¡Voten por Jorge Ibargüengoitia!

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De acuerdo: son parejamente meritorios los tres autores que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara ha puesto a competir este año para que sus libros sean leídos con motivo de la celebración del Día Mundial del Libro, el próximo 23 de abril: J. D. Salinger, con El guardián entre el centeno; Oscar Wilde, con El retrato de Dorian Gray, y Jorge Ibargüengoitia con Los relámpagos de agosto. Pero acaso convenga tener esto en cuenta: la única traducción que circula en México del libro de Salinger (la publicada por Alianza Editorial) es espantosa; a Wilde siempre hay que estar leyéndolo, fiesta o no fiesta, y, por último, a Jorge Ibargüengoitia no sólo ya es hora de hacerle justicia, sino que además su lectura es necesarísima en este tiempo de conmemoraciones dudosas, con tal de desempolvar nuestro entendimiento de la historia patria, tan entelarañado entre solemnidades y ridiculeces que a nadie le sirven: Ibargüengoitia es insuperable a la hora de repasar lo que fueron la gesta independentista (en Los pasos de López) y la Revolución Mexicana (precisamente en Los relámpagos de agosto, una de las novelas más divertidas que existen). Así que no lo tenemos difícil a la hora de decidir por quién hay que hacer campaña.


Maribel Barona, integrante del Taller de Ensayo Literario de la Joseluisa y entusiasta lectora de Ibargüengoitia, ha tenido esta formidable iniciativa: no será raro que se la encuentren por ahí, con su bote lleno de chiclosos (muy ricos, por cierto), que obsequia a cambio de la promesa de votar por don Jorge. Es más: aunque todavía no se la encuentren —parece que en estos días va a organizar una marcha—, vayan acá y voten de una vez.


Pelmazos

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G. K. Chesterton, hombre de curiosidad incesante, vigoroso polemista e infatigable observador y comentarista de la naturaleza humana, demostró que, en buena medida, el mundo sólo es comprensible mediante el examen de sus paradojas, y que —paradójicamente— tal comprensión no puede sino ser una forma sostenida de perplejidad con la que más conviene transigir para que la irritación y la indignación no se nos vuelvan desesperación rabiosa: mejor reírse, en todo caso, especialmente cuando —como nos ha tocado— se vive en el imperio de la necedad, el disparate y el cinismo. Entre muchas lecciones que surte la frecuentación de sus libros, hay un ensayo titulado «Defensa de los pelmazos» (disponible en la magnífica antología preparada por Alberto Manguel, Correr tras el propio sombrero) en donde el londinense exhibe la lógica impecable de una de sus normas de conducta: la convicción de que el único pecado imperdonable es aburrirse. Por esto: dejarse ganar por el hastío supone siempre una claudicación, la aceptación tácita de que no hemos sabido escapar ni, mucho menos, oponer resistencia; y, cuando eso pasa —cuando ya el bostezo va abriéndonos las fauces y quisiéramos estar en cualquier otro lugar—, es porque nos lo merecimos por negligentes y por arrogantes: «La culpa, si hay que buscar algún culpable, es nuestra por habernos aburrido. El asunto no es aburrido; nada en el mundo lo es».
    ¿A qué viene esto? Voy a ponerlo así: el lunes, al conocer en estas páginas cómo respondieron y reaccionaron los diputados que integran la Comisión de Cultura del Congreso jalisciense al aplicárseles un cuestionario repentino y, dada la materia en que trabajan, elemental, lo primero que pensé fue que se trataba de una mera exhibición de lo consabido. Claro que esos personajes iban a lucir su ignorancia, e incluso su grosería al ser sorprendidos en falta: para eso son políticos: qué novedad. Cuatro se zafaron de estos modos: «Para qué echo mentiras», admitió una; «para qué quieres que diga una aberración», alegó otra; «me agarra totalmente sin esa información», reconoció uno más, y el penúltimo soltó: «dentro del área cultural nunca me he encauzado». El quinto, irascible y receloso, sencillamente se negó a contestar, y pegó carrera. Lo normal, pensé —lo aburrido—, es que los diputados sean así. Sólo después de esforzarme un rato llegué a reírme tantito, imaginando el apuro que pudieron pasar —como si hubiera habido en realidad tal apuro: lo normal es que a los diputados los tenga sin cuidado lo que sus representados lleguemos a pensar de ellos.
    Pero luego me acordé de Chesterton. Cada que topamos con una razón más para el hastío —y quién en México no está podrido con los modos de estos impresentables, con su incompetencia y su irresponsabilidad—, hay que pensar que los causantes de ese hartazgo están felices de la vida (ganando estupendamente, para empezar), y que si nos hacen pasar un mal rato y nos dejan con un sabor acedo, la culpa la tenemos nosotros, y nada más.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de febrero de 2010.

