Muerte al lugar común

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Un hombre, por azares de la vida, resulta embarazado. Pero acaso no sea eso lo que más importa: en esta novela, desconcertante desde la ausencia de un acento gráfico que debería estar (¿o no?) en el título, lo que cuenta es el lenguaje y cuánto Eduardo Casar llega a hacer (y a deshacer, sobre todo) con él. Es un centenar de páginas en que se dinamitan todos los lugares comunes, y el resultado puede ser hilarante. ¿Cómo se le ocurrió a Casar, estupendo poeta, hacer algo así? Lo dijo en una entrevista: «Cuando un día iba yo muy contento en la calle y comencé a ponerme grandilocuente y a nombrar todo lo que veía con ese tono; es decir, buscando siempre, en cualquier enunciado, alguna fisura para colar otro significado distinto al habitual. La dinámica aquí es un juego de palabras, la idea es darle otros sentidos a las frases o lugares comunes».

Amaneceres del Husar, de Eduardo Casar. Punto de Lectura, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 26 de diciembre de 2008.

La conciencia de Svevo

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Italo Svevo, autor de una de las novelas que más profundamente se han internado en el problema de la voluntad (La conciencia de Zeno), desconoció el éxito; a lo sumo, su obra mereció el silencio, cuando no el desdén. Tuvo que pasar mucho tiempo para que se comprendiera su dimensión mayúscula en la literatura europea. Sin embargo, como recuerda Carmen Martín Gaite, quien firma la presente traducción de los cuatro breves relatos póstumos recogidos en este volumen, «no parece que se abstuviese nunca de escribir. Tal vez a lo que renunció fue a la idea de públicar y de tener éxito, pero los papeles y borradores encontrados en sus carpetas, de los cuales procede la presente selección, parecen indicar que a lo largo de toda su vida sintió la necesidad de seguir ahondando siempre en los mismos temas que le preocupaban».

Corto viaje sentimental, de Italo Svevo. Alianza, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 26 de diciembre de 2008.


Una vida en Japón

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«¿No somos nosotros como linternas lanzadas a un mar más profundo y turbio, continuamente separándonos unos de otros cada vez más, mientras la corriente nos conduce a la inevitable disolución?». Lo que el autor contempla son los rastros de la ceremonia con que concluye la Fiesta de los Muertos en Yaidzu: las linternas, o barcos fantasmas, que se envían al oscurecer sobre el mar. Lafcadio Hearn, uno de los escritores por los que el término «raro» ha llegado a convertirse en una forma de la consagración, tuvo una vida de suyo fascinante, de la Grecia natal al Dublín de su padre, luego a Cincinnati, a Nueva Orleans, a Martinica, y finalmente a Japón, donde se estableció definitivamente y fundó su mayor pasión, de la que da fe este libro, que reúne relatos, ensayos e impresiones de inimitable belleza.

En el Japón espectral, de Lafcadio Hearn. Alianza, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 19 de diciembre de 2008.


Una noche en Japón

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Habría que hacer el experimento: leer este libro al ritmo que va marcando el reloj que avanza en sus páginas, casi siete horas de una noche en una ciudad que puede ser cualquier ciudad (pero es en Japón), una noche que puede ser esta misma noche, mientras se presencia cómo la soledad —o sus sucedáneos: los encuentros deseados o indeseados que la disfrazan— es la condición inmejorable para extender el registro más certero de lo humano. Si la lectura tiene lugar en un café que funcione las 24 horas, tanto mejor. Es la novela breve que Murakami escribió después de la impresionante Kafka en la orilla: de ahí, quizás, que promueva el mismo efecto hipnótico, que resulta de quebrantar —con una suerte de violenta ternura— todo fundamento del orden natural de las cosas. El mundo, tal y como lo conocemos, es perturbadoramente conmovedor.

After Dark, de Haruki Murakami. Tusquets, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 19 de diciembre de 2008.


Entre todos

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Ruy Pérez Tamayo y Arnoldo Kraus, en la estupenda tradición de los médicos escritores, no sólo han tenido la admirable iniciativa de formular este diccionario —necesariamente incompleto— de términos inscritos en algunas de las discusiones más apasionantes que promueve la comprensión de la ciencia en relación con la vida, sino que además han puesto en práctica dicha inciativa de un modo formidable: buena parte de las nociones anotadas (de «Aborto» a «Vitalismo», pasando por «Eutanasia», «Fanatismo y salud», «Objeción de conciencia», «Pobreza» o «Racismo», entre muchas otras) van seguidas de comentarios o preguntas que irrecusablemente interpelan al lector, a fin de que la inteligencia de éste participe activamente en la construcción de la lectura como un diálogo. Como afirman los autores en el epílogo, «la bioética es asunto de todos nosotros».

Diccionario incompleto de bioética, de Arnoldo Kraus y Ruy Pérez Tamayo. Taurus, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 12 de diciembre de 2008.


El Diablo en Moscú

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El Diablo llega a Moscú, acompañado por un séquito de demonios, en los años treinta del siglo pasado. Por si esa sola idea no fuera lo suficientemente poderosa como para intrigarse de inmediato respecto a lo que podría desatar semejante invasión (una delirante madeja de historias en el corazón de la vida soviética), algunas noticias de Mijaíl Bulgákov harán el resto: fue médico y adicto a la morfina; dramaturgo y humorista de relativo éxito, adquirió el hábito de enviar cartas a Stalin, quien más o menos lo toleró. Murió en 1940, harto y menospreciado, y sin ver publicada su obra más célebre, esta novela que no aparecería sino hasta 1966. Sergio Pitol, como recordó oportunamente Christopher Domínguez Michael en una feliz recordación de Bulgákov, considera que El maestro y Margarita, por sí sola, acredita la grandeza literaria del siglo 20.

El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov. Alianza, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 12 de diciembre de 2008.


¿Cultura? ¿Qué es eso?

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Por las vaguedades con que suele acudirse a ella, por los usos convenencieros que invariablemente se le dan y, en fin, por las discrepancias que suscita apenas aparece, la idea de la cultura mexicana en los tiempos que corren es, sobre todo, una creciente acumulación de malentendidos. Este libro, resultado del Segundo Coloquio Oaxaca, busca aclarar un poco las cosas: del papel de la televisión y, en general, de los medios de comunicación, al entendimiento de la globalización, pasando por el papel del Estado en materia cultural, las iniciativas independientes, el desarrollo tecnológico, la situación del libro, las industrias culturales, etcétera —amén de un apartado de estadísticas básicas—, los abordajes de expertos y estudiosos aquí reunidos constituyen una pertinente y, desde luego, muy atendible entrada en materia.

