar una obra maestra. Pesco el anzuelo, malamente: en un largo rato de ocio imperdonable, voy comprobando que tal información ha sido reproducida en numerosos diarios en internet, que muchos la han ampliado y puesto en contexto —a la Santa Sede, según me entero, últimamente le ha dado por manifestar su parecer sobre asuntos, digamos, inesperados: hace unos días pudo leerse en L’Osservatore Romano una felicitación a Los Simpson por haber cumplido 20 años, en particular por mostrar que Homero y Dios se llevan bien—, y descubro que incluso varios han desgranado, con abundancia de pormenores, las razones de tal recelo y tal desdén: en Radio Vaticano se dijo (y copio del periódico La Voz, de Argentina: iba a buscar en la fuente original, ¡pero ya estuvo bueno!) que en la película hay «un guiño hacia las pseudo-doctrinas que han hecho de la ecología la religión del milenio». También llego a saber que Evo Morales ya fue al cine con su hija a ver la misma cinta, pero que a él le encantó y hasta se sintió identificado.
    Llegado a este punto, comienzo a escribir este artículo. Pero llegado al punto en que digo «Llegado a este punto, comienzo a escribir este artículo», me paraliza la altísima probabilidad de que estas líneas, por supuesto destinadas a ser devoradas instantáneamente por los torrentes incalculables de naderías y ociosidades que en este mismo momento estén escribiéndose sobre Avatar, el Vaticano, Evo Morales o lo que sea —es decir: por cuantos temas surta el indiscernible barullo universal que se conoce como actualidad noticiosa—, no sean sino mera resonancia de algo que ni importa ni interesa. Porque es lo malo: que en nuestra comprensión de las cosas aceptemos, tan naturalmente, que toda opinión es atendible. ¿Qué relevancia va a tener lo que piense el Vaticano sobre una película? De tan predecible, la expresión de tal juicio es además aburridísima y absolutamente inocua: tanto como si yo digo que, de no ser porque Avatar la vi en tercera dimensión, me habría resultado del todo irritante —y no por las razones que desasosiegan al cura displicente que habrá ido a verla en Roma, sino nomás por sangrona y cursi.
    Es decir: porque todo mundo es libre de tener una opinión (si bien yo creo que habría que defender el derecho a no tener ninguna), y porque quien puede la expresa a la menor oportunidad —y de eso, en grandísima medida, está hecha la actualidad noticiosa, pues los medios se afanan más en recabar pareceres que en investigar hechos—, tendemos a asumir que cuenta igual todo lo que se dice, sin reparar en lo inútil que puede ser. Y, aunque sea sólo por el tiempo que así podemos perder —pero, además, por cuanto llegamos a distraernos de lo realmente urgente—, la proliferación incesante de opiniones a las que estamos expuestos es un espejismo pernicioso, y estar al pendiente de él es lamentable.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves14 de enero de 2010.

¿Bueno?

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Ando estrenando un teléfono inteligente. Es, me temo, más inteligente que yo. Creo que sabe —pero yo no sé cómo— infiltrarse en el Pentágono y bombardear un país. Recibe correos electrónicos, los responde, hace cuentas, trae función de rockola, toma película y saca fotos (ya ni se dice así: antes, las películas «se tomaban», en ellas «trabajaban» los artistas y en las fotos «salía» gente); puede servir como agenda tiránica y estar chicoteándome con pitidos y zumbidos cada que tengo que hacer algo; trae grabadora (yo nomás llegué hasta las grabadoras de caset chiquito), tiene mapas del mundo entero (y en ellos los planos callejeros de incontables ciudades), ofrece la posiblidad de tomar notas, archivar documentos, escribir una novela, y además de servir para todo eso (y para hablar por teléfono: es lo que menos he hecho) cuenta con varios juegos indescifrables, pero también, algunos muy entretenidos: me la he pasado picándole a una especie de sudoku de palabras hasta que me punza la nuca. En el instructivo hay advertencias sobre las lesiones que puede causar el uso desenfrenado del aparatito: las leí y me burlé, pero luego de horas de estar pulsando las teclas diminutas no pude sino darles la razón a los puntillosos redactores de esas advertencias: los pulgares y el cuello se engarrotan, la columna sufre, la vista va menguando, puede uno quedar sordo (el otro día no supe contestar una llamada: me llevé el teléfono a la oreja y cuando volvió a timbrar casi me tira al piso), y eso por no hablar de los riesgos de atropellamiento, colisión o torcedura de tobillos al ir por la vida haciéndole caso a sus alertas, sus alarmas, sus chiflidos y sus luces: es como un robotito impaciente y neurótico que nos tripula y va decidiendo nuestros pasos y nuestros actos en nombre de una de esas ilusiones que surte la tecnología: la de tenernos comunicados ininterrumpidamente, al alcance de toda información en el momento en que se genere, nos importe o no.
    Una de esas informaciones, recibida oportunamente (o más bien inoportunamente: lo que mejor hace todo teléfono, sea inteligente o no, es ser un intruso consentido en cualquier actividad que desarrollemos, pues aunque ignoremos qué quiere tendemos a hacerle caso de inmediato), es la de que, por mucho que fueran emocionándome sus millares de funciones y gracias, y apenas iba sintiéndome muy actual, mi teléfono y yo hemos sido ya rebasados por un nuevo chunche, según eso más sofisticado, cuyo lanzamiento acaba de anunciarse. La nota dice cosas como que el artefacto en cuestión «alberga un chip Snapdragon de Qualcomm corriendo a 1GHz, además de 512MB de memoria RAM, conexión Wi-Fi, Stereo Bluetooth, chip de geolocalización asistida AGPS, brújula y sensores de luz, proximidad y acelerómetro para funciones de orientación de pantalla». No sé qué diablos quiera decir todo eso, pero sí intuyo que lo que tengo en mis manos es, ya mismo, una antigüedad. Mi teléfono inteligente y yo nos miramos con una creciente incomprensión.



Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de enero  de 2010.