Luz y piedra

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Foto: Natalia Fregoso

El abandono que la aquieta, la desganada monstruosidad que le impone la noche, el esfuerzo indecible que ha de hacer para comparecer a la llegada del día siguiente y ameritar una vez más, incomprensiblemente, que la dibujen las luces que hacen creer en que el mundo existe: nada de esto —y vaya que podría— ha conseguido doblegar la perseverancia infértil de esta casa, su obstinación en llevar de una calle a otra su desarreglo lamentable, su desvarío. Las cosas siempre tendrían que ser de otro modo, y la violencia enemiga del jardín, por ejemplo, no la previeron las voluntades que le dieron forma: las presencias que, proscritas de toda memoria, sólo son distinguibles en la imaginación de fantasmagorías —imaginaciones para las que, por lo demás, esta casa es inepta: tiene una funeraria enfrente.
Con todo —pero podrá ser otra forma de la insensatez—, quizás valga más confiar en la determinación de la luz y de la piedra, que no en nuestra frágil atención o en el precario encantamiento de nuestras impresiones. Si, en la evanescencia imparable del presente, nuestra condición fugaz es garantía de que se perderá irremediablemente lo que juzgamos imborrable o decisivo, mejor será atenerse a la posibilidad de que los espacios que nos vieron pasar conserven lo que haya de salvarse, más allá de nuestra arrogancia y sin que importe —como, en definitiva, no tiene por qué importar— nuestra pretensión de marcar ningún instante en la escritura perentoria y falible del recuerdo. Por alertas que queramos ir, por notable que llegue a parecernos cualquier acontecimiento, el hecho de que lo dejemos atrás y prosigamos en nuestra inevitable sucesividad comienza a cancelarlo y a volvérnoslo irrecuperable, así nos empecinemos en voltear continuamente sobre nuestros pasos, creyendo que el instante seguirá ahí, donde lo encontramos o nos encontró —pura ilusión, pues cada paso que nos aleje será también un paso rumbo a la incomprensión más completa de lo que sea que haya ocurrido. Toda memoria es leyenda: la elaboración, menos o más confusa, pero siempre desleal con la verdad, de un pasado al que no podemos regresar si no es indeliberadamente, y nunca porque nos lo propongamos. Pero tal vez la piedra y la luz, y el albedrío del espacio que las contenga, decidirán qué llegará a saberse de nosotros —y eso sólo por accidente.
Esta casa, por ejemplo, lo sabe todo de alguien.

Publicado en el núm. 13 de KY, que, por cierto, cumple un año de circular, y que, como es gratis y se acaba rápido, pueden ustedes descargar íntegra dando click aquí.