Cultura mexicana: revisión y prospectiva (VV. AA.). Mondadori, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 5 de diciembre de 2008.


Regreso a Maqroll

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La obra narrativa de Álvaro Mutis, que sería necio querer ver como cosa aparte de su poesía, constituye uno de los territorios más pródigos en deslumbramientos de la literatura en español del siglo 20. Este volumen, que reúne sus relatos, abre con el memorable «Diario de Lecumberri», publicado originalmente en 1960, y cierra con un melancólico reencuentro —¿o una despedida?— con Maqroll, «Un rey Mago en Pollensa». Están, también, «La mansión de Araucaíma. Relato gótico de Tierra Caliente», de 1973, los textos que aparecieron firmados por Alvar de Mattos en la revista S.nob, y los relatos «La muerte del estratega», «Antes de que cante el gallo», «Sharaya» y «El último rostro», así como seis artículos escritos en 1982 para el periódico Novedades. Cómo es preferible Mutis a su famoso paisano, qué duda cabe.

Relatos de mar y tierra, de Álvaro Mutis. Mondadori, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 5 de diciembre de 2008.


El infalible

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Aun cuando el poderío de Joseph Conrad tiene en la novela el elemento inmejorable para sus manifestaciones (una fuerza de la naturaleza a cuyo paso queda inevitablemente alterada la comprensión que tengamos de lo humano), siempre que su prosa se avino a navegar en aguas menos caudalosas el resultado fue invariablemente memorable. Este volumen reúne cuatro cuentos que fueron publicados un año después de su muerte: el que da título al libro, «El Príncipe Román», «La historia» (una conmovedora fábula sobre los límites de la imaginación) y «El piloto negro», un regreso o una despedida al mar, a las aventuras y a las pasiones que siempre promovió en las creaciones conradianas. Conrad jamás falla: postergarlo o canjearlo por cualquier otra cosa —sobre todo por cuanto califique como novedoso— es, siempre, una insensatez y una irresponsabilidad.

El alma del guerrero y otros cuentos de oídas, de Joseph Conrad. Alianza, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 28 de noviembre de 2008.


Cada palabra

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«Me interesa el trabajo con las palabras», dijo alguna vez António Lobo Antunes. «Las historias de mis libros me importan un pito. Me interesa intentar traducir en palabras lo que por definición es intraducible —las emociones, los impulsos...— y vertebrarlo en un todo coherente. La intriga me tiene sin cuidado; lo que busco es estar más cerca del corazón, de la vida». Por eso, acaso sea más bien trivial referir la anécdota de esta novela, la tercera que publicó: en el transcurso de cuatro días, en un viaje cuyo destino fue alterado en el último momento, un hombre pretende abandonar a su mujer —propósito que luego se ve alterado por la irrupción de lo insospechable. Es lo que pasa. Pero lo que importa, en realidad, está en cada línea, en la elección de cada palabra, en cada inflexión de las voces y en lo que encuentran las memorias que se entrecruzan.

Acerca de los pájaros, de António Lobo Antunes. Mondadori, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 28 de noviembre de 2008.


La comunicación con las sombras

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Conquistador en solitario de una de las más altas cumbres de la prosa inglesa, Confesiones de un inglés comedor de opio, Thomas De Quincey de algún modo continuó, 24 años después, esa implacable y conmovedora indagación de sí mismo en algunos ensayos autobiográficos que publicó alrededor de la importancia suprema de la capacidad de soñar —si bien a partir de la medida en que tuvo al opio, según su prolongada, esclavizante y dolorosa experiencia, como la vía suprema para potenciar esa capacidad— y la influencia decisiva que tienen en nuestra vida. Así presentó estos ensayos, fascinantes de cualquier modo —es decir, independientemente de lo visionarios o no que hayan llegado a ser—: «La máquina de soñar plantada en el cerebro humano no se plantó para nada. Esta facultad, aliada al misterio de la oscuridad, es el gran tubo por el cual el hombre se comunica con la sombra».

Suspiria de profundis, de Thomas De Quincey. Alianza, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 21 de noviembre de 2008.


La gran pregunta

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Siete conferencias del científico más célebre. En la última, que da título al libro, se lee: «sigo creyendo que hay base para un prudente optimismo sobre la posibilidad de que ahora estemos próximos al final de la búsqueda de las leyes definitivas de la naturaleza». Nada menos. El recorrido hasta ese optimismo —un recorrido de suyo apasionante, vertiginoso, lúcido, desde las ideas primigenias sobre el origen del universo hasta los agujeros negros y la dirección del tiempo— se detiene ante la pregunta que entonces, si llega a obtenerse tal certidumbre absoluta, habrá que hacerse: «Hasta ahora», observa Hawking, que seguramente ya estará haciéndose dicha pregunta, «la mayoría de los científicos han estado tan ocupados con el desarrollo de nuevas teorías que describen lo que es el universo que no se han planteado la cuestión de por qué».

La teoría del todo, de Stephen W. Hawking. Debate, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 21 de noviembre de 2008.


Un ideario

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Controvertido y siempre visible —o audible—, ya sea por sus audacias artísticas o por las que ha protagonizado en el terreno no menos espectacular de la política, el pianista y director de orquesta Daniel Barenboim resume en este libro misceláneo (una serie de ensayos, artículos sueltos, una entrevista, un discurso) una especie de ideario sobre cuya lectura es posible comprender mejor sus razones, siempre atendibles, pero también aprender más sobre ciertas cuestiones esenciales respecto a la música y lo que nos lleva a ser. «El poder de la música radica en su capacidad de dirigirse a todos los aspectos del ser humano: animal, emocional, intelectual y espiritual», apunta. «El pensamiento lógico y las emociones intuitivas deben estar permanentemente unidos. La música, en suma, nos enseña que todo está relacionado».

El sonido es vida. El poder de la música, de Daniel Barenboim. Norma, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 14 de noviembre de 2008.


Entrañables

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Ejemplos de que sólo falta un poco de lucidez poética —y aquí la hay, y no es poca— para desmentir el supuesto de que la obra es lo único que importa, estas vidas desveladas por Javier Marías dan forma a un entrañable álbum al que conviene regresar continuamente al tiempo que se lee a Henry James, a Mishima, a Isak Dinesen, a Joseph Conrad, a Oscar Wilde, a Giuseppe Tomasi di Lampedusa, a Vladimir Nabokov o a Iván Turgueniev, entre varios otros. El libro data de 1992, pero esta nueva edición incorpora algunas novedades: las fotos que acompañan a las semblanzas son, casi todas, diferentes (fueron elegidas esta vez por el propio Marías: la de Conrad es particularmente emocionante, en carácter de marino, a bordo de un barco), y se incluyen una nueva sección, «Mujeres fugitivas», y un ensayo final que funciona como epílogo, «Divertidos como viejos».