Fe ciega

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Zambullirse en los pantanales de ocurrencias que son las llamadas «redes sociales» en internet supone, primero, admitir que la llamada «vida» puede ser puesta en pausa —o admitir que se puede darla por concluida definitivamente: por ir revisando los trinos de los llamados «twitteros» en el llamado «teléfono inteligente», a uno lo puede embestir un llamado «microbús»—, cosa de por sí alarmante. Y, segundo, reconocer que acaso haya que ir canjeando por otras nuevas las nociones que uno tiene respecto a la naturaleza y los significados de la comunicación escrita.
    No doy para tanto como discutir si estos nuevos medios están desplazando a los tradicionales, ni si la credibilidad es el baremo según el cual habría de medirse su interés, su pertinencia, o el daño o el bien que estén causándole a la sociedad. Encuentro, por lo pronto, que dichos medios son demasiado novedosos para comprenderlos cabalmente —y aun el periodismo impreso me parece una forma todavía no del todo comprendida de comprensión de la realidad—, de manera que lo único que alcanzo a ver consiste en meras impresiones atónitas y de inmediato intercambiables por otras, no menos perplejas. Sí me parece que, a fin de cuentas, son los usuarios quienes acaban confiriendo —o negándole— sentido a la utilización de las redes sociales, y que tan abundantes son las naderías y las ocasiones de perder el tiempo en ellas, como sorprendentes e irresistibles los hallazgos que es posible hacer con algo de suerte y algo más de puntería; por ello creo que lo primero es aprender a discriminar, definir prioridades y precaverse hasta donde sea posible contra los chaparrones de informaciones insulsas, irrelevantes, poco fiables o que sencillamente no tendrían por qué importarnos... lo cual no obsta para que también, si gusta, uno pierda el tiempo cuando quiera y como le dé la gana. Pero también veo que hay multitudes de usuarios que profesan una fe intransigente —una fe expresada de modos confusos, pero parejamente sustentada por un puñado de dogmas— según la cual la mera participación en Facebook o en Twitter o en cosas parecidas, independientemente de lo que se haga ahí, es lo correcto, lo que es necesario: convencidos de que esas comunicaciones cuentan más que cualesquiera otras —que desdeñan en automático—, me temo que esos supersticiosos van sometiéndose, voluntaria y dócilmente, a los dudosos encantamientos del medio (porque es divertido, es veloz, es asombroso, es supuestamente democrático, etcétera), al tiempo que su propia convicción inhibe actitudes más críticas que terminan echándose de menos.
    Y pasaré por anticuado (porque ésa es otra: los fervorosos argumentan enseguida que la incompetencia en las redes sociales tiene explicaciones «generacionales»), pero a mí me gusta saber qué estoy leyendo: bombardeado por trinos, mensajes, notas, conversaciones ajenas, conjuros, sobresaltos y declaraciones dictadas por el tedio, muchas veces no tengo la menor idea. Ni de lo que llego a escribir ahí, tampoco.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de febrero de 2010.

Gorjeos

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Tengo un par de días metido en Twitter, y únicamente he atinado a soltar un puñado de exabruptos acerca de lo que me revienta. La gente que para gorrearme un cigarro pregunta si se lo puedo vender, por ejemplo, o que existan las moneditas de diez centavos. Ahora mismo estoy escribiendo ahí (y en cierto sentido diciéndoselo al mundo) que me revienta estar pensando qué más me revienta que pueda decir en 140 caracteres —la extensión máxima que puede alcanzar cada apunte que, en un momento de iluminación o un arrebato, pero sobre todo en un arrebato, puedo largar, para conocimiento de los «seguidores» que hayan condescendido a prestarme su atención, o su desatención, que viene siendo lo mismo. Ha sido mi primera impresión de Twitter: un club atestado al que se ingresa para disolverse de inmediato entre incontables conversaciones que han comenzado quién sabe cómo y que no concluirán, y donde sólo nos toleran a condición de que cuanto digamos sea fugaz, por importantísimo que sea —o en absoluto importante, da igual.
    Claro: no dejan de ser las impresiones de un novato: todavía me siento un intruso que ha llegado sin saber qué diablos hace ahí. Veo que un tema recurrente es el mismo Twitter. Se discute profusamente, por ejemplo, la crítica que hizo un articulista a los twitteros mexicanos, que con sus ansias de relajo estarían restando credibilidad al medio —si bien dicho articulista vaticina también la importancia que tendría Twitter en las elecciones de 2010 y 2012, cosa que me suena a exageración: ni siquiera parece que haya un estudio medianamente confiable que permita saber cuántos usuarios activos hay en México. Bueno, pues hubo polémica. Encuentro también periodistas que hacen constantes y entusiastas referencias a lo que hacen (twittear), y —aparte de que me dan la impresión de que están tan absortos en sus teclazos telegráficos que no tienen tiempo para reportear— celebran reiteradamente la supuesta naturaleza democrática de las redes sociales en internet. Y, claro, son multitud los que sostienen discusiones acerca de asuntos que tienen como eje su misma presencia en ese tablero vertiginoso.
    Hace unos meses, el escritor Luigi Amara publicó una muy atendible diatriba contra lo que definió como «el imperio de la banalidad»: «Los acólitos del Twitter no hacen plenamente lo que dicen que están haciendo a causa de su mismo afán por informarlo». Yo, estos dos días, me he divertido tanto como me he aburrido. Me enteré, también, en el mismo momento, de que tembló el lunes —y no estoy seguro de que esa ventaja me hubiera servido de nada. Y aunque todavía tengo esperanzas de encontrar algo interesante, por lo pronto voy temiendo que estar en Twitter en realidad signifique someterse —voluntariamente, que es lo peor— a la tiranía de la impertinencia, en una dinámica frenética que impone únicamente obtener y dar respuestas, antes que haya oportunidad de formular ninguna pregunta.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de febrero de 2010.

¡Ah! Yo en Twitter: @azotecarranza

W. G. Sebald: El viaje a la desmemoria

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Es el otoño de 1966. Un avión hace el trayecto nocturno entre Zúrich y Manchester. Entre los escasos pasajeros va un joven alemán de 22 años que, hasta entonces, no se había alejado más de seis horas en tren de su pueblo natal (Wertach im Allgäu, cerca de las fronteras con Austria y Suiza). De él únicamente sabemos que está solo, y que va admirando la profusión de luces que destellan allá abajo, mientras sobrevuela la inconcebible extensión de Londres; pero luego, conforme se acerca a su destino, cuando ya espera ver la ciudad industrial a la que conduce su soledad, no consigue ver «nada más que un resplandor mortecino, como una brasa ya casi ahogada por la ceniza». Manchester, dirá después: «un área de mil kilómetros cuadrados que ocupaba la ciudad, construida con inumerables ladrillos y habitada por millones de almas muertas y vivas». Entre la espera de su equipaje y los trámites de inmigración se hace de madrugada: a las cinco pide a un taxista que lo lleve a un hotel barato. Luego de timbrar por un buen rato en una casa de fachada angosta y ennegrecida por el hollín, con un rótulo de neón con el nombre Arosa, acude una mujer en bata que al cabo lo hace pasar y le entrega una llave. «El día de mi llegada al Arosa», recordará el joven un cuarto de siglo después, «estuvo marcado, al igual que la mayoría de los días, semanas y meses que le siguieron, por una quietud y un vacío notables». La mujer —recepcionista, administradora, ama de llaves— le lleva más tarde un curioso artefacto: una tetera eléctrica combinada con un reloj despertador. «Ahora, cuando pienso en la época de mi llegada a Manchester, me da la sensación de que fue el aparato que me trajo Mrs. Irlam a la habitación, ese aparato tan útil como singular, el que con su luminiscencia nocturna, su discreto borboteo matutino y su mera presencia a lo largo del día me hizo aferrarme en aquel entonces a la vida, cuando yo, encerrado como estaba en un estado para mí incomprensible de desapego, muy fácilmente podría haberme alejado de ella». En el último relato del libro Los emigrados, de W. G. Sebald, viene inserta una fotografía de esa tetera/despertador.
       Así son los libros de Sebald: por lo general comienzan con el narrador poniéndose en marcha, y en cierto sentido transcurren como registros de los viajes que realiza, a menudo por varios países pero también por épocas muy distantes entre sí. Las imágenes que van acudiendo a la lectura (fotografías, documentos, postales, mapas, cuadros, reliquias) no sólo ilustran, sino que además completan y fijan aquello que las palabras ya son incapaces de decir. Porque adonde siempre está dirigiéndose Sebald es a los territorios espantosos del olvido, a sitios donde han tenido lugar las devastaciones del tiempo y la desmemoria, para regresar de ahí con las evidencias deslumbrantes y perturbadoras de sus hallazgos. El tío Adelwarth, por ejemplo: un singular pariente que había terminado de hacer la vida en Estados Unidos, pero cuya presencia en la obstinada imaginación del escritor —sólo lo habría visto una vez, cuando era niño— estaba marcada por la melancolía y el silencio. ¿Qué historia podía haber detrás? Porque Adelwarth, al final de sus días, había decidido internarse en un manicomio para que, a fuerza de electrochoques, le borraran los recuerdos. Y Sebald emprende un viaje justamente rumbo a la memoria de ese hombre ya muerto.
       Nacido en 1944, el autor se estableció en Inglaterra a principios de 1970, y ahí encontró la muerte en 2001, en un accidente automovilístico. Su obra, breve y concentrada en un puñado de títulos, comenzó a fluir además tardíamente: el primer libro, Vértigo, lo publicó apenas en 1990. Pronto obtuvo reconocimiento: se trataba de una literatura renovadora, de profundidad impresionante, que al desdeñar las convenciones de los géneros —la novela, el ensayo, el álbum de viajes— revelaba un proceder poético de alcances insospechables, pero además representaba una inusitada forma de indagación en la naturaleza humana, por el recurso de contar aquello que el tiempo amenaza siempre con borrar de nuestra atención: nuestras vidas y las vidas de los otros.
       Sebald, pues, fue meramente un hombre solo, con la mochila al hombro y una intensa voluntad de viajar a donde nadie ha llegado antes. Sus libros cuentan entre los viajes más memorables y conmovedores que podemos hacer.