Vidas escritas, de Javier Marías. Mondadori, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 14 de noviembre de 2008.


La emoción incesante

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Da envidia pensar en los primeros lectores de Wilikie Collins, que en la Inglaterra del siglo 19 debieron esperar con auténtica fruición cada nueva sorpresa de las novelas que iba publicando por entregas. Estricto en el cumplimiento de su deber profesional, Collins sabía que nada había tan importante como sostener y excitar constantemente el interés de sus seguidores, y en razón de ese deber llegó a convertirse en un inimitable virtuoso de la trama, en historias complejísimas pero jamás confusas, dilatadísimas pero nunca tediosas, y que, por si fuera poco, funcionaban como fondo de lo que Miguel Martínez-Lage, su inmejorable traductor al español, llama un «manifiesto desafío del estrecho corsé de la moral victoriana». Es el caso de esta novela, donde menudean el amor y la intriga en la apasionante lucha que los personajes sostienen contra el destino.

Las hojas caídas, de Wilkie Collins. Norma, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 7 de noviembre de 2008.


Una conversación

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A lo largo de 40 años, Octavio Paz sostuvo una fértil conversación epistolar con Jean-Clarence Lambert, traductor suyo al francés y también poeta estimabilísimo. Las cartas de Lambert —la mitad de esa conversación— se perdieron en el incendio de la casa de Paz, poco antes de la muerte de éste. Pero con las del autor de Piedra de Sol ha podido construirse un libro que, más allá de las circunstancias de lo cotidiano (los pormenores ineludibles de lo privado), son vestigios de una curiosidad y una pasión inagotables. Además, muestran a un tiempo a un Paz cálido y compasivo en la amistad, franco y leal al dar cuenta de sí mismo, puntual y riguroso en las exigencias del oficio —toda una lección de seriedad para quien vela por la buena fortuna de su obra— e invariablemente lúcido y responsable en la observación de su tiempo.

Jardines errantes, de Octavio Paz. Seix Barral, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 7 de noviembre de 2008.


De mal en peor

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Estar en el lugar equivocado, a la hora equivocada, puede resultar muy mal si dicho lugar es una marisquería de Mazatlán y la hora una cualquiera de los tiempos que corren; peor todavía si ahí ocurre el encuentro con un personaje temible que espera algo —algo que terminará muy mal. En ésas se ve el taxista que, luego de haber sobrevivido a un susto en Guadalajara, es arrastrado a una aventura indeseable (¿de verdad arrastrado?: «Alcanzaba a ver mi voluntad y de nada me servía», confiesa) al toparse con un camarada de antaño al que más le habría valido no volver a ver. Mario González Suárez, autor de esta vertiginosa relación de un destino ejemplarmente desastroso (y no sólo el del personaje: el del país), ha contado que el trabajo invertido en esta novela lo condujo al hospital. Vista su materia prima, no es para menos.

A wevo, padrino, de Mario González Suárez. Mondadori, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 31 de octubre de 2008.


Ah, vaya

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«Aquí está mi cabeza cortada, perdida como un coco a orillas del Océano Pacífico en la costa mexicana de Guerrero». Carlos Fuentes, en vísperas de su cumpleaños número 80 —razón por la cual estamos a las puertas, querámoslo o no, de un copioso y variado homenaje nacional, que incluirá su debut como libretista de ópera—, acaba de publicar su última novela, que abre con el monólogo de un decapitado, Josué Nadal, el número mil en lo que va del año en un México que (es literatura, vamos) quiere parecerse mucho al actual. Según el autor, esta pieza es el punto de llegada de un puente que arrancó hace 50 años, con La región más transparente; según él, también —lo declaró en una entrevista radiofónica—, ésta (La voluntad y la fortuna, no La región..., como muchos ingenuos habríamos pensado) es su mejor novela.
La voluntad y la fortuna, de Carlos Fuentes. Alfaguara, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 31 de octubre de 2008.

Como si nada

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Propuesta: la Dirección de Cultura de Guadalajara puede funcionar perfectamente con una combi, una fotocopiadora y un mono que la atienda. Nomás es cosa de remozar este modelito.
¿Por qué pasa lo que pasó en la Dirección de Cultura del Ayuntamiento tapatío? Porque se puede. O sea: en teoría, puesto que hay leyes y regulaciones que previenen las trapacerías (y que, cuando éstas han tenido lugar, establecen cómo se ha de castigarlas), debería ser imposible incurrir en bajezas, estupideces y trácalas como las que, al hacerse del conocimiento público, desembocaron en la «separación del cargo» de dos funcionaritos (los hermanos Solano) y en la renuncia de la titular, Elena Matute. Pero de que se puede, se puede. Y más en un área como la balconeada en esta ocasión: porque en realidad es escasísimo el interés que la cultura tiene para la actual administración municipal —y también para las anteriores, y también para las futuras, y para las estatales y para la federal, ayer, hoy, mañana y siempre—, lo más natural es que se edifique ahí un aeropuerto donde aterricen y despeguen pilotos que tripulen aviones cargados con cualesquiera otros intereses (como el proselitismo partidista en esta ocasión). ¿Dónde metemos gente que cobre por algo que no hará, para que haga algo por lo que no podría cobrar? En Cultura: al fin que no se nota, que no importa, que es de donde más fácilmente, y sin que a nadie le pese demasiado, hay manera de distraer recursos —mismos que dejan de usarse en bailables, payasitos, clases de macramé o cosas así.
    Las dependencias oficiales cuya labor tendría que consistir en la procuración de facilidades para quienes crean y sostienen la dinámica cultural de una comunidad (artistas, empresarios, promotores, etcétera), pero tambien para los públicos con los que esos actores necesitan encontrarse (si no hay un teatro, al menos se despeja un baldío para que la obra se represente, la gente vaya y todo mundo contento), son dependencias útiles cuando funcionan bien, o sea casi nunca, pero no indispensables. El Estado asume que debe mantenerlas operando, lo mismo que los actores que a ellas acuden (acudimos: el que esto escribe también se ha servido de ellas en más de una ocasión), en virtud de una idea más bien supersticiosa según la cual Conaculta, las secretarías o los institutos de Cultura, las oficialías o las direcciones municipales, etcétera, existen porque así debe ser: porque su funcionamiento parece inherente al funcionamiento de una sociedad que se quiere democrática. Pero, en la práctica, en el mejor de los casos la cultura para el Estado es ornato (o un derivado de la promoción turística) o, como se ha visto, un cuchitril escondido donde hacer porquerías; para los actores culturales, las instituciones públicas son fuente de ingresos —cuando bien nos va: dan becas, operan como bolsa de trabajo—, o surtidero de obstáculos —los caprichos o las ocurrencias de los funcionarios en turno, las trabas burocráticas.
    ¿Y? La oficina municipal sigue adelante. Doña Matute salió con la cola entre las patas. Ya hay nuevo director (optimista y entusiasta). Tendrá casi 77 millones de pesos para trabajar en 2009: casi 62 de esos millones se irán en nómina.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 19 de diciembre de 2008.

¿Perdidos?

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Una edición reciente de La invención de Morel, la obra maestra de Adolfo Bioy Casares, publicada por primera vez en 1940, y calificada como «perfecta» en el prólogo que firmó Jorge Luis Borges, lleva sobre el celofán que la envuelve una pegatina anunciándola como «La novela que inspiró la serie Lost». Es claro el sentido de esa estrategia de comercialización editorial, que apela a una referencia inmediata para los posibles nuevos lectores cuyos ojos encuentren la noticia: cualquier programa de televisión es mucho más confiable que el juicio de Borges —juicio que, si lo conoce, podrá (y tendrá) que importarle un pepino al televidente fanático de la exitosa saga (una historia, dicho sea de paso, exitosa más bien al principio, pero que de tan confusa se ha vuelto repelente, al grado de que cada vez más son sus fanáticos que se dan por vencidos al tratar de descifrar sus tortuosos argumentos).
    Fue, de hecho, noticia discreta y fugaz, hace ya un buen rato, cuando a principios de este año se transmitía por primera vez la cuarta temporada de Lost: uno de los personajes, llamado Sawyer, aparecía leyendo (en inglés, naturalmente) la novela de Bioy —una edición bonita, con una foto en la portada de Louise Brooks, la actriz favorita del escritor—; a raíz de ello, y sobre todo en Argentina, los lectores/televidentes conjeturaron que el guión de la serie consistiría en una variación de la historia contada en La invención...: un fugitivo queda varado en una isla que al principio cree desierta, hasta que encuentra a «otros» que la habitan y lo conducen, primero, al desasosiego y al espanto, y enseguida a investigar cómo es que están ahí. Oportunamente, los editores de la novela en Estados Unidos detectaron el negocio y lanzaron una nueva edición con el anuncio de marras, de manera que pronto tuvieron un best-seller: en cuestión de semanas ingresó a la lista de los 100 libros más vendidos de Amazon; poco después, hicieron lo propio los editores hispanoamericanos. (Lost, vale consignarlo, es una serie más bien insoportable, pero muy literaria: entre los autores de libros a los que se ha aludido en ella, de un modo u otro, figuran Jack Kerouac, Flann O’Brien, John Steinbeck, Philip K. Dick, Charles Dickens, Julio Verne, Vladimir Nabokov, Kurt Vonnegut, Aldous Huxley, Fedor Dostoievski, Lewis Carroll, Charles Perrault, Henry James y, claro, William Golding —El señor de las moscas— y Joseph Conrad —El corazón de las tinieblas—; existe, además, un Club del Libro en internet, abierto al intercambio de impresiones sobre las obras que van apareciendo en la serie).
    De modo, pues, que ahora muchos habrán leído a Bioy Casares porque su precursor más notable es una serie de televisión. No es que esté mal, desde luego: si un solo mono llega al libro así, el ardid bien habrá valido la pena: cuando el destino es un reencuentro, o un primer encuentro, con una pieza de literatura imperecedera, el punto de partida es trivial y la ganancia mejor será para quien lea.
Publicado en la columa «La menor importancia», en Mural, el viernes 12 de diciembre de 2008.

Piénsenle

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José José, como poseído, en su presentación en la FIL, este domingo 7 de diciembre. Qué le hace que haya cancelado Juan Gelman en el último momento: El Príncipe fue la estrella que cerró. (Foto: Verónica Nieva)
Algo tiene que pasar. La FIL es un bien para Guadalajara y para México, y suma cada año el trabajo de muchas personas, los recursos de una universidad pública que tiene grandes carencias y la inversión de numerosos organismos e instituciones públicos y privados. En 22 años ha llegado a significar mucho para quienes hemos envejecido —a lo mejor crecido también— con ella. En la edición que hoy concluye, los visitantes fueron multitud, incontables los títulos exhibidos, copiosísimas las actividades de sus diversos programas... Pero algo tiene que pasar: me voy con la impresión de que la feria ha dejado a un lado su vocación de fiesta cultural, y que buena parte de lo ocurrido en estos nueve días ha consistido en reiteraciones de lo ya visto: no es sólo que vengan, a lo mismo, las mismas figuras de años recientes (cómo es que Rius puede ser la estrella de un día; por qué Monsiváis vuelve a llenar un salón; Álex Grijelmo, Pérez-Reverte, ¿no se han enfadado de que los inviten? ¿Por qué Savater tiene que estar con Fher? ¿Para qué existe Diego Luna? ¿Por qué terminamos viendo a José José?): lo que me pregunto es cuánto interesará a los protagonistas más relevantes de la cultura de nuestro tiempo estar aquí. Creo que nada, y creo que tienen razón.
    Italia pasó sin pena ni gloria. Un pabellón horrendo, pobremente surtido; una delegación de autores interesantes, pero sobre todo desconocidos, y un programa que difícilmente pudo resultar atractivo más que para los ociosos que nos asomábamos a ver qué hablaban. ¡Y sigue Los Ángeles! Si no se reformula, creo yo, el cometido cultural de la FIL, con tal de ponerlo a salvo de las frivolidades y las veleidades pedestres de muchos, más valdrá que el esfuerzo y el dinero que cuesta hacer esto se inviertan de otro modo.
    Ya, pues. Hay que aprovechar el último día. Después de todo, hallarse rodeado de libros (¡no compré uno solo!), es reconfortante e inspirador. La FIL sigue valiendo la pena, aunque sea por eso. Y por la gente que sigue viniendo con alguna ilusión.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, de Mural, el domingo 7 de diciembre de 2008.

¡Arrancan!