Publicado en Magis 414.

Nadie

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Esta foto, claro, no debería estar aquí. 

En las notas que informaron sobre el deceso de J.D. Salinger, y sobre todo en las de los periódicos estadounidenses, había un regusto generalizado de reproche, de ajuste de cuentas: antes de consignar la estatura literaria del escritor, antes de recordar la influencia decisiva que ha tenido en medio siglo de lectores, dichas notas destacaban cómo, durante la mayor parte de su vida, el autor de El guardián entre el centeno había eludido obsesivamente no sólo la fama que le acarreó su obra, sino también todo contacto humano que no fuera estrictamente indispensable. «Recluso de sí mismo», lo llamaron por ahí, o «el Garbo de las letras» (por recordar a alguien más que quiso, y finalmente no pudo, omitirse de su propia celebridad). «Famoso por no querer ser famoso», se leyó en The New York Times: una calificación que no por artera deja de ser comprensible: si alguien es Alguien, lo es exclusivamente gracias a que la prensa y la publicidad y la avidez del público así lo deciden, y quien se rehúsa es, sin más, nadie. O Nadie, como fue el caso.
    Aunque pasó casi 60 años retirado del mundo, Salinger resucitó varias veces en la atención de los medios por la vía infalible del escándalo: se quiso hallar claves en los subrayados que hizo en su ejemplar de El guardián... el asesino de John Lennon; su foto más reproducida es la que lo muestra agitando un puño enfurecido delante de la cámara de un intruso; en 1981 apareció la «entrevista» que le sonsacó una oportunista que lo sorprendió mientras iba a recoger su correo (una ridiculez: luego se ha dicho que tal «entrevista» fue posible porque la dizque entrevistadora estaba de muy buen ver). Hace algunos años, una hija sacó una biografía dictada por el resentimiento, y apenas hace seis meses Salinger tuvo que pedir a un juez que impidiera la publicación de una supuesta secuela de su novela (que, por supuesto, se publicó, aunque no puede circular en los Estados Unidos). Y ello por no hablar de las ediciones censuradas, las prohibiciones de leerlo, las leyendas que lo imaginaban como un viejo chiflado y, ahora, el ansia por saber qué habrá estado haciendo todo este tiempo —porque, al morirse, terminó por perder la batalla: en ningún lugar hay menos privacidad que en la tumba.
    En un mundo aturdido por la frivolidad y la ira, siempre es admirable alguien que decide hacerse a un lado. Pero, además —aunque quién nos autoriza a suponer las razones de nadie, vivo o muerto—, lo que Salinger enseñó con su obstinación en el silencio fue que, cuando se trata de literatura, uno está absolutamente solo y no puede pedirle cuentas a nadie más que a sí mismo. El autor siempre sobra. O, quizás, si este autor mandó a su editorial que quemara toda la correspondencia que le dirigieran sus fans y echó el candado, fue sencillamente porque, como Holden Caulfield, quiso «estar lejos de toda maldita conversación estúpida con nadie», y ser al fin esa cosa extraña, infame e imperdonable: un hombre que quiere que lo dejen en paz.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de febrero de 2010.