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FIL Niños. Ya fui. Me gustó. Si bien nomás aguanté adentro como cinco minutos (era jueves, Día de Herodes), me bastó para ver el empeño invertido, el entusiasmo de toda la gente que trabaja ahí, lo sensacional que puede resultar para los miles de chamacos que pasan por los talleres y por los auditorios preparados para ellos. Yo, francamente, no tenía idea (¡en 22 ediciones de la FIL jamás me había metido!), y quedé bien impresionado. Pero más tarde me encontré a una amiga que es promotora de lectura, y me confió sus reservas respecto al funcionamiento de FIL Niños como un espacio donde la lectura —actividad solitaria y silenciosa por definición— pueda incentivarse realmente. O sea: es un lugar estupendamente divertido, pero ¿salen de ahí nuevos lectorcitos? Ojalá que sí.
    Ayer, frente al stand de Ediciones B, unos 30 monos de seguridad, las manitas agarradas y estorbando. ¿Quién demonios venía? ¿El Rey de España? ¿Madonna? ¿Carlos Fuentes? ¡No! Un cretinito, apellidado Zurita, que sale en la tele y —entiendo, porque apenas sé que existe— acaba de hacer una película. La chamacada, claro, aullando y aplastándose. Para esto sirve la FIL. ¡Y eso que no he dicho lo que pienso de Diego Luna y compañía! Para qué, ¿verdad?
    Ya no voy a hacer gestos. Hoy me laten el Encuentro Internacional de Cuentistas (con Petrovic, Cavazzoni y Eduardo Antonio Parra) y la conferencia magistral del doctor Marcelino Cereijido (un maestrísimo, divulgador científico), en el Coloquio Internacional de Cultura Científica. Nomás: porque también va a haber cosas como Laura Esquivel, el Chef Oropeza, Fernanda Familiar y así. ¿Eso qué?
    Visitar el lobby o los comederos del Hilton es como ir a las caballerizas del hipódromo: ve uno cómo las bestias —en las que se ha invertido tanto— se pasean y descansan antes de que salgan a la pista, y ya más o menos se sabe a cuál apostarle. Ayer comimos ahí, y me dieron ganas de pedirle una mesa a Ruy Sánchez: parece el capitán de meseros, saludando y recibiendo a todo el mundo.


Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, de Mural, el sábado 6 de diciembre de 2008.

Inútiles

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Bonita cosa. Ayer, jueves, lo que más ilusión me hacía era ver a Goran Petrovic. ¡Pero andaba en Ocotlán! Lo llevaron a leer en una prepa. Yo no entiendo: al mismo tiempo, la feria se llenó (como todos los años) con preparatorianos, secundarianos y demás plagas: tumultuosos y fétidos, correteaban por los pasillos, gritaban, aterrorizaban, en suma. ¿Para qué los traen a fuerzas? Nunca lo voy a saber.
    Lo bueno es que Petrovic estará hoy otra vez. Creo que es uno de los escritores más dignos de atención que han venido a la feria. También me interesa apersonarme en la presentación de la novela con que Daniel Sada ganó el Premio Herralde, Casi Nunca: está construida, como él mismo lo ha contado, sobre la historia de amor de sus padres, quienes tuvieron un noviazgo en el que, a lo largo de nueve años, sólo pudieron verse nueve horas. Y además de estas dos presentaciones, también en la tarde estará, en el Café Literario (donde regalan cafecito y un como vino espumoso muy seco y buenísimo), Ermano Cavazzoni, un autor italiano al que conocí por su libro Los escritores inútiles, que es divertidísimo. Estará hablando de algo titulado «Fellini y los lunáticos», que suena muy bien. En resumen: hoy no me voy a aburrir.
    A propósito de escritores inútiles, lo que dijo Pérez-Reverte el miércoles, cuando estuvo con Los Tigres del Norte («Un país como México se entiende mejor por los Tigres que por los intelectuales y novelistas más exitosos»), tiene mucho de razón. Lo malo es que en la FIL esa verdad no aplica —ni en México entero, vamos—, y se cree que los figurones literarios o pseudoliterarios de siempre son los que saben qué diablos pasa aquí. Pero bueno.
    ¡Ay, la FIL grandota! Es como un súper, y yo entiendo —neciamente— que hay que recorrerla pasillo por pasillo —por más que nada vaya a comprar. Tampoco me he hallado gran cosa, pero persevero. Lo malo es que ya me tuerzo del cansancio, y no quiero pensar en las pobres edecanes, que ya caminan como si anduvieran espinadas del dése.


Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, de Mural, el viernes 5 de diciembre de 2008.

Hasta que

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Jueves ya, y la FIL empieza a recobrar ímpetus. No deja de resultar asombroso que, aun con los miles de metros cuadrados que se agregaron a su superficie, aun con la maldita crisis y aun cuando el programa de actividades consiste, básicamente, en variaciones de años anteriores (ya cuando uno ve desplazarse por los pasillos el mostacho farfullante de Paco Ignacio Taibo II sabe que las cosas no han cambiado gran cosa), la feria continúe convocando multitudes que invariablemente la llenan —e incluso dan la impresión de exceder su capacidad: hay que ver cuánta paciencia se necesita para esperar una mesa donde comer, y a la carrera, en la terraza o en los restaurantes que hay adentro.
    El martes por la noche tuve el gusto de estar en la presentación de SP Distribuciones: los chamacos de la editorial Sexto Piso tuvieron la admirable iniciativa de convocar a sellos afines al suyo para sumar esfuerzos y colocar sus libros con mayor eficacia, a contracorriente (publicar títulos valiosos es una forma de resistencia), con sensibilidad y con inteligencia. ¡Eso hay que hacer, no nomás quejarse!
    Hoy, felizmente, ya que Carlos Fuentes dejó de ocupar el escenario principal y cesaron las genuflexiones ante su augusto paso, el programa ofrece bocadillos para todos los gustos. No iré a ver a John Boyne —porque no tengo 13 años—, pero sí, seguramente, a Valerio Massimo Manfredi o a Dacia Maraini, dos de los narradores italianos que más me interesa escuchar. Se me antoja la mesa titulada «El sexo en la lengua», encabezada por Álex Grijelmo y Daniel Samper (lo dicho: una variación del éxito del año pasado, aquello de «Para qué chingados sirve el español»), pero ya sé que va a haber un gentío —lo mismo que con Nelson Vargas, con Lydia Cacho, con Poniatowska, con Monsiváis (también conocido como la Borla Pánica y Ubicua), con Denisse Dresser... Qué bueno que habrá tanta cosa: ójala que toda la raza se meta a todo, y que queden los pasillos despejaditos para poder lerendear a gusto.


Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, de Mural, el jueves 4 de diciembre de 2008.

No nomás soy yo

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A reserva de hacer más adelante una reseña en toda forma de cuanto pude apreciar en la representación de la ópera Santa Anna, dejo aquí los links a las opiniones de quienes sí saben de estas cosas. Para que se vea que no nomás soy yo. Uno lleva al artículo que publicó Manuel Yrízar, crítico musical de Excélsior; otro, a esta apreciación de José Noé Mercado, también crítico y subeditor nacional de la revista Pro Ópera. Y no me aguanto las ganas de citar aquí, completo, el parecer del gran Lázaro Azar, el especialista de Reforma:

«¡Ah, qué Vitier!»

Por Lázaro Azar

Alguien se lo tenía que decir y ni modo, me tocó ponerle el cascabel al gato, porque con todo y que digan que no tiene la culpa el... compositor sino quien le hace el libreto, lo cierto es que cuando hace unos meses cayó en mis manos aquel sobre Santa Anna firmado por Carlos Fuentes, lo devoré con verdadero deleite. Cuánto ansiaba "escucharlo" y cuánto me decepcionó lo que oí durante su estreno este jueves en el Teatro Esperanza Iris.
    "Eso no es una lección de historia, mucho menos una ópera", dijo una amiga y al momento pensé que así como Puccini y Massenet no coincidieron eligiendo las mismas escenas con que cada uno de ellos musicalizó la historia sobre Manon Lescaut escrita por el Abate Prévost, y no hay melómano que no disfrute lo que hicieron, de igual manera el Antonio López de Santa Anna que Fuentes retrata es tan real y humano que acaba trastornado tras haber sido once veces nuestro presidente.
    Hasta ahí "todo va bien". Lo malo empieza cuando, pretenciosa y finalmente, bautizan como "ópera" la pobre partitura que le enmarca. No hay libretos "operísticos" que no hayan sido modificados por el compositor y aquí el problema no es que del primer tratamiento a lo llevado a escena sean incontables los cambios, cortes, ajustes y añadidos que sufrió el texto de Fuentes.
    Nada más para que se den idea, en el programa de mano Marcelo Ebrard habla de una "ópera en un acto" y tuvimos dos. Qué versión vimos es lo de menos: la tercera -que data del 23 de septiembre- no se ciñe a lo presenciado dentro de ese interminable jolgorio en que ha degenerado la celebración por los ochenta años de un Carlos Fuentes que tras la función comentó que, de haber estado en un ensayo completo, algo le habría cambiado a su Santa Anna.
    Si no lo vio fue por falta de tiempo. Ser "gloria nacional" no ha de ser fácil y menos cuando no se es monedita de oro, según se infiere de comentarios como el de Francisco Arvizu, quien tras señalar "la liviandad genuflexiva con que se ha tratado la figura de Carlos Fuentes", cuestiona que "la perspectiva de su libreto respecto a la figura de Santa Anna ya fue tratada por Felipe Cazals en su cinta Su Alteza Serenísima (2000) o por el dramaturgo Juan Tovar en Manga de clavo (1985)".
    Enfocado o no de esa manera, es un hecho que gracias a la pericia con que Lorena Maza marcó ágilmente el trazo escénico, el mayor problema que afrontó esta "ópera" no fue un texto plagado de ripios (vgr. sino/vecino/destino, ataca/calaca/hamaca/matraca o el mejor de todos: Ya pasó la hora de gloria, ahora es la hora notoria), sino la insufrible partitura de un José María Vitier cuyo mayor mérito estribó en concatenar los más previsibles lugares comunes, efectos manidos y "citas" que lo mismo evocan a Claude Debussy, Joaquín Rodrigo y Sebastián Yradier que a Francis Lai.
    "Es buenísimo para hacer soundtracks, él hizo el de Fresa y chocolate", abogó alguien por él cuando pregunté por qué méritos le habrían elegido. Si mal no recuerdo, lo único memorable de aquella pista sonora no fue lo firmado por Vitier, sino la música de Ignacio Cervantes.
    Los que se durmieron durante la función, quienes aprovecharon el intermedio para huir y cuantos me preguntaban con miradas de complicidad cuándo aparecería este comentario fueron el mejor termómetro para confirmarme que no fui el único en considerar esta música ramplona -sus escasos dúos no iban más allá de emplear terceritas "rancheras"- y elemental -¡cero contrapunto!-. Hubo hasta quienes, indignados, me preguntaron cuánto habría cobrado Vitier por esta "reverenda..." (Andrés Tapia dixit).
    Bueno será que alguien le enmiende la plana al trabajo de este señor cuya impericia fue evidente al tapar la voz de sus cantantes con alientos que sonaban simultáneamente en el mismo registro y ni qué decir de aquellas partes que éstos se negaron a cantar.
    Urge meterle tijera a este mamotreto que tarda más de lo que dura, ya que por bien que estén la escenografía de Mónica Raya y espléndida la iluminación de Víctor Zapatero, las "esposas" Tosta e Inés (Verónica Alexanderson y Lourdes Ambriz), la nana (Grace Echauri, insuperable) o Fernando De la Mora en el protagónico, hay compases innecesariamente prolongados, como el epílogo a cargo de La muerte (Hernán Del Riego).
    Así como Puccini y Massenet abordaron una misma historia, el libreto sobre este pintoresco personaje, jarocho y gallero, merece un verdadero compositor operístico como Daniel Catán o Robert X. Rodríguez para musicalizarlo y un director que sí sepa qué hacer ante una orquesta.
    Según los enterados, las palabras puestas en boca de Santa Anna durante su aria no son de la autoría de Fuentes sino de la esposa de Vitier; en ellas dice que "Es mi destino la historia y mi sino en la gloria vivir...".
    De ser autobiográficas, las prefiero para Don Carlos que aquella otra frase en que lamenta estar "ebrio de poder, pleno de gloria y soledad, sin fe". ¿Y usted?

¡Bravo!

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Aquí, uno de los momentos en que Santa Anna es aconsejado por una maceta, a la que llama «Nana», para que se amanse. 
(Foto: Alejandro Amezcua/Secretaría de Cultura de la Ciudad de México).

Estoy absolutamente fascinado. Fui a la ópera de Su Alteza Serenísima. Necio, insensato, habría preferido brincármela, pero me regalaron los boletos y ni modo. Cómo me habría arrepentido de no estar ahí. Primero, debo decir que nada sé de ópera, y que me parece muy respetable el trabajo de toda la gente involucrada en el montaje, desde Fernando de la Mora hasta los acomodadores. Habrán hecho lo que se pudo. Pero el libreto. ¡El libreto! Es la pieza que hacía falta para demostrar que Carlos Fuentes es el más grande malentendido de la cultura nacional: obra maestra de la redundancia, del lugar común, del mal chiste (en el cuadro que recuerda la Guerra de los Pasteles los soldados salen disfrazados ¡de pasteles!), del disparate histórico (aprendemos que Santa Anna inventó la goma de mascar mientras jugaba golf, por ejemplo), naturalmente obtuvo gran ovación de pie, con el autor agradeciendo los aplausos con todo el elenco, y feliz de la vida. Estuvo de risa loca. Un amigo me dijo: «Para la lana que se gastó en esto, mejor hubieran pegado cheques de diez mil pesos en cada butaca, y ya que todo el público estuviera en sus lugares que alguien hubiera salido a decir: “Busquen debajo de su asiento”. Todo mundo contento».
    Hoy están Los Tigres del Norte, hablando de lo suyo con Arturo Pérez-Reverte y Élmer Mendoza. Como ya Fuentes me puso de buenas, creo que sí me lo voy a aventar. Total, para lo que es la FIL desde hace ya varios años (una mezcla de pachanga, espectáculo, ociosidades), esto podrá ser siquiera entretenido. Lo mismo que el Foro de Novísimos Narradores y una Mesa de Escritores Irlandeses, donde hay un puñado de presencias que valen mucho la pena. Lo demás será vagabundear entre las presentaciones de libros (nunca he sabido bien para qué sirve una presentación, si con suerte nomás van los parientes), porque libros sigo y seguiré sin comprar. Es inmoral que un solo volumen —el de una novela que tengo años buscando— cueste $685 pesos. ¡Mejor voy a la ópera!

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el miércoles 3 de diciembre de 2008.

Tarantela

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Ricchi e Poveri. Cómo olvidarlos.

Estos días en que el programa se afloja un poco (¿más?) porque las actividades abiertas al público en general comienzan a las 17:00 horas, hay ocasión de husmear con detenimiento entre los libros. Lo dicho: no pienso comprar uno solo. No entiendo, y creo que nadie entiende, por qué pueden costar tanto, ni qué ganan las editoriales con sus políticas absurdas. Por ejemplo, en el stand de Colofón, enorme y estupendamente bien surtido, hay botaderos donde se rematan cerros de títulos de la editorial Gredos, que normalmente son carísimos. ¿Por qué, alguien explíqueme, de pronto sí es posible rebajarlos? Y otra cosa: me revientan quienes traen sus mercancías sólo para exhibición —cosa que siempre ha pasado, y nunca he comprendido. Entiendo que se trata de cerrar tratos entre profesionales y blablablá, pero ¿qué diablos pierden con poner a la venta lo que exhiben? Nomás lo antojan a uno —pero igual no les iba a comprar nada.
    Hoy el programa literario contempla, además del consabido Fuentes y sus adoradores, la presentación de escritores croatas, suizos, alemanes, un poeta portugués... Ya hubo coreanos, va a haber irlandeses... Total, que la feria se internacionaliza cada vez más —o esa impresión da—, y no es imposible que con un poco de voluntad uno halle, entre ese catálogo de desconocidos para el mundo hispanoamericano, algo que valga la pena. Pero sigo preguntándome cuál será, en realidad, la relevancia cultural de la FIL a nivel global: ¿es de verdad la cita indispensable, a la que nadie tendría que faltar? ¿O sólo llega a contar por los negocios que se cierran aquí?
    Me asomé a la música del domingo en la noche en la explanada: la Orchestra Popolare Italiana. Le ponían mucha voluntad, pero esa música sólo puede sonar bien a condición de que uno esté borracho eufórico... Y de preferencia en un pueblito italiano: en un pueblito al que no llegue la radio, y nomás eso se pueda escuchar. ¡Locos frenéticos! Todavía traigo el sonsonete. ¿Por qué no trajeron a Ricchi e Poveri, mejor?

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el martes 2 de diciembre de 2008.



Su Alteza

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La Botarga Bigotona aplaude (nomás para eso sirve, para aplaudir) a Su Alteza Serenísima: ya se sabe cómo le gusta lisonjear a los caudillos. Atrás, la Borla Pánica y Ubicua. (Foto: © Cortesía FIL Guadalajara / Joaquín Rúa)
  
Hoy es el día de Su Alteza Serenísima. Aunque ayer ya hubo que soplarse varias horas/nalga de encomios al escritor más visible de la literatura mexicana (lo visible sólo quiere decir eso, desde luego), hoy el programa no sólo contempla otro maratón en torno a Carlos Fuentes, sino que además tendrá lugar la ópera costosísima que el señor quiso que le produjera una universidad pública. ¿Como ahí qué? ¿Será verdad que a la cultura nacional le hacía falta conocer las veleidades como libretista de alguien que ya tenía su lugar apartado en la historia como un novelista atendible (y en ocasiones hasta bueno)?
    A mí, como no sea por lo pasmoso de ese gran malentendido que es el homenaje tal (Fuentes, sí, es un escritor importante, pero nada más), me tiene sin cuidado lo que suceda con él. Porque la vida es breve, y la FIL más breve todavía, creo que es mejor aprovechar lo mejor. Ayer, por ejemplo, me hallé en el stand de las editoriales alemanas una exposición de los libros más bellos de la industria editorial de ese país: uno de esos deleites escondidos que es posible encontrar mientras, por ejemplo, García Márquez atesta el Auditorio Juan Rulfo por enésima vez.
    Hoy, para su pesar, Lobo Antunes seguirá desquitando la dolariza que se llevó con el Premio FIL: le toca la encerrona con mil jóvenes. (El sábado tuvo que aguantar a los funcionarios del Ayuntamiento tapatío para que le dieran las llaves de la ciudad, «honor» empolvado y ridículo como pocos). Pasaré por roñoso, y ojalá me equivoque, pero veo complicado que entre Lobo y la muchachada pueda haber un entendimiento provechoso para nadie. Dadas las condiciones de lectura que prevalecen entre los secundarianos y los preparatorianos, Lobo quizás les resulte un autor inaccesible. ¡Además el viejo ya se ve que está harto!
    En el área de salones grandes: quiero entrar y me dicen que por ahí no; me voy al otro lado, y veo que era por allá. ¿No se siente, este año, que la seguridad es más incómoda y más latosa?

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, de Mural, el lunes 1 de diciembre de 2008.


Grandulona

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Foto: © Cortesía FIL Guadalajara / Joaquín Rúa

Ya vi: no es que la FIL haya crecido: nomás está agrandada. Mas anchos los pasillos, más amplios algunos stands (no todos: los paupérrimos siguen paupérrimos), y en todo caso lo que hicieron fue mover para otro lado el área internacional —se siente uno como en el aeropuerto—, mientras que FIL Niños retumba también en un lugar distinto al de años anteriores. Crecieron también, naturalmente, los precios de los libros, pero no así la oferta de novedades: no veo títulos de los que ya sé, y me consta, que tienen meses circulando en España o en Sudamérica, de manera que cada vez le encuentro menos sentido a comprar nada en la feria, habiendo internet.
    La ceremonia inaugural fue, desde luego, previsible, pero tuvo sus momentos: abucheos para el Gobernador González («Emilio» que le diga Raúl Padilla), una espontánea que definió a la secretaria de Educación Pública («¡Burra!», tuvo a bien gritarle), la doble majadería del ministro de Asuntos Exteriores de Italia (llegó tarde y se largó temprano)... Lo único digno de memoria fue el brevísimo discurso de António Lobo Antunes. Viejo condenado: me hizo chillar, hablando de los singularísimos maestros que ha tenido en la vida. Lo suyo fue una altísima manifestación del genio poético, entre tantas necedades que estuvieron escuchándose antes y después.
    El programa de actividades, este primer día, me pareció más bien desalentador, si bien se compuso algo con Savater, otro tantito con los amigos de Lobo Antunes. A cuanto tenga que ver con Carlos Fuentes, pienso, podría echarle un vistazo, pero sería por razones retorcidas (el anhelo de verlo resbalarse, por ejemplo): ya contaré si me resuelvo.
    El pabellón italiano, a primera vista, es desconcertante; si se fija uno bien, es completamente horrendo. Casi tanto como la comida que se consigue en los insuficientes espacios que hay para restaurarse. Y lo más espantoso: ¡en ningún lado de la Expo se puede fumar! Si en una de ésas me ven apaleando a una botarga, ya sabrán por qué fue.
Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL, de Mural, el domingo 30 de noviembre de 2008.





Italia, visible e invisible

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Claudio Magris, uno de los grandes ausentes de la FIL. Y como que no le pareció, mírenlo. Como que está mascullando: «¿No me invitaron a su feriecita? Pues atásquense con su Carlos Fuentes».

Con el ánimo de una evocación poética, la suerte que corra la presencia italiana en la Feria Internacional del Libro ha sido encomendada al amparo de Las ciudades invisibles de Italo Calvino, aquel hermoso recuento de hallazgos que Marco Polo fue refiriéndole a Kublai Jan. Calvino, qué duda cabe, es uno de los escritores italianos mejor leídos y más entrañables en el ámbito iberoamericano, y por ello es de esperarse que su influjo sea benéfico para el desempeño de sus compatriotas en esta edición de la FIL.
Sin embargo, puede pensarse que en el programa de actividades preparado para el Invitado de Honor coexistirán, simultáneamente, dos Italias: por un lado la visible, representada por la delegación de escritores, intelectuales y artistas que han aceptado viajar a esta cita y aprovechar todas las oportunidades que ofrece como fiesta cultural, y por otro lado la Italia invisible, que llenará estos nueve días con las ausencias de un buen número de personajes sumamente atractivos de la cultura italiana contemporánea.
Así, algunas de las figuras más destacadas en la Feria —sobre todo por reconocibles, ya sea porque sus obras estén traducidas al español desde hace tiempo, o porque ejercen una influencia considerable en el panorama cultural europeo— serán las de los poetas Valerio Magrelli y Patrizia Cavalli, los filósofos Giorgio Agamben y Gianni Vattimo, los narradores Dacia Maraini, Valerio Massimo Manfredi, Alberto Bevilacqua y Sandro Veronesi... Con el resto de la delegación italiana, en la mayoría de los casos, se tratará de procurarse descubrimientos: ir a averiguar quiénes son, qué hacen, por qué están aquí. (Un caso aparte es el de Roberto Saviano, cuya participación no ha sido confirmada por razones de seguridad: vive amenazado luego de que desvelara, en el libro Gomorra, los entresijos y los alcances de la mafia napolitana).
La Italia invisible, como las ciudades de Calvino, acaso parezca más seductora, aunque únicamente haya manera de ir a su encuentro en los libros. No deja de ser inexplicable que los nombres de Umberto Eco, Antonio Tabucchi o Alessandro Baricco, tan rentables para la industria editorial, o los de Claudio Magris y Roberto Calasso (que, con Baricco, ya han estado antes en la FIL), entre otros, no figuren en el programa. Los organizadores italianos han explicado que fue por problemas de agenda en todos estos casos; los malpensados hemos preferido conjeturar que los propios autores pudieron haber declinado la invitación por razones de índole política... o que jamás existió dicha invitación. Como sea, estarán al menos sus títulos, y también los de los grandes autores que han hecho de la literatura italiana un inagotable caudal de asombros universales: Papini, Lampedusa, Svevo, Montale, Sciascia, Moravia, Buzzati, Pavese, Pirandello, Landolfi...
Como el viajero veneciano, entonces, habrá que ir de lo visible a lo invisible. La ocasión, es de esperarse, será inmejorable.

Publicado en el suplemento perFIL, de Mural, el sábado 29 de noviembre de 2008.



¿Y Raffaello?

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Yo lo veo así: las felicidades que uno sea capaz de encontrar en la FIL dependen de tener el ánimo bien dispuesto para el hallazgo. Este propósito, combinado con la paciencia indispensable para sobrevivir a las muchedumbres, garantiza que al final de estos nueve días uno haya merecido al menos una sorpresa grata, una anécdota memorable, una razón para regresar al año siguiente.
    Lo malo es que, luego de haber persistido en ese propósito desde 1987 (aunque entonces a mí me acarrearon de la prepa, y ni sabía qué diablos iba a ver: estaba chico), lo previsible ya pesa mucho más que las ocasiones para la novedad, de tal manera que se vuelve difícil esperar alegrías insospechadas de los cientos de conferencias, presentaciones, premios, espectáculos, exposiciones y congresos que engordan el programa de actividades —por no hablar de las leguas de pasillos y los millares de libros, y de los otros millares de personajes que ya sé que me voy a encontrar, y lo que es peor, que ya sé que me van a encontrar a mí. Pero habrá que perseverar.
    Hoy que la FIL comienza, mi sola preocupación es aprovechar la presencia de António Lobo Antunes. Pero también, de seguro, acabaré asomándome a ver las alabanzas a Carlos Fuentes (el hombre es como el Rey del Cabrito o como el Chololo —el de la birria—: no hay famoso que no quiera tomarse una foto con él). Acaso empiece a curiosear en lo que traiga la numerosa delegación de desconocidos italianos... Por cierto: ¿a nadie se le ocurrió organizarle un homenaje a Raffaello? ¡Sí, el restaurantero que salía en la tele hace siglos! Si alguien ha estrechado los vínculos entre Italia y México ha sido él.
    Por lo demás, estoy resuelto: no voy a comprar libros en la FIL. Es más: mi propósito es que la feria termine sin que se haya añadido un solo volumen a mi biblioteca. Si me regalan uno, se lo doy a un prójimo. La razón es simple: los libros son tan obscenamente caros que —ingenuo de mí— he creído razonable boicotear así a la llorona industria editorial.


Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el sábado 29 de noviembre de 2008.